En la primavera de 1892, la región de Guadalajara vivía un momento de prosperidad inusual. Las haciendas tequileras florecían bajo el sol implacable de Jalisco y las familias que controlaban el comercio del destilado más preciado de México acumulaban fortunas que rivalizaban con las de los antiguos encomenderos de la época colonial. Entre estas familias, los Mendoza ocupaban un lugar privilegiado. Don Alberto Mendoza había heredado la hacienda San Miguel de su padre, quien a su vez la había recibido de su abuelo, un español que llegó a la Nueva España en busca de fortuna y encontró en el cultivo del agave azul su salvación económica. La propiedad se extendía por más de 200 hectáreas de tierra fértil con campos interminables de agave que parecían olas verdes bajo el cielo despejado. La construcción principal, con sus gruesos muros de adobe pintados de blanco y techos de teja roja, se levantaba imponente al final de un camino de tierra bordeado por árboles de mezquite centenarios.
Don Alberto Mendoza era un hombre de 52 años, de complexión robusta y bigote espeso que se retorcía en las puntas según la moda de la época. Había dedicado su vida entera a expandir el negocio familiar, estableciendo rutas comerciales que llevaban el tequila Mendoza hasta la Ciudad de México y Veracruz, desde donde se exportaba ocasionalmente a Europa. Era un hombre pragmático, de pocas palabras, pero decisiones firmes, que entendía el mundo como una serie de transacciones donde todo tenía un precio y todo podía negociarse. Su esposa, doña Socorro Ruiz de Mendoza, provenía de una familia de terratenientes de Aguascalientes. A sus 48 años conservaba la elegancia y el porte aristocrático que había aprendido en su juventud, cuando las monjas agustinas le enseñaron que una mujer de su posición debía ser el pilar moral de su familia, discreta, piadosa y completamente subordinada a la voluntad de su esposo.
El matrimonio Mendoza había tenido solo una hija. Después del nacimiento de Catalina, doña Socorro sufrió complicaciones que le impidieron tener más descendencia, algo que don Alberto siempre lamentó en silencio, pues hubiera preferido un heredero varón que continuara directamente el apellido y el negocio. Sin embargo, Catalina Mendoza Ruiz resultó ser una niña excepcional desde temprana edad. Nació en 1870 en una noche tormentosa que las sirvientas de la hacienda recordarían durante años por los relámpagos que parecían partir el cielo en dos. Desde pequeña mostró una inteligencia inusual que desconcertaba a quienes la rodeaban. Aprendió a leer antes de cumplir 5 años. Memorizaba con facilidad pasajes completos de la Biblia que doña Socorro le leía y desarrolló una capacidad de observación tan aguda que parecía leer los pensamientos de las personas con solo mirarlas a los ojos.
A los 12 años, Catalina fue enviada al internado de las hermanas franciscanas en Guadalajara, una institución prestigiosa donde las hijas de las familias acomodadas recibían educación en literatura, música, francés, bordado y sobre todo en las virtudes cristianas que se esperaban de una futura esposa y madre. Catalina pasó 6 años entre esos muros austeros, sometida a una disciplina férrea que pretendía moldear su carácter según los estándares de la época. Las monjas encontraron en ella a una alumna modelo. Nunca se quejaba, obedecía todas las reglas, destacaba en sus estudios y mostraba una piedad que parecía genuina. Sin embargo, algo en la mirada de Catalina inquietaba a Sor María del Carmen, la directora del internado, quien en más de una ocasión comentó con las otras religiosas que aquella muchacha poseía una frialdad interior que no era natural, como si algo fundamental estuviera ausente en su espíritu.
Cuando Catalina regresó a la Hacienda San Miguel en 1888 con 18 años cumplidos, era una mujer completamente formada según los cánones de su clase social. Alta, de figura esbelta, con cabello negro azabache que contrastaba dramáticamente con su piel pálida, poseía una belleza que muchos describían como perturbadora. Sus ojos oscuros parecían demasiado profundos, demasiado penetrantes, como si pudieran ver más allá de las apariencias y desentrañar los secretos que las personas guardaban celosamente. No sonreía con frecuencia y cuando lo hacía era una sonrisa controlada que jamás alcanzaba sus ojos. Hablaba poco, pero cuando expresaba una opinión, lo hacía con tal claridad y precisión que dejaba a los demás sin argumentos. Don Alberto estaba satisfecho con el resultado de la educación de su hija, aunque en el fondo la encontraba demasiado reservada, demasiado impenetrable para su gusto.
