La mujer más humilde del barrio encontró 300 mil pesos; cuando intentó devolvérselos al dueño, este afirmó que “faltaban” más de 100 mil, y la anciana, atónita, tuvo que recurrir a un préstamo bancario para completar la suma. Tres días después, todo el vecindario vio 10 autos lujosos estacionarse frente a su puerta y entonces…

La anciana vivía al final de la calle y era conocida y querida por todos. Viuda desde hacía años, con sus hijos viviendo lejos, pasaba los días sola en su pequeña casa con goteras, sobreviviendo de unas parcelas alquiladas y recogiendo botellas y cartón para vender.

Una mañana, mientras caminaba junto al canal buscando latas de cerveza, vio un bolso de cuero tirado en el suelo. Al abrirlo, descubrió un grueso fajo de billetes: al contarlos por encima, sumaban unos 300 mil pesos. En toda su vida jamás había tenido tanto dinero. Sus manos temblaban y el corazón le latía a toda prisa. Pero recordando que “lo ajeno se devuelve”, envolvió cuidadosamente el bolso y corrió a la casa del dueño del aserradero más rico de la región.

Al contar el dinero, él frunció el ceño:
—¿Cómo que 300 mil? En este bolso había más de 400 mil. ¿Dónde está lo que falta? ¡Devuélvemelo!

La anciana quedó paralizada. Tartamudeó explicando que eso era lo que encontró, pero él insistía en que faltaba dinero. Temiendo que la acusaran de robo, se mordió los labios y fue al banco a pedir un préstamo urgente de más de 100 mil pesos para “completar” la cantidad. Los vecinos comenzaron a murmurar: algunos la defendían, otros la miraban con sospecha.

Tres días después, al amanecer, un estruendo despertó a todos. Frente a la casa de la anciana estaban estacionados 10 autos relucientes. De uno de ellos descendió un hombre elegante, con lágrimas en los ojos, y dijo con voz temblorosa, que se escuchó en toda la calle:

—Señora… vengo a pedirle perdón.

El hombre se presentó como el hijo mayor del dueño del aserradero. Explicó que había estado fuera del país y, al enterarse de lo ocurrido, investigó en secreto. Resultó que el bolso nunca había tenido 400 mil pesos: su padre lo había perdido en una borrachera, y el dinero que había dentro coincidía exactamente con lo que la anciana le devolvió. El resto de la historia había sido una mentira, una cruel maniobra para aprovecharse de ella.

El hijo, indignado, había reunido a sus socios y amigos para enmendar la injusticia. De los autos comenzaron a bajar personas bien vestidas, cada una con un sobre en la mano. Los vecinos, asomados desde las ventanas, no podían creer lo que veían.

Uno por uno, se acercaron a la anciana, que no entendía nada. El hijo del aserradero le tomó las manos y le explicó:

—Todos aquí hemos aportado para devolverle lo que perdió… y mucho más. No se trata solo del dinero, sino de su dignidad. Usted es el ejemplo de honestidad que este barrio necesita.

Cuando abrieron los sobres frente a ella, el monto total superaba el millón de pesos. La anciana, con lágrimas resbalando por sus mejillas arrugadas, intentó rechazarlo, pero el joven insistió:

—No es un regalo. Es una deuda que el honor de mi familia y de este barrio tiene con usted.

En ese momento, la multitud de vecinos que se había reunido empezó a aplaudir. Incluso algunos que antes la habían juzgado se acercaron a abrazarla. La anciana, que apenas tenía para arreglar el techo de su casa, miró al cielo y susurró:

—Gracias, Dios… porque todavía existen personas buenas.

El hijo del aserradero le dejó también un documento: la escritura de una nueva vivienda, sin goteras, más amplia y con jardín, pagada en su totalidad.

Y así, la noticia corrió por todo el pueblo: la mujer más humilde había dado una lección de integridad tan grande, que terminó transformando la vida de todos, incluso la de quienes habían dudado de ella.