La Pensión de los Muertos
Zacatecas, 1952.
La ciudad de Zacatecas tiene un color particular, un tono entre rosa cantera y polvo seco que se adhiere a la garganta. Es una ciudad de silencios antiguos y miradas bajas, donde las paredes de adobe grueso guardan el frío en verano y los secretos todo el año. En la calle Hidalgo, número 47, vivía una mujer que entendió, quizás mejor que nadie, que en este mundo la supervivencia pesa más que la moral.
Eduviges Salmerón de Cortés no era una criminal, ni una loca, al menos no al principio. Era, sencillamente, una mujer de 44 años que miraba al abismo de la miseria y decidió no saltar.
Todo comenzó el 3 de marzo de 1952. Esa mañana, Eduviges se presentó ante el Registro Civil con el rostro lavado y un luto riguroso. Llevaba en su bolso negro dos papeles que definirían su destino: un acta de matrimonio y un certificado médico firmado por el doctor Evaristo Luna. El documento certificaba que Nicolás Cortés Villanueva, minero de 48 años de la Compañía Real del Monte, había fallecido por insuficiencia respiratoria. Los pulmones de Nicolás, convertidos en piedra por años de inhalar polvo de sílice, finalmente habían colapsado.
El trámite fue aséptico. Eduviges recibió el acta de defunción, firmó tres veces con mano firme y salió a la calle. El sol de mediodía golpeaba las fachadas coloniales, pero ella sentía un frío interior que nada tenía que ver con el clima. Nicolás estaba muerto, legalmente muerto. Ahora, solo faltaba enterrarlo. O eso creía todo el mundo.
El problema era simple y brutal: Nicolás muerto significaba el fin de los ingresos. Pero Nicolás muerto, siendo viuda de minero, significaba una pensión. El gobierno pagaba pensiones a las viudas, no a las esposas de desempleados. Eduviges hizo los cálculos en la soledad de su cocina. Sin Nicolás, ella no tenía oficio ni beneficio, ni hijos que la mantuvieran, ni familia a la cual recurrir.
Tres semanas después, Eduviges se presentó en la Secretaría del Trabajo. Solicitó la pensión de viudedad. El trámite, lubricado por la burocracia ciega de la época, fue aprobado. A partir de abril, recibiría 180 pesos mensuales. No era una fortuna, pero era la diferencia entre comer y morir de hambre. Nadie verificó si hubo entierro. En 1952, un papel con un sello oficial valía más que la realidad.
Lo que nadie sabía, lo que no figuraba en ningún registro, era que Nicolás seguía en casa.
Eduviges no había llamado a la funeraria. No había comprado un ataúd. Simplemente, había cerrado las cortinas del dormitorio principal en el segundo piso, había puesto el cerrojo y había bajado a la cocina a prepararse un café.
El primer día fue una prueba de fuego para su cordura. En el diario que comenzó a escribir obsesivamente, anotó: “El cuerpo pesa más cuando el alma se va. Intenté moverlo, pero sus brazos se quedaron rígidos. Cerré la ventana. El aire ya huele distinto”.
La decisión estaba tomada. Para cobrar la pensión, Nicolás debía estar muerto en los papeles. Pero para evitar preguntas incómodas y gastos funerarios que no podía costear sin levantar sospechas sobre la fecha del deceso, Nicolás debía permanecer en la casa. Eduviges creó una rutina macabra. Vivía en la planta baja, cosiendo junto a la ventana, saludando a los vecinos, comprando el pan. La planta alta se convirtió en un mausoleo privado, un territorio prohibido al que solo ella tenía acceso.
El primer verano fue implacable. El calor seco de Zacatecas convirtió la habitación cerrada en un horno. El proceso natural de la muerte comenzó a manifestarse. El olor, al principio tenue, se transformó en una presencia física, un hedor dulzón y penetrante que amenazaba con escapar por las rendijas de las puertas.
Eduviges reaccionó con pragmatismo desesperado. Compró costales de cal viva en la ferretería. “Es para desinfectar el patio”, mintió al encargado. Subió al cuarto, conteniendo la respiración, y esparció el polvo blanco alrededor de la cama, creando un círculo mágico y químico. Tapó las rendijas con trapos húmedos empapados en vinagre. Quemó incienso día y noche.
En su diario, la letra se volvía temblorosa: “El cuerpo se oscurece. La piel ya no parece piel, es cuero viejo que se estira y se seca sobre los huesos. No me mira, pero siento que me ve”.
El tiempo pasó. Seis meses. Un año. Eduviges cobraba puntualmente sus 180 pesos. La gente del pueblo, respetuosa de la intimidad ajena, no preguntaba demasiado. Si notaban que Eduviges estaba más delgada, más pálida, lo atribuían al dolor de la viudez. Si percibían un olor extraño al pasar frente a la casa número 47, pensaban en cañerías viejas o animales muertos en la calle. Nadie imagina lo impensable.
En septiembre de 1952, la realidad llamó a la puerta en forma de una inspectora, Guadalupe Rincón. Era una visita de rutina para verificar que la viuda no se hubiera vuelto a casar. Eduviges la recibió con una calma glacial. Le ofreció asiento en la sala, lejos de las escaleras. Respondió con monosílabos. Sí, vivía sola. No, no tenía apoyo. La inspectora miró alrededor, firmó su libreta y se fue. Eduviges cerró la puerta y se dejó caer en una silla, temblando. Había estado tan cerca.