Los cuatro años siguientes transcurrieron en una rutina previsible. Catalina participaba en las actividades sociales apropiadas para una señorita de su posición: misas dominicales en la capilla de la hacienda, visitas a otras familias prominentes de la región, bailes ocasionales en el casino de Guadalajara. Varios jóvenes de buena familia mostraron interés en cortejarla, atraídos no solo por su belleza, sino también por la considerable fortuna que algún día heredaría. Sin embargo, don Alberto rechazó todas las proposiciones. Esperaba una oportunidad excepcional, una alianza que elevara aún más el estatus de los Mendoza y expandiera sus negocios hacia nuevos horizontes.
Esa oportunidad llegó en el otoño de 1891 cuando don Rodrigo Ibarra, un acaudalado dueño de minas de plata en Zacatecas, visitó Guadalajara para establecer contactos comerciales. Don Rodrigo Ibarra era un hombre de 55 años, viudo desde hacía una década, que había construido un imperio minero a base de trabajo implacable y decisiones comerciales audaces. Sus minas en Zacatecas producían toneladas de plata cada mes y mantenía conexiones comerciales con compañías estadounidenses y europeas. Durante su estancia en Guadalajara fue invitado a un banquete en casa de un socio común donde conoció a don Alberto Mendoza. Los dos hombres congeniaron inmediatamente, reconociendo en el otro a un empresario pragmático que entendía que los negocios y la familia debían entrelazarse para maximizar beneficios.

Don Rodrigo mencionó que tenía un hijo, Fernando Ibarra Santana, de 28 años, quien estaba destinado a heredar el Imperio Minero, pero necesitaba estabilizarse, establecerse con una buena esposa que lo anclara a las responsabilidades familiares. Fernando Ibarra Santana era conocido en Zacatecas por su vida disoluta, puesto de modales refinados cuando la ocasión lo requería. Había pasado su juventud dilapidando dinero en mesas de juego, frecuentando cantinas de mala reputación y manteniendo relaciones con mujeres de diversa procedencia social. Don Rodrigo, exasperado por el comportamiento de su único hijo, veía en un matrimonio ventajoso la solución para domesticar a Fernando y obligarlo a asumir sus responsabilidades.
Por su parte, don Alberto vio en la alianza con los Ibarra exactamente lo que había estado esperando: acceso al lucrativo negocio minero, conexiones con el capital extranjero y la consolidación de dos fortunas considerables. El hecho de que Fernando tuviera una reputación cuestionable no le preocupó demasiado. Muchos hombres pasaban por una fase de excesos en su juventud antes de sentar cabeza. Un matrimonio sólido, una esposa apropiada y las responsabilidades familiares transformarían a Fernando en el yerno ideal.
Las negociaciones entre don Alberto y don Rodrigo se llevaron a cabo durante varias semanas, siempre en términos estrictamente comerciales. Se discutió el monto de la dote, las propiedades que se transferirían, los porcentajes de participación en los respectivos negocios, las cláusulas testamentarias que garantizarían que los bienes permanecieran dentro de las familias aliadas. Catalina no participó en ninguna de estas conversaciones. Su opinión no fue solicitada porque, según las costumbres de la época, el matrimonio de una mujer era una decisión que correspondía exclusivamente a su padre.
La primera vez que Catalina vio a Fernando fue durante una cena formal en la Hacienda San Miguel, organizada específicamente para que los futuros esposos se conocieran. Fernando llegó acompañando a su padre vestido con un traje oscuro de corte impecable, el cabello engominado hacia atrás, luciendo cada centímetro el caballero que su posición social exigía. Durante aquella cena, Fernando se mostró encantador. Conversó amenamente sobre temas variados, demostró conocimientos de literatura y política. Elogió la belleza de la hacienda y la excelencia del tequila Mendoza. Dirigió a Catalina cumplidos mesurados y apropiados, sin excederse, pero dejando claro su aprobación.
Catalina, por su parte, respondió con la cortesía que se esperaba de ella, pero observó. Observó cómo los ojos de Fernando se desviaban hacia las criadas jóvenes cuando creía que nadie lo notaba. Observó cómo su sonrisa cambiaba sutilmente cuando hablaba con su padre versus cuando se dirigía a ella, como si interpretara papeles diferentes según el interlocutor. Observó la forma en que sus manos temblaban ligeramente, un temblor casi imperceptible que asoció con exceso de alcohol o quizás nerviosismo mal disimulado. Al final de la velada, cuando don Alberto preguntó a su hija su opinión sobre Fernando, Catalina respondió con voz neutra que le parecía un caballero adecuado. No dijo nada más y don Alberto interpretó su respuesta como aprobación.
