La Sombra de Santa Gertrudes

La Hacienda de Santa Gertrudes se alzaba como un monumento desafiante al poder absoluto, con sus inmensas paredes de adobe blanco reflejando el sol implacable del sertón de Bahía. Corría el año 1847 y la Casa Grande dominaba el paisaje con la ferocidad de un depredador acechando a sus presas. Sus tejados, de barro rojo quemado por el tiempo y la intemperie, parecían sangrar bajo el calor del mediodía. A su alrededor, los cañaverales se extendían hasta donde alcanzaba la vista, un mar verde y ondulante que susurraba con el viento cálido, transportando el aroma dulce y pegajoso del azúcar; un aroma que alimentaba la codicia de sus propietarios, pero que se mezclaba inevitablemente con el olor a tierra roja, a sudor humano y a algo más sombrío que nadie se atrevía a nombrar en voz alta.

Dona Gertrudes de Almeida Pereira, conocida por todos como la “Sinhá”, caminaba por los corredores de la mansión con pasos firmes, los de alguien que jamás había cuestionado su propia autoridad. Sus ojos azules, herencia fría de una madre portuguesa, barrían cada rincón con la precisión quirúrgica de un cazador. A sus cincuenta y dos años, su rostro aún conservaba vestigios de una belleza aristocrática, pero la crueldad había esculpido líneas profundas y amargas alrededor de su boca fina. A pesar del calor sofocante que tornaba el aire casi irrespirable, vestía siempre sedas importadas, como si el tejido fino pudiera aislarla de la realidad brutal que la rodeaba, como si su elegancia pudiera lavar la inmundicia de sus acciones.

Su marido, el Señor Geraldo, había muerto cinco años atrás, dejándole la propiedad y el dominio total sobre cada alma que habitaba en ella. Desde entonces, la Sinhá se había vuelto aún más severa, más implacable. En los barracones de los esclavos, se susurraba que la muerte del marido había liberado una bestia salvaje dentro de ella, algo que él había logrado mantener bajo control durante treinta años de matrimonio. Ahora, ella era la ley, la justicia y el castigo; todo concentrado en una sola mujer de cabellos grises aprisionados en un moño severo.

Aquel martes, cuando el sol alcanzaba su cenit más brutal y el aire trémulo distorsionaba el horizonte, la Sinhá descubrió que una de sus esclavas, Benedita, había robado un pequeño frasco de miel. No era la primera vez que la desgracia rondaba a Benedita, una mujer de treinta y cinco años cuya piel era un mapa de cicatrices de sufrimientos pasados. Pero este crimen, a ojos de la ama, era imperdonable. Benedita había cometido el acto desesperado de intentar alimentar a su hijo pequeño con algo más que la papa de maíz rancia que les ofrecían diariamente. El niño tenía apenas tres años y ardía en fiebre, delirando por las noches. El robo de la miel no era avaricia; era un acto de amor maternal, el intento agónico de una madre por fortalecer el cuerpo frágil de su hijo con los únicos recursos a su alcance.

Para la Sinhá, sin embargo, no había matices. Era traición, era robo, era insubordinación. Y debía ser castigada de manera ejemplar.

Quien testificaría el horror de aquella tarde tenía apenas siete años. Su nombre era Tomás. Era un secreto a voces que la Casa Grande guardaba con el mismo celo que sus cofres de oro: Tomás era el hijo bastardo de la Sinhá con uno de los capataces. Tenía el cabello castaño y unos ojos que reflejaban una inteligencia precoz, una lucidez peligrosa en un mundo donde los niños no debían pensar demasiado, ni cuestionar, y mucho menos ver lo prohibido.

Tomás estaba en la cocina cuando arrastraron a Benedita hacia el patio. El niño se escondió detrás de una pila de leña, observando a través de las frestas de la madera podrida. Su corazón golpeaba sus costillas como un pájaro enjaulado, pero su cuerpo permanecía inmóvil, comprendiendo instintivamente que cualquier sonido podría atraer una atención mortal.

La Sinhá estaba furiosa. Su voz cortaba el aire como un látigo, resonando por los pasillos y llegando a oídos de todos en la propiedad. Benedita fue desnudada hasta la cintura, exponiendo sus pechos caídos y su espalda marcada al sol inclemente y a las miradas ajenas. La amarraron al tronco en el centro del patio, con cuerdas ásperas que mordían sus muñecas hasta hacerlas sangrar. El capataz, un hombre llamado Rodrigo —quien irónicamente era el padre de Tomás—, sostenía un látigo de cuero trenzado. Sus ojos estaban vacíos de emoción; para él, aquello era una tarea más del día, una labor mecánica que había ejecutado cientos de veces.

La Sinhá permanecía unos pasos atrás, abanicándose lentamente con un leque de plumas blancas, como si estuviera presenciando una obra de teatro aburrida. Tomás lo vio todo. Vio el primer golpe rasgar la piel de Benedita. Vio la sangre oscura brotar y escurrir por su espalda como un río de dolor. Vio a la mujer morderse los labios hasta sangrar para no darle el gusto de gritar a su verdugo. Pero lo peor no fue la sangre, ni el sonido seco del cuero contra la carne. Lo peor fue ver a la Sinhá sonreír. Era una sonrisa sutil, la de alguien que degusta un vino fino, alimentando un vacío interior que siempre estaba hambriento.

Cincuenta golpes. Tomás los contó uno por uno, sin parpadear, con la respiración contenida. Cuando terminó, Benedita estaba inconsciente, colgando de las cuerdas como un muñeco roto. La Sinhá ordenó que la dejaran allí una hora más bajo el sol abrasador antes de llevarla de vuelta al barracón, la senzala, donde nadie tendría medicinas para curarla.

Esa noche, el hijo de Benedita murió. La fiebre y la falta de cuidados terminaron lo que el hambre había comenzado. Benedita, destrozada física y espiritualmente, sostuvo el pequeño cuerpo mientras exhalaba su último suspiro.

Tomás no pudo dormir. En su cama de madera, dentro de la Casa Grande, veía el rostro de Benedita cada vez que cerraba los ojos. Recordaba cómo ella le había dado un trozo de pastel de maíz en su cumpleaños, cuando nadie más se había acordado. Recordaba cómo había limpiado su rodilla raspada con ternura. La injusticia de todo aquello lo golpeó con una fuerza física. Pensó en cómo su madre biológica caminaba por la casa como una reina divina, intocable. Pensó en la pasividad de su padre, el capataz.

Algo se rompió dentro de Tomás esa noche. O tal vez, algo nació. Como un animal despertando de la hibernación, una oscuridad fría y calculadora se instaló en su pecho de siete años. Se levantó descalzo y caminó por los corredores que conocía como las venas de su propio cuerpo. Llegó hasta la puerta del cuarto de la Sinhá y la observó dormir. Descansaba plácidamente, sin culpa. Tomás sintió algo quemar en su interior; no tenía nombre, pero tenía peso, color y sabor a cenizas. No hizo nada esa noche, solo observó. Pero al volver a su cama, ya no era el mismo niño inocente. Había comprendido que el miedo era una herramienta.

La venganza de Tomás no sería un estallido de violencia, sino una erosión lenta y meticulosa. Comenzó aprovechando las debilidades de la Sinhá. Sabía que ella tenía un terror patológico a las ratas. Años atrás, un roedor en su habitación había causado un escándalo monumental. Tomás comenzó a cazar ratas vivas y a mantenerlas en jaulas improvisadas. Por las noches, las soltaba en los corredores cercanos al dormitorio de la ama. El sonido de las pequeñas garras sobre la madera en el silencio de la noche era enloquecedor. La Sinhá despertaba gritando, exigiendo que buscaran plagas que, para cuando llegaban los criados, ya habían desaparecido en las sombras.

Pero Tomás sabía que el miedo terrenal no era suficiente; necesitaba el miedo a lo desconocido. La Sinhá era profundamente supersticiosa. Tomás comenzó a mover objetos. Una muñeca de trapo, vieja y sucia, que había pertenecido a una niña esclava fallecida, apareció una mañana sentada en la silla favorita de la ama. Una vela, robada de la capilla, aparecía encendida en mitad de su habitación cerrada, consumiéndose con una llama que parecía bailar sin viento.

Los efectos fueron inmediatos. La Sinhá comenzó a deteriorarse. Sus ojos adquirieron un brillo febril, dejó de comer por miedo al veneno y sus noches se llenaron de insomnio. Los esclavos notaban el cambio y susurraban que el espíritu de Benedita —o tal vez el de su hijo muerto— había regresado para cobrar justicia. Nadie sospechaba del niño silencioso que observaba desde las esquinas.

