El día que Elena Vega lo perdió todo, el cielo de la ciudad parecía llorar con ella. El testamento de su padre no solo la dejó sin herencia, sino que la encadenó al único hombre que había jurado destruir. Adrián de la Fuente, su enemigo mortal, se convirtió en su guardián por un antiguo pacto de sangre.
Él planeaba doblegar su espíritu con crueldad y desprecio dentro de una jaula de oro. Lo que ninguno de los dos esperaba era que la verdadera amenaza vendría de las sombras, obligándolo a proteger a la mujer que odiaba… y desatando una pasión tan peligrosa como el propio odio que los unía.
El despacho del abogado olía a cuero viejo y a promesas rotas. Elena Vega mantenía la espalda recta, como su padre, Ricardo Vega, le había enseñado desde niña: Nunca dejes que te vean débil.
Pero por dentro se sentía como un pichón herido rodeado de lobos.
Al otro lado de la mesa de caoba, Adrián de la Fuente la observaba con una calma insoportable. Sus ojos, grises como una tormenta a punto de estallar, no mostraban ni una pizca de compasión. Eran los ojos del enemigo. El hijo del hombre que había llevado a su familia a la ruina… y ahora, dueño absoluto de su destino.
El abogado, un hombre calvo y nervioso llamado Ernesto, carraspeó antes de leer la última cláusula del documento.
—“El acuerdo firmado entre el señor Ricardo Vega y el difunto señor Carlos de la Fuente establece que, en caso de fallecimiento de uno de los patriarcas, el heredero del otro asumirá la tutela completa y la administración de los bienes del vástago desprotegido hasta que este cumpla los 25 años de edad o contraiga matrimonio.”
Elena sintió que el aire se le escapaba.
—¡Esto es absurdo! —exclamó, poniéndose de pie—. Tengo 22 años, no soy una niña. Soy perfectamente capaz de manejar mi propia vida.
Adrián soltó una carcajada seca, sin una gota de humor.
—¿Capaz? Tu padre dejó las empresas Vega al borde de la bancarrota. Lo único que te queda es esta casa, una montaña de deudas y un apellido manchado. Sin mí, estarías en la calle antes de que termine la semana… suplicando por un trabajo.
Se inclinó sobre la mesa, su sombra devorando el espacio entre ambos.
—Así que sí, Elena. Eres mi pupila. Vivirás bajo mi techo, seguirás mis reglas… y aprenderás lo que significa realmente el apellido De la Fuente.
El silencio que siguió fue tan tenso que podía cortarse con un suspiro.
Elena lo miró con rabia, pero también con algo que no quería reconocer: una chispa de miedo… y otra, más peligrosa aún, de curiosidad.
La palabra pupila sonó como una sentencia de cárcel. Prefiero vivir debajo de un puente antes que aceptar una sola migaja de ti, Adrián. El abogado Ernesto se encogió. Señorita Vega, el acuerdo es férreo. Su padre lo firmó. Si lo rechaza, la casa y los pocos activos restantes serán liquidados de inmediato para pagar a los acreedores preferentes, que casualmente son las empresas de la fuente.
Era una trampa perfecta, una humillación diseñada por sus padres décadas atrás y ejecutada ahora por Adrián con sádico placer. Se sintió atrapada, ahogada por el peso del odio que definía a sus familias. No tenía opción. Su mirada desafiante se encontró con la de Adrián. Está bien, viviré en tu casa. Pero que te quede claro, esto no es una rendición, es una tregua forzada.
Y cada día buscaré la manera de liberarme de ti. Adrián sonrió, una curva lenta y peligrosa en sus labios. Me encanta tu espíritu, Vega. Será un placer verte luchar mientras te acostumbras a tu nueva realidad. Mi chófer te espera fuera. Tienes una hora para empacar lo esencial. Mi personal se encargará del resto.
Se levantó, alto e implacable como un monumento de granito. Bienvenida a casa, Elena. La mansión de Adrián era un mausoleo de lujo y frialdad, mármol blanco, paredes de cristal que ofrecían vistas a un jardín meticulosamente cuidado, pero sin vida, y un silencio tan pesado que se podía oír.
Elena fue conducida a un ala de la casa, a una suite que era más grande que el apartamento donde había vivido en la universidad. Tenía un balcón privado, un vestidor del tamaño de una boutique y un baño que parecía un spa. Era una jaula de oro. y las barras eran tan frías como el corazón de su carcelero.
Durante los primeros días, Adrián la ignoró casi por completo, un castigo sutil que la hacía sentir como un fantasma en su propia vida. Desayunaba, comía y cenaba sola en el inmenso comedor, servida por un personal silencioso y eficiente que evitaba mirarla a los ojos. Pasaba las horas en la biblioteca leyendo los clásicos que su padre amaba, aferrándose a los últimos vestigios de su antigua vida. Pero la indiferencia de Adrián no duró.
Una tarde, mientras intentaba leer en el jardín, él apareció vestido con un traje impecable que contrastaba con su propio atuendo informal. “Veo que te estás adaptando”, dijo su voz con un borde de sarcasmo. Elena cerró el libro de golpe. ¿A qué debería adaptarme? ¿A la soledad? ¿A ser prisionera en una casa que detesto, a la disciplina? algo que tu padre nunca te enseñó. Se detuvo frente a ella bloqueando el sol.
A partir de mañana tendrás responsabilidades. He concertado una entrevista para ti en la fundación benéfica de mi empresa. No toleraré horgazanes bajo mi techo y menos a una Vega. La humillación la golpeó como una bofetada. ¿Pretendes que trabaje para ti? ¿Qué limpie la imagen de tu imperio con actos de caridad forzados? Él se agachó hasta que sus rostros estuvieron a centímetros de distancia.
El olor de su loción, una mezcla de sándalo y poder, la envolvió. No pretendo nada. Te lo ordeno. Eres mi responsabilidad y eso incluye asegurarme de que no te consumas en la autocompasión. Además, será divertido verte intentar ser útil por una vez en tu vida. Sus ojos bajaron a sus labios. Una mirada tan intensa y fugaz que Elena se preguntó si la había imaginado.
Se sintió un extraño calor en el estómago, una reacción que la enfureció. Era el odio, se dijo a sí misma, solo el odio. Te odio susurró ella, su voz temblando de rabia. La sonrisa de Adrián se ensanchó. El sentimiento es mutuo, Elena, profundamente mutuo. Pero mientras estés aquí, el odio no te servirá de nada.
La obediencia, en cambio, podría hacer tu vida un poco más soportable. Se enderezó y se fue, dejándola con el corazón latiendo desbocado y un nuevo nivel de desesperación. La convivencia se convirtió en una guerra fría. Pequeñas batallas diarias libradas en pasillos silenciosos y durante cenas tensas. Él criticaba su ropa, su forma de hablar, sus opiniones.
Ella desafiaba sus reglas de las maneras más sutiles que podía encontrar, llegando un minuto tarde a las cenas, dejando libros fuera de lugar en la impoluta biblioteca, tocando en el piano melodías melancólicas que sabía que él odiaba. Una noche no pudo dormir. La casa crujía a su alrededor, amplificando su soledad.
bajó a la cocina en busca de un vaso de leche, vestida solo con un pijama de seda corto que era uno de sus pocos lujos restantes. La luz de la luna se filtraba por las ventanas, bañando la cocina de acero inoxidable en un brillo fantasmal. Cuando se giró del refrigerador, se topó con una pared sólida. Adrián estaba de pie con el pecho desnudo y vistiendo solo un par de pantalones de chándal grises.
Su cuerpo era una escultura de músculo y poder, y el tatuaje de un fénix se extendía por su hombro y parte de su pecho. Elena retrocedió de un salto. El vaso de leche se tambaleó en su mano. “No te oí llegar”, dijo su voz apenas un susurro. Sus ojos grises la recorrieron de arriba a abajo, deteniéndose en sus piernas desnudas con una lentitud deliberada que le erizó la piel.
“Esta es mi casa, no necesito anunciarme.” Su voz era ronca por el sueño. Dio un paso hacia ella, acorralándola contra el mostrador. “No puedes dormir. Quizás la conciencia de ser una Vega te mantiene despierta.” Elena levantó la barbilla. Mi conciencia está limpia.
Duermo mucho mejor que aquellos que construyen imperio sobre la desgracia ajena. Adrián apoyó una mano en el mostrador junto a su cadera, su calor irradiando a través de la fina tela de su pijama. Se inclinó, su aliento cálido rozando su mejilla. Cuidado, Elena, estás jugando con fuego. Has estado probando mis límites desde que llegaste. ¿Qué buscas? Una reacción. Busco mi libertad.
replicó ella, aunque su corazón latía con un ritmo febril que no era solo por el miedo. “Tu libertad se gana, no se exige y, créeme, aún estás muy lejos de ganártela.” Su mirada volvió a sus labios. A veces me pregunto cómo se sentiría borrar esa expresión desafiante de tu rostro, aunque sea por un momento. Estaban tan cerca que podía contar las pestañas oscuras que enmarcaban sus ojos tormentosos.
La tensión era tan espesa que casi podía saborearla. Una mezcla tóxica de odio y una atracción prohibida y oscura que ninguno de los dos quería admitir. Por un instante, pensó que iba a besarla. Vio la intención en sus ojos, el endurecimiento de su mandíbula y una parte retorcida de ella, la parte que estaba sola y asustada, se preguntó cómo sería.