El compromiso se formalizó una semana después. Se estableció que la boda se celebraría el 15 de mayo de 1892, dando tiempo suficiente para los preparativos que un evento de tal magnitud requería. Don Alberto no escatimó en gastos. Contrató a las mejores costureras de Guadalajara para el ajuar de Catalina. Ordenó un vestido de novia de París que tardaría meses en llegar. Mandó construir un salón anexo a la hacienda, específicamente para el banquete nupcial, con capacidad para más de 100 personas. Se contrataron músicos, se encargaron flores de invernaderos especializados, se planificó un menú elaborado que incluiría platillos de la alta cocina francesa mezclados con las mejores recetas tradicionales mexicanas. La boda de Catalina Mendoza y Fernando Ibarra sería el evento social de la temporada, el tipo de celebración que se recordaría durante años y que consolidaría definitivamente el prestigio de ambas familias.
Catalina participó en todos los preparativos con una diligencia que impresionaba a Doña Socorro. Elegía telas, aprobaba menús, supervisaba la decoración, todo con una eficiencia tranquila que no dejaba lugar a quejas o caprichos. Su madre comentaba con sus amigas que Catalina era la novia más serena que había conocido, sin los nervios ni las emociones exaltadas que típicamente acompañaban a las jóvenes próximas a casarse. Lo atribuía a la educación recibida en el internado franciscano, al carácter formado por años de disciplina religiosa. No podía imaginar que detrás de aquella serenidad se ocultaba una indiferencia absoluta, casi una disociación, como si Catalina hubiera aceptado que su vida ya no le pertenecía y hubiera decidido simplemente cumplir con el papel asignado sin resistencia, pero también sin participación emocional genuina.
Fernando visitaba la Hacienda San Miguel con regularidad durante los meses de preparación para la boda. Llegaba generalmente los fines de semana, permanecía uno o dos días y luego regresaba a Zacatecas con la excusa de atender asuntos familiares urgentes. Durante estas visitas se mostraba atento con Catalina. Paseaba con ella por los jardines de la hacienda bajo la mirada vigilante de doña Socorro. Conversaba sobre los planes futuros que construirían juntos, sobre la casa que establecerían en Guadalajara, donde pasarían la mayor parte del año, sobre los viajes que harían a Europa una vez que el negocio conjunto de tequila y minería estuviera completamente consolidado. Catalina escuchaba sin interrumpir, asentía cuando era apropiado. Sonreía levemente cuando Fernando intentaba algún comentario ingenioso. Jamás iniciaba conversaciones profundas ni hacía preguntas personales. Se mantenía en un territorio seguro de banalidades corteses que no revelaban absolutamente nada sobre sus verdaderos pensamientos o sentimientos.
El 22 de abril de 1892, tres semanas antes de la fecha establecida para la boda, Fernando llegó a la Hacienda San Miguel para una visita de 4 días. La familia celebraría la Semana Santa con una serie de ceremonias religiosas en la capilla privada de la hacienda y se esperaba que el futuro yerno participara en estas actividades como parte de su integración a la familia Mendoza. Fernando trajo consigo dos baúles con ropa y efectos personales que fueron llevados a la habitación de huéspedes en el ala este de la casa principal.
Esa tarde transcurrió con normalidad. La familia asistió a la misa del miércoles santo celebrada por el padre Eusebio, un sacerdote de 61 años que servía como capellán de la hacienda desde hacía más de dos décadas. Después de la ceremonia cenaron en el comedor principal y Fernando se retiró temprano a su habitación, alegando cansancio del viaje.
A la mañana siguiente, jueves santo, Catalina bajó a desayunar más temprano de lo habitual. La casa estaba en silencio, las criadas apenas comenzaban sus labores y el sol naciente pintaba de dorado los corredores. Al pasar frente a la habitación de huéspedes donde se hospedaba Fernando, notó que la puerta estaba entreabierta. Algo, quizás simple curiosidad o quizás un instinto más profundo la impulsó a detenerse. Desde donde se encontraba podía ver parcialmente el interior de la habitación. Uno de los baúles de Fernando estaba abierto con ropa desordenada asomando por los bordes. La criada encargada de limpiar esa área aún no había llegado. Catalina miró hacia ambos lados del corredor, verificando que estaba sola, y entró silenciosamente a la habitación.
