Las Sombras de Pelotas y el Juramento del Coronel

En las calles empedradas de Pelotas, el viento minuano soplaba con fuerza, trayendo consigo el olor salobre de las charqueadas y, más rápido aún, los rumores venenosos de la alta sociedad. No había un solo rincón, desde los salones de té de las señoras hasta las ruedas de mate de los peones, donde no se discutiera el mismo asunto: el matrimonio arreglado entre la delicada señorita Beatriz Pacheco y el imponente coronel Antônio Silveira.

Para el mundo exterior, aquello no era más que una transacción comercial vestida de sacramento. La familia Pacheco, arruinada por años de conflicto durante la Guerra de los Farrapos, entregaba a su única hija como moneda de cambio para salvarse de la indigencia. El coronel, un hombre de hierro, rico y respetado entre los republicanos, buscaba una esposa para perpetuar su linaje y consolidar sus tierras. Se decía que sería un enlace frío, una unión de conveniencia sin el menor atisbo de pasión.

Beatriz, con apenas veintiún años, escuchaba estos comentarios desde la ventana de su habitación con un nudo asfixiante en el pecho. Poseía una belleza melancólica, de cabellos oscuros y ojos grandes que recordaban a los de una corza acorralada. Sin embargo, lo que nadie veía era el terror que la habitaba. Beatriz guardaba secretos escritos en su propia piel, marcas antiguas dejadas por un tutor cruel de su pasado, un hombre sádico que había aprovechado su autoridad para “educarla” a través del dolor. Se sentía manchada, indigna y rota. La idea de que un hombre, especialmente alguien tan rígido y correcto como el coronel Silveira, viera esas cicatrices, la paralizaba de vergüenza.

—Escondimos bien su pasado —había susurrado su madre la noche anterior, creyéndose a salvo tras una puerta cerrada—. Él piensa que es solo tímida.

Pero las mentiras son como telas finas; se rasgan con facilidad.

El día de la boda llegó bajo un sol pálido. En el altar, Antônio Silveira parecía una estatua tallada en piedra de las pampas. Era un hombre alto, de hombros anchos y mirada severa, endurecido por las batallas y la soledad del mando. Al pronunciar el “sí”, Beatriz sintió que se cerraban las rejas de una prisión.

El traslado al solar señorial del coronel fue silencioso. La casa era magnífica, pero fría. Y cuando llegó la temida noche de bodas, el silencio se transformó en una entidad pesada y sofocante.

En la penumbra del dormitorio nupcial, Beatriz temblaba mientras el coronel, con movimientos pausados y respetuosos, comenzaba a desabrochar los botones de su vestido. Él no era brusco, pero su cercanía era abrumadora. Cuando el último lazo cedió y la tela se deslizó, dejando su espalda al descubierto bajo la luz tenue de las velas, el tiempo se detuvo.

Antônio vio las líneas blancas y rosadas que surcaban la piel de porcelana de su esposa. Cicatrices de vara, marcas de una crueldad sistemática que bajaban por sus hombros y espalda.

Beatriz cerró los ojos, esperando el grito, el rechazo, el asco. Se encogió, protegiéndose de un golpe imaginario, y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

Pero el golpe nunca llegó.

El coronel detuvo su mano en el aire, a escasos centímetros de su piel. Su rostro, habitualmente impasible, se contrajo en una mueca indescifrable. No era asco lo que sentía, sino una conmoción profunda. La guerra le había mostrado horrores, hombres destrozados por el cañón y el sable, pero ver tal violencia en el cuerpo de una mujer joven, en su propia esposa, lo desarmó.

Sin decir una palabra, abrumado por una mezcla de furia ajena y desconcierto propio, Antônio se alejó. Caminó hacia el otro lado de la cama, se acostó dándole la espalda y se sumió en un silencio sepulcral.

Beatriz interpretó aquel gesto como el desprecio absoluto. “Me ha visto y le doy repulsión”, pensó, llorando en silencio hasta que el sueño la venció.

Los días siguientes fueron una tortura de malentendidos. La casa se llenó de un silencio gélido. Antônio, incapaz de articular lo que sentía y temiendo asustarla más, se refugió en el trabajo y en la guerra. Pasaba los días inspeccionando tropas y charqueadas, regresando solo para cenas formales donde el tintineo de los cubiertos era el único sonido.

Sin embargo, el coronel observaba. Con su ojo entrenado para detectar el peligro, notaba cómo Beatriz se estremecía ante los ruidos fuertes, cómo evitaba cualquier contacto físico, cómo sus ojos escaneaban las habitaciones buscando rutas de escape. Empezó a comprender que aquello no era timidez, era trauma. Y, lentamente, una necesidad protectora, desconocida para él, comenzó a germinar en su pecho blindado.

Entonces, el pasado llamó a la puerta.

Los rumores en Pelotas cambiaron de tono. Se hablaba de la llegada de un tal Doctor Augusto Brandão, un hombre adinerado y de “buena familia” que venía a hacer negocios. El día que mencionaron su nombre en la mesa durante un almuerzo con los suegros, Beatriz dejó caer su cuchara de plata. El sonido metálico resonó como un disparo.

Antônio vio cómo el color abandonaba el rostro de su esposa, dejándola tan pálida como un cadáver. Vio el terror puro en sus ojos. En ese instante, el coronel ató los cabos sueltos. Las marcas. El miedo. Y ahora, este nombre.

