El año era 1875. En el Recôncavo Baiano, el ritmo opresivo de los ingenios azucareros dictaba la vida y la muerte. La Fazenda São João era un microcosmos de esa brutalidad, un palacio de hipocresía con azulejos portugueses que enmascaraba la miseria de las senzalas (barracones de esclavos).

Y en la casa grande, la noche se rasgaba con el chasquido del látigo.

Isabela cayó de rodillas sobre el suelo de madera oscura. Su vestido blanco, rasgado por la espalda, revelaba verdugones rojos que sangraban lentamente. El coronel Ramiro, su marido, jadeaba con el rostro contraído por la furia, alzando el brazo para un golpe más.

“¡Maldita ingrata!”, gruñó, escupiendo las palabras. “¿Cómo te atreves a cuestionar mis órdenes frente a los capataces? Eres mía. ¡Solo mía!”

Dos días antes, Isabela había suplicado piedad para una esclava acusada de robar comida. Ramiro la humilló públicamente. Ahora, cada latigazo era el precio de su osadía. El cuero volvió a silbar.

“Nunca aprendiste tu lugar, mujer”, continuó Ramiro, con la voz empapada en cachaça y rabia. “Te di un nombre, una casa, una posición, y me pagas con desobediencia”.

Isabela alzó el rostro lentamente. Sus ojos, por primera vez en doce años de matrimonio forzado, ardían de odio. “Pagarás por esto, Ramiro”, murmuró, la voz ronca pero firme. “No con palabras, sino con lo que más temes. Perderlo todo”.

Él soltó una carcajada seca y cruel. “No tienes nada, Isabela. Sin mí, no eres nada”.

La pateó en las costillas y salió del cuarto, cerrando la puerta con llave. Los pesados pasos resonaron hacia el salón principal, donde siempre bebía antes de dormir.

Isabela quedó inmóvil en el suelo, en un charco de su propia sangre. Pero lo que Ramiro no vio fue el pequeño frasco que ella apretaba en los pliegues de su falda. Contenía un líquido transparente, extraído en secreto de las hojas de la mandioca brava (yuca brava).

Mãe Benedita, la curandera africana que la había salvado de una fiebre mortal años atrás, le había enseñado los secretos de las plantas. “Un día lo necesitarás”, le había dicho. “Y la planta es la mejor arma, porque nadie sospecha”. Las instrucciones eran claras: “Tres gotas en su vino, señora. El cuerpo se pondrá duro como la piedra, pero la mente seguirá despierta. Él sentirá todo, verá todo, pero no podrá hacer nada”.

Un golpe suave sonó en la ventana. Isabela se arrastró y abrió. Eran Zé y Manuel, los dos esclavos que la protegían en las sombras. Vieron su espalda destrozada y la rabia endureció sus rostros.

“Si lo matamos, nos matarán a nosotros”, susurró Isabela. “¿Y si lo mata usted, señora?”, preguntó Zé. “No quiero juicio. No quiero perdón”, dijo ella, la mente cristalina por el dolor. “Quiero justicia”.

Les contó el plan. El veneno que paralizaba. Y luego, la humillación final. “Quiero que me amen frente a él”, dijo Isabela, su voz temblando de una determinación aterradora. “Quiero que vea que nunca fue dueño de nada. Ni de mí, ni de ustedes”. Era una locura. Era la guerra.

“Mañana por la noche”, dijo Zé, antes de desaparecer con Manuel en la oscuridad.

Al día siguiente, Ramiro actuó con falsa amabilidad, convencido de que la lección había sido aprendida. Por la noche, Isabela preparó la cena ella misma. Todo como a él le gustaba.

Después de comer, Ramiro se retiró al salón. Isabela le sirvió su habitual copa de vino tinto. Y cuando él no miraba, tres gotas cayeron en el líquido oscuro. Exactamente tres.

“El vino está bueno hoy”, dijo él, bebiendo con avidez. “Es el mejor que teníamos”, respondió ella.

