La hacienda Los Eninos se alzaba como un monumento al olvido en las afueras de Durango. Sus muros de piedra, testigos de generaciones de la familia Montero, guardaban secretos que el viento no se atrevía a susurrar. Era el verano de 1984 y el calor abrasador de julio parecía derretir hasta las sombras.

Don Esteban Montero, de 65 años, contemplaba su imperio desde el corredor principal. Las vastas tierras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista habían pertenecido a los monteros desde tiempos coloniales, pasando siempre de padre a hijo varón, nunca a una mujer. Y ahí radicaba su tormento.

La vida le había dado dos hijas, Lucía, de 23 años, y Carmen de 20. Su esposa, doña Mercedes, había fallecido 10 años atrás durante un parto malogrado del que hubiera nacido el tan anhelado varón. Desde entonces, la obsesión de don Esteban por tener un heredero que perpetuara el apellido Montero, se había convertido en una enfermedad que corroía su mente día tras día. Me llamaba padre.

La voz de Lucía lo sacó de sus pensamientos. Alta y de cabello oscuro era la viva imagen de su madre. “Sí, hija, siéntate”, ordenó señalando la silla frente a él. Su tono no admitía réplica. “He tomado una decisión sobre el futuro de esta hacienda.” Lucía se sentó tensa. Las decisiones de su padre rara vez traían algo bueno.

“¿Has mandado llamar también a Carmen?”, preguntó notando la ausencia de su hermana. Ella vendrá después. Esto es algo que debo hablar primero contigo, como la mayor. El viejo sacó de su bolsillo una carta arrugada y la colocó sobre la mesa de madera. El doctor Fuentes me ha confirmado lo que ya sabía.

Me quedan menos de 6 meses de vida. Lucía palideció. A pesar del carácter despótico de su padre, la noticia la golpeó con la fuerza de un rayo. Padre, podemos buscar otros médicos quizás en Ciudad de México. Silencio. El puño de don Esteban golpeó la mesa. No me interrumpas.

El tiempo se acaba y no puedo morir sin asegurar que un varón montero herede estas tierras. Un escalofrío recorrió la espalda de Lucía al ver la mirada febril en los ojos de su padre. He hablado con el notario. Si muero sin un heredero varón, las tierras pasarán a manos de mi sobrino Augusto, el hijo de mi hermano, un derrochador, un borracho que vendería esta hacienda por monedas. Afuera el cielo comenzó a oscurecerse.

Una tormenta se aproximaba como presagio de lo que estaba por venir. “Tú y Carmen son mi sangre”, continuó. Pero son mujeres. Y una mujer hizo una pausa. Sus ojos se clavaron en ella con desprecio. Una mujer solo sirve para dar a luz a los hijos que perpetúan el linaje. Lucía sintió que el aire se volvía pesado, irrespirable. He encontrado la solución, dijo don Esteban con una sonrisa que heló la sangre de Lucía.

He contratado a un hombre joven, fuerte, de buena estirpe. Llegará mañana. Tú y Carmen se turnarán en su cama hasta que una de las dos quede embarazada de un varón. La habitación pareció dar vueltas alrededor de Lucía. No podía creer lo que estaba escuchando. “Estás estás loco”, murmuró incapaz de contenerse.

La bofetada llegó tan rápido que apenas tuvo tiempo de sentirla antes de caer al suelo. “No me faltes al respeto”, rugió don Esteban levantándose. “Soy tu padre y harás lo que yo ordene. Esta tierra ha sido de los monteros por siglos y así seguirá siendo.” Lucía, con la mejilla ardiendo, se incorporó lentamente. “Ahora ve a buscar a tu hermana”, ordenó el viejo volviendo a sentarse.

“Y recuerda, hija mía, que si intentas escapar o desobedecerme, hay lugares en estas montañas donde nadie jamás encontraría tus restos.” La primera gota de lluvia golpeó la ventana mientras Lucía salía de la habitación con piernas temblorosas, consciente de que acababa de entrar en una pesadilla de la que no había escape.

El amanecer del día siguiente trajo consigo un cielo despejado que contrastaba con la oscuridad que se había instalado en el corazón de la hacienda Los Eninos. Lucía no había podido dormir. Después de contarle a Carmen los planes de su padre, ambas habían llorado abrazadas, buscando inútilmente una salida a su situación.

“Podríamos huir”, había sugerido Carmen entre lágrimas. “¿A dónde?”, respondió Lucía. “No tenemos dinero. No conocemos a nadie fuera de Durango. Nos encontraría y sabes lo que pasaría entonces.” Los rumores sobre la crueldad de don Esteban no eran infundados. Se decía que años atrás un peón que había intentado robar algunas cabezas de ganado había desaparecido sin dejar rastro. Nadie había osado denunciar su ausencia.

