Las Cicatrices de la Verdad

El viento aullaba como un animal herido mientras Felícitas Coronado caminaba por el sendero cubierto de nieve hacia el edificio que todos en el pueblo llamaban “la casa de los muertos”. El Asilo Santa Misericordia se alzaba contra el cielo gris decolorado como un monumento al abandono. Sus ventanas rotas eran ojos vacíos que observaban el mundo con reproche silencioso.

Era febrero de 1887 y el frío era tan intenso que cada respiración dolía como agujas clavándose en los pulmones. Felícitas se detuvo frente a la puerta principal. Sus dedos enguantados temblaban mientras sostenía la llave oxidada que el abogado del pueblo le había entregado esa mañana. Podía sentir las miradas de los pocos habitantes que se atrevían a salir en ese clima brutal, observándola desde las ventanas de sus casas. Sabía exactamente lo que estaban pensando, lo mismo que siempre pensaban cuando la veían: “La monstruo finalmente encontró un lugar donde pertenece, entre los muertos”.

Felícitas cerró los ojos brevemente, forzándose a ignorar el dolor familiar que esas palabras imaginadas le causaban. Tenía treinta años, pero se sentía como si tuviera cien. La viruela que había contraído a los dieciséis años le había robado no solo su salud durante meses terribles de fiebre y delirio, sino también cualquier esperanza de una vida normal. Las cicatrices cubrían su rostro como un mapa de sufrimiento: surcos profundos en sus mejillas, marcas irregulares en su frente, la piel tirante y descolorida alrededor de sus ojos castaños que alguna vez habían sido considerados hermosos.

Su propia madre había llorado de horror cuando finalmente pudo verla después de la cuarentena. “¿Quién va a querer casarse con ella ahora? Es un monstruo”, había susurrado. Pero alguien la había querido. Aurelio Medina, el hijo del herrero, había visto más allá de las cicatrices. Había visto su inteligencia y su bondad. Vivieron ocho años de felicidad imperfecta pero real, hasta que una neumonía brutal se lo llevó hace seis meses.

Tras la muerte de Aurelio, su familia política la echó a la calle. Felícitas vagó durante meses, sobreviviendo con trabajos miserables, hasta que vio el anuncio: se buscaba cuidador para el Asilo Santa Misericordia. El lugar donde veintidós ancianos habían muerto misteriosamente hacía dos años. Nadie quería ese trabajo, excepto alguien que no tenía nada que perder.

Felícitas introdujo la llave. El mecanismo protestó, pero la puerta se abrió revelando un vestíbulo en penumbras. El olor a humedad y algo dulzón la golpeó. Entró cautelosamente. El lugar estaba congelado en el tiempo, con platos aún en las mesas del comedor. Felícitas eligió una habitación en el segundo piso, la de una tal Perpetua Solano, y trató de instalarse.

Esa primera noche, el silencio absoluto fue roto por pasos en el piso de arriba. Superando su terror, Felícitas subió al ático, armada solo con una lámpara de aceite. Allí, entre muebles viejos y polvo, descubrió que no estaba sola. Un hombre demacrado, de ojos verdes intensos y desesperados, emergió de las sombras.

—Por favor, no grites —suplicó él con voz ronca—. Soy Ezequiel Madrigal. Era el doctor de este asilo.

Felícitas escuchó su historia. Ezequiel no había huido por culpa, sino para sobrevivir. Le contó la verdad oscura que el pueblo ignoraba: los ancianos no murieron por una enfermedad, sino envenenados sistemáticamente por Cornelius Whitmore, el actual alcalde y antiguo administrador, para robarles sus herencias. Ezequiel había sido incriminado y, sin pruebas físicas, su palabra de mestizo no valía nada contra la del hombre más poderoso del pueblo.

—Me quedé porque las pruebas están aquí —dijo Ezequiel—. No me iré sin ellas.

Algo en la mirada de Ezequiel resonó en el alma herida de Felícitas. Ambos eran parias, juzgados por su apariencia y origen. Decidió creerle. Juntos, pasaron las semanas siguientes registrando el asilo en secreto. Encontraron los diarios de las víctimas ocultos en la capilla, donde los ancianos relataban sus sospechas sobre Whitmore. Pero necesitaban algo definitivo: el veneno.

Fue en la chimenea de la antigua oficina de Whitmore donde finalmente lo hallaron. Detrás de unos ladrillos sueltos, una caja metálica guardaba los frascos de arsénico y los registros de las dosis, escritos de puño y letra del alcalde. Tenían la prueba irrefutable.

Pero el destino fue cruel. Justo en ese momento de triunfo, escucharon voces abajo.

—Les digo que vi luz en las ventanas anoche —era la voz inconfundible de Cornelius Whitmore—. Alguien está viviendo ahí además de esa mujer deforme.

El terror heló la sangre de ambos. Estaban atrapados en el segundo piso.

—Escóndete —susurró Felícitas, empujando la caja de pruebas hacia el pecho de Ezequiel—. Yo los distraeré. Tienes que llevar esto al periodista en Denver.

—No te dejaré sola —protestó él.

—¡Vete! Si nos atrapan a los dos, la verdad muere hoy. ¡Sube al ático!

Ezequiel, con el corazón desgarrado, desapareció por la puerta secreta hacia el ático apenas unos segundos antes de que Whitmore y dos de sus matones irrumpieran en el pasillo. Felícitas se alisó el vestido, irguió la espalda y salió al encuentro de los hombres.

Cornelius Whitmore era un hombre corpulento, envuelto en un abrigo de piel costoso, con un rostro que irradiaba una falsa benevolencia que apenas ocultaba su crueldad. Al ver a Felícitas, hizo una mueca de disgusto sin disimulo.

—Sra. Medina —dijo con desdén—. O debería decir, Coronado. Me han llegado informes de actividades sospechosas en mi propiedad. Luces nocturnas. Ruidos.

—Solo soy yo, señor alcalde —respondió Felícitas, manteniendo la voz firme a pesar de que le temblaban las rodillas—. El edificio es viejo y hace ruidos con el viento. Y las luces… bueno, trabajo hasta tarde limpiando la mugre que dejaron aquí.

Whitmore la miró con sospecha, sus ojos de tiburón recorriendo el pasillo. Hizo una señal a sus hombres para que registraran las habitaciones.

—¿Limpiando? —se burló Whitmore, acercándose a ella hasta invadir su espacio personal. Olía a tabaco y colonia cara—. Pensé que alguien con tu… condición, preferiría vivir en la oscuridad. Mi cuñada dice que asustas a los niños. Deberías estar agradecida de que te diera este trabajo.

—Lo estoy —mintió ella.

Uno de los matones salió de la oficina de administración. —Señor Whitmore —llamó—. Mire esto.

El corazón de Felícitas se detuvo. Habían olvidado volver a colocar los ladrillos de la chimenea. Whitmore empujó a Felícitas a un lado y entró en la oficina. Vio el hueco en la pared, el polvo de ladrillo fresco en el suelo y el espacio vacío donde había estado su caja de seguridad improvisada.

Se giró lentamente hacia Felícitas. La máscara de político había desaparecido; ahora solo quedaba el asesino.

—¿Dónde está? —gruñó, sacando un revólver del interior de su abrigo.

—No sé de qué habla —respondió Felícitas retrocediendo.

—¡No me mientas, fenómeno! —gritó Whitmore, golpeándola con el dorso de la mano. Felícitas cayó al suelo, el sabor metálico de la sangre llenando su boca—. ¡Esa caja estaba ahí! ¡Tú la tomaste! ¡Dámela y tal vez te deje vivir lo suficiente para pudrirte en una celda!

—No tengo nada —escupió ella, levantando la vista con desafío.

Whitmore amartilló el arma y apuntó a su cabeza. —Entonces no me sirves. Diré que te encontré robando y te resististe. Nadie llorará por un monstruo.

Felícitas cerró los ojos, esperando el final. Pensó en Aurelio. Pensó en la justicia que no vería.

De repente, un estruendo sacudió el techo sobre ellos. Una sección del yeso podrido se vino abajo sobre uno de los matones, y una figura oscura saltó desde la trampilla del ático con un grito de furia. Ezequiel cayó sobre el segundo hombre armado, golpeándolo con una barra de hierro que había tomado de una vieja cama.

El caos estalló. Whitmore, sorprendido, disparó, pero la bala se incrustó en la pared. Ezequiel, moviéndose con la desesperación de quien protege lo único que le importa, se abalanzó sobre el alcalde. Rodaron por el suelo entre golpes y maldiciones.

—¡Corre, Felícitas! —gritó Ezequiel mientras forcejeaba por el arma.

Pero Felícitas no corrió. Vio el atizador de la chimenea en el suelo. Se puso de pie, ignorando el dolor en su rostro, y con un grito gutural, golpeó el brazo de Whitmore justo cuando este recuperaba el control del revólver. El arma se disparó hacia el techo y cayó lejos de su alcance.