No sabía exactamente qué buscaba. Quizás solo quería conocer mejor al hombre con quien estaba a punto de compartir el resto de su vida, entender algo más allá de la fachada impecable que Fernando mantenía frente a todos. Revisó el baúl abierto con cuidado de no desorganizar demasiado su contenido. Encontró ropa, algunos libros, una petaca de plata que olía a Brandy. En un compartimento lateral, sus dedos tocaron algo diferente: un pequeño paquete de cartas atadas con un listón rojo.
Su corazón comenzó a latir más rápido. Sabía que leer correspondencia ajena era una transgresión grave, pero algo más fuerte que la educación recibida la impulsó a tomar las cartas y desatar el listón. Había siete cartas en total, todas escritas con la misma caligrafía femenina, elegante, pero sin las florituras excesivas que caracterizaban la escritura de las damas de alta sociedad. Catalina abrió la primera. Estaba fechada seis meses atrás y comenzaba con “Mi querido Fernando”. A medida que leía, el contenido se volvía cada vez más íntimo, más explícito. La autora de la carta se identificaba como Isabel y escribía sobre encuentros secretos, sobre promesas hechas, sobre el amor que compartían y que debían ocultar de todos.
Catalina leyó las siete cartas en secuencia y con cada una la imagen que tenía de su futuro matrimonio se desmoronaba como un castillo de naipes bajo una ráfaga de viento. Isabel Romero, según revelaban las cartas, era la hija de un comerciante de telas en Guadalajara. Había conocido a Fernando en un baile público dos años atrás y desde entonces mantenían una relación clandestina que incluía encuentros regulares en una casa que Fernando alquilaba discretamente en las afueras de la ciudad. Pero fue la última carta, fechada apenas dos semanas antes, la que contenía la revelación devastadora. Isabel escribía que estaba embarazada de tres meses, que tenía miedo, pero también esperanza, porque Fernando le había prometido que después de su boda con “esa criatura sin sangre”, refiriéndose claramente a Catalina, la establecería en una casa propia donde podrían continuar viéndose sin restricciones. Isabel mencionaba explícitamente que Fernando le había asegurado que el matrimonio con Catalina era puramente una transacción comercial, que jamás tocaría a su esposa más allá de lo estrictamente necesario para mantener las apariencias y que la generosa dote que recibiría se utilizaría en parte para garantizar el bienestar de Isabel y del hijo que esperaban. La carta terminaba con palabras cariñosas y la firma: “Tu Isabel, que te espera siempre”.
Catalina permaneció inmóvil en medio de la habitación, las cartas temblando ligeramente en sus manos. No lloró, no gritó, no sintió siquiera la rabia ardiente que podría haberse esperado ante semejante revelación. Lo que sintió fue algo mucho más frío, mucho más absoluto. La comprensión cristalina de que su vida entera había sido una mentira cuidadosamente construida. Su educación, los valores que le habían inculcado, las expectativas que debía cumplir, todo se reducía a esto: ser una moneda de cambio en una transacción entre hombres, un vientre para producir herederos legítimos, mientras su esposo mantenía su verdadero amor en algún lugar oculto. La humillación no radicaba solo en la traición de Fernando, sino en la complicidad de todo un sistema social que consideraba esto no solo aceptable, sino prácticamente inevitable.
Catalina volvió a atar las cartas con el listón rojo y las colocó exactamente donde las había encontrado. Salió de la habitación tan silenciosamente como había entrado y bajó al comedor como si nada hubiera ocurrido. Durante el desayuno, cuando Fernando apareció sonriente y descansado, Catalina lo saludó con la misma cortesía distante de siempre. Ni una palabra ni un gesto delataron lo que acababa de descubrir. Don Alberto comentó sobre los últimos detalles de la boda. Doña Socorro leyó en voz alta una carta de unas primas que llegarían desde Aguascalientes para la ceremonia y Fernando contribuyó a la conversación con anécdotas triviales sobre sus negocios en Zacatecas. Catalina comió su pan dulce, bebió su chocolate caliente y no dijo absolutamente nada relevante durante toda la comida. Pero algo había cambiado irrevocablemente en su interior.
