La primera vez que corté leña fue la mañana después de que mi padre me corrigió por no hacerlo.
Tenía diez años. Era finales de septiembre y el hielo ya comenzaba a asomarse por los cristales de la casa, como si avisara en silencio lo que venía. Esa mañana me escondí bajo las cobijas, pretendiendo que el gallo no cantaba, fingiendo que no era yo el encargado de dejar leña junto a la estufa antes de ir a la escuela.
Papá me encontró aún en la cama. No necesitó gritar. El cinturón habló por él, y yo también —llorando mientras iba al montón de troncos, con los dedos casi entumidos por el frío y las mejillas ardiendo.
—No alces el hacha como si le tuvieras rabia al mundo —dijo, de pie a mi espalda, cruzado de brazos bajo su abrigo grueso—. Hazlo como si la madera mereciera respeto.
Esa frase se me quedó grabada. Más que el dolor. Más que el frío. Nunca volví a dejar de hacer la tarea de la leña.
Vivíamos en una casa sencilla, a medio cerro, en la sierra de Oaxaca. Allí el invierno se adelanta y se tarda en marcharse. El viento se cuela por cada rendija, y el calor no se consigue girando un botón, sino sudando al ritmo del hacha. Mi padre decía que la leña no era para calentar la estufa, sino para cuidar a la gente que uno quiere. Y aunque afuera el frío cortara la piel, adentro no debía sentirse soledad.
Partía leña antes de ir a clases y luego otra vez al caer la tarde. En verano almacenábamos los troncos bajo el techo del cobertizo, hasta donde yo podía alcanzarlos. Él me dejaba marcarlos con gis: una raya por cada diez. No era un juego, pero sabía que un niño necesita ver que progresa, sentir que se vuelve algo más.
Un hombre.
Aún recuerdo cómo sonaba su tos en sus últimos días. No era aguda, sino hueca. Como si su pecho ya no tuviera más que aire helado. Siguió trabajando incluso después de dejar la mina. La silicosis no pregunta, ni valora cuántas bocas alimentaste o cuántas misas no faltaste.
Cuando murió, lo enterramos en el panteón detrás de la iglesia, donde el pasto sólo crece de un lado. En el ataúd puse un pedazo de fresno —lo partí yo mismo, la veta limpia mostrando el filo del golpe. No era gran cosa, pero fue mi manera de decirle gracias.
Los años se nos fueron como se van en la sierra: despacio, con verdad, con tierra debajo de las uñas. Me casé con Clara, una mujer del pueblo vecino. Fuerte en las manos, suave en el alma. Criamos a tres hijos entre el olor de frijol recién cocido, caldo de conejo y humo de encino.
Para los años ochenta, el trabajo se volvió escaso, más rápido que el arroyo cuando se seca. Los jóvenes se marcharon: a Oaxaca, Puebla, incluso a la capital. “Lo único que queda aquí son recuerdos”, dijo un viejo en la tienda. Y creo que tenía razón, aunque no del todo.
Mateo, mi hijo mayor, regresó una Navidad, el año en que cerraron el aserradero. Trajo consigo a Elías, su hijo —siete años, ojos curiosos, manos sin callos.
Aquella mañana, Elías se quedó en la entrada, mirando cómo partía leña. Le ofrecí el hacha más pequeña.
—Está muy pesada —me dijo.
Le sonreí.
—Sólo porque tus brazos aún no saben lo fuertes que son.
Me miró como yo miraba a papá a su edad: entre dudas y ganas de demostrar. Así que le di una razón.
—No partimos leña sólo por obligación ni por fuego. Lo hacemos para decir: estuve aquí. Y me importó.
Esa noche lo ayudé a levantar el hacha. Falló al primer intento. El segundo rebotó. Pero el tercero… el tercero cortó limpio el tronco. Su sonrisa no era de las que se compran con domingo o televisión.
Al día siguiente lo encontré solo, afuera, partiendo astillas con la torpeza que yo también tuve. No dije nada. Me quedé en la puerta, con el café caliente en las manos y el corazón apretado de emoción.
Clara se fue hace cinco inviernos. Cáncer: silencioso, pero cruel. Mis hijos llaman a veces desde la ciudad, con voces rápidas y siempre ocupadas. Pero Elías… Elías ya tiene veinte. Estudia ingeniería forestal. Dice que quiere “proteger la tierra”, como si cuidara algo sagrado.
Hace poco me llamó:
—Abuelo, cuando termine la carrera, regreso. Voy a levantar de nuevo tu cobertizo y a enseñar a los niños del pueblo cómo se vive con respeto a la tierra.
Me reí.
—Primero enséñales a usar bien el hacha.
Se rió también.
—Eso ya lo hice. El mes pasado, con los scouts.
Ayer recibí una carta suya. De papel, no digital. Dentro había una foto: él frente a una fogata, rodeado de niños con camisas de franela, cada uno con un hacha pequeña en la mano. Abajo, escrito a mano:
“Partimos leña para los que amamos.”
El mundo cambió. Eso es verdad. En nuestros cerros ahora se escucha menos, y lo que queda suena bajito, escondido tras antenas o tiendas de plástico. Pero hay verdades que resisten el paso del tiempo. Que viajan de mano en mano, golpe tras golpe.
Y a veces, si uno tiene suerte, regresan convertidas en carta. Con una foto que huele a humo.
Porque incluso cuando el fuego se apaga, el calor de quien lo encendió permanece.
Han pasado dos inviernos desde entonces. La casa sigue siendo sencilla, pero el cobertizo ya no está torcido. Elías volvió, como dijo. Y ahora, cada sábado, se reúne con niños y niñas del pueblo bajo la sombra del fresno. Uno a uno aprenden a levantar el hacha, a respetar la madera, a compartir el esfuerzo. A veces, Elías me pide que cuente la historia de mi padre. De cómo partíamos leña no sólo por calor, sino para que el frío no nos venciera adentro.
Al caer la tarde, todos se sientan junto al fuego. El humo sube y Elías repite lo que aprendió de mí:
“No partimos leña por costumbre. Lo hacemos porque así decimos: estuve aquí. Y me importó.”
Y yo me quedo mirando. Las manos jóvenes, las risas, el fuego vivo. Y pienso que mientras haya quien enseñe, quien comparta la llama, hay fuegos que nunca se apagan.
Porque cortar leña es, en el fondo, una forma de decirle al mundo —y a los nuestros— que seguimos aquí. Unidos. A salvo del frío.
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