 

A mediodía, el sonido de un vehículo aproximándose a la hacienda alertó a las hermanas. Desde la ventana de su habitación observaron la llegada de una camioneta negra. Don Esteban ya esperaba en el portal, erguido como un centinela. Del vehículo descendió un hombre joven, quizás de unos 30 años, alto y de complexión fuerte.

Vestía un traje que parecía costoso, pero incómodo bajo el calor de Durango. Llevaba un maletín en la mano derecha. Ahí está, murmuró Carmen, aferrándose al brazo de su hermana. El hombre que padre ha traído. Lucía observó al desconocido estrechar la mano de su padre.

Había algo en su porte, en la forma en que se movía, que le resultó vagamente familiar. “Vamos”, dijo Lucía apartándose de la ventana. “Padre querrá que bajemos para presentarnos.” Las hermanas se arreglaron lo mejor que pudieron, sabiendo que enfrentaban al instrumento de su degradación. Cuando bajaron al salón principal, don Esteban y el recién llegado conversaban animadamente como viejos amigos.

“Ah, aquí están mis hijas”, anunció don Esteban al verlas. Lucía, Carmen, les presento al Dr. Javier Fuentes. El nombre cayó como un balde de agua fría sobre Lucía. Fuentes, como el médico que había diagnosticado a su padre. Es un placer conocerlas”, dijo el hombre inclinándose ligeramente.

Su voz era suave, educada, con un deje de acento capitalino. “Su padre me ha hablado mucho de ustedes. El doctor Fuentes es hijo de mi médico”, explicó don Esteban notando la confusión en el rostro de Lucía. ha estudiado en el extranjero y ha regresado recientemente a México. Estará viviendo con nosotros por un tiempo. La sonrisa que acompañó estas últimas palabras hizo que el estómago de Lucía se revolviera.

El doctor nos ayudará con un asunto familiar de suma importancia, continuó don Esteban. Espero que lo traten con el respeto que merece. Javier Fuentes mantuvo su expresión amable, pero Lucía pudo notar un destello de algo, incomodidad, culpa en sus ojos cuando estos se encontraron con los suyos.

Rosita les mostrará su habitación, doctor, dijo don Esteban, llamando a la anciana ama de llaves que había servido a la familia durante décadas. Esta noche cenaremos juntos para discutir los detalles de nuestro acuerdo. Mientras el doctor Fuentes seguía a Rosita por el pasillo, Lucía sintió la mano de su padre apretar su hombro con fuerza.

Esta noche tú serás la primera susurró en su oído. No me decepciones. El resto del día transcurrió como si el tiempo se hubiera detenido. Lucía intentó distraerse con sus labores habituales. Ayudó en la cocina, revisó los libros de contabilidad de la hacienda, tarea que su padre le había delegado por su habilidad con los números e incluso buscó consuelo en la pequeña capilla familiar.

Pero sus pensamientos regresaban inevitablemente a lo que ocurriría esa noche. Durante la cena, don Esteban dominó la conversación hablando entusiasmado sobre la historia de la hacienda, las riquezas que guardaba y la importancia de mantenerla en manos de un montero. El doctor Fuentes asentía cortésmente, interviniendo ocasionalmente con preguntas educadas.

Las hermanas apenas tocaron sus platos. Como les expliqué esta mañana, dijo don Esteban cuando la cena terminó, el doctor Fuentes ha venido para ayudarnos a asegurar el futuro de los encinos. A cambio, recibirá una generosa compensación económica. Javier Fuentes tuvo la decencia de bajar la mirada ante estas palabras.

Lucía, continuó el viejo, acompañarás esta noche al doctor a su habitación. Espero que seas hospitalaria. El silencio que siguió fue tan denso que podría haberse cortado con un cuchillo. Don Esteban, intervino por fin el doctor Fuentes. Quizás deberíamos darle más tiempo a las señoritas para el tiempo es lo único que no tengo, doctor, exclamó don Esteban golpeando la mesa.

Usted ha aceptado mi oferta y se le pagará bien. Ahora cumpla con su parte del trato. Lucía se levantó mecánicamente de la mesa. Sus ojos se encontraron con los de Carmen, que la miraban con una mezcla de terror y compasión. Te espero en tu habitación, doctor”, dijo con voz apenas audible antes de salir del comedor con la dignidad que pudo reunir.

Mientras subía las escaleras hacia el pasillo de las habitaciones de huéspedes, Lucía sintió que cada paso la acercaba más a un abismo del que jamás podría regresar. La habitación asignada al Dr. Fuentes era la más amplia de las destinadas a los huéspedes.

En tiempos mejores había albergado a políticos, ascendados y hasta un gobernador. Ahora sus paredes serían testigos de algo mucho más siniestro. Lucía esperaba sentada al borde de la cama, con las manos entrelazadas sobre su regazo para ocultar su temblor. El reloj de pared marcaba las 11 de la noche cuando escuchó pasos acercándose por el pasillo.

