En el pueblo de San Jerónimo del Monte, enclavado entre los cerros áridos del norte de Guanajuato, el verano de 1891 trajo consigo una sequía que agrietó la tierra y secó los pozos. Pero no fue la sed lo que mató a 37 personas en menos de una semana. Fue algo mucho peor, algo que comenzó la noche en que Catalina Durán encontró a su prometido, Rodrigo Salazar, en los brazos de su propia hermana menor.
La casa de los Durán era una de las más antiguas del pueblo, construida con adobe y vigas de mezquite que habían resistido más de un siglo. Catalina había crecido entre esas paredes gruesas, aprendiendo de su abuela los secretos de las plantas medicinales que crecían en los márgenes del río cuando aún llevaba agua. Era una mujer callada de 28 años, con manos hábiles para preparar remedios y una mirada que muchos consideraban demasiado intensa. Los viejos del pueblo decían que había nacido con el don de su bisabuela, una curandera que conocía tanto las hierbas que sanaban como las que mataban.
Rodrigo Salazar era el hijo del comerciante más próspero de San Jerónimo, un hombre de 32 años, cuya sonrisa fácil había conquistado a Catalina 3 años atrás. La boda estaba programada para el 15 de agosto, justo después de la cosecha. Ya habían encargado el vestido en la ciudad de Guanajuato y el padre Anselmo había bendecido los arras. Pero la noche del 23 de julio, cuando Catalina regresó temprano de recoger hierbas en el cerro, escuchó risas que provenían del granero detrás de su casa.
Lo que vio esa noche cambió algo fundamental en Catalina. Su hermana Lucía, de apenas 19 años, estaba recostada sobre los costales de maíz con el vestido desabrochado hasta la cintura. Rodrigo la besaba con una urgencia que Catalina nunca había experimentado en los castos encuentros que habían compartido durante su noviazgo. No gritó, no lloró, simplemente se quedó paralizada en la penumbra, observando como el hombre al que había entregado su futuro acariciaba el cabello oscuro de su hermana, susurrándole palabras que el viento nocturno apenas le permitía escuchar. Cuando finalmente se movió, fue para retroceder en silencio con pasos tan cuidadosos que ni siquiera los perros ladraron. Regresó a la casa principal, donde su madre bordaba a la luz de una vela y subió a su habitación sin decir palabra.
Esa noche no durmió. Se quedó sentada junto a la ventana, mirando las estrellas sobre los cerros, sintiendo como algo frío y oscuro crecía en su pecho, como la hiedra que estrangula los árboles. Al día siguiente, durante el desayuno, Lucía no pudo sostenerle la mirada. Rodrigo llegó al mediodía, como siempre lo hacía los domingos, con flores silvestres que había recogido en el camino. Besó la mano de Catalina y habló con su padre sobre los preparativos de la boda, sobre la casa que estaban construyendo cerca de la plaza, sobre los hijos que esperaban tener. Catalina sonrió y asintió en los momentos apropiados, pero sus ojos habían adquirido una cualidad vidriosa que su madre notó, pero decidió ignorar.
Durante los siguientes días, Catalina mantuvo su rutina habitual. Ayudaba en la cocina, preparaba las hierbas medicinales que vendía en el mercado los jueves, asistía a misa, pero por las noches, cuando todos dormían, bajaba al sótano donde su abuela había guardado durante décadas plantas secas en frascos de vidrio. Estudiaba el cuaderno viejo que la anciana le había dejado antes de morir, leyendo a la luz de una vela las anotaciones escritas con tinta descolorida sobre propiedades, dosis y efectos.
El toloache crecía abundante en los terrenos abandonados cerca del cementerio. Sus flores blancas en forma de trompeta se abrían al anochecer, hermosas y venenosas. La adelfa prosperaba en los jardines con sus flores rosadas que nadie sospechaba mortales. Y el zacatillo, pequeño y discreto, contenía en sus raíces un veneno que su abuela había marcado en el cuaderno con tres cruces negras y una advertencia en letra temblorosa: solo para quien no teme al infierno.
Catalina recolectó cada planta durante la luna menguante de agosto, cuando su abuela decía que el poder de las hierbas era más fuerte. Las secó colgadas del techo de su habitación con las ventanas cerradas para que nadie notara el olor acre que desprendían. Las molió hasta convertirlas en polvo fino, mezclándolas en proporciones que había memorizado del cuaderno, creando algo que su abuela nunca se había atrevido a preparar.
El 8 de agosto, una semana antes de la boda, Rodrigo anunció que su familia organizaría una gran fiesta para celebrar la unión. Todos los habitantes de San Jerónimo estaban invitados a la hacienda de los Salazar, donde habría música, baile y comida abundante. La madre de Catalina lloró de alegría al escuchar la noticia. Lucía bajó la cabeza y se mordió el labio hasta hacerlo sangrar.

