La Novia del Río Lerma: El Juicio del Agua

 

Salamanca, Guanajuato. 14 de marzo de 1887.

La tarde caía pesada sobre el Bajío, cargada de una humedad que se pegaba a la piel y a la conciencia. El río Lerma, habitualmente un cauce perezoso que alimentaba los sembradíos, había crecido con una violencia inusual tras una semana de tormentas incesantes. Sus aguas, turbias y revueltas, arrastraban ramas, animales muertos, lodo y, según decían los viejos del lugar, los secretos inconfesables de quienes vivían en sus márgenes.

En la imponente Hacienda San Rafael, ajena al rugido del agua, la familia Domínguez ultimaba los detalles para la celebración más importante del año: el aniversario de bodas de don Aurelio y doña Carlota. Ellos eran los patriarcas, los dueños de la tierra y del destino de cientos de almas. Dentro de aquella fortaleza de cantera y opulencia, Mariana Esquivel, de veintitrés años, caminaba por el corredor principal. Llevaba puesto el vestido blanco que ella misma había bordado durante meses, puntada tras puntada, soñando con un futuro que parecía demasiado bueno para ser verdad.

Mariana no había nacido en cuna de oro. Hija de una familia humilde que vivía junto al viejo molino, su compromiso con Rodrigo Domínguez, el primogénito y heredero de la hacienda, era visto por muchos como un cuento de hadas; y por otros, como una aberración social. Sin embargo, esa noche, Mariana sentía que finalmente pertenecía a ese mundo. La boda se celebraría en el verano, pero la cena de aniversario era su presentación oficial como la futura señora de la casa.

El cielo se oscureció prematuramente, engullido por nubes de tormenta, cuando Mariana cruzó el patio hacia el granero buscando un momento de soledad antes del banquete. Sin embargo, lo que encontró fueron voces. Voces tensas, susurros cargados de pánico que se filtraban entre los tablones de madera.

Reconoció de inmediato el tono grave de Rodrigo, su prometido, pero había otra voz femenina, trémula y angustiada. Mariana se acercó con cautela, sintiendo un nudo en el estómago. A través de las rendijas de la puerta, vio a Rodrigo inclinado sobre Socorro, su hermana menor de apenas diecinueve años.

—¡Tienes que decirle a papá la verdad! —decía Socorro, con el rostro bañado en lágrimas—. No puedo seguir mintiendo, Rodrigo. Mariana no tiene la culpa de nada, no es justo.

—¡Cállate! —respondió Rodrigo con una dureza que heló la sangre de Mariana—. Si papá se entera de lo que hice, me desheredará. Me echará a la calle como a un perro. La reputación de esta familia, y mi futuro, están por encima de todo. ¿Entiendes? Por encima de todo.

Mariana retrocedió, con el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra. ¿De qué hablaban? ¿Qué crimen inconfesable había cometido Rodrigo para tener a su propia hermana en tal estado de terror? Antes de ser descubierta, regresó a la casa principal con las piernas temblorosas, intentando componer su rostro.

La cena comenzó puntualmente a las siete. La larga mesa de caoba brillaba bajo la luz de los candelabros de plata. Se sirvieron manjares exquisitos: mole poblano, chiles en nogada, vinos importados. Don Aurelio presidía la cabecera con su mirada de águila, mientras doña Carlota sonreía con la satisfacción de quien posee el mundo. Pero Mariana apenas podía tragar. Sus ojos viajaban de Rodrigo, que bebía vino con una sed nerviosa, a Socorro, quien miraba su plato como si deseara desaparecer.

En la mesa también estaban el padre Damasceno, párroco del pueblo; don Florencio Garza, socio comercial; y Eulalia, la hermana solterona de Carlota, una mujer cuya amargura era tan conocida como su lengua afilada.

Fue Eulalia quien, con la precisión de un verdugo, lanzó la primera piedra.

—Mariana, querida —dijo con una voz melosa que goteaba veneno—, escuché el rumor más peculiar en el mercado esta mañana. Alguien te vio saliendo de la casa de Jacinto, el herrero, a altas horas de la noche. ¿Tiene eso alguna explicación decente?

El silencio cayó sobre la mesa como una losa de mármol. El tintineo de los cubiertos cesó.

—Yo fui a encargar unas rejas para la ventana de mi madre —respondió Mariana, sintiendo cómo el rubor subía por su cuello—. Se las prometí hace semanas.