Treinta minutos después, Ramiro intentó levantarse y no pudo. “Tengo las piernas pesadas”. Quince minutos. Sus brazos cayeron inertes. “Isabela… ¿qué…?” Diez minutos. Su voz se convirtió en un susurro. Cinco minutos. Silencio total.

Ramiro estaba paralizado en el sillón, los ojos abiertos de par en par, llenos de terror. La boca entreabierta, intentando gritar sin éxito.

Isabela se arrodilló frente a él. “Ahora verás lo que es no tener voz, Ramiro”, susurró. “Lo que es ser propiedad. Lo que es ser nada”.

Se levantó, fue a la puerta y la abrió. Zé y Manuel entraron en silencio. Miraron al coronel paralizado, que solo podía mover los ojos frenéticamente.

“¿Recuerda cuando ordenó que me dieran cincuenta latigazos por mirarla, Coronel?”, dijo Zé, su voz baja y firme. “Ahora haré lo que siempre temió que un esclavo hiciera”.

Isabela comenzó a desabotonar su vestido lentamente. “Ven”, dijo, extendiendo su mano a Zé.

Él tomó su mano y la besó, un beso largo, profundo, cargado de años de deseo reprimido. Ramiro intentó gritar. Ningún sonido salió. Isabela guio a Zé al diván de terciopelo rojo, el mismo donde Ramiro solía dormir sus borracheras.

Manuel se acercó y tocó el cabello de Isabela. “Tú también”, dijo ella. “Hoy no hay señora. Solo Isabela”.

Mientras Zé la poseía, Isabela arqueó la espalda y gimió con fuerza, no de dolor como con Ramiro, sino de un placer real y vengativo. Giró el rostro para mirar a su marido. “¡Esto!”, gritó. “¡Esto es lo que tú nunca pudiste darme!”

Ramiro lloraba. Lágrimas silenciosas corrían por su rostro inmóvil. Veía a su esposa ser amada por dos esclavos, veía su poder y su mundo desmoronarse, y no podía hacer absolutamente nada. Isabela y los hombres se amaron durante horas, en un ritual profano de liberación y justicia.

Al amanecer, estaban agotados, pero libres. Isabela se acercó a Ramiro. Sus ojos seguían abiertos, pero el corazón del coronel, incapaz de soportar el veneno y el terror, finalmente se había rendido. Estaba muerto.

Pero la purga no había terminado.

Cuando el primer capataz, João Brasas, llegó para recibir órdenes, Isabela lo recibió en el salón. Zé y Manuel lo esperaban. La pelea fue rápida. Manuel usó el hierro de marcar ganado, el mismo que João usaba en los pies de los esclavos fugitivos, para marcarle la cara.

El otro capataz, Joaquim Dente, fue más difícil. Era sádico y desconfiado. Isabela tuvo que fingir un desmayo para hacerlo entrar. Fue reducido y arrastrado a la picota central.

Isabela reunió a los ochenta esclavos de la fazenda. “Joaquim Dente”, gritó ella. “Arrancó los dientes de sus hermanos por sonreír. No lo voy a matar. Lo harán ustedes”.

Uno por uno, los esclavos se acercaron. Un anciano sin dientes tomó una piedra y aplastó la rodilla del capataz. “Esto es por mi sonrisa”, dijo. El linchamiento fue lento, brutal y justo. Cuando terminó, Joaquim ya no parecía humano.

En medio del patio manchado de sangre, Isabela se dirigió a la multitud silenciosa. “Son libres”, dijo, su voz resonando. “El coronel está muerto. Los capataces están muertos. Esta fazenda ahora es nuestra”.

Regresaron a la casa grande. Ramiro seguía en el sillón, con la mirada vidriosa y aterrorizada fija en el diván de terciopelo. La venganza estaba completa. En el calor opresivo de Bahía, una nueva y aterradora libertad acababa de nacer.