Durante los días siguientes, mientras la casa se preparaba para las celebraciones de Semana Santa, Catalina comenzó a formular un plan con la misma meticulosidad con la que había sido educada para bordar o tocar el piano. Si su vida había sido decidida sin su consentimiento, si su futuro consistía en ser humillada públicamente mientras mantenía una fachada de esposa digna, si todos —su padre, su madre, Fernando, las dos familias, la sociedad entera— participaban voluntaria o involuntariamente en esta farsa, entonces ella escribiría el final de esta historia. Y sería un final que nadie olvidaría.
El lunes después de Pascua, Catalina le pidió permiso a su madre para visitar a una antigua compañera del internado franciscano que vivía en un pueblo cercano. Doña Socorro, satisfecha de que su hija mantuviera amistades apropiadas, accedió sin sospechas. Catalina salió de la hacienda acompañada solo por un mozo que condujo el carruaje, pero en lugar de dirigirse al destino mencionado, ordenó al conductor llevarla a San Juan de los Lagos, un pueblo a varias horas de distancia, conocido por su basílica, pero también por ser hogar de curanderos y personas versadas en conocimientos antiguos que la Iglesia prefería ignorar.
Catalina había escuchado historias sobre una mujer que vivía en las afueras de San Juan de los Lagos, una anciana a quien algunos llamaban bruja y otros simplemente curandera. Se decía que conocía secretos de plantas y venenos, que había sobrevivido a la muerte de su esposo y tres hijos en circunstancias que nunca fueron completamente esclarecidas y que desde entonces vivía aislada, recibiendo ocasionalmente visitantes que buscaban remedios para males que la medicina convencional no podía curar.
Catalina encontró la choza de la anciana al atardecer después de preguntar discretamente en el pueblo y seguir indicaciones deliberadamente vagas que la gente daba con temor evidente. La mujer que abrió la puerta era pequeña, encorvada por los años, con un rostro surcado por arrugas profundas como grietas en tierra seca. Sus ojos, sin embargo, eran sorprendentemente claros y penetrantes. Miró a Catalina de arriba a abajo, tomando nota del vestido fino, de las manos suaves que nunca habían conocido trabajo físico duro, de la postura erguida característica de quien había recibido educación aristocrática. No preguntó el nombre de su visitante, simplemente se hizo a un lado y permitió que Catalina entrara en la choza. El interior olía a hierbas secas, a humo de copal, a algo indefinible que podría haber sido medicina o veneno o ambas cosas simultáneamente.
Catalina, sin preámbulos innecesarios, explicó lo que necesitaba. Necesitaba algo que causara la muerte, pero no inmediatamente. Algo que pudiera mezclarse con comida o bebida sin ser detectado por sabor u olor. Algo que diera tiempo suficiente para que quien lo administrara pudiera estar lejos cuando comenzaran los síntomas. La anciana escuchó sin interrumpir, sin mostrar sorpresa ni juicio. Cuando Catalina terminó, hubo un largo silencio durante el cual la curandera simplemente la observó con aquellos ojos demasiado claros.
Finalmente, la anciana habló. Su voz era ronca, pero firme. Dijo que lo que Catalina buscaba existía, pero que su uso tenía consecuencias no solo para quien lo recibía, sino también para quien lo administraba. Catalina respondió que entendía perfectamente las consecuencias y estaba dispuesta a asumirlas. La anciana asintió lentamente y se dirigió a una esquina de la choza donde cientos de frascos pequeños estaban ordenados en estantes de madera carcomida. Seleccionó uno que contenía un polvo blanco fino como harina. Explicó que era extraído de semillas de un árbol que crecía en las regiones cálidas de Jalisco, un árbol que los antiguos indígenas habían utilizado tanto para curar como para matar dependiendo de la dosis. El veneno no tenía sabor perceptible y se disolvía completamente en líquidos. Los síntomas comenzarían entre 2 y 4 horas después de la ingestión: dolor abdominal intenso, vómitos, convulsiones y finalmente la muerte por paro respiratorio. No había antídoto conocido una vez que los síntomas comenzaban.
Catalina preguntó cuánto costaría. La anciana mencionó una suma considerable, suficiente para vivir cómodamente durante meses. Catalina tenía consigo joyas de valor que había traído precisamente para este propósito. Las entregó sin regatear. La anciana envolvió el frasco en un paño y se lo entregó. Antes de que Catalina saliera, la curandera dijo algo más: “Quien busca venganza encuentra destrucción. Quien busca justicia encuentra paz. Usted debe decidir cuál de las dos está buscando realmente”. Catalina no respondió, simplemente tomó el paquete y salió hacia el carruaje que la esperaba.
