La Maestra que Creíamos Detestar

En la secundaria técnica número 47, el nombre de la profesora Mendoza bastaba para helarnos la sangre. Era esa maestra que no toleraba ni un minuto de retraso, que descontaba puntos por un uniforme mal planchado, que rara vez sonreía y que parecía encontrar cierta satisfacción en reprobar alumnos.

En tercero, yo era algo así como el cabecilla de los que no la soportábamos. Me encargaba de coordinar las quejas, inventar apodos mordaces y planear bromas pesadas. Entre nosotros, la llamábamos “La Bruja” y soñábamos con vengarnos por todas las veces que nos había hecho pasar vergüenza.

Pero todo dio un giro inesperado un viernes de noviembre.
Ese día me salté las clases para ir al centro comercial con unos amigos. De regreso, desde el camión, vi algo que me llamó la atención: la profesora Mendoza saliendo de una farmacia en un barrio muy humilde, cargando varias bolsas llenas.

La curiosidad pudo más que el miedo. Bajé en la siguiente parada y la seguí, manteniendo cierta distancia. La vi entrar en una vecindad vieja y deteriorada. Esperé unos minutos y luego me acerqué. Desde una ventana del primer piso, que estaba entreabierta, oí voces.

—Profesora, gracias por venir. Mariana lleva tres días con fiebre.
—No se preocupe, señora López. Traje el antibiótico que le recetó el médico.

Mariana López… era mi compañera de clase. Siempre reservada, con ojeras permanentes y ausencias frecuentes.

—¿Cuánto le debo, profesora?
—Nada, señora López. Ya lo habíamos hablado.
—Pero es mucho dinero…
—Mariana es una alumna brillante. Tiene que estar sana para seguir estudiando.

Me incliné un poco más y vi a la temida profesora Mendoza acariciando con una suavidad increíble la frente de Mariana.

—¿Y cómo vas con las matemáticas, niña?
—Bien, profesora. Practiqué todos los ejercicios que me dejó.
—Perfecto. El lunes te traeré unos libros extra para que te prepares para el examen de ingreso al bachillerato.
—No creo que pueda ir al bachillerato… mi mamá necesita que trabaje.
—Tu trabajo ahora es estudiar, Mariana. Lo demás, déjamelo a mí.

Salí de ahí con la cabeza hecha un lío. Esa no era la mujer que yo conocía.
La semana siguiente empecé a observarla en el aula con otros ojos. Descubrí cosas que antes me habían pasado inadvertidas.

Si Carlos Herrera se quedaba dormido en clase, en lugar de gritarle como hacía con el resto, le tocaba suavemente el hombro. Luego supe que Carlos trabajaba hasta la madrugada en un taller para ayudar a su familia.
Si Sandra Vega no entregaba la tarea, le daba otra oportunidad sin humillarla. Más tarde me enteré de que Sandra cuidaba a sus cuatro hermanos pequeños mientras su madre trabajaba de noche.

Un día reuní valor y me quedé después de clase.
—Profesora, ¿puedo preguntarle algo?
—Claro, Rodrigo.
—¿Por qué con algunos es más… comprensiva?

Ella guardó silencio mientras recogía sus cosas.
—Rodrigo, siéntate.
Me senté, un poco incómodo.

—La diferencia entre tú y Mariana es que tú tienes padres que pueden comprarte útiles, pagar clases extras, y preocuparse por tus notas. Mariana no tiene eso.
—Pero no es mi culpa.
—No, no lo es. Pero sí es tu responsabilidad aprovechar lo que tienes. Cuando soy exigente contigo, es porque sé que puedes dar más. Con Mariana, debo ser cuidadosa para que no se rinda.

—¿Usted compra medicinas para los alumnos?
—¿Me seguiste el otro día?
Asentí, avergonzado.
—Algunos vienen sin desayunar, otros trabajan después de clases, otros cuidan a sus hermanos. Si puedo ayudarlos para que no abandonen la escuela, lo hago.
—¿Con su propio dinero?
—Con mi propio dinero.
—¿Por qué?
—Porque yo crecí igual que ellos. Una maestra me compró mis primeros libros de preparatoria. Sin ella, no habría llegado a la universidad.

Se me apretó la garganta.
—Entonces… ¿por eso es tan dura?
—Porque el mundo será más duro aún. Si no les exijo yo ahora, ¿quién lo hará?

Sus palabras me golpearon. Me dijo que yo era inteligente pero flojo, que desperdiciaba oportunidades que Mariana daría cualquier cosa por tener. Sentí vergüenza.
—¿Puedo hacer algo para ayudar?
—Empieza por ser el alumno que puedes ser. Y ayuda a tus compañeros cuando lo necesiten.

Ese día salí viendo la escuela con otros ojos. La profesora Mendoza no era la villana que imaginaba, sino alguien que cargaba con las necesidades de decenas de familias, que invertía su sueldo en alumnos que no eran sus hijos, que sabía cuándo presionar y cuándo sostener.

Me puse a estudiar de verdad. Organicé grupos de apoyo para quienes más lo necesitaban y dejé las bromas. Al final del año, con un promedio de 9.2, me entregó mi certificado y me sonrió por primera vez.
—Sabía que podías hacerlo, Rodrigo.
—Gracias por no rendirse conmigo.
—Nunca me rindo con mis alumnos, aunque a veces ustedes se rindan conmigo.

Años después, con mi título universitario en mano gracias a una beca, fui a buscarla. Allí estaba, en la misma escuela, igual de estricta y aún ayudando a quienes más lo necesitaban.
—Profesora, usted me enseñó que la exigencia también es una forma de cariño.
Hoy, como profesor universitario, trato de recordarlo cada vez que debo ser firme. Tal vez mis estudiantes me odien tanto como yo la odié. Pero espero que un día comprendan lo mismo que yo entendí: a veces, los maestros más duros son los que más nos quieren.

FIN