Pero entonces él parpadeó y retrocedió, la máscara de frialdad volviendo a su lugar. Vuelve a tu habitación. No quiero encontrarte vagando por mi casa de nuevo a estas horas. Se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad, dejándola temblando, no de frío, sino de una emoción nueva y aterradora. A la mañana siguiente, Elena comenzó a trabajar en la fundación.
La directora, una mujer llamada Laura, era amable y eficiente. El trabajo consistía en organizar eventos de caridad y gestionar donaciones. Era monótono, pero le daba un propósito, una razón para salir de la mansión. También le dio una idea. Si podía demostrar que era financieramente independiente, quizás podría desafiar legalmente la tutela. se sumergió en el trabajo, aprendiendo rápido, haciendo conexiones.
Adrián lo notó, por supuesto. Recibía informes diarios de Laura. En lugar de complacerlo, su competencia parecía irritarlo aún más. Una noche, durante la cena, dejó caer una bomba. He cancelado tus tarjetas de crédito dijo casualmente cortando su filete. Elena dejó caer el tenedor. ¿Qué? ¿Por qué no las necesitas? Tienes un techo, comida y un trabajo que apenas te da para tus gastos personales.
Considero que cualquier lujo adicional es innecesario. Ese dinero es mío. Lo que quedaba de la cuenta de mi madre. Ahora está bajo mi administración y he decidido que es una distracción. Quiero que te concentres en tu rehabilitación. Era un juego de poder, puro y simple. quería controlarla, romperla.
Lágrimas de frustración ardieron en sus ojos, pero se negó a derramarlas frente a él. “Eres un monstruo”, dijo en voz baja. Él levantó la vista, una chispa de algo que parecía satisfacción en sus ojos. “Solo estoy haciendo lo que tu padre debió haber hecho, enseñarte el valor de las cosas.” La vida no es un cuento de hadas, Elena. Ese fue el punto de quiebre.
Esa noche, Elena llamó al único amigo que le quedaba, Javier, un periodista que había conocido en la universidad. Le contó todo, la tutela, la crueldad de Adrián. Javier se enfureció. Esto es ilegal, Elena. Es prácticamente un secuestro. Déjame investigar. Encontraré algo, un resquicio legal, algo para sacar de aquí.
Por primera vez en semanas, Elena sintió una pisca de esperanza, pero esa esperanza venía con un nuevo peligro. Las investigaciones de Javier podrían enfurecer a Adrián de formas que no podía prever. Sin embargo, no le importaba. Cualquier riesgo valía la pena para escapar de él. Unos días después, algo extraño sucedió. Al salir del trabajo, notó un coche negro con los cristales tintados aparcado al otro lado de la calle.
No le dio importancia al principio, pero al día siguiente el coche estaba allí de nuevo y al siguiente empezó a sentir una sensación de inquietud, una sensación de ser observada. Lo mencionó a Marco, el jefe de seguridad de Adrián, un hombre corpulento y silencioso que a veces la llevaba al trabajo. Marco frunció el seño. Lo investigaré, señorita Vega.
Esa noche Adrián estaba extrañamente callado durante la cena. La observaba con una intensidad que la ponía nerviosa. “¿Pasa algo?”, dijo finalmente. No era una pregunta. Elena se encogió de hombros tratando de parecer indiferente. Nada que te interese.
Él golpeó la mesa con la palma de la mano, haciendo que los cubiertos saltaran. Todo lo que te sucede me interesa. ¿Entendido? Eres mi responsabilidad. Marco me dijo que un coche te ha estado siguiendo. ¿Quién es? ¿Algún novio secreto del que no me has hablado? El veneno en su voz era palpable.
La idea de que ella tuviera a alguien más en su vida parecía ofenderlo a un nivel personal. “No tengo novio”, dijo ella con frialdad. “Y aunque lo tuviera, no sería de tu incumbencia. Mientras vivas bajo mi techo, cada respiración que tomas es de mi incumbencia”, replicó él. Su voz peligrosamente baja. A partir de mañana, Marco será tu sombra. No irás a ninguna parte sin él.
No necesito un niñero, no es una sugerencia, es una orden. La discusión se agrió, sus voces resonando en el vasto comedor. Al final, Elena se retiró a su habitación, furiosa y por primera vez asustada. El coche negro no era una coincidencia. Alguien la estaba vigilando. La semana siguiente, la tensión en la casa se hizo insoportable. Adrián estaba constantemente de mal humor. Su presencia era una nube de tormenta que la seguía a todas partes.
Marco era un profesional, discreto, pero siempre presente, lo que solo aumentaba su sensación de enclaustramiento. Javier llamó una noche. Elena, tengo algo. Es grande. Tu padre no solo estaba en la ruina, estaba metido en algo sucio, algo con un cartel. hizo un trato con un tipo peligroso, un hombre conocido como Elcón.
Tu padre iba a entregarle algo, una información a cambio de perdonar sus deudas, pero murió antes de poder hacerlo. Elena sintió un escalofrío. El halcón ahora te busca a ti. Cree que tú tienes lo que tu padre le prometió. El teléfono se le resbaló de las manos. El coche negro, la vigilancia. No era Adrián, era algo mucho peor.
De repente, la fría protección de Adrián no parecía una prisión, sino un santuario. Tenía que decírselo. Tenía que advertirle. Corrió escaleras abajo buscándolo. Lo encontró en su despacho, la habitación iluminada solo por la lámpara de su escritorio. Estaba de espaldas a la puerta hablando por teléfono en voz baja y dura. No me importa lo que cueste.
Encuéntrenlo. Quiero saber quién está detrás de esto. Si le tocan un solo pelo, juro que quemaré la ciudad entera para encontrarlos. Estaba hablando de ella. Su corazón dio un vuelco. Se aclaró la garganta y él se giró bruscamente. Sus ojos se abrieron de sorpresa al verla. Colgó el teléfono.
¿Qué quieres? Elena tragó saliva. Su plan de confesar de repente se sentía tonto. Confiar en él, el hombre que la odiaba, pero la alternativa era peor. Adrián, creo que sé quién me está siguiendo. Le contó todo, la llamada de Javier, la historia de su padre y el halcón.
Mientras hablaba, el rostro de Adrián se convirtió en una máscara de furia helada. No estaba enojado con ella. estaba enojado con el mundo. Tu padre, ese maldito idiota, siseó, no solo se arruinó a sí mismo, sino que te puso una diana en la espalda. Se levantó y caminó hacia ella. Por primera vez, Elena no vio odio en sus ojos, sino una furia protectora. Era aterradora e extrañamente reconfortante.
Te metió en este lío y ahora es mi problema arreglarlo. Puso sus manos sobre sus hombros, su agarre firme. Escúchame, Elena. A partir de este momento, no sales de esta casa bajo ninguna circunstancia. Entendido. Ella asintió demasiado conmocionada para hablar. Él la miró, su mirada recorriendo su rostro como si estuviera memorizándolo.
“Nadie va a hacerte daño”, dijo. Su voz era un juramento. No mientras yo esté vivo. Los días siguientes fueron una tortura de encierro. La mansión, que antes era una prisión de lujo, ahora se sentía como un búnker. Adrián triplicó la seguridad. Hombres armados patrullaban el perímetro.
Él apenas salía de la casa trabajando desde su despacho, su humor más oscuro que nunca. Una noche, el sistema de seguridad se disparó. Las alarmas sonaron, las luces rojas parpadearon. Marco irrumpió en la habitación de Elena con el arma en la mano. Señorita, conmigo. La llevó corriendo por el pasillo. Adrián apareció desde la otra dirección, su rostro pálido, pero resuelto. Al cuarto de pánico.
Ahora el pánico se apoderó de Elena, un miedo frío y paralizante. Adrián la agarró del brazo arrastrándola. Corrieron por pasillos que nunca había visto, hasta una puerta de acero oculta detrás de un tapiz. Adrián tecleó un código y la puerta se abrió. La empujó dentro. Quédate aquí. No abras por nada del mundo. Tú no te vas.
Ven conmigo gritó ella agarrando su camisa. Él la miró, sus ojos ardiendo. Tengo que proteger mi casa. Tengo que protegerte a ti. No me dejes, suplicó el orgullo olvidado. El terror era más fuerte. Él vaciló viendo el miedo genuino en su rostro. No te dejaré. Marco se queda en la puerta. Estarás a salvo. Luego cerró la pesada puerta, sumergiéndola en un silencio casi absoluto y una oscuridad rota solo por una tenue luz de emergencia.
Pasaron horas. Elena se acurrucó en un rincón, escuchando el latido de su propio corazón. Cada crujido fuera de la puerta la hacía saltar. Finalmente, la puerta se abrió. Era Adrián. Su traje estaba rasgado. Tenía un corte en la mejilla y un hematoma floreciendo en su pómulo, pero estaba vivo.
Al verlo, Elena sintió una oleada de alivio tan abrumadora que se le cortó la respiración. corrió hacia él y sin pensar se arrojó a sus brazos enterrando su rostro en su pecho. Él se quedó rígido por un momento, sorprendido por su reacción. Luego, lentamente, sus brazos la rodearon, apretándola contra él.
Se aferró a él como si fuera el único ancla en un mundo que se desmoronaba. podía oler la pólvora, el sudor y ese aroma a sándalo que era únicamente suyo. “Estás a salvo”, susurró él en su cabello. Su voz ronca por la adrenalina. “Se han ido pensé que comenzó a decir ella, su voz ahogada por las lágrimas.” “Lo sé”, dijo él suavemente.