La puerta se abrió lentamente y el doctor Fuentes entró cerrando tras de sí. Llevaba una copa de coñac en la mano y su rostro reflejaba una incomodidad que no había mostrado durante la cena. Señorita Lucía, dijo en voz baja, quiero que sepa que comprendo perfectamente si usted no desea cuánto le está pagando mi padre, interrumpió ella con una dureza que surgía del miedo. Javier Fuentes bajó la mirada avergonzado.

Lo suficiente para establecer mi propia clínica en Ciudad de México admitió. Pero el dinero no lo es todo. No quiero formar parte de algo que Mi padre es un hombre poderoso, doctor”, dijo Lucía poniéndose de pie. “Si usted se niega ahora, encontrará a otro que no tenga sus escrúpulos y quién sabe qué clase de hombre sería ese.” Un silencio pesado cayó entre ellos.

Afuera, el viento había comenzado a soplar, meciendo las ramas de los encensinos que daban nombre a la hacienda. Hay algo que debes saber”, continuó Lucía acercándose a la ventana para mirar la oscuridad del exterior. “Mi padre está obsesionado con tener un heredero varón, pero no es solo por tradición o por el apellido, es por la maldición.” Maldición. El doctor la miró con curiosidad.

Eso es lo que él cree. Según mi padre, hace generaciones, uno de los Montero hizo algo terrible a una mujer indígena. Ella, antes de morir maldijo a la familia. Ninguna mujer Montero podría ser feliz mientras el apellido existiera. Lucía se giró para mirarlo directamente. Mi madre murió cuando yo tenía 13 años. Estaba embarazada de un niño. Fue el quinto embarazo que terminó en tragedia.

Los cuatro anteriores también eran varones. El drctor Fuentes dio un sorbo a su coñac procesando la información. Eso no es una maldición, señorita Lucía. Hay explicaciones médicas para Lo sé, lo interrumpió ella, pero mi padre es un hombre de otro tiempo.

Cree que si consigue que un extraño engendre un varón en una de sus hijas, la maldición no afectará al niño, porque no será concebido por un montero. Javier dejó la copa sobre una mesita y se pasó la mano por el cabello, visiblemente perturbado. Esto es una locura, murmuró. Es nuestra realidad”, respondió Lucía con amargura. Carmen y yo crecimos viendo a nuestro padre convertirse en un tirano obsesionado.

Después de la muerte de mi madre, comenzó a aislarnos, nos sacó del colegio en Durango y contrató tutores para educarnos aquí en la hacienda. Nuestra única compañía ha sido la de los peones y sus familias, que apenas se atreven a mirarnos por miedo a mi padre. ¿Por qué me cuenta todo esto? preguntó el doctor, porque quiero que entienda con quién está tratando.

Si usted no cumple con lo que mi padre espera, encontrará la manera de castigarnos a todos. Un ruido en el pasillo los sobresaltó. Pasos pesados se detuvieron frente a la puerta. Lucía reconoció inmediatamente el andar de su padre. está vigilando, susurró acercándose rápidamente al doctor.

Nos escuchará si no sin terminar la frase, Lucía comenzó a desabotonarse el vestido con dedos temblorosos. Javier Fuentes le detuvo las manos negando con la cabeza. No dijo en voz baja. No, así se acercó a la puerta y la golpeó con fuerza desde dentro. Don Esteban llamó. Sé que está ahí. Quisiera hablar con usted. El silencio del otro lado fue la única respuesta.

Don Esteban insistió el doctor. Entiendo su preocupación, pero esto no es la forma. Si me permite, hay métodos médicos modernos que podrían El sonido de una escopeta amartillándose cortó sus palabras. Tiene hasta que cuente 10, doctor. La voz de don Esteban sonaba extrañamente calmada al otro lado de la puerta.

Si para entonces no escucho lo que debe estar sucediendo en esa habitación, le aseguro que ni su título ni su apellido le servirán de nada. Lucía palideció. Conocía demasiado bien a su padre para saber que no era una amenaza vana. Uno, comenzó a contar don Esteban. Javier Fuentes se giró hacia Lucía.

Sus ojos reflejaban una mezcla de pánico y resolución. Dos. Hay una salida”, susurró Lucía acercándose al doctor. “La habitación de servicio conecta con esta por un pasadizo. Podemos fingir lo que él quiere escuchar y luego buscar ayuda.” “¿Tres? ¿Funcionará?”, preguntó Javier escéptico. “Cuatro, es nuestra única opción”, respondió ella. Cinco.

Lucía se acercó a la cama y comenzó a golpearla rítmicamente contra la pared, al tiempo que emitía gemidos que esperaba sonaran convincentes. