Los Fragmentos del Olvido

Estaba tirado en la acera como una cosa rota, no como una persona; yacía allí como algo que alguien había arrojado por la ventana de un carruaje en movimiento y olvidado al instante. Su cuerpo, alarmantemente delgado, estaba curvado sobre sí mismo en una posición fetal de defensa primitiva. La ropa no eran más que harapos, telas descoloridas por el sol y endurecidas por la mugre, y una barba hirsuta y descuidada le cubría el rostro hasta casi devorar sus ojos.

Celestina Soares de Alencar se detuvo en seco cuando lo vio.

No debería haberse detenido. La calle estaba desierta y la noche caía con ese peso plomizo que anuncia el peligro en las ciudades de provincia. No era seguro. No era apropiado. Una viuda respetable no debía acercarse a vagabundos colapsados en la vía pública, pero algo imperceptible, una fuerza invisible tirando del dobladillo de su vestido, la obligó a plantar los pies en el suelo. Tal vez fue la cadencia de su respiración: demasiado lenta, demasiado frágil, como si el alma estuviera haciendo las maletas para abandonar aquel cuerpo allí mismo, en la acera sucia de una ciudad que ni siquiera sabía su nombre.

O quizás fue otra cosa. Una sensación extraña de reconocimiento, no visual, sino visceral. Como si aquel cuerpo abandonado llevara consigo una carga de soledad idéntica a la que ella arrastraba bajo sus sedas y encajes. Celestina dio un paso vacilante hacia él y, ante el sonido de sus botines sobre la piedra, el joven abrió los ojos.

Eran ojos opacos. Sin brillo. Sin esperanza. Ojos antiguos en un rostro que no debía serlo. Ojos que habían visto el fondo del abismo y ya no esperaban ver la luz.

Al verla, él hizo algo que Celestina no anticipó. No pidió ayuda, no extendió una mano suplicante. Retrocedió. Arrastró su cuerpo herido hacia atrás, raspando la piel contra la piedra, alejándose de ella como si la mera presencia de una dama fuera una condena, como si ella fuera el peligro y él la presa.

—Aléjese —dijo con una voz que sonaba como cristales rotos siendo pisados. Era ronca, quebrada, pero firme.

Celestina se congeló, incapaz de procesar el rechazo. El joven repitió, esta vez bajando el tono a un susurro desesperado.

—Por favor, aléjese. La señora no puede ser vista conmigo.

Fue en ese instante, bajo la luz moribunda de las farolas de gas que empezaban a encenderse, cuando Celestina lo comprendió. Notó la marca en su piel, medio oculta por la suciedad del cuello. Notó la forma en que se encogía, como si ocupar espacio en el mundo fuera un delito capital. Comprendió que él no estaba simplemente abandonado; había sido desechado. Era un residuo de un sistema cruel, alguien a quien la sociedad había masticado y escupido.

Celestina Soares de Alencar tenía cincuenta y un años. Llevaba doce siendo viuda. Vivía sola en una casona enorme en el corazón de una ciudad pequeña, de esas donde los apellidos pesan más que las virtudes y donde los secretos se sirven con el té de la tarde. Era respetada, sí, pero no amada. Nadie la quería realmente, pero todos inclinaban la cabeza a su paso porque tenía tierras, tenía dinero y, sobre todo, porque se comportaba exactamente como se esperaba de ella: quieta, discreta, invisible en su luto eterno.

Su difunto marido le había dejado todo: la casa, las rentas, la posición. Pero se había llevado a la tumba cualquier posibilidad de calidez. Le había dejado obligaciones y un silencio que retumbaba en los pasillos vacíos. Celestina vivía una vida medida por el reloj de péndulo del vestíbulo. Despertaba a la misma hora, bebía té en la misma taza de porcelana, se sentaba en la misma butaca rígida y miraba por la misma ventana, sintiendo cómo el tiempo pasaba lento, espeso, insoportable.

Hasta esa tarde.

Celestina no se alejó como el joven le había suplicado. Se quedó allí, estática, debatiéndose entre el instinto y la norma. Su corazón le gritaba que ayudara; su cabeza, adiestrada por décadas de decoro, le decía que huyera. La sociedad dictaba que ella no tenía ninguna obligación con un despojo humano. Pero había algo en ese rostro sucio que tiraba de ella, un eco de un dolor conocido.

Lentamente, ignorando el barro que mancharía su vestido, se arrodilló. Mantuvo una distancia prudente, respetando el miedo de él, pero desobedeciendo su orden de marcharse.

—¿Cómo te llamas? —preguntó. Su voz sonó extraña en sus propios oídos, desacostumbrada a la ternura.

El joven vaciló. Parecía que el propio concepto de tener un nombre era un lujo que ya no podía permitirse. —Tomás —respondió finalmente, con la voz apenas audible—. Solo Tomás. Sin apellido. Sin historia. Solo Tomás.

Celestina le preguntó si estaba herido, si necesitaba un médico, si tenía adónde ir. Tomás negó con la cabeza a todo. Dijo que estaba bien, que ella podía irse, que él se las arreglaría. Ambos sabían que era mentira. La muerte lo estaba cortejando y estaba ganando terreno.

Celestina miró al cielo, donde las primeras estrellas comenzaban a perforar la oscuridad. Pensó en su casa vacía. Pensó en las habitaciones cerradas que acumulaban polvo. Y entonces tomó una decisión que fracturaría su vida en dos, separando el “antes” del “después”.

—Tengo una habitación en la parte trasera de mi propiedad —dijo ella, con un tono que no admitía réplica—. No se usa. Puedes quedarte allí esta noche. Solo una noche. Para recuperar fuerzas, para comer algo, para descansar.

Tomás la miró como si hubiera perdido la razón. —No puede hacer eso, señora. No sabe lo que dice. Traeré problemas que usted no entiende. Soy… soy nadie.

Pero Celestina ya se estaba levantando. Sentía una energía nueva recorriendo sus venas, el vértigo de elegir algo por sí misma por primera vez en años. —No te he preguntado si es conveniente, Tomás. Te he dicho que tengo una habitación. Vamos.

Ella lo ayudó a levantarse. Él apenas podía sostenerse; su cuerpo temblaba violentamente y las piernas le fallaban. Celestina, haciendo acopio de una fuerza que no sabía que tenía, pasó el brazo del hombre sobre sus hombros y cargó con su peso. Caminaron despacio, paso a paso, por la calle desierta.

Las cortinas de las casas vecinas se movieron. Ojos curiosos y juiciosos observaron la escena: la viuda rica y el mendigo, la dama y el desecho, caminando juntos. Celestina sintió las miradas como alfileres en la nuca, pero no se volvió. Se concentró en el peso cálido y sucio de Tomás contra su costado, en poner un pie delante del otro, en no dejarlo caer.

Al llegar a la casona, evitaron la entrada principal. Lo llevó directamente al cuarto de los fundos, una pequeña estructura en el jardín que antiguamente usaban los jardineros. Era humilde: una cama vieja, una silla coja, una ventana que no cerraba bien. Pero estaba seco y limpio. Celestina ayudó a Tomás a tumbarse en el colchón. Él se desplomó como un títere al que le cortan los hilos, vencido por el agotamiento absoluto.

Ella fue a la casa principal, moviéndose como un fantasma. Regresó con agua, pan, caldo caliente y mantas. Tomás ya dormía, respirando con dificultad. Celestina se quedó allí un momento, a la luz de una vela, estudiando aquel rostro bajo la costra de mugre.

Fue entonces cuando lo vio. La forma de las cejas, la caída del cabello sobre la frente. Le recordaba a alguien. A un primo lejano, un amor de infancia que murió joven en una epidemia de fiebre hacía treinta años. Tomás no era él, por supuesto, pero evocaba esa nostalgia dolorosa, esa sensación de “lo que podría haber sido”. Quizás por eso no pudo dejarlo en la calle: salvarlo a él era, de alguna manera, intentar engañar a la muerte que se había llevado a los suyos en el pasado.

Los días siguientes fueron una neblina de fiebre y delirios. Tomás enfermó gravemente. Celestina cuidó de él sabiendo que estaba cruzando una línea sin retorno. Mojaba paños en agua fría para bajarle la temperatura, preparaba infusiones con hierbas del jardín, velaba su sueño sentada en la silla coja.

Pasaron tres días. Tres días de miedo. Pero al cuarto amanecer, la fiebre rompió. Tomás abrió los ojos y esta vez estaban claros, conscientes. Miró a su alrededor, confundido, hasta que sus ojos se posaron en Celestina, que dormitaba en la silla.

Cuando ella despertó y vio que él la miraba, sintió un alivio tan profundo que tuvo que contener las lágrimas. —¿Por qué? —preguntó él, con la voz más limpia—. ¿Por qué ha hecho esto por alguien que ni siquiera conoce?

Celestina no tenía una respuesta lógica. —Parecía lo correcto —dijo simplemente.

A partir de ahí, comenzó la lenta metamorfosis. Tomás se recuperaba. Celestina le traía comida tres veces al día y se quedaba mientras él comía, primero en silencio, luego intercambiando palabras tímidas. Le trajo una navaja de afeitar y ropa limpia de su difunto marido.

Cuando Tomás se quitó la barba y la suciedad, emergió un hombre diferente. No era un anciano decrépito, sino un joven de unos veinticinco años, de facciones angulosas y nobles, con una belleza melancólica que había estado sepultada bajo el sufrimiento.

Pero lo más sorprendente no fue su apariencia, sino su mente. A medida que ganaba confianza, Tomás comenzó a hablar. Hablaba de los lugares donde había trabajado, de las injusticias que había presenciado, pero también citaba libros. Sabía leer. Sabía escribir. Tenía una elocuencia y una sensibilidad que desarmaron los prejuicios de Celestina.

—Aprendí a leer escondidas —confesó él una tarde—. Las palabras eran lo único que nadie podía quitarme.

Celestina descubrió con terror que disfrutaba de su compañía. No era caridad; era placer. Le gustaba escucharlo. Le gustaba cómo él la miraba cuando ella hablaba, haciéndola sentir que existía, que importaba. Nadie le había preguntado qué sentía o qué pensaba en más de una década. Con Tomás, la soledad de la mansión empezó a disiparse.

Los meses pasaron y la relación evolucionó en un silencio cómplice. Tomás, ya recuperado, se negó a ser una carga. Arregló la ventana, reparó los muebles, devolvió la vida al jardín que Celestina había dejado morir. Las flores volvieron a brotar, y con ellas, algo floreció también en el pecho de la viuda: una esperanza peligrosa.

Cenaban juntos en la pequeña galería del jardín. Hablaban durante horas. Él le contaba sus sueños rotos; ella le confiaba su vida vacía. Eran dos náufragos que se habían encontrado en la misma isla desierta. Él, prisionero de su origen y su pobreza; ella, prisionera de su jaula de oro y luto.

Celestina se dio cuenta primero. Se dio cuenta de que su corazón se aceleraba cuando oía sus pasos. Se dio cuenta de que ya no era una viuda de cincuenta y un años resignada a morir sola, sino una mujer que deseaba. Y sintió pánico. La diferencia de edad, la diferencia de clase, el escándalo… era imposible.

Tomás lo notó después. Y su terror fue mayor. Él, un hombre sin nombre, se estaba enamorando de la mujer que le había salvado la vida. Sabía que no tenía nada que ofrecerle más que sus manos vacías y un pasado oscuro. Sabía que si la gente descubría lo que sentían, ella sería destruida.

Así que hizo lo único que pensó que era noble: empezó a alejarse. Comía rápido, evitaba sus ojos, pasaba más tiempo trabajando en los límites de la propiedad.

La distancia dolió a Celestina más que cualquier soledad anterior. Pero la noche en que todo cambió, el silencio se rompió.

Era una noche sofocante de verano. Celestina vio luz en el cuarto de los fundos y bajó, guiada por una desesperación que superaba su prudencia. Encontró a Tomás sentado en la cama, con la cabeza entre las manos, llorando en silencio.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella desde el umbral.

Tomás levantó la vista, con los ojos rojos. —No puedo seguir aquí, Celestina. Cada día es más difícil. Estar cerca de usted, verla, escucharla… y saber que no puedo ser nada más que el mendigo que recogió. Me estoy enamorando de usted, y eso la destruirá. Tengo que irme antes de que el pueblo hable más, antes de que pierda su reputación por mi culpa.

El silencio que siguió fue denso, cargado de electricidad. Celestina sintió que el mundo se detenía. Podía dejarlo ir. Podía volver a su vida segura, fría y respetable. Podía ser la viuda perfecta hasta el día de su muerte.

—¿Y si no quiero que te vayas? —su voz fue un hilo de acero.

Tomás la miró, atónito. —Usted no entiende. Perderá todo. —Sé exactamente lo que perderé —lo interrumpió ella, dando un paso hacia dentro de la habitación—. Perderé el respeto de gente que no me importa. Perderé invitaciones a tés donde me aburro. Pero si te vas, perderé lo único que me ha hecho sentir viva en doce años.

Se acercó a él, rompiendo la última barrera de la convención social. —Te amo, Tomás.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Tomás se puso de pie, temblando como el primer día que lo encontró, pero esta vez no era por debilidad, sino por la intensidad del momento. —Yo también la amo —susurró él, con una mezcla de devoción y miedo—. Pero tengo miedo de no ser suficiente para usted.

Celestina acunó el rostro de él entre sus manos, sintiendo la textura de su piel, la realidad de su existencia. —Eres todo. Eres más que suficiente.

Aquella noche no hubo escándalo público, solo una promesa privada. Decidieron enfrentar el mundo. Y el mundo, como era de esperar, fue cruel.

Cuando los rumores se confirmaron, el vacío social alrededor de Celestina se hizo absoluto. Las amigas dejaron de visitar. Las miradas en la iglesia se volvieron dagas. Los susurros se convirtieron en insultos audibles. “La viuda y el vagabundo”, decían. “Ha perdido la cabeza”, decían.

Pero dentro de los muros de la propiedad, eran felices. Tomás soportó el desprecio con una dignidad estoica, siempre protegiéndola, siempre amándola. Celestina, por su parte, descubrió que la opinión de los demás valía muy poco comparada con la paz de despertar y saber que no estaba sola.

Un año después, tomaron la decisión final. Celestina vendió la casona, las tierras y los muebles antiguos. Con el dinero, compraron una propiedad modesta en una ciudad lejana, cerca de la costa, donde nadie conocía el apellido Alencar ni sabía que Tomás no tenía apellido.

Allí empezaron de cero.

Construyeron una vida sencilla. Tomás descubrió un talento natural para la madera y se convirtió en carpintero; sus manos, antes acostumbradas a la destrucción y la supervivencia, ahora creaban mesas, sillas y cunas. Celestina cuidaba de un nuevo jardín, más pequeño pero más vibrante, y llevaba las cuentas del taller.

No fue un cuento de hadas sin manchas. Hubo días difíciles, hubo momentos en los que el pasado intentaba alcanzarlos, hubo noches en las que Celestina temía haber sido egoísta al arrastrarlo a su mundo, o viceversa. Pero cada vez que la duda asomaba, se miraban y recordaban la acera fría, la decisión en la noche y el valor que requirió cruzar ese abismo.

Tres años después de aquel encuentro, en una tarde dorada, Celestina estaba sentada en la veranda de su nueva casa. El sol se ponía sobre el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y violetas. En el patio, Tomás terminaba de lijar una mesa de roble. El polvo de la madera flotaba a su alrededor como oro molido.

Él levantó la vista, sintiendo la mirada de ella. Estaba sudado, con los brazos marcados por el trabajo honesto, y sonrió. No era la sonrisa tímida del mendigo, ni la sonrisa triste del superviviente. Era la sonrisa tranquila de un hombre que sabe exactamente dónde pertenece.

Celestina le devolvió la sonrisa y sintió una paz inmensa, una plenitud que el dinero y el estatus nunca le habían dado. Había encontrado un diamante en el barro, sí, pero él también la había encontrado a ella entre los escombros de su soledad.

El sol terminó de ocultarse, dando paso a una noche suave, llena de grillos y brisa marina. Tomás dejó las herramientas, se sacudió el aserrín y caminó hacia ella. Se sentaron juntos en el banco de la entrada, hombro con hombro, viendo caer la noche, no como un final, sino como el descanso merecido de dos almas que, contra todo pronóstico, habían logrado salvarse mutuamente.