—¿A las once de la noche? —insistió Eulalia, arqueando una ceja—. El herrero trabaja tarde, es cierto, pero las señoritas decentes no visitan hombres solteros a esas horas.

Rodrigo vio su oportunidad. Fue un movimiento calculado, una actuación magistral nacida de la desesperación. Golpeó la mesa con fuerza, haciendo saltar las copas.

—¿Es cierto? —bramó, fingiendo una ira que ocultaba su propio miedo—. ¿Estuviste con Jacinto?

—Rodrigo, por favor —intentó intervenir Socorro, con voz débil.

—¡Silencio! —rugió don Aurelio—. En esta familia no toleramos la deshonra. ¡Mírala a los ojos, Rodrigo!

Mariana sintió que el suelo se abría. La acusación era absurda, ridícula, pero al mirar los rostros de los comensales, comprendió con horror que la verdad no importaba. Importaba el espectáculo, el honor, la apariencia.

—¡No hice nada malo! —gritó Mariana, con lágrimas de impotencia—. ¡Es mentira! Socorro, diles la verdad. Diles lo que escuché en el granero.

Todas las miradas se volvieron hacia la joven hermana. Socorro palideció, atrapada entre la lealtad a su sangre y su conciencia. Rodrigo la miró con una intensidad asesina.

—¿Qué escuchaste? —preguntó don Aurelio.

Socorro bajó la cabeza, derrotada. —Nada… No escuché nada.

Fue la sentencia de muerte. Rodrigo tomó a Mariana del brazo, clavándole los dedos. —No permitiré que una mujer infiel manche mi apellido.

—¡Llévala al río! —ordenó don Aurelio con frialdad bíblica, como si fuera Dios expulsando a un ángel caído—. Que las aguas laven su pecado y nuestra vergüenza.

A pesar de las súplicas del padre Damasceno, quien pedía clemencia y oración, la decisión estaba tomada. Rodrigo, seguido por don Florencio y dos peones, arrastró a Mariana fuera de la hacienda. La lluvia caía torrencialmente, fría y despiadada. El vestido blanco, símbolo de pureza, se convirtió en un harapo lodoso mientras la llevaban hacia la orilla del Lerma.

—¡Te amo! —suplicó Mariana cuando llegaron al borde del abismo negro que era el río—. Rodrigo, por favor, sé que esto es un error.

Por un segundo, Rodrigo dudó. Pero la presencia de su padre, que había salido al porche a vigilar, y la de don Florencio, sellaron su destino.

—Lo siento —susurró Rodrigo, no por ella, sino por sí mismo.

La empujaron.

El agua helada la recibió con un golpe brutal. El río Lerma, crecido y furioso, la engulló al instante. El frío le robó el aliento y la corriente la arrastró hacia el fondo, golpeándola contra rocas y troncos. Mariana luchó, pero el peso del vestido mojado la jalaba hacia la muerte. Vio las luces de la hacienda alejarse, vio la vida escaparse.

«No así. No voy a morir por sus mentiras», pensó.

Justo cuando la oscuridad comenzaba a cerrarse sobre sus ojos, sus manos, movidas por un instinto primario, encontraron una raíz gruesa que sobresalía de la orilla. Se aferró a ella con una fuerza sobrenatural. El río tiraba de sus piernas, queriendo reclamarla, pero ella se sostuvo. No era esperanza lo que la mantenía sujeta; era rabia. Una rabia incandescente, pura y blanca.

Tardó una eternidad en salir. Se arrastró por el lodo, vomitando agua y bilis, temblando de hipotermia. Pero estaba viva. Se puso de pie, tambaleándose, y miró hacia la casa. Seguían allí. Probablemente brindando por el honor restaurado.

—Regresaré —le prometió a la noche—. Y todos sabrán la verdad.

El camino de vuelta fue un calvario físico, pero su mente estaba clara como el cristal. Llegó a la puerta del comedor pasadas las nueve. Sin llamar, empujó las pesadas hojas de madera y entró.

El efecto fue devastador.

Don Florencio dejó caer su copa de brandy, que estalló contra el suelo. El silencio que siguió fue absoluto, sepulcral. Mariana estaba de pie en el umbral, una aparición de pesadilla. El vestido blanco pegado al cuerpo, chorreando agua de río sobre el piso pulido, el cabello negro cubriéndole parte del rostro lleno de cortes, y los labios azules. Pero sus ojos… sus ojos ardían con fuego.

—Imposible… —murmuró don Aurelio, dejando caer su puro.