Una semana después, la Sinhá convocó al Padre Anselmo. El sacerdote asperjó agua bendita y rezó en latín, declarando la casa limpia de males. Tomás observó la escena con desprecio. Esa misma noche, entró en el cuarto de la mujer mientras dormía y colocó una vela bendita, robada al propio cura, justo en el centro de la habitación, y la encendió. Cuando la Sinhá despertó por el olor a cera quemada y vio la llama solitaria en la oscuridad absoluta, sus gritos desgarraron la noche. Nadie pudo explicar cómo llegó la vela allí. La razón de la Sinhá comenzó a fracturarse.

El mes siguiente fue una espiral de locura. La mujer poderosa y aristocrática se había convertido en un espectro. Hablaba sola, discutía con su marido muerto, veía figuras en las sombras. Tomás intensificó su juego. Usó un sistema de cuerdas para mover las cortinas, creó ruidos arrastrando cadenas oxidadas y dejó huellas de barro en formas extrañas. La casa se convirtió en un teatro del terror dirigido por un niño.

Benedita, desde su dolor en la senzala, escuchaba los rumores. Aunque su cuerpo aún dolía, sentía una extraña esperanza. Una noche, se acercó a la Casa Grande y vio a la Sinhá a través de la ventana, temblando y hablando con el aire. Tomás vio a Benedita observando. Para confirmarle que no estaba loca, el niño hizo un ruido gutural, aterrador, y movió una luz en la ventana. Benedita huyó asustada, pero con la certeza de que alguien, o algo, estaba vengándola.

El golpe final de Tomás fue maestro. Encontró una vieja carta del difunto Señor Geraldo. Con una habilidad sorprendente, imitó la caligrafía y redactó una nueva misiva. En ella, el “fantasma” del marido acusaba a la Sinhá de ser la causante de su muerte y de todas las desgracias por su crueldad, invitándola a unirse a él en el infierno. Dejó la carta en la almohada.

Al leerla, la mente de la Sinhá colapsó definitivamente. El Señor Batista, el administrador, intentó calmarla, sugirió vender la hacienda, pero ya era tarde. La Sinhá estaba convencida de que estaba maldita y que no había escape geográfico posible. Tomás descubrió entonces que ella había empezado a consumir pequeñas dosis de arsénico, el veneno para ratas, quizás buscando inmunidad o quizás buscando el final. Él no la detuvo. Simplemente observó.

Tres semanas después de la aparición de la carta, la Sinhá desapareció de su habitación. La encontraron al amanecer en el pozo de piedra detrás de la casa. Su cuerpo flotaba en las aguas oscuras, con los ojos abiertos congelados en una expresión de terror absoluto. El Señor Batista declaró que había sido un accidente, fruto de su estado mental perturbado. Dijeron que se había resbalado.

Pero Tomás sabía la verdad. Él la había visto caminar hacia el pozo esa noche. La había visto moverse como en un trance, guiada por las voces que él mismo había sembrado en su cabeza. La vio dudar un instante en el borde, y luego, dejarse caer. No la empujó con sus manos, pero la había empujado con cada miedo, cada sombra y cada truco psicológico durante meses.

El funeral fue solemne. Flores blancas cubrieron el ataúd de madera noble. Nadie mencionó la locura, ni las ratas, ni las velas. La sociedad fingió que nada había pasado. Pero en la senzala, la historia se transformó en leyenda. Benedita contó lo que había visto, y los esclavos hablaron de los espíritus justicieros que protegían a los oprimidos.

Tomás se mantuvo al margen durante el entierro, con las manos cruzadas a la espalda, observando cómo la tierra cubría a la mujer que le había dado la vida y a la que él le había dado la muerte. Su rostro infantil no mostraba emoción, pero sus ojos tenían una profundidad antigua. Había aprendido que el mundo era cruel, pero también había aprendido que incluso el más pequeño puede derribar al gigante si sabe dónde golpear. La Hacienda Santa Gertrudes sería vendida, y la vida continuaría, pero Tomás llevaría consigo el secreto de aquella venganza silenciosa para siempre, el niño que se convirtió en fantasma para destruir al monstruo.