El Silencio de los Dos Mundos: La Leyenda de los Gemelos La Ranz

 

En las profundidades de los bosques de Navarra, donde la niebla se aferra a las copas de los robles centenarios y las leyendas antiguas todavía respiran bajo el musgo, el tiempo parece transcurrir a un ritmo diferente. Era el año 1780 en la aldea de Ziaín, un enclave de apenas trescientas almas aislado por colinas y caminos de barro, cuando comenzó una historia que desafiaría a la ciencia, a la religión y a la razón misma.

El Nacimiento del Silencio

 

El invierno golpeaba con furia los tejados de pizarra cuando Catalina La Ranz, esposa del herrero Martín, entró en labor de parto. El viento del norte aullaba como una bestia herida entre las callejuelas de piedra gris, amortiguando los gritos de dolor que provenían de la casa del herrero. Juana Ariseta, la comadrona, asistía el parto con la experiencia curtida de décadas, pero ni ella estaba preparada para lo que sucedería esa noche.

El primer llanto rompió la tensión: un varón fuerte, de cabello oscuro. “Iñigo”, susurró Catalina, exhausta. Pero la naturaleza tenía otros planes. Apenas veinte minutos después, la sorpresa de Juana se transformó en urgencia. Un segundo niño, idéntico al primero como una gota de agua a otra, llegó al mundo. “Mateo”, completó la madre.

Los primeros meses transcurrieron bajo la apariencia de la normalidad, pero a los tres meses, una sombra de inquietud se instaló en el hogar de los La Ranz. Catalina notó que, al separar a los bebés para bañarlos o cambiarlos, estos no lloraban. Simplemente se apagaban. Sus ojos perdían el brillo, sus pequeños cuerpos se quedaban flácidos y entraban en un estado de mutismo absoluto, una catatonia aterradora. Sin embargo, al volver a colocarlos juntos en la cuna de madera tallada, la vida regresaba a ellos de golpe: se buscaban con las manos, se miraban intensamente y comenzaban a emitir sonidos.

No eran balbuceos.

La Criptofasia

 

A medida que crecían, el fenómeno se volvía más complejo y perturbador. A los cuatro años, mientras los otros niños de la aldea aprendían a decir “madre” o “pan”, Iñigo y Mateo habían perfeccionado una lengua que no pertenecía a este mundo.

Kirten myán —decía Iñigo, señalando la lluvia tras la ventana. —Harán Bay Kirten —respondía Mateo, asintiendo con una comprensión profunda.

Poseían sintaxis, entonación, preguntas y respuestas. Era un idioma fluido, gutural y extraño. Separados, eran estatuas de carne y hueso, incapaces de responder a su propio nombre o de sentir el pinchazo de una aguja. Juntos, eran una sola mente en dos cuerpos, ignorando a menudo el mundo exterior para sumergirse en su universo privado.

La aldea, supersticiosa y temerosa de Dios, comenzó a murmurar. El padre Ignacio Mendizábal intentó exorcizar el “mal” con oraciones, pero al ver cómo los niños pasaban de la muerte en vida a la alegría vibrante con solo tocarse, se retiró santiguándose, murmurando que aquello escapaba al dogma. Incluso la ciencia, encarnada en el racional Dr. Fermín Sarasate llegado desde Pamplona, se dio de bruces contra el muro de lo inexplicable. Sarasate llenó cuadernos con observaciones sobre su “criptofasia”, pero partió de Ziaín con más preguntas que respuestas, aconsejando una separación gradual que solo provocó sufrimiento.

El Vínculo Invisible

 

La prueba definitiva de que su conexión iba más allá del lenguaje ocurrió cuando cumplieron nueve años. Aquella tarde de octubre, el destino separó a los gemelos por cinco kilómetros. Catalina llevó a Iñigo al mercado vecino, mientras Mateo se quedó en la herrería con su padre.

En el camino de regreso, Iñigo se detuvo en seco, con los ojos en blanco, y gritó un nombre en perfecto castellano: “¡Mateo!”. Simultáneamente, en la fragua, Mateo soltó un alarido desgarrador: “¡Iñigo!”, y salió corriendo hacia el bosque, hacia el punto exacto donde su hermano estaba.

Iñigo había sentido el peligro antes de que apareciera. Su grito alertó a Catalina justo a tiempo para refugiarse tras un roble grueso, segundos antes de que una manada de jabalíes enloquecidos arrasara el sendero por donde caminaban. Mateo había sentido el terror de su hermano como propio. Desde ese día, los aldeanos ya no los miraban con curiosidad, sino con un respeto temeroso. Cruzaban de acera al verlos pasar, convencidos de que los gemelos La Ranz veían cosas que los ojos mortales no podían percibir.

El Invierno de la Peste

 

Los años pasaron y los niños se convirtieron en jóvenes fuertes de dieciséis años, trabajando en silencio sincronizado en la herrería. Pero el destino de Ziaín estaba escrito en la nieve.

El invierno de 1788 fue el más cruel que se recordaba. La nieve aisló el pueblo y, con el frío, llegó la fiebre pulmonar. La muerte se paseaba por las casas, llevándose a niños y ancianos. Cuando Catalina cayó enferma, el mundo de Martín se desmoronó. La fiebre la consumía y el Dr. Goechea, agotado y sin medicinas, les dio pocas esperanzas.

