La Cosecha de la Marquesa: El Misterio de la Rua do Carmo

El año de 1886 se cernía sobre la ciudad de Salvador de Bahía con un aire pesado, cargado de la humedad del trópico y de los fantasmas de un pasado colonial que se negaba a morir. En aquel entonces, entre las calles empedradas y las mansiones decadentes del Pelourinho, se alzaba una propiedad que no destacaba por su ostentación, sino por el silencio sepulcral que la envolvía. Era la residencia de la Marquesa Adelaide de Bragança Távora, una estructura imponente que ocupaba tres lotes en la Rua do Carmo, cuyas ventanas permanecían perpetuamente selladas bajo pesadas cortinas de terciopelo color sangre.

Los vecinos murmuraban que, incluso bajo el sol abrasador del mediodía, ninguna luz osaba escapar por las frestas de aquella casa. Adelaide, una mujer de 42 años que había heredado el título y una vasta fortuna de una tía en Portugal, vivía allí en un aislamiento casi monástico. Nunca se había casado, dedicando su existencia a lo que ella llamaba eufemísticamente “estudios antropológicos sobre las tradiciones locales”. Sin embargo, la realidad que se gestaba tras esos muros era mucho más oscura que cualquier estudio académico.

La marquesa vivía acompañada únicamente por cinco criadas, todas mujeres jóvenes, de entre 15 y 20 años, reclutadas meticulosamente de las haciendas más remotas del Recôncavo Bahiano. La rutina de la casa operaba bajo un mecanismo de relojería perversa. Según los archivos eclesiásticos recuperados años más tarde, estas jóvenes solo eran vistas durante las primeras luces del alba, cuando salían en fila india hacia el mercado del 2 de Julio. Vestidas con uniformes idénticos de tela oscura y con los cabellos ocultos bajo pañuelos blancos inmaculados, parecían más espectros penitentes que sirvientas.

Joaquim Ferreira da Silva, un comerciante local, fue el primero en notar las anomalías en sus compras. En su cuaderno de contabilidad, preservado por el tiempo, se detallaba una lista de provisiones inquietante: cantidades industriales de sal gruesa, hierbas asociadas a rituales sincréticos como la ruda y el guiné, 15 kilos de harina de maíz blanco por semana, litros de miel de abeja silvestre y raíces exóticas que debían ser encargadas a curanderos del interior. Pero lo más extraño eran los horarios de alimentación. Las chimeneas de la casa emanaban un humo denso tres veces al día: a las seis de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde. Con el humo, llegaba un olor que impregnaba el barrio; una mezcla dulzona y terrosa, como incienso quemado revuelto con algo orgánico en estado de descomposición.

Maria das Dores, una lavandera que trabajaba en la casa contigua, fue la primera en dar la voz de alarma al vigario local. En su testimonio de octubre de 1886, describió una transformación aterradora en las muchachas. “Llegan sanas, con las mejillas rosadas”, relató, “pero después de unos meses, se consumen. Pierden peso de forma dramática, pero sus ojos… sus ojos brillan con una fiebre extraña y no parecen sentir cansancio”. Maria juraba haberlas visto cargar sacos de 50 kilos como si fueran plumas, moviéndose con la eficiencia mecánica de autómatas, mientras sus rostros se tornaban cada vez más pálidos, casi translúcidos.

El invierno de aquel año trajo consigo un aislamiento aún mayor. Las salidas al mercado se redujeron a una vez por semana. Joaquim, el comerciante, notó la degradación de una joven llamada Esperança. Había comenzado en marzo, vibrante y comunicativa; para julio, era un esqueleto andante con la mirada vidriosa, fija en un horizonte que nadie más podía ver. “Cuando le preguntaba si estaba bien”, escribió Joaquim en una carta al juez de huérfanos, “ella solo sonreía, pero era una sonrisa que helaba la sangre”. En agosto, Esperança desapareció. Fue reemplazada por Conceição, y el ciclo de horror se reinició.

El primer indicio tangible de la catástrofe ocurrió en septiembre. Conceição se desmayó en la Praça da Sé. João Batista Almeida, un farmacéutico que acudió en su ayuda, quedó horrorizado al levantarla. En su diario personal, describió la sensación de sostener “un muñeco de paja”. La joven tenía volumen bajo la ropa, pero carecía de sustancia, de masa muscular. Al examinar su boca, descubrió encías transparentes y dientes que se movían con el más leve toque. Al despertar, la muchacha rechazó cualquier ayuda médica con una vehemencia antinatural y regresó, arrastrando los pies, a la mansión de la Marquesa.

La investigación informal de João Batista reveló un patrón siniestro: en dos años, quince jóvenes habían entrado a trabajar allí. Ninguna había regresado a sus hogares. Simplemente, dejaban de existir.

La verdad comenzó a filtrarse a través de las grietas del silencio gracias a Eulália Santos, una antigua criada que logró escapar. Su confesión al Padre Antônio Vieira abrió las puertas del infierno. Esquelética y desnutrida, Eulália describió el ritual alimenticio. No había platos individuales. La Marquesa preparaba personalmente una pasta densa y oscura en el sótano, una sala fría revestida de azulejos blancos con una mesa de piedra en el centro, similar a una morgue o un altar. Allí, Adelaide molía, mezclaba y fermentaba ingredientes hasta crear una sustancia viscosa.