Se quedaron así durante un largo rato en el silencio del pasillo, dos enemigos unidos por el peligro. Cuando finalmente se separaron, la tensión entre ellos había cambiado. El odio seguía allí, una corriente subterránea, pero ahora estaba mezclado con algo más, una conexión forjada en el miedo y el alivio. Adrián la estudió, su pulgar rozando suavemente el rastro de una lágrima en su mejilla. Eres más fuerte de lo que pensaba, Vega.
Y tú eres menos monstruo de lo que pretende ser de la fuente”, respondió ella, su voz todavía temblorosa. Una sonrisa fugaz cruzó su rostro. “No te acostumbres.” Los días que siguieron fueron diferentes. La amenaza externa los había forzado a una alianza incómoda. Adrián ya no la atormentaba con pequeñas crueldades. En su lugar la observaba, la vigilaba.
cenaban juntos todas las noches. El silencio ya no era hostil, sino expectante. Hablaban al principio sobre la investigación del ataque sobre el halcón. Adrián le explicó que los intrusos eran solo un aviso, matones de bajo nivel enviados para asustarla. Creen que tienes algo que les pertenece, una libreta, un disco duro, algo con la información que tu padre prometió.
Pero no tengo nada. Registré todas sus cosas después de su muerte. Ellos no lo creen y no se detendrán hasta que lo consigan o hasta que te eliminen. El miedo volvió a atenazarla, pero esta vez Adrián estaba a su lado. Se dio cuenta de que dependía completamente de él. Una noche, una tormenta azotó la ciudad cortando la electricidad.
La mansión quedó a oscuras, solo iluminada por los relámpagos que rasgaban el cielo. Elena siempre había odiado las tormentas. El sonido de los truenos le recordaba a la noche en que su madre murió en un accidente de coche. Empezó a temblar, acurrucada en el sofá de la sala de estar.
Adrián la encontró allí, una silueta en la penumbra se sentó a su lado, manteniendo una distancia respetuosa. ¿Tienes miedo a la oscuridad, Vega? A la tormenta, corrigió ella, su voz apenas audible. Él no se burló. En cambio, dijo en voz baja, “Mi madre solía decir que los truenos eran los dioses jugando a los bolós.” La imagen era tan absurda que Elena soltó una pequeña risa.
“Tu madre sonaba agradable.” “Lo era,”, dijo él y por primera vez escuchó un atispo de vulnerabilidad en su voz. Era lo contrario a mi padre. Hablaron durante horas mientras la tormenta rugía afuera. Le contó sobre su infancia, sobre la presión de ser un de la fuente, sobre el odio que su padre le había inculcado hacia Los Vega, un odio que se había convertido en el motor de su vida.
Elena a su vez le habló de su padre, no del hombre de negocios imprudente, sino del padre que le leía cuentos por la noche y la llevaba a pescar. Por primera vez se vieron no como caricaturas de un enemigo, sino como dos personas moldeadas por el legado de sus familias. La tormenta comenzó a amainar. En la tenue luz, Adrián se volvió hacia ella. Nunca quise esto para ti, Elena.
La humillación, el control era solo venganza completó ella. contra un hombre muerto. Una venganza que estoy pagando yo. Él asintió su mirada llena de un pesar que nunca antes había mostrado. Sí. Se acercó un poco más. La energía entre ellos crepitaba, cargada por la confesión y la noche. Y ahora, ahora todo lo que quiero es mantenerte a salvo.
La vulnerabilidad en sus palabras la desarmó. extendió la mano y tocó el corte en su mejilla. Ahora una fina línea roja. “Casi te matan por mi culpa. Casi los mato yo por tocarte”, replicó él. Su voz se volvió un gruñido bajo. Su mano cubrió la de ella, sus dedos entrelazándose sobre su mejilla. El contacto fue eléctrico, una descarga que recorrió el cuerpo de ambos.
Sus rostros estaban a centímetros. podía sentir su aliento, ver el conflicto en sus ojos grises, el odio contra el deseo, el deber contra la atracción. Era el quien rompía la distancia. Lentamente, como si temiera que ella se evaporara, inclinó la cabeza. Sus labios rozaron los de ella, un contacto tan suave como el ala de una mariposa.
Elena contuvo la respiración, su corazón martilleando contra sus costillas. esperaba crueldad, posesión. En cambio, obtuvo vacilación, una pregunta silenciosa. Y en ese momento de debilidad, de conexión en la oscuridad, ella respondió. Inclinó su rostro hacia el de él, cerrando el espacio.
El beso fue suave al principio, una exploración tentativa de un territorio prohibido. Luego, un trueno retumbó a lo lejos y fue como si rompiera un dique dentro de ellos. Adrián gimió contra su boca. Su mano se enredó en su cabello, tirando de su cabeza hacia atrás. El beso se profundizó, volviéndose hambriento, desesperado. Era un beso que lo decía todo.
El odio de años, la tensión de las últimas semanas, el miedo de las últimas horas. Elena le devolvió el beso con la misma ferocidad, sus manos subiendo por su pecho, aferrándose a su camisa. Era una locura. estaba besando a su enemigo, a su carcelero, pero en ese momento él también era su protector, el único hombre que se interponía entre ella y la muerte.
Se separaron jadeando sus frentes apoyadas una contra la otra. “Esto, esto no puede pasar”, susurró ella, aunque no hizo ningún movimiento para alejarse. “Ya pasó”, respondió él, su voz ronca. Sus labios encontraron los de ella de nuevo, esta vez sin vacilación. con una certeza que la dejó sin aliento.
El peligro fuera de las paredes de la mansión era real, pero de repente el peligro más grande estaba dentro de esas mismas paredes en los brazos del hombre que se suponía que debía odiar. La línea entre el odio y la protección se había borrado, consumida por el fuego de un solo beso. Y ambos supieron que el odio ya no era lo único que los mantenía unidos.
La pasión era un adversario mucho más formidable. La luz del amanecer se filtraba por las cortinas pintando rayas doradas en la habitación. Elena despertó lentamente con el sabor del beso de Adrián todavía en sus labios, una mezcla de whisky, menta y una desesperación que reflejaba la suya. La tormenta había pasado tanto fuera como dentro de ella, dejando una calma extraña y peligrosa.
Se sentó en la cama abrazando sus rodillas. ¿Qué habían hecho? Habían cruzado una línea que nunca debió existir, un puente entre dos islas de odio que se suponía que eran infranqueables. El hombre que la despreciaba la había besado como si ella fuera el aire que necesitaba para respirar y ella le había respondido. Se había aferrado a él.
La vergüenza y una extraña excitación luchaban en su interior. Bajó a desayunar con el corazón en un puño, esperando una confrontación, una burla, cualquier cosa que devolviera el mundo a su eje. Encontró a Adrián ya en el comedor, leyendo una tableta, una taza de café negro a su lado. Vestía un traje gris oscuro, la imagen perfecta del SEO implacable, y no había rastro del hombre vulnerable de la noche anterior, salvo por el corte en su mejilla, un recordatorio vívido de su casi inmortal encuentro. Levantó la vista cuando ella
entró y sus ojos grises se encontraron con los de ella por un instante. La intensidad de su mirada fue suficiente para que Elena se detuviera. Vio el recuerdo del beso allí ardiendo bajo la superficie helada. Siéntate”, dijo él. Su voz era neutra, pero con un matiz de dureza que no estaba allí anoche. Ella obedeció en silencio.
El personal sirvió el desayuno con su habitual eficiencia invisible. El silencio era ensordecedor, lleno de palabras no dichas y de la electricidad que aún vibraba entre ellos. Fue Adrián quien lo rompió sin levantar la vista de su tableta. Lo de anoche fue un error. Producto de la adrenalina y el miedo. No volverá a suceder.
Sus palabras fueron como un jarro de agua fría, precisas y cortantes. Elena sintió una punzada de algo que se parecía peligrosamente a la decepción y la odió. “Estoy de acuerdo”, dijo su voz más firme de lo que se sentía. Fue una estupidez. Él finalmente la miró, su mandíbula apretada.
Bien, ahora que eso está aclarado, tenemos que hablar de asuntos más importantes. Dejó la tableta a un lado. Mis hombres están investigando a el halcón, pero es un fantasma. Lo que sea que tu padre tenía es nuestra única palanca, nuestra única forma de salir de esto. Hoy vamos a registrar cada centímetro de sus cosas. He he hecho que traigan todas las cajas de su despacho a la biblioteca.
No saldremos de esa habitación hasta que encontremos algo. No era una petición, era una orden, pero había algo diferente en ella. Ya no era el guardián humillándola, era un general trazando un plan de batalla en el que ella era una soldado esencial. Está bien, asintió Elena. Pero si encontramos algo, quiero saberlo todo. No más secretos, Adrián.
Una sonrisa casi imperceptible tiró de la comisura de sus labios. Trato hecho, Vega, pero no te gustará lo que encuentres. Los secretos de tu padre son probablemente más oscuros de lo que imaginas. La biblioteca se había transformado en un caos de cajas de cartón, archivadores y montones de papeles. Olía a polvo y a los recuerdos de su padre. Trabajar juntos fue una forma de tortura íntima.
Estaban constantemente en el espacio del otro, sus brazos rozándose al alcanzar una caja, sus cabezas casi tocándose mientras se inclinaban sobre el mismo documento. Cada rosa accidental era una pequeña descarga eléctrica que ambos sentían y ambos ignoraban con determinación. “Tu padre era un desastre organizativo”, murmuró Adrián pasando las páginas de un libro de contabilidad con frustración.