Nicolás, arriba, seguía su lenta transformación. El ambiente seco y la cal habían detenido la putrefacción húmeda, dando paso a una momificación accidental. El cuerpo se secaba, se contraía, se volvía eterno en su quietud. Eduviges ya no lo miraba a la cara cuando subía a cambiar la cal. Lo trataba como a un mueble más, un objeto pesado y peligroso que garantizaba su sustento.
El segundo año, 1953, fue el año del silencio. Eduviges se aisló. Dejó de comprar carne y verduras; solo compraba latas y pan. El apetito se le había ido con el miedo constante. Gertrudis, una vecina costurera, intentó acercarse. “¿Necesita ayuda, doña Eduviges? La casa huele raro”. Eduviges la rechazó con firmeza. “Son las humedades”, dijo, cerrando el portón.
Pero el silencio tiene un límite, y la mentira, patas cortas. En marzo de 1954, el gobierno anunció una auditoría general de pensiones. Querían depurar las listas, evitar fraudes. Los auditores irían casa por casa, pero también verificarían los registros de los cementerios.
Eduviges leyó la noticia en el periódico y supo que el final estaba cerca. Subió al cuarto, miró a la momia de su marido y le habló por primera vez en dos años: “Vamos a seguir así, Nicolás, hasta que nos atrapen. No tengo a dónde ir”.
En abril, dos hombres de traje gris llegaron a su puerta. Eran burócratas, eficientes y sin alma. Hicieron las preguntas de rigor, pero esta vez pidieron algo más: la ubicación de la tumba. —Sección norte, tercera fila —mintió Eduviges, improvisando con una frialdad que la sorprendió a ella misma—. No recuerdo el número exacto. Los hombres anotaron. —Verificaremos —dijeron.

Esa noche, Eduviges no durmió. Sabía que en la sección norte del cementerio municipal no había nada, solo tierra y olvido. Esperó el desenlace sentada en la sala, escuchando los crujidos de la casa, sintiendo que el techo se le venía encima.
El 12 de mayo de 1954, el destino se presentó con uniforme. Los auditores regresaron acompañados del señor Ugarte, administrador del cementerio, y de un agente de policía. —Señora Cortés —dijo el auditor jefe, ya sin amabilidad—, no existe ninguna tumba a su nombre. Hemos revisado los libros desde 1950. Eduviges sintió que el suelo se abría. —Debe haber un error —murmuró. —No hay error. O nos dice dónde está enterrado su marido, o tendremos que asumir que hay fraude. El policía miró hacia las escaleras. —¿Qué hay arriba? —Nada. Está cerrado. —Tenemos una orden de registro si no coopera.
Le dieron 48 horas. Dos días para producir un cuerpo enterrado o una explicación. Eduviges consideró huir, consideró suicidarse, pero al final, no hizo nada. Se quedó paralizada por el peso de su propia historia.
Cuando regresaron con la orden judicial y el cerrajero, Eduviges se quedó de pie en el recibidor, inerte. Los policías subieron. El sonido de la madera astillándose al forzar la puerta del dormitorio resonó como un disparo. Luego, un silencio absoluto. Y finalmente, un grito ahogado de horror. —¡Dios santo!
El médico forense bajó primero, con el rostro blanco como el papel. —Hay un cuerpo —dijo, con la voz quebrada—. Lleva años muerto. Es… es una momia.
Eduviges fue esposada allí mismo. No opuso resistencia. Mientras la sacaban de su casa, rodeada de vecinos curiosos que murmuraban y se persignaban, ella mantuvo la cabeza alta. No miró a nadie.
El escándalo sacudió a Zacatecas. La prensa la bautizó como “La Viuda Momia”. Se escribieron crónicas sensacionalistas, se vendieron periódicos con fotos de la casa. El cuerpo de Nicolás fue llevado al forense, donde confirmaron la muerte natural y el asombroso estado de conservación. Finalmente, Nicolás Cortés tuvo su entierro en la sección norte, tercera fila, dos años tarde.
El juicio fue rápido. Eduviges confesó todo. Escribió una declaración que dejó mudos a los presentes: “No lo hice por amor, ni por locura. Lo hice por hambre. Sin la pensión, yo era un cadáver más. Decidí que él siguiera vivo en los papeles para que yo pudiera seguir viva en la tierra”.
Fue condenada a cuatro años de prisión por fraude, profanación y falsificación. Perdió la casa, perdió la pensión, perdió el poco nombre que tenía.
Cuatro años después, en 1958, Eduviges salió de la cárcel. Era una anciana prematura, con el cabello blanco y las manos vacías. Vivió en la indigencia, durmiendo en el mercado, convertida en una leyenda urbana que los niños señalaban con miedo.
Un año después, una periodista llamada Elena Villalobos la encontró sentada en una banca del parque. Eduviges aceptó hablar a cambio de unas monedas. La periodista, buscando una historia de terror gótico, le preguntó por qué no lo había enterrado, esperando una respuesta sobre el apego morboso o la locura.
Eduviges Salmerón la miró con ojos claros, ojos que habían visto lo que nadie debería ver, y dio la única respuesta posible, la que cerraba el círculo de su tragedia: —Porque los muertos no cuestan, señorita. Los vivos sí. Y el precio de estar viva era demasiado alto.
Se levantó, se ajustó el rebozo raído y se perdió entre la gente, dejando atrás una historia que Zacatecas nunca olvidaría, la historia de la mujer que detuvo el tiempo para no morir de hambre.
FIN.
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