Durante el viaje de regreso a la Hacienda San Miguel, Catalina sostuvo el pequeño paquete envuelto en su regazo, oculto entre los pliegues de su vestido. La noche había caído completamente y las estrellas brillaban con una claridad inusual en el cielo sin luna. Catalina no pensó en las palabras de la anciana sobre venganza y justicia. No pensó en el infierno que seguramente la esperaba según las enseñanzas de la iglesia. No pensó en el dolor que causaría a su madre o en la mancha que dejaría sobre el nombre de su familia. Pensó solo en una cosa: que finalmente, por primera vez en sus 22 años de vida, tomaría una decisión completamente propia, una decisión que nadie podría anular o ignorar, una decisión que dejaría una marca indeleble en la historia de aquellos que habían decidido su destino sin consultarla.
Las tres semanas que transcurrieron entre la adquisición del veneno y el día de la boda fueron quizás las más extrañas en la vida de Catalina. Continuó participando en todos los preparativos con la misma eficiencia distante que había caracterizado su comportamiento desde el anuncio del compromiso. Pero ahora cada acción estaba imbuida de un significado adicional que solo ella conocía. Cuando aprobaba el menú del banquete, sabía que aquellos platillos serían los últimos que muchas personas probarían. Cuando supervisaba la decoración del salón, visualizaba cómo ese espacio de celebración se transformaría en escenario de horror. Cuando escuchaba a su madre discutir sobre la disposición de las mesas y la lista de invitados, contaba mentalmente cuántas vidas se extinguirían en cuestión de horas.
El frasco con el polvo blanco permanecía escondido en el fondo de un cajón en su habitación, envuelto en el mismo paño que la anciana había utilizado, guardado dentro de una caja de madera donde Catalina guardaba rosarios y estampas religiosas que nadie revisaría jamás. Cada noche, antes de dormir, abría el cajón y miraba el paquete durante unos minutos, como quien contempla una promesa o quizás una condena. No sentía remordimiento. Lo que sentía era más parecido a una calma absoluta, a la serenidad que debe experimentar alguien que ha tomado una decisión irrevocable y ya no tiene que seguir debatiéndose entre opciones.
Fernando continuó visitando la Hacienda regularmente. Sus visitas se volvieron más frecuentes a medida que se acercaba la fecha de la boda y Catalina notó con satisfacción oscura cómo él interpretaba su silencio y docilidad como señales de sumisión y aceptación. En una ocasión, Fernando intentó besar a Catalina durante un paseo por los jardines, aprovechando un momento en que doña Socorro se había adelantado unos pasos. Catalina permitió el beso con la misma indiferencia con la que habría permitido que un médico la examinara. Fernando interpretó su pasividad como inocencia virginal y comentó después con don Alberto, entre risas masculinas cómplices, que Catalina sería una esposa perfectamente manejable. Don Alberto se sintió satisfecho con esta evaluación. Una esposa dócil y obediente era exactamente lo que cualquier hombre debía desear, especialmente cuando venía acompañada de una dote considerable y conexiones familiares valiosas.
Los invitados comenzaron a llegar a Guadalajara desde diversos puntos de la República durante la semana previa a la boda. Familiares de los Mendoza llegaron desde Aguascalientes y Ciudad de México. Los Ibarra viajaron desde Zacatecas con una comitiva de parientes y asociados comerciales. Se reservaron habitaciones en los mejores hoteles de Guadalajara y la Hacienda San Miguel se preparó para alojar a los familiares más cercanos. Don Rodrigo Ibarra llegó 4 días antes de la ceremonia trayendo consigo no solo a Fernando, sino también a dos de sus hermanos y sus respectivas esposas, además de varios primos y tíos. La Hacienda cobró vida con una actividad frenética que contrastaba dramáticamente con la calma habitual del lugar.