“¿Qué esperabas?” Un índice de sus negocios turbios, replicó Elena limpiándose una mancha de polvo de la mejilla. Habría sido útil. Sí. Él la miró y su mirada se detuvo en el gesto. Tienes un poco aquí, dijo. Y antes de que ella pudiera reaccionar, extendió la mano y le limpió la mejilla con el pulgar.
Su toque fue suave, casi una caricia, y duró un segundo de más. Elena se quedó inmóvil. su respiración atrapada en su garganta. Los ojos de Adrián se oscurecieron y por un momento la biblioteca y las cajas desaparecieron y solo estaban ellos dos atrapados en la misma tensión de la noche anterior. “Adrián”, susurró ella. Él apartó la mano como si se hubiera quemado.
“Concéntrate Elena”, dijo bruscamente dándole la espalda para abrir otra caja, pero el momento quedó suspendido en el aire. una prueba de que su acuerdo matutino era una frágil mentira. Horas después encontraron una pequeña caja de seguridad cerrada con llave. “Nunca había visto esto”, dijo Elena frunciendo el ceño.
Adrián no perdió el tiempo, sacó un pequeño juego de herramientas de su escritorio y en menos de 5 minutos la cerradura se dio con un clic. Dentro no había documentos ni discos duros. Había un montón de cartas atadas con una cinta de seda azul y un pequeño oso de peluche desgastado. Eran las cartas que su madre le había escrito a su padre antes de casarse. Elena tomó las cartas con manos temblorosas.
Yo pensé que se habían perdido en la mudanza. Adrián la observó en silencio mientras abría una. Las lágrimas brotaron de sus ojos al leer la delicada caligrafía de su madre, llena de amor y sueños para el futuro. Un soy se le escapó. Se sintió estúpida y vulnerable llorando frente a él, el hombre que representaba todo lo que había destruido a su familia.
Esperaba una burla, una orden de que se recompusiera. En cambio, sintió una mano en su hombro. Lamento tu pérdida, Elena”, dijo Adrián en voz baja. Sus palabras eran sencillas, pero el tono era genuino. Le ofreció un pañuelo. Ella lo aceptó secándose las lágrimas. “Gracias.
” “¿Cómo era ella?”, preguntó él, su voz aún suave. Elena lo miró sorprendida por la pregunta personal. “Era luz”, dijo finalmente. Era todo lo bueno de nuestra familia. Cuando murió, la luz se fue. Adrián asintió lentamente sus ojos grises llenos de una emoción que Elena no pudo descifrar. ¿Y qué hay de tu padre? La quería con locura, respondió ella.
Nunca volvió a ser el mismo después de perderla. Creo que por eso cometió tantos errores. Estaba tratando de llenar un vacío que era demasiado grande. Miró a Adrián como tu padre. tratando de llenar un vacío con poder y venganza. La tensión volvió a la habitación, pero era diferente. Esta vez no era hostil, era comprensiva. “Quizás todos estamos rotos, Vega”, dijo Adrián en voz baja, casi para sí mismo.
El teléfono de Elena sonó rompiendo el momento. Era Javier. se apartó para contestar dándole la espalda a Adrián, pero consciente de que él la estaba observando. “Javi, hola”, dijo tratando de mantener su voz ligera. “¿Encontraste algo?” “Algo mejor.
” Encontré a alguien, “Un ex contable de tu padre, despedido hace años. Tiene miedo de hablar, pero mencionó un nombre clave, proyecto Fénix. dice que fue la ruina de tu padre la razón por la que se endeudó con gente como el halcón. Proyecto Fénix, repitió Elena intrigada. Era el mismo nombre del tatuaje de Adrián. No podía ser una coincidencia. Sí, parece que era una inversión secreta y masiva.
Estoy tratando de conseguir que el contable hable. Voy a reunirme con él esta noche en un café en las afueras. Te llamaré después, Javier. No lo hagas. Es demasiado peligroso. Esta gente no juega. Tranquila, Elena. Soy periodista. Sé cómo cuidarme. Colgó antes de que ella pudiera protestar. Se giró y encontró a Adrián de pie justo detrás de ella.
Su rostro era una máscara de furia. ¿Quién es Javier? Exigió saber. Su voz era un gruñido. Es tu novio el idiota que te metió en esto. Es mi amigo y está tratando de ayudarme. Ayudarte. Está metiendo sus narices donde no debe y te está poniendo en un peligro aún mayor. Dame su número. Le voy a dejar muy claro que se mantenga al margen. No te daré nada. Es mi amigo Adrián.
No puedes controlar cada aspecto de mi vida. Mientras tu vida esté bajo mi protección, sí que puedo. Y más y tus amigos son unos idiotas imprudentes que te usan como carnada. El insulto a Javier la enfureció. No te atrevas a hablar así de él. Él se preocupa por mí. Algo que tú nunca has hecho.
Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas, cargadas de la frustración y el dolor de las últimas semanas. La expresión de Adrián se endureció hasta convertirse en piedra. Dio un paso adelante, invadiendo su espacio, su imponente figura eclipsándola. La energía en la habitación cambió, volviéndose oscura y posesiva.
“Nunca me he preocupado por ti”, repitió su voz peligrosamente suave. Agarró su brazo, no con la fuerza suficiente para hacerle daño, pero sí para inmovilizarla. Dime, Elena, un hombre al que no le importa se quedaría en esta casa como en una fortaleza. ¿Pría a sus mejores hombres a vigilar cada una de tus respiraciones? ¿Se interpondría entre ti y una bala? La estaba acorralando contra una estantería, su cuerpo aprisionando el de ella.
Su otra mano subió para acunar su mandíbula, obligándola a mirarlo. Me acuesto cada noche pensando en las formas en que podrían hacerte daño y me despierto cada mañana con la única idea de mantenerte a salvo. ¿Te parece que eso es no preocuparse? Su aliento olía a café y a una ira justa que la dejaba sin defensas.
Estaba abrumada por su proximidad, por la verdad cruda en sus palabras. Tú, tú me odias”, logró decir. “Sí”, admitió él, su pulgar acariciando su labio inferior. “Te odio por ser la hija de Ricardo Vega. Odio que lleve su sangre. Odio que me haga sentir esto.” Su mirada bajó a su boca, el hambre en sus ojos inconfundible.
Pero resulta, Elena, que puedo odiarte y desear protegerte al mismo tiempo. Resulta que puedo despreciar tu nombre y aún así querer callar a ese maldito amigo tuyo solo por hacerte sonreír. Se inclinó y la besó. No fue como el beso desesperado de la noche anterior. Este fue un beso de posesión, una reclamación. Fue duro y exigente, su boca moviéndose sobre la de ella con una autoridad que no pedía permiso.
Elena jadeó contra sus labios, su cuerpo traidor respondiendo a su dominio. Sus manos, que habían estado empujando su pecho, ahora se aferraban a sus solapas. El odio, la confusión, el miedo, todo se derritió bajo el calor de su boca. Él era su enemigo, sí, pero también era la pared de granito que la protegía del mundo. La dualidad era enloquecedora y adictiva.
La levantó sentándola en el borde de la mesa sin romper el beso. Sus manos se deslizaron por su espalda, manteniéndola pegada a él. Podía sentir el duro contorno de sus músculos a través de la fina tela de su camisa. Era abrumador. Eres mía gruñó contra sus labios, sus manos moviéndose hacia sus caderas.
Mía para proteger, mía para mantener a salvo. No entiendes. Ningún periodista estúpido va a cambiar eso. La forma en que dijo M envió un escalofrío por su espina dorsal. Debería haberla aterrorizado, pero en lugar de eso la hizo sentir anclada. Adrián suspiró. se separó, sus frentes todavía tocándose. Ambos estaban sin aliento.
“No vuelvas a decir que no me preocupo por ti”, dijo él, su voz ronca y llena de una emoción que no pudo ocultar. Antes de que pudieran decir algo más, el teléfono de Adrián sonó. Lo sacó, miró la pantalla y su rostro se ensombreció. “Es Marco”, dijo respondiendo. Elena lo observó mientras escuchaba. vio como cada músculo de su cuerpo se tensaba. Entendido. Mantén la posición y espera mis órdenes.
Colgó y la miró. Se ha producido un tiroteo en un café en las afueras de la ciudad. El mismo café donde tu amigo iba a reunirse con el contable. Al parecer, el halcón no estaba dispuesto a que sus secretos salieran a la luz. El terror helado se apoderó de Elena, borrando cualquier rastro del calor de su beso.
Javier, ¿está bien? Adrián dudó por un momento, sus ojos llenos de una sombría compasión. Está vivo. Mis hombres llegaron a tiempo para sacarlo de allí. Pero está herido, Elena. El contable no tuvo tanta suerte. La culpa la golpeó con la fuerza de un golpe físico. Era su culpa. Ella lo había involucrado. Las piernas le fallaron y se habría caído si Adrián no la hubiera sostenido.
“Tengo que ir a verlo”, dijo su voz temblorosa. No es demasiado peligroso ir allí sería como llevar un letrero de neón para los hombres del halcón. No me importa. Es mi amigo. Está herido por mi culpa. Luchó contra él, pero él la sujetó con firmeza. la miró directamente a los ojos. Su agarre era un ancla en su pánico.
“Lo he trasladado”, dijo con calma. “Está en el ala médica de mi empresa, uno de los pisos más seguros de la ciudad. Está siendo atendido por mi médico personal. Lo protegeré, Elena. Te doy mi palabra.” Su palabra, la palabra del enemigo de su familia.