Fue entonces cuando los gemelos cambiaron. Dejaron de jugar. Se sentaban a los pies de la cama de su madre, velándola con una intensidad febril. Su lenguaje cambió; se volvió oscuro, solemne, casi ritualístico.

Mundoraitsen, haráel, Belza Onoren —susurraba Iñigo. —Belza, by mundoran —confirmaba Mateo.

Parecían estar negociando. Discutiendo un precio.

Una noche de enero, bajo la luna llena que se reflejaba en la nieve virgen, los gemelos tomaron una decisión. Martín despertó al amanecer y encontró a Catalina con la fiebre remitida, respirando tranquilamente. “Un milagro”, pensó llorando de alivio. Pero el silencio en la casa era demasiado profundo.

Las camas de los gemelos estaban vacías.

La Peregrinación a la Nada

 

Las huellas en la nieve contaban la historia de una marcha decidida hacia el norte, hacia las montañas de Roncesvalles, hacia la antigua y ruinosa ermita de San Salvador. Martín, desesperado, organizó una partida de búsqueda. Josu, el cazador, y otros hombres valientes se adentraron en el infierno blanco.

Durante cinco días rastrearon a los muchachos. Las condiciones eran inhumanas, pero las huellas de los gemelos continuaban, inquebrantables, durmiendo a la intemperie, sobreviviendo donde hombres adultos habrían perecido. Parecía que algo los llamaba, o que llevaban una ofrenda a un lugar donde el velo entre los mundos era más fino.

Al llegar a la cima de la colina, encontraron la ermita. El techo derrumbado dejaba entrar la nieve, creando un sudario blanco en el interior. Y allí estaban.

Sentados espalda contra espalda en el centro de las ruinas, Iñigo y Mateo estaban congelados, con la piel azulada y los ojos abiertos mirando a la nada. No reaccionaban. Sus manos estaban entrelazadas con una fuerza tal que parecía que sus dedos se habían fusionado. Estaban vivos, pero su espíritu parecía haber viajado muy lejos.

El Despertar y el Sacrificio

 

El regreso a Ziaín fue un cortejo fúnebre de cuerpos vivos. Los aldeanos los recibieron con mezcla de pavor y esperanza. Catalina, ya recuperada, lloraba sobre los cuerpos inertes de sus hijos, calentándolos con su propio cuerpo.

Durante tres días y tres noches, los gemelos permanecieron en ese trance profundo. No comían, no bebían, solo respiraban al unísono. El pueblo entero contenía el aliento.

Al amanecer del cuarto día, ocurrió.

Primero fue un parpadeo. Luego, un suspiro profundo, como quien emerge de las profundidades de un lago helado. Iñigo movió la cabeza. Mateo soltó la mano de su hermano.

Se miraron el uno al otro. Pero esta vez, no hubo esa chispa de reconocimiento telepático. No hubo palabras extrañas. Hubo un silencio denso, humano, doloroso.

Iñigo abrió la boca, y su voz sonó rasposa, como si no la hubiera usado en años. —Madre —dijo, en un castellano claro y perfecto.

Catalina gritó y los abrazó. Mateo también habló, con la mirada llena de lágrimas. —Tenemos hambre.

La alegría estalló en la casa de los La Ranz. Los aldeanos hablaban de un segundo milagro. Pero con el paso de los días, Martín y Catalina notaron la terrible verdad detrás de la recuperación.

Los gemelos ya no hablaban su idioma secreto. De hecho, cuando se les preguntaba por aquellas palabras, Kirten, Mundor, Belza, ellos miraban con confusión, como si esos sonidos nunca hubieran existido. Más inquietante aún: ahora podían estar separados sin entrar en catatonia. Iñigo podía ir al bosque mientras Mateo trabajaba en la fragua. Eran, por primera vez en sus vidas, individuos normales.

Sin embargo, había un precio.

A menudo, Catalina los encontraba sentados juntos frente al fuego, en silencio. No se hablaban. No se comunicaban telepáticamente. Solo se miraban con una tristeza infinita, una melancolía devastadora. Habían perdido su mundo.

Nadie supo nunca qué ocurrió en la ermita de San Salvador aquella noche. Pero los ancianos de Ziaín, aquellos que recordaban las viejas historias, creían saber la verdad. Decían que la vida de Catalina debía ser pagada, y que los gemelos, en su amor absoluto, habían ido a las montañas a negociar con fuerzas antiguas. Habían ofrecido lo más precioso que tenían: su vínculo, su alma compartida, su lenguaje único.

Habían sacrificado su unidad perfecta para que su madre pudiera vivir.

Los hermanos La Ranz vivieron hasta una edad avanzada. Se casaron, tuvieron hijos y fueron herreros respetados. Pero hasta el día de su muerte, jamás volvieron a sonreír completamente. Siempre parecía faltarles algo, como si vivieran con la mitad del alma arrancada. Y en las noches de invierno, cuando el viento aullaba desde Roncesvalles, se les podía ver mirando hacia las montañas, con los oídos atentos, tratando de escuchar, quizás por última vez, el eco de aquellas palabras que nadie más entendía y que se habían perdido para siempre en la nieve.

FIN