Catalina observaba todo esto con la distancia de quien mira una obra de teatro en la que no es protagonista, sino espectadora. Saludaba cortésmente a los parientes que llegaban. Aceptaba sus felicitaciones y buenos deseos con sonrisas medidas. Participaba en las conversaciones triviales sobre el clima y los viajes, sin revelar nada de lo que bullía bajo la superficie impasible que presentaba al mundo. Doña Socorro estaba radiante, disfrutando de su papel como madre de la novia, organizando tés para las damas, asegurándose de que todos los huéspedes se sintieran cómodos y atendidos. Don Alberto pasaba largas horas en su despacho con don Rodrigo y otros hombres de negocios, discutiendo inversiones futuras, contratos, oportunidades comerciales que la alianza entre las familias haría posibles.
Dos días antes de la boda llegó finalmente el vestido de novia desde París. La caja que lo contenía era enorme y cuando fue abierta en presencia de Catalina, doña Socorro y varias primas que habían llegado para la ocasión, todas las mujeres suspiraron admiradas. El vestido era una obra maestra de la costura francesa: satén blanco con incrustaciones de encaje de Bruselas, cientos de diminutas perlas cosidas a mano en patrones florales, una cola de 3 metros que se extendería detrás de Catalina como un río de luz. Doña Socorro lloró de emoción mientras ayudaba a su hija a probarse el vestido. Catalina se dejó vestir como una muñeca, permaneciendo completamente inmóvil mientras las mujeres ajustaban, admiraban, hacían pequeñas modificaciones. Cuando finalmente pudo verse en el espejo de cuerpo completo que habían traído especialmente para esta ocasión, Catalina vio la imagen de una novia perfecta, bella, elegante, radiante. Solo ella sabía que aquella mujer en el espejo estaba muerta por dentro desde hacía semanas.
La noche anterior a la boda se celebró una cena íntima solo para la familia cercana. 20 personas se reunieron alrededor de la gran mesa del comedor principal: los Mendoza, los Ibarra, algunos tíos y primos de ambos lados. El padre Eusebio también fue invitado, como correspondía al sacerdote que al día siguiente oficiaría la ceremonia. La conversación fue animada, llena de bromas sobre la vida matrimonial, consejos no solicitados para los novios, anécdotas sobre bodas anteriores. Fernando bebió más de la cuenta, como era su costumbre, y se volvió progresivamente más ruidoso y expansivo a medida que avanzaba la velada. Catalina apenas probó la comida. Respondía cuando se le preguntaba directamente, pero por lo demás permanecía en silencio con las manos cuidadosamente entrelazadas sobre su regazo.
Don Alberto, ligeramente achispado por el vino, se puso de pie hacia el final de la cena para hacer un brindis. Con voz emocionada habló sobre la felicidad de ver a su única hija a punto de establecer su propia familia, sobre la satisfacción de saber que estaría en buenas manos, sobre el orgullo que sentía al ver consolidada una alianza que beneficiaría a ambas familias durante generaciones. Don Rodrigo respondió con su propio brindis, agradeciendo a los Mendoza por confiarles lo que evidentemente era su tesoro más preciado, prometiendo que Fernando sería un esposo digno y un hijo político ejemplar. Fernando, con los ojos brillantes por el alcohol, añadió algunas palabras torpes sobre su buena fortuna al casarse con una mujer tan bella y virtuosa. Todos levantaron sus copas, brindaron, bebieron. Catalina levantó su copa también, pero solo la acercó a sus labios sin beber realmente.
Esa noche Catalina no durmió. Permaneció sentada junto a la ventana de su habitación, mirando la oscuridad del jardín que se extendía más allá. En algún momento antes del amanecer, abrió el cajón donde guardaba el frasco de veneno, lo desenvolvió cuidadosamente y observó el polvo blanco bajo la tenue luz de una vela. Era extraordinario cómo algo tan inocuo en apariencia, algo que podría confundirse fácilmente con azúcar o harina, contenía la capacidad de destruir tantas vidas. Catalina no había decidido el método exacto que utilizaría para administrar el veneno, pero sabía que tendría que ser durante el banquete, en algo que todos consumieran. Había pensado en envenenar el pastel de bodas, pero ese se servía al final de la celebración y existía el riesgo de que algunos invitados ya se hubieran retirado. Necesitaba algo que se sirviera temprano, algo que nadie rechazaría por cortesía.
Entonces recordó una conversación que había tenido con su madre semanas atrás cuando planificaban los detalles del banquete. Doña Socorro sugirió que sería hermoso comenzar la comida con un brindis especial, un ponche preparado según una receta familiar antigua, algo que diera un toque personal y tradicional a la celebración. Catalina había aceptado la idea en su momento sin pensar mucho en ella, pero ahora la veía con claridad perfecta: un ponche, una bebida frutal, dulce, con alcohol suficiente para disimular cualquier sabor residual, algo que se serviría a todos los invitados simultáneamente, poco después de que se sentaran a las mesas, algo que ella misma podría insistir en preparar personalmente como un gesto de hospitalidad nupcial.