Y sin embargo, en ese momento era la única cosa en el mundo en la que sentía que podía confiar. Se rindió apoyando su cabeza en su pecho, el sonido constante del corazón de él, un ritmo tranquilizador contra su oído. “Llévame con él”, susurró. La llevaron por una entrada de servicio a través de pasillos blancos y estériles hasta una habitación privada. Javier estaba en la cama, pálido, con el brazo en cabestrillo y un vendaje en la cabeza. Abrió los ojos cuando entraron.
Elena dijo débilmente tratando de sonreír. Ella corrió a su lado tomando su mano. Oh, Javi, lo siento mucho. No es tu culpa. Valió la pena susurró. ¿Qué? ¿Qué descubriste? El proyecto Fénix. Tu padre. no estaba solo. La enfermera entró pidiéndoles que lo dejaran descansar.
Adrián puso una mano en la espalda de Elena, guiándola suavemente hacia la puerta. Déjalo dormir. Mis hombres no se apartarán de su puerta. De vuelta en el coche, el silencio era denso. Elena miraba por la ventana, viendo las luces de la ciudad pasar como un borrón. se había sentido tan cerca de la verdad y ahora estaba más lejos que nunca con su mejor amigo herido por su causa.
“No es tu culpa”, dijo Adrián como si leyera su mente. “Es culpa de los hombres que hicieron esto y pagarán por ello.” Esa palabra otra vez, dijo ella con amargura. Proyecto Fénix, ¿qué sabes de eso, Adrián? Es el nombre de tu tatuaje. Adrián tensó las manos en el volante. El fénix es el símbolo de mi empresa.
Renacer de las cenizas es lo que hice con el legado de mi padre. Y eso es todo. Él no respondió, manteniendo sus ojos en la carretera. Elena sabía que estaba mintiendo. Sabía que había una conexión más profunda. Esa noche, de vuelta en la mansión, ninguno de los dos pudo dormir. Se encontraron en la biblioteca de nuevo la escena de sus confesiones y pasiones. El aire estaba cargado de preguntas sin respuesta y de la amenaza que se cernía sobre ellos.
“Tenemos que encontrarlo”, dijo Elena. “Lo que sea que mi padre escondió. Es la única manera de detener a este hombre y proteger a la gente que me importa. Adrián asintió su rostro sombrío a la luz de la lámpara. He estado pensando. Mi padre me dijo una vez que Ricardo Vega era un hombre sentimental que ocultaba sus cosas más preciadas a plena vista.
Recorrieron la habitación de nuevo, esta vez mirando los objetos, no los documentos. Un globo terráqueo, una colección de plumas, un viejo tablero de ajedrez. Nada. Frustrada, Elena se sentó en el viejo sillón de cuero de su padre, el lugar donde solía leerle cuentos. Pasó las manos por los brazos gastados y sintió algo duro bajo la tela. Se puso de pie y palpó el Había un bulto.
Adrián, ven aquí. Juntos rasgaron con cuidado el del sillón. Dentro había un pequeño compartimento secreto y dentro del compartimento había un diario de cuero negro y una única llave de una caja de seguridad. Elena abrió el diario. La primera página la dejó helada. La caligrafía era la de su padre.
Mi confesión, decía, “Por si algo me pasa, la verdad debe saberse Carlos de la Fuente no murió en un accidente de coche. Fue asesinado.” Adrián le arrebató el diario, sus nudillos blancos por la fuerza con que lo sujetaba. Leyó la página una y otra vez, su rostro pálido y lleno de incredulidad y una furia que comenzaba a hervir. “Mi padre”, susurró. fue asesinado.
Volvieron la página. El nombre del asesino estaba allí junto con los detalles de una conspiración que involucraba a el halcón y algo llamado proyecto fénix. Era una trama mucho más grande y siniestra de lo que jamás habían imaginado, una que enredaba a sus dos familias de una manera impensable. No se trataba solo de negocios que salieron mal.
Se trataba de traición, de asesinato y de un secreto que Ricardo Vega se había llevado a la tumba. Un secreto que ahora estaba en sus manos. Se miraron el uno al otro en el silencio de la biblioteca, el diario abierto entre ellos como una herida. Ya no eran solo el guardián y su pupila, el enemigo y la hija de su enemigo. Eran dos personas unidas por el asesinato de sus padres, enfrentándose a un adversario que no se detendría ante nada para mantener la verdad enterrada.
Y en los ojos grises de Adrián, Elena ya no vio solo odio y deseo, sino un nuevo y aterrador propósito, la venganza. Pero esta vez no era una venganza contra ella o el fantasma de su padre. Era una venganza que compartirían. El silencio que siguió a la revelación del diario era más pesado que el mármol de la mansión.
Adrián y Elena se quedaron mirando las páginas, la caligrafía de un hombre muerto uniendo sus destinos de una forma macabra que ninguno podría haber anticipado. El odio que los había definido durante años parecía ahora una emoción trivial, un lujo de un tiempo más simple. Adrián fue el primero en moverse. Cerró el diario con un golpe seco que resonó en la habitación.
Su rostro era una máscara impasible, pero Elena vio el temblor en sus manos, la furia contenida que hacía vibrar el aire a su alrededor. “Toda mi vida”, dijo, “su voz era un susurro ronco lleno de veneno. He basado toda mi vida en una mentira. Odié a tu padre. Te odié a ti. Construye un imperio con el único propósito de destruir su legado. Y todo el tiempo el verdadero enemigo estaba ahí fuera riéndose de nosotros.
Se alejó de la mesa caminando de un lado a otro como un animal enjaulado. Elena lo observó, su propio dolor mezclado con una extraña punzada de compasión por él. La base de su mundo se había derrumbado igual que la de ella el día que su padre murió. Tenemos que leer el resto dijo ella en voz baja. Tenemos que saberlo todo.
Pasaron el resto de la noche y las primeras horas de la madrugada en la biblioteca leyendo el diario de Ricardo Vega. No era una simple confesión, era un relato torturado de un hombre atrapado. Página tras página, la imagen de su padre se desmoronaba ante los ojos de Elena. Ricardo Vega y Carlos de la Fuente, junto a un tercer socio llamado Lorenzo Morales, habían iniciado el proyecto Fénix.
Era una inversión de altísimo riesgo en tecnología emergente, financiada con dinero de dudosa procedencia, un dinero que Morales les aseguró que estaba limpio. Morales, a quien Elena recordaba vagamente de las fiestas de su infancia como un hombre jovial y encantador, era el cerebro. Era el halcón. Cuando Carlos de la Fuente descubrió la verdadera naturaleza del dinero, un masivo esquema de lavado de activos para cárteles internacionales quiso retirarse amenazando con exponer a Morales.
Fue su sentencia de muerte. Morales saboteó el coche de Carlos haciendo que pareciera un accidente y luego atrapó a Ricardo. Usó la complicidad inicial de Vega en el proyecto para chantajearlo, obligándolo a transferir los activos de Carlos a cuentas controladas por Morales, haciéndolo parecer una adquisición hostil por parte de Vega. El odio entre las familias de la Fuente y Vega no había sido un accidente del destino.
Había sido orquestado por Lorenzo Morales para cubrir sus huellas. Ricardo Vega vivió el resto de su vida como un prisionero, endeudándose cada vez más con Morales, intentando mantener a flote una empresa que el halcón estaba desangrando lentamente, todo mientras la culpa lo consumía.
El diario terminaba con una nota frenética. Él sabe que sé demasiado. Vendrá por mí y luego irá por Elena. Ella es la última pieza suelta. Escondí la prueba. La única prueba real. La llave abrirá el camino. Adrián, si lees esto, sé que me odias, pero protege a mi hija. Ella es tan inocente en esto como lo eras tú. Protégela del halcón.
Él es el monstruo que nos creó a todos. Cuando terminaron de leer, el sol estaba saliendo. Elena se sentía vacía, entumecida. Su padre no era el villano que Adrián creía, pero tampoco era el héroe que ella recordaba. Era un hombre débil que había cometido terribles errores por miedo. Adrián se sentó frente a ella.
El fuego de su furia se había calmado, reemplazado por una resolución fría y mortal. Puso la pequeña llave de la caja de seguridad sobre la mesa entre ellos. Tu padre no fue un buen hombre, Elena, pero tampoco merecía esto. Y mi padre, mi padre merece justicia. la miró y por primera vez no vio a la hija de su enemigo, sino a su única aliada. Tenemos que ir a ese banco.
La prueba está ahí y la vamos a conseguir. El plan era arriesgado. El banco estaba en el centro de la ciudad, un lugar público donde serían vulnerables. Adrián pasó todo el día coordinando con su equipo de seguridad, liderado por Marco. Mapas, rutas de escape, disfraces. Elena observaba impresionada por su eficiencia y su mente estratégica.
Era un general preparando a sus tropas para la batalla. Por la tarde, él la encontró en el balcón de su habitación, mirando el jardín sin verlo. “Deberías descansar un poco”, dijo suavemente desde la puerta. “Saldremos al amanecer.” “No puedo dormir”, respondió ella sin volverse. Cada vez que cierro los ojos, veo las palabras de mi padre.
Él se acercó y se apoyó en la barandilla a su lado. Se quedaron en silencio durante un rato, observando como el cielo se tenía de naranja y púrpura. “¿Cómo te sientes?”, preguntó él enojada, triste, confundida, admitió ella. “Siento que no sé quién soy si mi padre no era quien yo creía.