Esa noche, Catalina sacó de su baúl un frasco de vidrio verde que contenía el polvo que había preparado. Lo sostuvo contra la luz de la luna que entraba por la ventana, observando cómo brillaba con un tono ceniciento. Pensó en Rodrigo, en sus promesas rotas. Pensó en Lucía, en la traición que compartían. Pensó en todas las mujeres del pueblo que la mirarían con lástima cuando el escándalo finalmente saliera a la luz, porque los secretos siempre terminaban revelándose en pueblos pequeños. Pero algo más oscuro crecía en su mente. ¿Por qué solo ellos debían pagar? El padre de Rodrigo había arreglado el matrimonio por conveniencia. La madre de Catalina la había empujado hacia un hombre que nunca la había amado. Los vecinos habían presionado, comentado, juzgado. El pueblo entero había participado en tejer la red que la había atrapado.
La fiesta se celebraría el 14 de agosto, un sábado. Catalina se ofreció a ayudar con la preparación de la comida. Durante tres días, trabajó en las cocinas de la hacienda Salazar. Nadie notó como sus manos se movían con precisión, como el polvo ceniciento desaparecía en las grandes ollas de barro donde hervía el mole, en las tinajas de agua fresca endulzada con piloncillo, en el atole que se serviría al final de la noche.
La tarde del 14, San Jerónimo del Monte se vistió de fiesta. A las 6 de la tarde, las familias empezaron a llegar a la hacienda Salazar. Catalina estaba radiante con un vestido azul oscuro. Rodrigo la tomó de la mano y la presentó ante los invitados. Lucía permanecía en una esquina del patio.
La música comenzó cuando cayó la noche. Las mesas estaban cargadas con platillos. Catalina observaba desde su lugar junto a Rodrigo con una sonrisa serena. Vio como don Esteban, el tendero, se servía una generosa porción de mole. Observó a doña Carmen, que había esparcido rumores sobre ella, beber dos vasos completos del agua endulzada. Rodrigo comió con apetito. Lucía, presionada por su madre, finalmente tomó un plato pequeño. Los padres de Catalina brindaron y comieron hasta saciarse. El padre Anselmo bendijo la comida y declaró que nunca había saboreado un mole tan sublime.
Fue cerca de la medianoche cuando el primero comenzó a sentirse mal. Don Esteban se quejó de un dolor agudo. 10 minutos después, doña Carmen vomitó violentamente. Para la 1 de la madrugada, 20 personas se retorcían de dolor, sudando copiosamente, con las pupilas dilatadas. El caos se apoderó de la fiesta. Corrieron a buscar al médico, el doctor Villalobos, pero él también estaba entre los afectados. Catalina ayudaba a sostener a las víctimas, ofrecía agua fresca, murmuraba palabras de consuelo. Rodrigo estaba entre los más afectados, con convulsiones. Lucía lloraba histéricamente. Los padres de Catalina habían perdido el conocimiento.
Al amanecer del 15 de agosto, el día que debía haber sido su boda, 12 personas habían muerto. Para el mediodía, el número había ascendido a 23. El pueblo entero estaba sumido en el terror. El padre Anselmo, con su último aliento, murmuró algo sobre un castigo divino. Doña Carmen gritó que había sido brujería. Pero nadie sospechaba de Catalina, quien se movía entre los moribundos como un ángel de misericordia.
Rodrigo murió al atardecer del segundo día con Catalina a su lado. Lucía sobrevivió tres días más, tiempo suficiente para confesar entre sollozos lo que había hecho, rogando el perdón de su hermana. Catalina la abrazó, le acarició el cabello y le susurró al oído: “Ya está perdonado, hermanita.” Lucía murió esa noche con una sonrisa de alivio.
Los padres de Catalina fueron de los últimos en morir. Su agonía se prolongó casi una semana. Su madre, en su momento final, miró a su hija: “¿Qué has hecho, niña?”, preguntó con voz quebrada. Catalina no respondió.
En total, 37 personas murieron. El pueblo quedó diezmado. Las autoridades de Guanajuato enviaron un investigador, Bernardo Cortés. Concluyó que se había tratado de una intoxicación masiva por contaminación del agua o descomposición de los alimentos. Catalina fue considerada una de las heroínas del pueblo.
Pero había alguien que sospechaba. Tomás Mendoza, el cantinero, no había asistido a la fiesta y eso le salvó la vida. Había observado a Catalina recolectando plantas en el cementerio. Una noche de septiembre, la confrontó allí.
“Fuiste tú”, dijo Tomás. Catalina se giró lentamente. “¿Yo qué?” “Los mataste a todos. Vi lo que recolectabas. Conozco esas plantas.” Catalina sonrió, una sonrisa de alivio. “¿Y qué vas a hacer al respecto? ¿Tienes pruebas? El cuaderno de mi abuela está escondido. Los cuerpos están pudriéndose.” Tomás apretó los puños. “Mataste a gente inocente, niños. El hijo de los Ramírez tenía apenas 7 años.” La sonrisa de Catalina se desvaneció. El rostro de Catalina palideció. “Yo no… no pensé…” “No pensaste en nada más que en tu venganza”, escupió Tomás. “¿Qué hicieron tus propios padres?” Catalina retrocedió. “Todos eran culpables”, susurró. “Todos participaron en construir la jaula en la que me encerraron.” “Entonces te hubieras ido”, respondió Tomás. “Elegiste convertirte en un monstruo.” “Quizás ya era un monstruo”, dijo ella. “Quizás solo necesitaba una razón para mostrarlo.” “¿Por qué no me denuncias?”, preguntó Catalina. Tomás la miró. “Porque ya estás en tu propio infierno. Y porque si te denuncio, este pueblo tendrá que vivir con el conocimiento de que fueron asesinados. A veces la ignorancia es más piadosa que la verdad.” Con esas palabras, Tomás se alejó, dejando a Catalina sola con sus muertos.
