Emma cerró la puerta de la lavadora con más fuerza de la necesaria. El estruendo resonó en el diminuto apartamento, un reflejo de la furia que sentía.

“Ni siquiera pudo llevarse al perro, ¿verdad?”, susurró enfadada. “No, me deja a mí con las facturas y con el perro”.

En el sofá, Max levantó la cabeza. El gran pastor alemán, con su rígido collar azul, la observaba. Tenía esa misma mirada tranquila que su marido siempre decía que demostraba lealtad. Para Emma, en ese momento, solo parecía que la estaba juzgando.

“Deja de mirarme así”, le espetó. “Tú le pertenecías a él, no a mí”.

Una voz suave se oyó desde el suelo. “Mamá, por favor, no te enfades con Max”.

Emma bajó la vista. Su hija, Lily, con sus desordenados rizos rubios y un jersey rojo demasiado grande, estaba sentada en la alfombra rodeada de bloques. Sus pequeñas manos agarraban la cola de Max como si fuera un asa. El perro permanecía impasible, permitiendo que la niña se aferrara a él.

“Lily, ya te lo he dicho. Deja de tirar de él. No es un juguete”.

“Él se preocupa por mí”, dijo Lily con una simple sonrisa. “Siempre me está ayudando”.

 

Emma soltó una risa áspera. “¿Ayudándote? ¿En serio? Ese perro no me ayudó en nada cuando tu padre se fue. Ni con el alquiler. Ni con la comida. Solo come”. Agarró una camiseta del montón de ropa sucia, doblándola con movimientos rápidos y frustrados.

La cara de Lily se ensombreció. “Pero es mi mejor amigo”.

“Tu mejor amigo”, resopló Emma. “No es más que un problema”.

Sintiendo la tensión, Max se acercó más a Lily. Su gran cuerpo se interpuso entre ella y el borde de la mesa, donde un vaso estaba a punto de caer. Emma lo vio y entrecerró los ojos. “Mira, eso es exactamente lo que hace. Siempre está en medio”.

Pero Lily se rio, acariciando su pelaje. “No, mamá. Me está ayudando. Mira”.

Accidentalmente, la niña empujó uno de sus bloques de juguete, que rodó hasta desaparecer bajo el sofá de cuero negro. Intentó alcanzarlo, estirando sus bracitos en vano. “¡Mamá! ¡Se ha ido!”, lloriqueó, mirando el oscuro hueco.

Emma suspiró y empezó a inclinarse. Pero antes de que pudiera moverse, Max actuó. Con suavidad y cuidado, apoyó la nariz en el suelo. Arañó ligeramente y luego usó su hocico para empujar el bloque hasta que salió rodando de nuevo a las manos de Lily.

“¿Ves, mamá? ¡Me ayudó!”, exclamó Lily feliz, abrazando el bloque.

Emma se quedó inmóvil. Intentó decirse a sí misma que solo era suerte, pero no era la primera vez. Recordó cómo él había traído la manta de Lily desde el dormitorio cuando ella lloraba, o cómo había enderezado su taza cuando la había volcado. Apartó esos pensamientos. “Solo quiere tu atención. No finjas que significa algo”.

Lily no le hizo caso y rodeó el cuello de Max con sus pequeños brazos. “Buen perro”. El perro se apretó contra ella, sus ojos fijos en Emma una vez más. No de forma amistosa, ni pidiendo premios. Solo observando. Siempre observando.

“No finjas que sabes lo que siento”, dijo Emma de repente, con voz dura. “Solo eres un perro. No puedes hacer que nada mejore”.

Lily se sobresaltó por su tono airado. “Mamá, por favor, deja de ser mala con él”.

A Emma se le cortó la respiración. Su hija nunca la había defendido de esa manera. Ni por otras personas, ni por nadie. Pero ahora estaba protegiendo a un perro.

Desde el piso de arriba, el vecino golpeó el suelo. “¡Silencio ahí abajo!”.

Emma gritó hacia el techo: “¡Ocúpese de sus asuntos!”. Luego señaló a Max con el dedo. “¿Lo oyes? Todos te odian. Solo estás causando problemas. ¡Nos vas a destruir!”.

Max no retrocedió. Se movió de nuevo, esta vez empujando la taza de juguete de Lily hacia ella con el hocico. La niña emitió un sonido de alegría.

Las manos de Emma temblaban mientras cogía otra camiseta. Quería gritar que nada de eso importaba. Pero en algún lugar de su interior, viendo a su hija sonreírle al perro, sintió cómo crecía el dolor en su corazón. Su marido se había ido sin pensarlo dos veces. Pero el perro… el perro no se había ido.

Emma apretó los labios y dejó la camiseta en la cesta. “Esto no cambia nada”, dijo en voz baja, casi para sí misma.

Mientras llevaba la cesta de la ropa por el pasillo, murmuró: “Debería haberlo llevado al refugio justo después de que tu padre se fuera. Me habría evitado todos estos problemas”.

Se detuvo en la entrada de la sala. Lily estaba en el sofá, aplaudiendo mientras Max estaba sentado frente a ella, inmóvil, como si protegiera el espacio a su alrededor.