” “Tú eres Elena Vega”, dijo él con una certeza que la sorprendió. La mujer que sobrevivió a la ruina de su familia, que soportó mi crueldad y no se quebró y que ahora se enfrenta a un asesino. No eres el legado de tu padre, eres tú misma. Sus palabras la tocaron en un lugar profundo y herido. Se giró para mirarlo, sus ojos encontrándose en la luz crepuscular.
La tensión entre ellos volvió a surgir, pero era diferente ahora, teñida de vulnerabilidad y un respeto mutuo recién descubierto. Adrián, ¿por qué haces esto? ¿Podría simplemente entregar el diario a la policía? La policía no puede tocar a un hombre como Morales sin pruebas irrefutables. Y él tiene a la mitad del Departamento en su nómina.
Esto es personal, Elena. Él convirtió mi vida en una misión de venganza contra el hombre equivocado. Me robó a mi padre. Ahora yo voy a robarle todo lo demás. Se acercó un paso más, sus cuerpos casi rozándose. Además, añadió, su voz bajando a un susurro íntimo, “Le prometí a tu padre que te protegería y yo siempre cumplo mis promesas.
” Su mano subió para apartar un mechón de pelo de su cara, sus dedos rozando su piel. El simple contacto envió una ola de calor a través de ella. Incluso las promesas hechas a un hombre que odiabas, especialmente esas, se quedaron así congelados en el tiempo, el mundo exterior desapareciendo. Él se inclinó lentamente, dándole todo el tiempo del mundo para apartarse.
Ella no lo hizo. Su beso esta vez no fue de posesión ni de desesperación. Fue un beso lento y profundo, lleno de una ternura que la desarmó por completo. Fue un reconocimiento de su dolor compartido, de su extraña e improbable conexión. Ella respondió con la misma suavidad, sus manos subiendo para enredarse en su pelo.
Era un refugio, un momento de paz en medio de la guerra. Se separaron, pero él no se alejó. Apoyó su frente en la de ella, sus ojos cerrados. “Descansa”, susurró. Mañana te necesitaré fuerte. Esa noche Elena durmió por primera vez en días y no soñó con su padre, sino con la sensación de seguridad que sintió en los brazos de Adrián.
Al amanecer, la mansión era un hervidero de actividad silenciosa. Marco les entregó sus disfraces. Elena era una turista con una peluca rubia, gafas de sol y ropa holgada. Adrián llevaba una gorra de béisbol y una chaqueta que ocultaba su imponente figura. Parecían dos extraños. “Mantente cerca”, le ordenó Adrián mientras subían a una furgoneta anodina en lugar de su habitual sedán de lujo.
“Marco irá en un coche delante y otros dos equipos nos cubrirán desde diferentes ángulos. Si algo sale mal, si digo la palabra Fénix, corres hacia el punto de encuentro que te mostré en el mapa y no miras atrás. Entendido, entendido”, dijo Elena, su corazón latiendo con fuerza contra sus costillas.
El viaje al banco fue el más largo de su vida. Cada coche que se acercaba, cada persona que los miraba, parecía una amenaza. Adrián estaba tenso a su lado, sus ojos grises escrutando constantemente su entorno, una mano descansando sobre el maletín que contenía el diario y la llave. Dentro del banco, el aire acondicionado era un alivio para su piel sudorosa.
Se acercaron al mostrador de las cajas de seguridad, Adrián, manejando la interacción con una calma profesional. Fueron conducidos a la bóveda. El empleado del banco usó su llave maestra y luego la de ellos. La pequeña puerta de metal se abrió con un click.
Los dejaré solos”, dijo el empleado cerrando la pesada puerta de la bóveda detrás de ellos, dejándolos en la pequeña habitación privada. Adrián sacó la caja y la puso sobre la mesa. Sus manos no temblaban mientras la abría. Dentro había una pila de papeles, varios discos duros y una pequeña grabadora de voz. Adrián cogió la grabadora y pulsó el play. La voz de Ricardo Vega llenó la pequeña habitación temblorosa y llena de miedo.
Era una grabación de una llamada telefónica. Te lo apertí, Ricardo dijo una segunda voz, una voz que era seda y veneno. La voz de Lorenzo Morales. Carlos se puso sentimental. Un mal movimiento de negocios. Ahora o haces exactamente lo que te digo o tu preciosa hija tendrá un accidente similar. Nos entendemos.
La grabación continuó detallando el plan de Morales para enfrentar a las familias. Era la pistola humeante, la prueba irrefutable. Adrián apagó la grabadora, su rostro como el granito. “Lo tenemos”, dijo en voz baja. Metieron todo en el maletín. Cuando salían de la bóveda, Elena vio a un hombre cerca de la salida del banco.
Llevaba un traje caro y hablaba por teléfono, pero sus ojos estaban fijos en ellos. Eran ojos fríos, de depredador. Sintió un escalofrío. Adrián, susurró agarrando su brazo. Él siguió su mirada. Marco, tenemos compañía. Puerta trasera. Ahora dijo Adrián en voz baja a un micrófono oculto en su muñeca.
Salieron de la zona de la bóveda con calma, pero en lugar de dirigirse a la salida principal, giraron bruscamente hacia un pasillo de solo personal. Una alarma empezó a sonar. Corrieron. Al final del pasillo, una puerta de metal estaba abierta. Marco estaba allí con el arma en la mano. Furgoneta lista. Vamos, vamos.
Salieron a un callejón trasero. El sonido de neumáticos chirriando llenó el aire. Un sedán negro entró a toda velocidad en el callejón, bloqueando su salida. Las ventanillas bajaron. Vieron el brillo del metal. Abajo! Gritó Adrián, empujando a Elena detrás de un contenedor de basura, justo cuando las balas empezaban a llover sobre ellos. El sonido era ensordecedor.
Trozos de ladrillo y metal volaban por el aire. Adrián se colocó sobre ella, protegiéndola con su propio cuerpo, un arma ahora en su mano, devolviendo el fuego junto con Marco. Elena se acurucó. El miedo tan intenso que era un dolor físico.
Podía sentir los latidos del corazón de Adrián contra su espalda, el calor de su cuerpo. El tiroteo pareció durar una eternidad. Entonces oyeron sirenas a lo lejos. El sedán negro aceleró marcha atrás y desapareció del callejón. Silencio. ¿Estás bien? Preguntó Adrián, su voz jadeante en su oído. ¿Estás herida? No creo que no, respondió ella temblando. Y tú, solo un rasguño. La ayudó a levantarse.
Vio una mancha roja extendiéndose por la manga de su chaqueta. Adrián, está sangrando. No es nada. Tenemos que irnos antes de que llegue la policía. Corrieron hacia la furgoneta que había dado la vuelta y ahora los esperaba al otro extremo del callejón. Se metieron dentro y el vehículo arrancó a toda velocidad, perdiéndose en el tráfico de la ciudad.
De vuelta en la seguridad de la mansión, la adrenalina comenzó a desvanecerse, dejando paso al agotamiento y al so. Adrián se quitó la chaqueta. La bala solo le había rozado el brazo, pero el corte era profundo y sangraba profusamente. “Llama a mi médico”, le dijo a un guardia. “No”, dijo Elena, su voz sorprendentemente firme.
“Si Morales tiene gente vigilando el banco, puede tener gente vigilando al personal conocido. No podemos arriesgarnos. Déjame verlo. Hice cursos de primeros auxilios en la universidad. lo llevó al baño de su suite, lo hizo sentarse en el borde de la bañera y buscó el botiquín de primeros auxilios.
Sus manos temblaban mientras limpiaba la herida. “Vas a necesitar puntos”, dijo su voz concentrada. Él la observaba en silencio, su mirada intensa. “Sabía que eras fuerte”, dijo en voz baja. Cuando terminó de vendar el brazo, sus manos se detuvieron sobre las de él.
Se quedaron así en el silencio del baño, rodeados por el olor antiséptico y el peligro que habían dejado atrás. El terror que había sentido en ese callejón, el miedo visceral de perderlo, la golpeó con toda su fuerza. Las lágrimas que había estado conteniendo finalmente cayeron. “Pensé que ibas a morir”, susurró una lágrima cayendo sobre su mano. Él levantó su mano libre y le secó la mejilla con el pulgar. Te dije que te protegería.
Eso me incluye a mí mismo. La atrajó hacia él y ella se arrodilló entre sus piernas, enterrando el rostro en su pecho, inhalando su aroma, necesitando sentir que estaba real, que estaba vivo. Él la abrazó con fuerza con su brazo bueno, su barbilla descansando sobre su cabeza.
“Lo siento”, susurró ella contra su camisa. “¿Por qué?” “Por odiarte.” por todo. Él la apartó suavemente para poder mirarla a los ojos. Ambos teníamos nuestras razones para odiar, Elena, pero ya no importan. Se miraron y la última barrera entre ellos se desvaneció. No había más enemigos, ni pupila, ni guardián.
Solo un hombre y una mujer que habían caminado por el infierno juntos se inclinó y la besó. Este beso no tenía nada de tierno ni de posesivo. Era crudo, famélico. Un beso de dos personas que habían visto la muerte de cerca y ahora se aferraban desesperadamente a la vida el uno al otro.
La levantó del suelo y la llevó en brazos a la habitación, sin romper nunca el contacto de sus bocas. La depositó suavemente sobre la cama. Se quitó la camisa manchada de sangre, revelando el tatuaje del fénix que se retorcía sobre su piel. sudorosa. Él era un fénix, se dio cuenta Elena. Había renacido de las cenizas de una mentira y en el proceso la había ayudado a ella a renacer también.