Los años pasaron. El pueblo nunca se recuperó. Catalina continuó viviendo sola, trabajando como curandera. Con el tiempo, comenzaron a circular rumores, pero eran solo rumores.
En 1897, Catalina enfermó de tuberculosis. Sabiendo que la muerte estaba cerca, pidió ver al padre Ignacio, el nuevo sacerdote. “Padre”, susurró, “necesito confesar.” Lo que siguió fue una confesión de dos horas donde Catalina no omitió nada. El padre Ignacio la escuchó, pálido de horror. “¿Te arrepientes?”, preguntó temblando. Catalina pensó. “Me arrepiento del sufrimiento que causé a los inocentes. Me arrepiento del niño. Pero de Rodrigo, de Lucía, de aquellos que construyeron mi prisión… No, no puedo arrepentirme de eso, Padre. Sería una mentira.” “Entonces no puedo absolverte”, dijo el padre Ignacio. “Lo sé”, respondió Catalina con calma. “Solo quería que alguien supiera la verdad antes de que me fuera.”
Catalina Durán murió tres días después, el 18 de noviembre de 1897. Fue enterrada en una esquina alejada del cementerio. El padre Ignacio y Tomás Mendoza llevaron el secreto a sus tumbas.
Sin embargo, los rumores persistieron, convirtiéndose en leyenda. En los años 70, un historiador llamado Rafael Mendoza, nieto de Tomás, comenzó a investigar. Encontró el diario de su abuelo, donde Tomás había escrito la verdad.
En una entrada de 1930, Tomás escribió: “Lo escribo porque la verdad merece existir en alguna parte. Catalina Durán fue una asesina, eso es innegable, pero también fue una víctima… los monstruos no nacen en el vacío. Los creamos como sociedad y luego nos horrorizamos cuando actúan monstruosamente.”
Rafael Mendoza publicó un libro, “La tragedia de San Jerónimo”, que causó controversia. El debate continuó durante décadas.
Hoy, San Jerónimo del Monte ya no existe. Fue absorbido por una ciudad más grande. Pero el cementerio permanece. En una esquina, casi cubierta por la maleza, hay una tumba pequeña y simple sin nombre, solo una fecha: 1897. Los lugareños dicen que flores silvestres crecen allí todo el año. Dicen que a veces se puede ver la figura de una mujer de vestido azul caminando entre las tumbas, condenada a cuidar en la muerte a aquellos que destruyó en vida.
En los archivos de Guanajuato, el caso permanece oficialmente clasificado como intoxicación masiva por causas desconocidas. Pero aquellos que conocen la historia completa saben que la verdad es mucho más oscura. Catalina Durán no fue solo una asesina despiadada ni solo una víctima trágica. Fue ambas cosas. Una mujer que eligió destruir en lugar de ser destruida, sin darse cuenta de que en ese proceso se destruiría a sí misma. Y así termina la historia de la novia que juró venganza y envenenó a un pueblo entero, un recordatorio de que detrás de cada acto de violencia inexplicable hay a menudo una historia de dolor que nos negamos a ver hasta que es demasiado tarde.
News
Madre e hijo encerrados por 20 años: abrieron la jaula y hallaron a 4 personas
Los Secretos de Cold Branch Hollow I. El Mapa Mudo Más allá de donde el asfalto se rinde ante la…
El terrible caso del predicador religioso que encerraba a niños negros en jaulas por motivos de «fe»
El Silencio de la Arcilla Roja I. El Lugar que No Figuraba en los Mapas Más allá de las veinte…
La horrible historia de la mujer necrófila forense en Nueva York, 1902
La Geografía del Silencio: El Misterio de la Casa Bell En un valle silencioso donde las colinas bajas se encorvan…
(Ouro Preto, 1889) El niño más consanguíneo jamás registrado: un horror médico
La Sangre de los Alcântara: El Legado de Ouro Preto La lluvia golpeaba con una violencia inusitada contra los cristales…
La Ejecución TERRORÍFICA de Ana Bolena—Lo Que REALMENTE Pasó en Sus Últimos Minutos | Historia
El Último Amanecer de la Reina: La Verdadera Muerte de Ana Bolena La luz grisácea del amanecer se filtró por…
PUEBLA, 1993: LA MACABRA RELACIÓN DE LOS HERMANOS QUE DURMIERON DEMASIADOS AÑOS JUNTOS
La Sonata de los Condenados: El Secreto de la Casa Medina En la colonia La Paz de Puebla, donde las…
End of content
No more pages to load