“Parece que ni siquiera estoy aquí”, dijo Emma, molesta. “Como si él fuera quien mantiene viva a esta familia”.

Lily la miró. “Mamá, ¡mira! Recuperó mi bloque. Lo perdí y él me lo devolvió”.

Emma apretó la mandíbula. “Claro que lo hizo. Eso es lo suyo. Malcriarte. Hacerte creer que es un héroe”.

La sonrisa de Lily desapareció. “No hables así”. La dureza en su pequeña voz sorprendió a Emma. La niña abrazó el cuello de Max, susurrándole algo al oído.

Desde arriba llegó otro golpe fuerte. “¡Mantenga callado a ese animal o llamaré al propietario ahora mismo!”.

El control de Emma se rompió. Se giró hacia el techo y gritó: “¡Adelante! ¡Estoy esperando!”.

Las palabras de Lily la hirieron. “Mamá, basta. Él es bueno. Me ayuda constantemente. Tú nunca te das cuenta”.

Emma abrió la boca para decir algo hiriente, pero las palabras no salieron. Vio su propio reflejo en esos tranquilos ojos de perro: agotada, enfadada, sola. Él no se iba. Él no actuaba como su marido. Él permanecía.

Descartó el pensamiento y dijo bruscamente: “Es casi la hora de dormir. Deja de jugar”.

Lily no la escuchó, riendo de nuevo cuando Max cogió con cuidado el gastado oso de peluche de la cesta de juguetes y lo puso en su regazo.

“Mira, me da cosas”.

Las piernas de Emma flaquearon. Ese oso era lo único que Max nunca dejaba que nadie tocara. Y ahora se lo estaba dando a su hija sin dudarlo.

La voz de Lily se volvió tierna. “Gracias, Max”. Se acercó, sus pequeños labios rosados tocando la nariz negra y húmeda del perro.

Emma se puso rígida. “Lily, no”.

Pero fue demasiado tarde.

El beso rozó al perro. Por un momento que pareció eterno, nada se movió. El apartamento quedó en silencio.

Entonces, lo que sucedió después dejó a Emma sin palabras. Max no se apartó. Lentamente, bajó la cabeza y apoyó su ancha frente contra la pequeña cara de la niña, como si le devolviera el beso con su propio gesto tierno. Su pecho se hinchó en una respiración profunda y contenida. Permaneció allí, suave, intencionado, firme.

Lily inspiró suavemente. “Mamá… ¿viste? Me devolvió el beso”.

El corazón de Emma latía con fuerza. Sus manos temblaban contra la cesta de la ropa. La habitación parecía más pequeña, más pesada, llena de una realidad que había estado evitando. Quería creer que era casualidad, solo instinto, pero no lo era. Era un vínculo.

El vecino de arriba volvió a golpear, pero Emma apenas lo oyó. Su hija le había mostrado amor al perro, y el perro se lo había devuelto.

“Te quiero”, susurró Lily, abrazando el cuello de Max. Y aunque Emma no tenía explicación, podía sentir la fuerza de la devoción que emanaba de ese animal. Una devoción de la que se había burlado, que había rechazado, pero que ahora rodeaba a su hija como un escudo.

Las lágrimas escocieron sus ojos. Se dejó caer en el sofá, hablando a nadie en particular. “Debería habérsete llevado cuando se fue… Pero tal vez… tal vez te dejó aquí para ella”.

Lily sonrió, sin entender el peso de las palabras de su madre. “Mamá, él nos pertenece ahora”.

Emma extendió la mano, sus dedos temblorosos tocando el pelaje de Max por primera vez sin amargura. Él no reaccionó, no pareció orgulloso. Simplemente permaneció, con los ojos tranquilos, como si hubiera estado esperando exactamente ese momento todo el tiempo.

Los golpes de arriba cesaron. El apartamento quedó en silencio, interrumpido solo por la risa constante de Lily mientras le daba a Max otro beso en la cabeza.

Emma exhaló un suspiro tembloroso. Su ira se disipó, su miedo se resquebrajó. La cesta de la ropa volcó, pero a Emma no le importó. Se recostó, mirando a su hija y al perro que solía odiar. Por primera vez desde que su vida se había derrumbado, sintió el más mínimo atisbo de protección.

El tiempo pasó. Los problemas con el vecino disminuyeron gradualmente. Incluso el hombre más rudo del edificio suavizaba el gesto al ver al enorme perro moverse al mismo ritmo que la niña en el pasillo.

Emma todavía sentía el dolor del abandono cada vez que recordaba al hombre que se fue. Pero cada noche, cuando la ropa seguía sin doblar y el cansancio amenazaba con abrumarla, miraba el sofá. Allí, Lily dormía profundamente contra el pecho de Max, el viejo oso entre ellos, ambos descansando con total confianza.

Emma comprendió que ya no estaba criando a su hija sola. Max estaba presente, silencioso, fiable, ocupando el espacio vacío que su marido había dejado.

Por primera vez en muchos meses, en la oscuridad del apartamento, susurró: “Gracias”.

Y las orejas de Max se movieron levemente, como si la hubiera oído.