Las Cicatrices de Montealto

 

La lluvia golpeaba implacable contra los cristales del carruaje, marcando el ritmo de una llegada que prometía cambiar el destino de sus ocupantes. Isabela contemplaba a través del vidrio empañado el imponente castillo de Montealto, cuyas torres de piedra gris se alzaban desafiantes hacia las nubes tormentosas, como si la propia fortaleza quisiera mantener al cielo a raya.

La joven apretó contra su pecho el pequeño hatillo que contenía sus escasas pertenencias: dos vestidos remendados, un cepillo de pelo heredado de su madre y, su tesoro más preciado, el cuaderno de botánica de su padre.

—Hemos llegado, señorita —anunció el cochero con voz monótona, abriendo la portezuela como quien entrega un alma a las fauces de una bestia.

Isabela descendió, sintiendo cómo el barro frío manchaba el borde de su mejor vestido. A sus veintitrés años, jamás imaginó que terminaría sirviendo en la casa ducal, pero la muerte de su padre, el respetado boticario del pueblo, la había dejado huérfana y sin opciones.

El mayordomo, un hombre de rostro severo, la condujo por pasillos interminables adornados con retratos de antepasados que la observaban con desdén, hasta el salón principal donde aguardaba la matriarca.

Doña Leonor de Montealto era una mujer tallada en hielo. Sus ojos, del mismo azul gélido que el escudo familiar, evaluaron a Isabela como si fuera ganado. —Así que tú eres la hija del boticario —dijo con voz cortante—. Esperaba algo más presentable.

Isabela mordió su lengua y bajó la mirada. —Te he traído aquí por una razón específica. Mi hijo, el duque Sebastián, sufrió un accidente hace seis meses. Sobrevivió, pero sus piernas apenas responden y su carácter… se ha vuelto insoportable. Ha despedido a tres doncellas este mes. Necesita cuidados constantes y alguien que se ocupe de su higiene.

Un escalofrío recorrió la espalda de Isabela. —Excelencia, no tengo experiencia como enfermera, solo conozco las plantas… —¡No te pido que lo cures! —interrumpió la duquesa—. Te ordeno que lo bañes, lo vistas y soportes su temperamento. Las otras se niegan. Tú no tienes elección. O lo haces, o vuelves al pueblo sin referencias.

Aquella noche, en su pequeña habitación de servicio, Isabela lloró en silencio, pidiendo fuerzas a la memoria de su padre para conservar su dignidad ante tal humillación.

El Encuentro con la Bestia

 

A la mañana siguiente, la habitación del duque estaba sumida en la penumbra. El aire olía a encierro y amargura. —¿Quién anda ahí? —gruñó una voz profunda desde la cama con dosel. —Soy Isabela, mi señor. La nueva doncella.

—Otra más —murmuró él con desprecio—. Abre las cortinas. Quiero ver la cara de mi nueva carcelera.

La luz inundó la estancia revelando el esplendor decadente del lugar y al hombre que lo habitaba. Sebastián de Montealto conservaba, a pesar del abandono, un aire de nobleza innegable. Su rostro, cubierto por una barba descuidada, enmarcaba unos ojos verdes intensos que la miraron con hostilidad. —¿Cuánto durarás? La última aguantó tres días. —El tiempo que sea necesario para que recupere su salud, excelencia —respondió ella con firmeza.

Sebastián soltó una risa amarga y apartó de un manotazo la bandeja del desayuno, derramando el té. —¡No necesito tu lástima ni tu salud! ¡Necesito que me dejen en paz!

En lugar de huir, Isabela comenzó a limpiar el desastre con calma. —Mi padre decía que las heridas del cuerpo sanan antes que las del alma, pero ambas necesitan limpieza. —¿Tu padre? ¿Y quién era él para dar consejos? —Guillermo Vega, el boticario.

El nombre tuvo un efecto inmediato. La tensión en los hombros del duque disminuyó levemente. Recordaba al viejo Guillermo; sus remedios eran los únicos que aliviaban a su difunta esposa, Elena.

—Mi madre te ha ordenado que me bañes, ¿verdad? —preguntó él tras un silencio—. ¿No te parece impropio? —Me parece tan impropio como necesario.

El Ritual del Agua

 

Preparar el baño fue una labor titánica, pero Isabela lo hizo con eficiencia, añadiendo romero y lavanda al agua. El momento de desvestirlo fue la verdadera prueba. Al retirar la camisa, Isabela contuvo el aliento. El torso de Sebastián era un mapa de dolor, surcado de cicatrices recientes y antiguas.

—No es una vista agradable —espetó él, avergonzado. —Las cicatrices son marcas de supervivencia, excelencia —dijo ella suavemente, tocando con respeto una marca cerca de su hombro—. Significan que fue más fuerte que aquello que intentó dañarlo.

Sebastián la miró, desconcertado por la ausencia de repulsión en sus ojos. —Ayúdame a entrar.

El agua caliente y el aroma de las hierbas obraron un pequeño milagro. Mientras Isabela pasaba la esponja por su espalda, el silencio entre ambos dejó de ser un campo de batalla para convertirse en una tregua. —Esta cicatriz… —se atrevió a preguntar Isabela, señalando una marca irregular cerca del corazón. —Esa me la hice yo mismo. La noche que murió Elena. Rompí un espejo con el puño.

Isabela detuvo su mano y, rompiendo toda etiqueta, susurró: —Mi madre murió cuando yo tenía doce años. Comprendo lo que es sentirse incompleto.