Ezequiel aprovechó el momento para propinarle un golpe brutal en la mandíbula al alcalde, dejándolo aturdido.

—¡Vámonos! ¡Ahora! —Ezequiel agarró la mano de Felícitas. Con la otra mano, aferraba la caja de metal contra su pecho.

Corrieron por el pasillo, bajaron las escaleras saltando los escalones de dos en dos y salieron a la noche helada. La tormenta de nieve había empeorado, convirtiendo el mundo en un vórtice blanco.

—¡Nos perseguirán! —jadeó Felícitas mientras sus botas se hundían en la nieve profunda.

—No con esta tormenta —dijo Ezequiel, guiándola hacia el bosque en lugar del camino principal—. Conozco senderos que ellos no. Vamos a cruzar la montaña hacia la estación de tren de Silver Creek.

La caminata fue una agonía. El viento cortaba la piel y el frío amenazaba con detener sus corazones. Durante horas, caminaron en la oscuridad, sostenidos únicamente por la voluntad y el calor de sus manos entrelazadas. Felícitas sentía que sus fuerzas flaqueaban, pero cada vez que tropezaba, Ezequiel estaba allí para sostenerla.

—Tú me salvaste —le dijo él en un momento de descanso, bajo el refugio precario de unas rocas—. Podrías haber huido.

—Tú volviste por mí —respondió ella, mirándolo a los ojos—. Podrías haber escapado con las pruebas.

—Sin ti, la justicia no tendría sentido —dijo él, y en medio del infierno blanco, llevó su mano enguantada a la mejilla cicatrizada de ella. No hubo repulsión, solo una ternura infinita.

Llegaron a Silver Creek al amanecer, casi congelados, pero vivos. Con el poco dinero que Felícitas había ahorrado, compraron dos boletos para el primer tren a Denver.

Tres días después, la oficina del Denver Post recibió a dos visitantes extraños: un hombre con aspecto de vagabundo y una mujer con el rostro cubierto por un velo. Samuel Harley, el periodista, escuchó su historia, leyó los diarios y, lo más importante, examinó los frascos de arsénico y los recibos firmados por Whitmore.

La historia estalló como dinamita. “EL HORROR DE SANTA MISERICORDIA: ALCALDE ENVENENA A 22 ANCIANOS POR CODICIA”. Los titulares recorrieron el estado. La evidencia era tan abrumadora que ni todo el dinero de Whitmore pudo salvarlo. Fue arrestado intentando huir a Canadá. Los cuerpos de los ancianos fueron exhumados, confirmando el envenenamiento por arsénico. Cornelius Whitmore terminó sus días en la prisión estatal, repudiado por la misma sociedad que antes lo adulaba.

Pero la verdadera historia no terminó en los tribunales.

Seis meses después del juicio, en un pequeño pueblo costero de California, lejos de la nieve y de los recuerdos dolorosos, se abrió una pequeña clínica. El letrero sobre la puerta, pintado a mano, decía: “Clínica Madrigal”.

En el interior, el doctor Ezequiel Madrigal atendía a un niño con fiebre. A su lado, Felícitas organizaba los instrumentos y calmaba a la madre del niño con voz suave.

El pueblo era nuevo, la gente era diferente. Había curiosidad, sí, y algunas miradas fijas en el rostro de Felícitas, pero ya no había miedo en sus ojos, porque ya no había miedo en su propio corazón.

Esa tarde, cuando cerraron la clínica, caminaron juntos hacia la playa para ver el atardecer sobre el Pacífico. Ezequiel tomó la mano de Felícitas y entrelazó sus dedos con los de ella.

—¿Te arrepientes? —preguntó él, mirando el horizonte—. ¿De haber ido a esa casa maldita?

Felícitas se volvió hacia él. La luz dorada del sol poniente iluminaba su rostro, resaltando cada cicatriz, cada marca de su historia, pero también el brillo indomable de sus ojos.

—No —respondió con una sonrisa genuina—. Porque en la casa de los muertos, encontré mi vida.

Ezequiel sonrió y la besó, no a pesar de sus cicatrices, sino amando a la mujer completa que ellas habían ayudado a forjar. Habían dejado atrás los fantasmas, el frío y el dolor. Juntos, habían demostrado que la verdadera monstruosidad no vive en la piel deformada, sino en el alma corrupta, y que la verdadera belleza, esa que perdura y salva, es la que reside en el coraje de dos corazones que se niegan a ser vencidos.