Las cinco criadas debían sentarse en círculo alrededor de un cuenco común y comer exactamente la misma cantidad, bajo la estricta supervisión de la Marquesa, quien tomaba notas febrilmente en un cuaderno de cuero rojo. La mezcla otorgaba una energía artificial, una vitalidad prestada, pero el precio era la consumición del propio cuerpo desde adentro. Eulália sobrevivió porque su organismo rechazó la mezcla, permitiéndole mantener la lucidez suficiente para huir una noche de tormenta.

Mientras la burocracia eclesiástica y la influencia política de la Marquesa frenaban una intervención oficial, el horror se intensificaba. Los vecinos reportaban sonidos rítmicos en la madrugada, como golpes secos provenientes del subsuelo, y aullidos de perros enloquecidos por el olor nauseabundo. Maria das Dores, convertida en vigilante nocturna, presenció una escena que la marcaría de por vida: vio a Conceição, o lo que quedaba de ella, salir al jardín trasero a las dos de la mañana, cavar un agujero y enterrar un saco pesado. Al día siguiente, Maria desenterró el secreto: fragmentos de huesos humanos, tejidos y cabellos, triturados y mezclados como si hubieran sido procesados industrialmente.

La tragedia culminó en diciembre, cuando el cuerpo de Conceição apareció flotando cerca del Fuerte de São Marcelo. El estado del cadáver desafiaba a la ciencia médica de la época. Según la autopsia del Dr. Francisco Pereira da Costa, el cuerpo carecía totalmente de masa muscular; era piel sobre hueso, pero sin cortes externos. El estómago contenía solo aquella sustancia negra y viscosa. Lo más escalofriante fue la data de la muerte: Conceição llevaba muerta dos semanas antes de ser encontrada, lo que implicaba que había estado caminando, comprando y trabajando mucho después de que su corazón debiera haber dejado de latir.

Con esta evidencia irrefutable, el Comisario Mayor Fortunato Oliveira ordenó el allanamiento el 15 de diciembre. Pero llegaron tarde. La casa de la Rua do Carmo estaba vacía de su dueña. La Marquesa Adelaide de Bragança Távora se había esfumado en la noche, llevándose sus pertenencias. En el sótano, encontraron a las criadas restantes sentadas en círculo alrededor de un cuenco vacío, en estado catatónico, con la mirada perdida en el abismo.

El sótano era un escenario de pesadilla. Las paredes estaban cubiertas de anotaciones hechas con una tinta que resultó ser sangre humana mezclada con compuestos orgánicos. Había frascos con la sustancia negra etiquetados con nombres y fechas. En el centro, la mesa de piedra tenía surcos profundos, y el suelo estaba sembrado de dientes y mechones de pelo. Las notas de la Marquesa revelaban su demencial objetivo: no solo mataba a las jóvenes, sino que creía haber descubierto un método alquímico para absorber su juventud y vitalidad mediante el consumo controlado de su esencia biológica. No buscaba la muerte, sino la transferencia de vida.

Las criadas supervivientes fueron llevadas a la Santa Casa de Misericordia. Tres murieron rápidamente, sus cuerpos colapsando como estructuras sin cimientos. La cuarta, Benedita, vivió lo suficiente para confirmar que sabían lo que ocurría, pero la adicción a la sustancia era tan potente que preferían la degradación física a la abstinencia.

La Marquesa nunca fue encontrada. Meses después, surgieron rumores de una mujer misteriosa, físicamente idéntica a Adelaide pero con la apariencia de alguien veinte años más joven, instalada en una hacienda del interior. Estos relatos nunca se confirmaron. El caso fue sellado, la casa vendida y demolida, y en su lugar se erigió un jardín que los locales evitan hasta el día de hoy.

La historia, sin embargo, se negó a ser enterrada por completo. En 1952, el hallazgo del cuaderno rojo de la Marquesa en los archivos de seguridad pública confirmó la naturaleza científica y metódica de sus crímenes. En 1963, el Dr. Edmundo Correa da Silva, un investigador de la Universidad Federal, descubrió que el caso de Adelaide no era único; existía un patrón de desapariciones y “vampirismo” similar en otras regiones de Brasil, sugiriendo una red oculta. Pero cuando el Dr. Edmundo estaba a punto de publicar sus hallazgos, desapareció sin dejar rastro en 1965, dejando su oficina intacta y sus archivos extrañamente ordenados.

En 1968, obras en el Pelourinho desenterraron osamentas bajo el antiguo solar de la Marquesa: restos de al menos doce mujeres, procesados de la misma forma macabra. Las autoridades, una vez más, silenciaron el hallazgo clasificándolo como un antiguo cementerio colonial.

Hoy, más de un siglo después, el misterio persiste. Los documentos siguen clasificados, accesibles solo mediante órdenes judiciales que nunca se conceden. Los viejos del lugar dicen que en las noches sin luna, cerca del jardín donde se levantaba la casa, aún se puede percibir ese olor dulzón y terroso. Y la pregunta final, la que nadie se atreve a formular en voz alta, sigue flotando en el aire pesado de Salvador: ¿Murió realmente Adelaide de Bragança Távora? O tal vez, gracias a sus abominables métodos, ella sigue ahí fuera, cambiando de nombre, cambiando de rostro, pero continuando su cosecha eterna de juventud, caminando entre nosotros con una sonrisa que hiela la sangre y una longevidad que desafía a la propia naturaleza.

El silencio del Pelourinho guarda el secreto, recordándonos que hay monstruos que no se esconden bajo la cama, sino detrás de las cortinas de terciopelo de la alta sociedad, esperando pacientemente a que tengamos hambre.