Sebastián giró la cabeza. Sus miradas se cruzaron y, por primera vez en dos años, el duque no se sintió solo en su dolor. Extendió una mano mojada y rozó la mejilla de ella. —Tienes sabiduría, además de belleza, Isabela. —Excelencia, yo… —Sebastián. Cuando estemos solos, llámame Sebastián.

Ese día, algo se rompió y algo nuevo comenzó a nacer.

La Rosa en la Tormenta

 

Las semanas siguientes trajeron cambios sutiles pero profundos. Gracias a los ungüentos de árnica de Isabela y a su insistencia en los ejercicios, Sebastián comenzó a recuperar movilidad. Pero el verdadero cambio era interno. Las risas volvieron a escucharse en la habitación del duque, alimentando los rumores y la furia de Lady Corin, la prima lejana que aspiraba al título de duquesa.

—Te observo, Isabela —le había advertido Corin en el pasillo—. Una sirvienta no debería aspirar tan alto. La caída será dolorosa.

Pero la advertencia llegó tarde. Una noche de luna llena, Isabela acudió a una cita clandestina en el jardín de rosas abandonado. Allí, entre sombras y espinas, Sebastián le reveló su verdad más oscura.

—El accidente… no fue un caballo desbocado —confesó él con voz rota—. Intenté quitarme la vida. No veía propósito sin Elena, sin mi hijo no nato. Pero entonces llegaste tú. —Sebastián… —Tú me has devuelto la vida, Isabela. Y no me importa lo que diga el mundo.

Fue entonces cuando Isabela, temblando, decidió entregarle su propia verdad, el secreto que su padre le había confiado en su lecho de muerte. —Hay algo que debes saber. Mi padre no era solo el boticario. Era hijo ilegítimo de tu abuelo, el anterior duque. Sebastián se apartó, atónito, para luego soltar una carcajada liberadora. —¡La ironía! Mi madre, obsesionada con la pureza de sangre, y yo me enamoro de alguien que lleva mi propia sangre en las venas. —Eso nos hace primos lejanos… y hace todo esto aún más prohibido. —O más destinado —replicó él, sellando la promesa con un beso que sabía a esperanza y desafío.

La Cena de la Verdad

 

El conflicto estalló finalmente durante una cena formal. La duquesa madre, harta de la influencia de la “sirvienta”, anunció la llegada de un médico de Madrid y el despido inminente de Isabela.

—Volverás a la cocina, muchacha —sentenció Doña Leonor.

Sebastián golpeó la mesa, poniéndose de pie con ayuda de su bastón, pero con una fuerza que nadie le había visto en meses. —No lo permitirás —dijo él con voz de trueno—. Isabela se queda. Y no como sirvienta.

Lady Corin rió nerviosamente. —Oh, Sebastián, ¿tanto te importa esa muchacha? Los rumores dicen que… —Los rumores se quedan cortos —interrumpió el duque—. Madre, es hora de que sepas la verdad. Isabela no es solo la hija del boticario. Es nieta del duque Alejandro. Es sangre de tu esposo.

Un silencio sepulcral cayó sobre el comedor. La duquesa madre palideció hasta parecer un espectro. —¡Mentira! —gritó—. ¡Son calumnias! —Pregúntale a Teresa —desafió Sebastián—. Ella estaba aquí. Ella sabe que el abuelo tuvo un hijo con una doncella, un niño que fue entregado al boticario para evitar el escándalo. Ese niño fue Guillermo Vega.

Doña Leonor se derrumbó en su silla. La verdad, oculta durante décadas, salía a la luz para desarmar su orgullo.

—Isabela tiene tanto derecho a estar en esta mesa como cualquiera de nosotros —continuó Sebastián, tomando la mano de la joven ante la mirada atónita de todos—. Y tiene aún más derecho a estar a mi lado, porque es la mujer que amo. Y si esta casa no la acepta, entonces esta casa no tendrá duque, porque me marcharé con ella.

La amenaza flotó en el aire. La duquesa madre miró a su hijo, vio la determinación inquebrantable en sus ojos verdes —tan parecidos a los de su difunto marido— y comprendió que había perdido la batalla. El amor de Sebastián por aquella mujer era más fuerte que cualquier título o convención.

Epílogo: Un Nuevo Amanecer

 

Un año después, el jardín de rosas de Montealto ya no estaba abandonado. Bajo la luz dorada del atardecer, las flores estallaban en colores vibrantes, cuidadas con esmero.

Sebastián caminaba por los senderos, apoyándose apenas levemente en un bastón elegante, más por costumbre que por necesidad. A su lado, Isabela, vestida no con harapos de sirvienta sino con sedas que realzaban su belleza natural, reía ante algo que él le susurraba.

No fue fácil. La sociedad murmuró, la duquesa madre se retiró al ala oeste del castillo en un exilio autoimpuesto, y Lady Corin partió indignada hacia la capital. Pero en los pasillos de piedra donde antes reinaba el frío, ahora se escuchaba vida.

Sebastián se detuvo junto a un rosal antiguo y cortó una flor blanca. La colocó con ternura en el cabello de su esposa. —Me salvaste —le dijo, como solía hacer cuando los recuerdos oscuros intentaban volver. Isabela acarició la cicatriz cerca de su corazón, esa que ya no dolía. —Nos salvamos el uno al otro, mi amor.

Mientras el sol se ponía sobre las torres de Montealto, ya no parecían grises ni amenazantes, sino doradas y llenas de promesas. Las heridas habían cerrado, dejando cicatrices que ya no eran marcas de dolor, sino el mapa que los había guiado, finalmente, a casa.