El 15 de mayo de 1892 amaneció con un sol radiante. La Hacienda San Miguel era un hervidero de actividad. Catalina, vestida con el impresionante traje de París, parecía una aparición fantasmal. Su belleza era tan notable que silenció los murmullos de los invitados; su palidez contrastaba dramáticamente con sus ojos oscuros, que lo observaban todo con una quietud sobrenatural.
La ceremonia en la capilla fue solemne. El padre Eusebio unió a Catalina y Fernando en santo matrimonio. Fernando, ligeramente tembloroso por la resaca de la noche anterior, sonreía con aire de triunfo, mirando a su “esposa manejable”. Catalina pronunció sus votos con voz clara y firme, sin emoción perceptible, una autómata perfecta.
Terminada la misa, los más de cien invitados pasaron al nuevo salón construido para el banquete. La decoración era suntuosa, las mesas rebosaban de flores y la orquesta comenzaba a tocar melodías alegres.
Mientras los invitados tomaban asiento, Doña Socorro, radiante, anunció que, para comenzar la celebración, la propia Catalina serviría un ponche especial, una antigua receta familiar. Catalina apareció desde la cocina, seguida por sirvientes que portaban grandes jofainas de plata llenas del líquido ámbar. Minutos antes, había insistido en supervisar la mezcla final ella misma, en la privacidad de la despensa, asegurándose de que el polvo blanco de la curandera se disolviera por completo en el brebaje frutal.
Con una gracia impecable, Catalina se movió entre las mesas, asegurándose de que cada invitado, empezando por la mesa de honor donde se sentaban sus padres, sus suegros y su nuevo esposo, recibiera una copa. Fernando bebió la suya de un trago, riendo y pidiendo más. Don Alberto y Don Rodrigo brindaron ruidosamente por el futuro de sus imperios unidos. Doña Socorro bebió con delicadeza, sonriendo con orgullo a su hija.
Catalina regresó a su asiento junto a Fernando y levantó su propia copa. “Por las nuevas alianzas”, dijo en voz baja, y bebió profundamente, sus ojos fijos en su esposo.
El banquete comenzó. Se sirvieron los primeros platos. La conversación y la música llenaron el salón. Pasaron casi dos horas. Catalina apenas probó bocado, observando.
El primero en caer fue uno de los primos Ibarra, quien se agarró el estómago con un gemido antes de vomitar violentamente sobre la mesa. Segundos después, una tía de Aguascalientes soltó un grito agudo y comenzó a convulsionar en el suelo. El pánico estalló. La música cesó abruptamente.
Fernando se puso pálido, sus ojos se abrieron con terror mientras el dolor abdominal lo doblaba en dos. Miró a Catalina, buscando una explicación, pero solo encontró la misma mirada fría e impenetrable que siempre había tenido. Don Alberto intentó levantarse, pero colapsó sobre la mesa, derribando copas y platos. Don Rodrigo Ibarra se ahogaba, su rostro volviéndose púrpura.
El salón, escenario de la mayor celebración social de la temporada, se transformó en una morgue. Gritos, agonía y el caos de los pocos sirvientes que no habían probado el ponche resonaban entre los muros. Doña Socorro, en sus últimos momentos, miró a su hija con una expresión de horror e incomprensión antes de sucumbir.
Catalina Mendoza permaneció sentada en su silla nupcial, inmóvil en medio de la destrucción. El vestido blanco de París estaba impecable. Mientras los espasmos comenzaban a sacudir su propio cuerpo, una leve sonrisa, esta vez genuina y aterradora, curvó sus labios. Recordó las palabras de la anciana: “Quien busca venganza encuentra destrucción”.
Cuando el padre Eusebio, que había bebido poco, entró corriendo alertado por los gritos, la encontró así: la novia muerta, presidiendo una mesa de cadáveres. Catalina había tomado su decisión. Había escrito el final de la historia, un final que nadie, tal como había planeado, olvidaría jamás. La Hacienda San Miguel quedó en silencio, y las grandes fortunas Mendoza e Ibarra se extinguieron con el último aliento de sus herederos en un salón de banquetes manchado de muerte.
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