Esta es la historia de un horror que, como la plata de Guanajuato, permaneció enterrado durante más de un siglo, esperando ser descubierto.

En 1963, mientras catalogaba el archivo histórico municipal de Guanajuato, el investigador Rodrigo Torres encontró un expediente judicial sellado: “Caso Vázquez 1832”. Lo que contenía desvelaba una tragedia que había sido borrada de la memoria de la ciudad.

 

El Sótano de Tepetapa

 

La historia comienza en 1830. Don José Antonio Vázquez, un respetado administrador de la mina La Valenciana, vivía con su esposa, Doña María Guadalupe, y sus tres hijos, Carmen (12), Antonio (10) y Dolores (5), en una casa de dos pisos en Tepetapa.

En septiembre de ese año, la vida de la familia cambió. El diario de María Guadalupe registra la súbita transformación de su esposo: “José Antonio ha regresado hoy de la mina con el rostro transformado… me miró como si no me reconociera”. Don José Antonio se volvió distante, obsesivo y reservado, pasando horas encerrado en el sótano, que aseguró con una nueva cerradura.

Los sirvientes, asustados, abandonaron la casa. La sirvienta, Josefina Rivera, confesó al párroco que escuchaba ruidos de excavación por la noche y que el señor “regresa cubierto de polvo”. El mozo, Eduardo Martínez, fue despedido con amenazas tras reclamar su paga.

La angustia de María Guadalupe crecía. El 2 de diciembre escribió: “Vi a José Antonio saliendo del sótano. Llevaba la ropa manchada con algo oscuro… Me dijo que había estado matando ratas. Sus ojos, Dios mío, sus ojos parecían los de un desconocido”.

Las entradas del diario se interrumpen.

En febrero de 1831, una vecina, María Molina, denunció haber escuchado gritos de súplica durante tres noches. La última noche, vio a Don José Antonio cargar un bulto envuelto en sábanas en su carreta a medianoche, regresando solo al amanecer.

Cuando el alcalde, Don Francisco Montes de Oca, investigó, encontró la casa vacía. La familia Vázquez había huido en la noche.

Lo que encontraron en la casa fue escalofriante. Los pisos superiores estaban impecables, pero la cama del niño Antonio tenía manchas oscuras y secas. El sótano, asegurado con tres cerraduras, había sido transformado. Las paredes estaban cubiertas de extraños símbolos geométricos y cálculos. El suelo de tierra estaba excavado con zanjas.

En una esquina, un baúl contenía la ropa doblada de Antonio, manchada de sangre seca. Y en una zanja, envuelto en tela encerada, encontraron el diario del niño.

La última entrada, del 20 de diciembre de 1830, decía: “Creo que padre va a hacerme daño. Si alguien encuentra esto, por favor ayúdenos”.

La búsqueda se intensificó. Al levantar las losas del sótano, encontraron una caja de metal. Dentro, un dedo meñique momificado, del tamaño del de un niño.

La familia Vázquez se había desvanecido.

La Confesión

 

El caso permaneció sin resolver hasta 1845, catorce años después. Un hombre de unos 25 años se presentó ante el alcalde afirmando ser Antonio Vázquez. Entregó una carta sellada, dijo: “He venido a cumplir con mi deber”, y desapareció para siempre.

La carta era la confesión de su padre, José Antonio Vázquez, escrita desde Pátzcuaro, Michoacán, poco antes de su muerte.

En ella, relataba cómo en julio de 1830 encontró una cavidad en La Valenciana que contenía una estatuilla de piedra negra. “Esa misma noche comenzaron las voces”, escribió. La estatuilla le habló de una civilización subterránea y le prometió sabiduría a cambio de “sangre de mi sangre”.

“Comencé a excavar en el sótano, buscando una entrada a los túneles”, confesaba. La voz exigió el sacrificio. “Y entonces, una noche de diciembre… tomé a mi hijo Antonio. No puedo escribirlo… Solo diré que la sangre fluyó y que la estatuilla la absorbió”.

Tras el silencio de la estatuilla, huyó con su familia a Michoacán. Carmen, la hija mayor, “enloqueció gradualmente” y murió tres años después, consumida por una fiebre. Guadalupe, su esposa, murió de pena. José Antonio atribuyó todo a un tumor cerebral que, según los médicos, le causaba delirios. “Pero yo sé la verdad”, insistía.

Terminaba su carta revelando que la estatuilla estaba enterrada bajo el gran árbol del patio de su antigua casa en Tepetapa.

Las autoridades excavaron y, en efecto, encontraron la caja de madera con la estatuilla de piedra negra.

 

El Eco

 

Cuando Rodrigo Torres leyó esto en 1963, buscó la estatuilla en el archivo. La caja estaba allí, pero vacía.

Obsesionado, Torres dedicó los siguientes años a rastrear el caso. Sus investigaciones lo llevaron a Michoacán, donde encontró dos piezas más del rompecabezas. Primero, el expediente médico de José Antonio de un hospital en Pátzcuaro (1843-1845), donde fue internado por demencia severa. Los médicos notaron que, a pesar de sus delirios sobre “voces” y “túneles”, dibujaba símbolos geométricos de una complejidad matemática asombrosa.

Segundo, Torres localizó a Elena Montaño, la bisnieta de Dolores (la hija menor de los Vázquez). Ella le entregó el segundo diario de María Guadalupe, escrito tras la huida.

El diario era un testimonio de terror. Describía cómo José Antonio seguía murmurando “instrucciones” por la noche. Relataba cómo encontró el dedo momificado de su hijo en el baúl de su esposo. Y describía la locura de Carmen, que dibujaba los mismos símbolos del sótano y, antes de morir, susurró: “Mamá, Antonio está esperándome en el túnel”.

Con esta información, Torres regresó a Guanajuato en 1968. Contactó a un anciano minero, Héctor Jiménez, quien afirmaba conocer entradas secretas a túneles prehispánicos cerca de La Valenciana. La noche antes de desaparecer, Torres escribió en su cuaderno: “Jiménez me llevará a una entrada oculta… Dice que desde allí podemos acceder a los túneles que conducen bajo la antigua casa de los Vázquez”.

Rodrigo Torres nunca regresó. Héctor Jiménez fue encontrado tres días después, en estado de shock, sufriendo de amnesia y repitiendo una sola frase: “Los túneles se mueven, las paredes se mueven”.

 

El Final

 

El caso se cerró como un accidente de exploración. Pero en 1972, la historia dio un último giro macabro.

Durante unas obras de drenaje en Tepetapa, cerca de donde estuvo la casa Vázquez, una excavadora rompió una pared, revelando un túnel que no estaba en los planos. Era una excavación rudimentaria, antigua. Los trabajadores avanzaron veinte metros antes de que el riesgo de colapso los detuviera.

Allí, entre la tierra y los escombros, encontraron restos de ropa, una lámpara de aceite oxidada, un diario deshecho por la humedad y una cámara fotográfica moderna.

La cámara fue identificada como el modelo que Rodrigo Torres llevaba el día de su desaparición.

El túnel fue sellado inmediatamente con concreto por “razones de seguridad pública”. Sin embargo, un joven arqueólogo, Ricardo Montes, logró tomar fotografías de las paredes antes de que fuera clausurado. Las fotos, que guardó en su archivo personal hasta su muerte, mostraban, apenas visibles bajo el lodo, los mismos símbolos geométricos que José Antonio Vázquez había tallado en su sótano 142 años atrás.