Esa noche, en la seguridad de su habitación, mientras el mundo fuera seguía siendo un campo de batalla, encontraron su propio tipo de paz. Se amaron con una urgencia febril, con una ternura desesperada. Cada caricia era un juramento, cada beso un ancla. No fue solo sexo, fue una comunión de almas que habían estado en guerra y finalmente habían encontrado un armisticio en los brazos del otro.
Después yacían enredados entre las sábanas la luz de la luna bañando la habitación. Elena trazó el contorno del fénix en su pecho con la punta de los dedos. ¿Y ahora qué? Susurró Adrián. Atrapó su mano entrelazando sus dedos con los de ella. Ahora luchamos”, dijo su voz resonando con una determinación de acero.
“Tenemos las pruebas, tenemos la verdad. Ya no nos esconderemos más. Ahora, ahora cazamos al halcón.” Elena levantó la vista hacia él, viendo al guerrero, al protector, al hombre que había llegado a amar en medio del odio. Y supo que él tenía razón. La huida había terminado.
La verdadera guerra acababa de comenzar y la iban a librar juntos. Justo entonces, el teléfono personal de Adrián, el que usaba para sus comunicaciones más seguras, vibró en la mesita de noche. Lo cogió frunciendo el ceño al ver el número desconocido. Contestó poniendo el altavoz. Un silencio y luego una voz. Seda y veneno. Señor de la Fuente.
He oído que usted y la señorita Vega tuvieron un día ajetreado. Espero que hayan recuperado lo que buscaban. Sería una lástima que todo ese esfuerzo fuera en vano. Disfruten de sus pequeños secretos mientras puedan, porque he decidido que quiero mi diario de vuelta y esta vez me aseguraré de que no haya supervivientes para leerlo.
Lorenzo Morales colgó. El mensaje era claro, la cacería era mutua y ahora estaban oficialmente en guerra. La llamada de Lorenzo Morales los dejó en un silencio glacial, el veneno de su voz todavía flotando en el aire de la habitación. La intimidad y la ternura de los momentos previos se evaporaron, reemplazadas por la dura y fría realidad de la guerra que acababan de declararles.
Elena sintió un escalofrío, pero cuando miró a Adrián, no vio miedo en sus ojos. vio una calma aterradora, la calma del ojo de un huracán. Él no era la presa, era el cazador cuya presa acababa de anunciar su ubicación. Bien, dijo Adrián colgando el teléfono con una lentitud deliberada. Al menos ahora juega a las claras.
Se levantó de la cama, completamente ajeno a su desnudez o a su herida. Su cuerpo era el de un guerrero y su mente ya estaba en el campo de batalla. El juego ha cambiado. Pensaba desmantelarlo pieza por pieza en silencio. Ahora vamos a quemar su mundo hasta los cimientos y lo vamos a hacer tan ruidosa y públicamente que no tendrá donde esconderse.
Elena se levantó envolviéndose en una sábana. Se acercó a él poniendo una mano en su pecho sobre el corazón que la tía con un ritmo fuerte y constante. No estamos solos en esto, Adrián. dices, “Vamos, hablo en serio. No soy la damisela en apuros que necesita ser escondida en una torre. Sé lo que está en juego.
He leído los archivos, he visto los números. Entiendo el negocio familiar mejor de lo que mi padre jamás pensó. Úsame.” Adrián la miró, una mezcla de orgullo y preocupación en su mirada. No quiero que te acerques más al peligro. Ya estoy en el centro del peligro”, replicó ella, su voz firme. Esconderme solo me hace un blanco más fácil. Déjame luchar a tu lado.
Con mi conocimiento de las antiguas operaciones de mi Padre y tu poder, podemos anticiparnos a él. Él buscó en sus ojos alguna señal de duda, de miedo, pero solo encontró determinación. Una lenta sonrisa se dibujó en su rostro. Ricardo Vega nunca supo el tesoro que tenía. dijo acunando su rostro. La besó, un beso corto y feroz, un sello en su nueva alianza.
De acuerdo, socia. A la guerra. Entonces, los días siguientes transformaron la mansión en un centro de mando. Adrián convocó a su círculo más íntimo. Estaba Marco, el leal jefe de seguridad, una mujer de 40ent y tantos llamada Isabel, su directora financiera, una maga de los números con una mente como una trampa de acero.
Y a través de una conexión de video encriptada, un joven con el pelo revuelto y gafas llamado Leo, el genio informático de Adrián, se reunieron en la biblioteca, ahora despejada de cajas y convertida en una sala de estrategia con pizarras blancas y pantallas por todas partes. Elena al principio se sintió como una extraña, pero rápidamente demostró su valía.
Mientras Isabel y Adrián trazaban el mapa de las conocidas finanzas de Morales, Elena recordaba conversaciones a medias escuchadas, nombres de corporaciones fantasma que su padre había mencionado, paraísos fiscales susurrados en cenas de negocios. “Isla Caimán es un ceñuelo”, dijo Elena señalando un punto en el mapa. Mi padre mencionó una vez a un banquero en Lenstein.
Dijo que era donde los verdaderos secretos iban a morir. Isabel levantó una ceja impresionada. En dos horas, Leo había traspasado tres cortafuegos y encontrado una red de cuentas que contenían miles de millones de dólares ilegales. Era el corazón del imperio de Morales. Adrián observaba a Elena con una admiración abierta.
Eres brillante”, le susurró durante un descanso para tomar café. Ella se sonrojó, algo que pensó que había olvidado cómo hacer. “Solo estoy conectando los puntos que mi padre dejó dispersos. Lo estás haciendo como una reina reclamando su reino”, replicó él, su voz baja y seductora. Su mano encontró la de ella debajo de la mesa, sus dedos entrelazándose.
Y cuando todo esto termine, tú y yo vamos a construir un nuevo reino juntos. Uno sin mentiras, sin odio. Ella apretó su mano, un torrente de afecto la inundó. Suena como un buen plan, Seo. Seo se burló él suavemente. Pensé que a estas alturas ya habríamos pasado aún. Adrián, amor de mi vida. Elena rió. un sonido genuino y despreocupado que llenó el tenso ambiente de la sala.
No presiones tu suerte de la fuente, todavía tienes que ganarte el ascenso. Él le guiñó un ojo, un gesto tan inesperadamente juguetón que la hizo enamorarse de él un poco más. La pasión entre ellos no disminuyó con la presión, se intensificó, se convirtió en su santuario. Noches robadas en medio de la planificación, besos desesperados en pasillos oscuros.
susurros que eran a la vez promesas y oraciones. “Te quiero tanto que duele”, le confesó él una noche mientras ycían en la cama los planes de batalla olvidados por un momento. La trazó con los dedos, memorizando cada curva de su cuerpo. “Eres lo primero por lo que he luchado que realmente importa. No por venganza, no por orgullo, sino por amor.
Yo también te quiero, Adrián”, susurró ella. Me salvaste de más maneras de las que crees, no solo de las balas, sino de la soledad, del odio que también me estaba consumiendo. Desarrollaron un plan de ataque en tres fases. Fase uno, caos financiero. Leo usaría la información que tenían para iniciar una serie de transferencias y ventas de pánico anónimas, haciendo parecer que el imperio de Morales se estaba derrumbando desde dentro. El objetivo era crear pánico entre sus inversores del cártel.
Fase dos, exposición pública. Una vez que Morales estuviera financieramente vulnerable, le pasarían las pruebas a Javier, quien ahora estaba a salvo y recuperándose en una casa segura de Adrián en las montañas. Él escribiría un artículo explosivo respaldado por las grabaciones y el diario que sería publicado simultáneamente en varios de los principales medios de comunicación del mundo. Fase tres. Jaque mate.
Mientras Morales se tambaleaba por el golpe financiero y mediático, Adrián usaría sus propios contactos en el gobierno, aquellos que no estaban en el bolsillo de Morales, para lanzar una redada oficial. La fase uno comenzó un martes por la mañana. Desde la sala de guerra vieron en las pantallas como Leo, con los dedos volando sobre el teclado, desataba el infierno en los mercados negros.
Las acciones de las empresas Fachada de Morales se desplomaron. Las criptomonedas se transfirieron a billeteras indetectables. El pánico era palpable incluso a través de los datos encriptados. “Está funcionando”, dijo Isabel, sus ojos brillando con emoción. Sus socios están vendiendo, están abandonando el barco. La euforia duró poco.
A media tarde, Marco irrumpió en la habitación con el rostro pálido. Hay un problema. Hemos perdido el contacto con dos de nuestros equipos de perímetro y el sistema de seguridad está registrando una brecha en el ala oeste. El corazón de Elena se detuvo. Morales estaba contraatacando, no con ordenadores, sino con hombres armados. “Nos ha encontrado”, dijo Adrián con calma. Demasiada calma.
Se giró hacia Marco. Procedimiento, Fénix. Saca a Isabel y a Leo del sistema. Elena, conmigo ahora. La agarró de la mano, llevándola a la carrera por el pasillo. Las alarmas empezaron a sonar. El sonido de cristales rotos y disparos amortiguados resonó desde abajo. No se dirigieron a la habitación del pánico principal.