—El río me reclamó —dijo Mariana con voz ronca, rota por el agua tragada—, pero decidió devolverme. El río conoce la verdad. El río sabe que soy inocente.

Avanzó hacia la mesa, dejando huellas de lodo y agua. Nadie se atrevía a moverse; el miedo a lo sobrenatural los tenía paralizados. Se detuvo frente a Rodrigo, quien estaba lívido, temblando como una hoja.

—Intentaste matarme por una mentira —le dijo, clavándole la mirada—. Me arrojaste al agua para ocultar tu propio pecado. Pero aquí estoy, Rodrigo.

—¿De qué hablas? —preguntó don Aurelio, recuperando apenas la voz.

—Pregúntale a tu hijo qué hacía en el granero —respondió Mariana sin apartar la vista de su verdugo—. Pregúntale qué secreto vale más que una vida humana.

Socorro, al ver a Mariana viva, rompió en llanto. La culpa que la carcomía finalmente estalló. —¡Ya basta! —gritó la joven, poniéndose de pie—. ¡No puedo más! ¡Es verdad, papá! ¡Todo es verdad!

—¡Cállate! —intentó gritar Rodrigo, pero no tenía fuerzas.

—¡Lo haré yo! —interrumpió Mariana, girándose hacia el patriarca—. Rodrigo vendió parte de las tierras del norte sin tu conocimiento. Falsificó tu firma en los documentos y se quedó con el dinero. Ha estado perdiendo la fortuna de la familia en las casas de juego y cantinas de Salamanca. Veinte mil pesos, don Aurelio.

El anciano se puso rojo de ira y descreimiento. —¿Pruebas?

Socorro salió corriendo y regresó con una caja de madera. Al abrirla, don Aurelio encontró las escrituras, los recibos de deudas de juego, las cartas desesperadas de los acreedores. Todo estaba ahí.

El patriarca leyó los papeles y luego miró a su hijo. En sus ojos ya no había orgullo, solo una decepción infinita. —Has robado, has mentido, has falsificado… —su voz se quebró—. Y para cubrir tu basura, intentaste asesinar a una inocente. Has deshonrado a esta familia más de lo que cualquier rumor podría haberlo hecho jamás.

Esa noche, la justicia fue terrenal, no divina. El juez y el alcalde fueron convocados de urgencia. Rodrigo Domínguez fue arrestado en su propia casa, ante la mirada atónita de la sociedad que tanto intentó impresionar. Fue sentenciado a prisión por fraude e intento de homicidio.

Pero la escena que quedaría grabada para siempre en la memoria de Mariana ocurrió antes de que se llevaran a Rodrigo. Don Aurelio, el hombre que jamás se doblegaba, se acercó a ella y se arrodilló. —No hay palabras para mi vergüenza —dijo el viejo, llorando—. He cometido el pecado más grave: la injusticia. Pídeme lo que quieras. La mitad de mi hacienda es tuya si eso compra tu perdón.

Mariana lo miró desde arriba. Sintió pena, pero no odio. El odio había se había ido con el agua del río. —Levántese, don Aurelio. Su dinero no me interesa, aunque lo aceptaré como pago por las tierras que le quitó a mi familia años atrás a precio de miseria. Eso es justicia. Pero mi perdón… ese no se compra.

En los días siguientes, la historia de “La Novia del Río” se convirtió en leyenda. Eulalia, consumida por la culpa de haber iniciado la tragedia con su mentira, se recluyó en un convento. Jacinto el herrero fue exonerado públicamente.

Mariana, sin embargo, sabía que no podía quedarse en Salamanca. El pueblo siempre la miraría como la mujer que regresó de la muerte, o peor, como la mujer que destruyó a los poderosos Domínguez.

Una semana después, con el dinero de la compensación en su bolsa, Mariana se despidió de su madre y del padre Damasceno. —¿A dónde irás, hija? —preguntó el sacerdote.

—A la Ciudad de México —respondió ella, mirando por última vez el cauce del río Lerma—. Quiero estudiar. Quiero escribir. Quiero que mi historia sirva para que ninguna otra mujer tenga que depender del “honor” de un hombre para sobrevivir.

Mariana subió al carruaje que la alejaría de su pasado. No miró atrás. El río Lerma seguía fluyendo, indiferente, guardando sus secretos, pero ella ya no era uno de ellos. Había entrado al agua como una víctima y había salido como una guerrera. Y mientras el carruaje avanzaba hacia el horizonte, Mariana sonrió por primera vez en mucho tiempo. Su vida, la verdadera, apenas comenzaba.

FIN