Brandão no tardó en mostrar sus garras. Solicitó una audiencia con los padres de Beatriz y, con una sonrisa viperina, comenzó el chantaje. Quería dinero y posición a cambio de su silencio sobre los “métodos correctos” que había usado para educar a la “díscola” Beatriz. Amenazaba con exponer el escándalo, manchando no solo a los Pacheco, sino ahora también el honorable nombre de los Silveira.

Beatriz, al enterarse, sintió que el mundo se derrumbaba. La vergüenza de ser la causa de la ruina de su esposo era insoportable.

La tensión culminó una tarde de mercado. Antônio, intentando mantener una apariencia de normalidad, había insistido en que Beatriz lo acompañara al centro de la ciudad. Mientras caminaban, un hombre elegante, con bastón y sombrero de copa, se giró entre la multitud.

Era él. Augusto Brandão.

Sus miradas se cruzaron. Brandão sonrió, esa sonrisa fría que Beatriz veía en sus pesadillas. El mundo de Beatriz osciló. El ruido del mercado se convirtió en un zumbido lejano, sus rodillas cedieron y la oscuridad amenazó con tragarla. Iba a caer, a desmayarse allí mismo, frente a todos, confirmando su debilidad.

Pero no tocó el suelo.

Unos brazos fuertes, firmes como el acero pero extrañamente cálidos, la sostuvieron. Antônio la atrapó antes de que cayera. No la sujetó con la rigidez del protocolo, sino con la urgencia de quien protege lo más valioso que tiene. La levantó en vilo, pegándola a su pecho, donde el olor a tabaco y cuero funcionó como un ancla a la realidad.

—¿Qué sucede? —preguntó él, no con ira, sino con una intensidad vibrante.

Beatriz, temblando incontrolablemente, solo pudo esconder el rostro en la solapa de su abrigo. Antônio miró hacia donde ella había estado mirando y vio al Doctor Brandão, quien lo saludó con una leve inclinación de cabeza, desafiante.

Los ojos del coronel se entrecerraron. La mirada que le devolvió a Brandão fue tan letal que el sonriente doctor dio un paso atrás involuntario.

Antônio llevó a Beatriz a la carreta, ignorando los murmullos de la gente. El viaje de regreso al sobrado fue tenso, pero algo había cambiado. Antônio no la soltó. Mantuvo su mano sobre la de ella, un contacto constante y tranquilizador.

Al llegar a la casa, el coronel no la dejó huir a su habitación. La llevó al despacho, cerró la puerta y la hizo sentar. Se arrodilló frente a ella, quedando a su altura, rompiendo por primera vez la barrera de su propia rigidez.

—Beatriz —dijo, su voz grave suavizada por una emoción nueva—. No voy a preguntarte qué pasó, porque mis ojos ya han visto las marcas y mi corazón ha entendido el miedo. Solo necesito que me confirmes una cosa.

Ella alzó la vista, los ojos llenos de lágrimas.

—Ese hombre, Brandão… ¿fue él?

Beatriz asintió, un movimiento apenas perceptible, y rompió a llorar. Fue un llanto desgarrador, de años de dolor contenido.

Antônio no se apartó. Con una torpeza enternecedora, limpió una lágrima de su mejilla con su pulgar calloso.

—Escúchame bien, señora Silveira —dijo él, usando su apellido como un escudo—. Tú eres mi esposa. Eres parte de mi vida y de mi honor. Nadie, absolutamente nadie, volverá a tocarte. Ni con una mano, ni con una palabra, ni con una mirada. Ese miedo que sientes… entrégamelo a mí. Yo cargaré con él.

Esa noche, el coronel Antônio Silveira salió de casa. No llevó soldados, ni hizo alarde. Solo llevó su revólver al cinto y su fusta de montar. Fue al hotel donde se alojaba Brandão.

Lo que ocurrió dentro de esa habitación nunca se publicó en los diarios, pero se supo en los susurros de la ciudad. Se dijo que el coronel Silveira había tenido una “conversación de caballeros” con el forastero. Se dijo que Brandão salió de Pelotas esa misma madrugada, pálido, temblando y sin mirar atrás, dejando todas sus pertenencias. Nunca más se supo de él en Rio Grande do Sul.

Cuando Antônio regresó al sobrado, ya amanecía. Encontró a Beatriz despierta, sentada en la sala, esperándolo.

Él entró, cansado pero con el semblante despejado. Se quitó el sombrero y la miró. Ya no había frialdad, ni distancia. Había un entendimiento mutuo, forjado en la crisis.

—Se ha ido, Beatriz —dijo él simplemente—. Y no volverá.

Beatriz se puso de pie. Por primera vez desde que se conocieron, no vio al coronel severo o al extraño impuesto por sus padres. Vio al hombre que había defendido su honor y, más importante aún, su dolor.

Dio un paso hacia él, vacilante, y luego otro. Antônio esperó, dejándole el control. Fue ella quien acortó la distancia final, apoyando tentativamente su frente en el pecho de él.

El coronel la envolvió en sus brazos, con cuidado, consciente de las cicatrices bajo la tela, prometiéndose en silencio que sus manos solo servirían para curar, nunca para herir.

El matrimonio de los Silveira comenzó realmente esa mañana. No con fuegos artificiales ni pasiones desmedidas de novela, sino con algo más sólido: la lealtad y la gratitud. Con el tiempo, el miedo de Beatriz se desvaneció, reemplazado por un amor tranquilo y profundo. Las cicatrices en su espalda nunca desaparecieron, pero dejaron de doler, porque ya no eran un secreto vergonzoso, sino la prueba de que había sobrevivido para ser amada por un hombre que supo ver más allá de la piel herida.

Y así, en medio de la guerra y el viento, encontraron su propia paz.