En su lugar, la llevó a su despacho, presionó un panel oculto en la pared, revelando un ascensor privado y estrecho. Esto baja a los túneles de servicio subterráneos. Conducen a un garaje a tres manzanas. De aquí hay un coche esperándote. Marco tiene las llaves. Esperándome a mí, dijo Elena, el pánico mezclado con la indignación. No me voy sin ti. Esta no es una negociación.
rugió él, empujándola hacia el ascensor. Su objetivo eres tú, la última pieza suelta. Si te tienen, ganan. Tienes que irte. Tienes que sobrevivir. La besó beso duro y desesperado. Te amo. Ahora vete. No! Gritó aferrándose a él. Adrián, ¿hay alguien? un traidor. Así es como supieron cómo entrar. La verdad de sus palabras lo golpeó. Había un topo.
Se quedó paralizado por una fracción de segundo, lo suficiente para que un grupo de hombres armados vestidos de negro irrumpiera en el despacho. A la cabeza de ellos no estaba Lorenzo Morales, sino un hombre que Elena reconoció con un grito ahogado. Era el jardinero de la mansión, un hombre de rostro amable llamado Tomás. que siempre le sonreía. Ahora su rostro era una máscara de fría determinación y apuntaba con una pistola directamente a Adrián. Se acabó de la fuente, dijo Tomás.
El halcón los quiere vivos. La traición fue una bofetada. Adrián empujó a Elena detrás de él, protegiéndola. Tomás, ¿cuánto te pagó? Lo suficiente para olvidar los años que pasé podando sus malditos rosales por una miseria, escupió el hombre. Adrián estaba desarmado, atrapado. Vio como calculaba las probabilidades en su cabeza y no encontraba ninguna.
En ese momento, Elena reaccionó. Vio un pesado pisapeles de cristal sobre el escritorio de Adrián. Mientras Tomás estaba concentrado en Adrián, ella lo agarró y con todas sus fuerzas se lo arrojó a la cabeza. El pisapapeles golpeó a Tomás en la 100. Se tambaleó sorprendido. Su arma se disparó hacia el techo. Ese fue el caos que Adrián necesitaba.
Se lanzó hacia adelante, no hacia Tomás, sino hacia el hombre de su derecha, usando su cuerpo como un ariete. El despacho se convirtió en un torbellino de violencia. Adrián era una furia desatada, luchando con una brutalidad desesperada. Elena se agachó detrás del escritorio, su corazón a punto de salirse del pecho. Vio a Adrián derribar a un hombre, luego a otro, pero eran demasiados.
Finalmente la sujetaron, un brazo aprisionándole la garganta, la fría boca de una pistola contra su 100. “Y basta de la fuente”, gritó uno de los hombres. O ella muere ahora mismo. Adrián se congeló, el pecho agitado, la sangre corriendo por un nuevo corte en su frente. Sus ojos se encontraron con los de Elena y ella vio una agonía en ellos que la destrozó. Se estaba rindiendo por ella.
Justo entonces más disparos resonaron, pero esta vez desde el pasillo. Marco y su equipo, habiendo neutralizado la primera oleada de atacantes, habían llegado. Los hombres que sostenían a Elena y Adrián se encontraron atrapados en un fuego cruzado. El hombre que sujetaba a Elena la usó como escudo, arrastrándola hacia la ventana. Nadie se mueva.
Adrián dio un paso adelante. Suéltala. A mí es a quien quieres. De repente, la figura de Lorenzo Morales apareció en el umbral de la puerta, aplaudiendo lentamente. Iba impecablemente vestido, sin un solo pelo fuera de lugar, una sonrisa de suficiencia en su rostro. ¡Qué conmovedor! El león defendiendo a su cordero.
Es una pena que ambos estén a punto de ser sacrificados. Se dirigió al hombre que sostenía a Elena. Mátala. El mundo pareció moverse a cámara lenta. Adrián gritó su nombre, un sonido de pura angustia. Elena cerró los ojos, preparándose para el final. El disparo sonó ensordecedor, pero Elena no sintió ningún dolor. Abrió los ojos.
El hombre que la sostenía se desplomó en el suelo, un agujero humeante en la parte posterior de su cabeza y de pie sobre él, con una pistola en la mano y una expresión de furia helada, estaba Javier. había llegado con el segundo equipo de marco. Morales se quedó boqueabierto. Su perfecto plan desmoronándose. Se lanzó hacia la ventana intentando escapar por la corniza, pero Adrián fue más rápido. Lo placó y ambos cayeron al suelo.
Se enzarzaron en una lucha brutal. No eran dos empresarios, eran dos animales luchando por la supervivencia. Elena, libre vio la pistola que había caído del hombre que la sujetaba. La cogió. Apuntó con manos temblorosas a la pelea. No podía disparar. Adrián estaba demasiado cerca.
Adrián consiguió ponerse encima de Morales, sus manos alrededor del cuello del hombre mayor. “Esto es por mi padre”, gruñó la rabia convirtiendo su rostro en una máscara irreconocible. Y por el tuyo, Elena, por todos los que destruiste. Estaba a punto de matarlo. Elena vio la oscuridad consumiéndolo, la misma oscuridad que había destruido sus padres. Adrián, no gritó.
No te conviertas en él. Nosotros somos mejores que esto. La justicia, no la venganza. Sus palabras lo atravesaron. la miró jadeando y en sus ojos vio la lucha entre el monstruo en que Morales lo había convertido y el hombre que ella amaba. Lentamente, con un gruñido de frustración, soltó el cuello de Morales.
En ese momento, las sirenas de la policía llenaron el aire. La fase dos y tres se habían activado. Los hombres de Adrián, al ver que la mansión estaba siendo atacada, habían dado luz verde a Javier y al contacto del gobierno. Las noticias estaban explotando con la historia. La policía estaba descendiendo sobre todas las propiedades de Morales. Estaba acabado.
Lorenzo Morales jadeando en el suelo, se echó a reír una risa de loco. Puede que me hayan ganado, siseo, pero nunca estarán a salvo. Y con un movimiento rápido, sacó una pequeña pistola de su tobillo y apuntó a Elena. Adrián se movió más rápido de lo que Elena creía posible para un ser humano. Se interpusó entre ella y la bala.
El disparo sonó. Adrián se arqueó. Un gruñido de dolor escapó de sus labios mientras se agarraba el pecho y cayó al suelo. Adrián. El grito de Elena fue un sonido desgarrador. Se arrojó a su lado, ignorando el caos. A Morales siendo arrestado, a Marco gritando por un médico.
Puso sus manos sobre la herida en su pecho, la sangre caliente brotando entre sus dedos. No, no, no. Soy Osaba. Adrián, por favor, quédate conmigo. Te amo. No puedes dejarme. Sus ojos grises, nublados por el dolor, la buscaron. Siempre te protegeré, susurró. y luego sus ojos se cerraron. Asterisco un año después, el sol de la tarde se filtraba por las ventanas de la misma biblioteca que una vez fue una sala de guerra y antes de eso un monumento al odio.
Ahora era un espacio lleno de luz con estanterías de libros que olían a nuevo y un gran piano en la esquina. Elena estaba sentada en un sillón leyendo una suave manta sobre sus piernas. Un pequeño bulto en su vientre era visible bajo su vestido. El sonido de pasos familiares la hizo levantar la vista y sonreír. Adrián entró moviéndose con una ligera rigidez que era el único recordatorio de la bala que casi le quita la vida.
Una cicatriz en su pecho era visible donde el cuello de su camisa se abría. Se inclinó y la besó suavemente en los labios. “Hola, extraña”, bromeó ella. “¿Qué tal ha ido la fusión? Las empresas Vega de la Fuente son oficialmente la mayor potencia del país, anunció él con una sonrisa. ¿Y cómo están mis dos personas favoritas en el mundo? Puso una mano sobre el vientre de Elena. Su toque era reverente.
Tu hijo ha estado dando patadas toda la mañana. Creo que tiene tu temperamento impaciente. Él sonrió arrodillándose frente a ella. O quizás tiene la fuerza de su madre. La mujer que me salvó de mí mismo. Se quedaron en silencio por un momento, un silencio cómodo, lleno de amor y del pasado que habían superado.
Morales estaba en una prisión de máxima seguridad de por vida. El nombre de sus padres había sido limpiado. La justicia, no la venganza, había prevalecido. Javier había ganado un pulitzer por su historia y ahora era el padrino del bebé que venía en camino. ¿En qué piensas?, preguntó Elena pasando los dedos por su pelo.
Estaba pensando en el odio, dijo él. Su voz era seria. Pensaba en lo fácil que es heredar el odio. Es una armadura, pero es tan pesada que te impide vivir. Tú me quitaste esa armadura, Elena la miró. Sus ojos grises ya no eran tormentosos, sino claros, como un cielo de verano. Tú eres mi hogar. Lágrimas de felicidad brotaron en los ojos de ella. Y tú eres el mío. Siempre lo fuiste, incluso cuando no lo sabía.
Él la besó de nuevo. Un beso lleno de promesas. Un beso que hablaba de un futuro construido sobre las cenizas del pasado. Un futuro que era solo suyo. La odió por una obsesión, por un orgullo ciego alimentado por las mentiras de un asesino. Creyó que destruir su apellido era el único legado que importaba.
Pero cuando la vio en peligro, cuando vio su fuerza y su espíritu indomable, el instinto de protegerla ahogó décadas de odio, enseñándole la lección más dura y hermosa de su vida. La historia de Adrián y Elena es un poderoso recordatorio de que las cadenas del pasado pueden romperse, de que el verdadero valor de una familia no reside en la sangre o los apellidos, sino en el amor incondicional y el perdón.
A veces las segundas oportunidades no son para recuperar lo que perdimos, sino para convertirnos a través del dolor y la redención en la persona que siempre debimos ser.
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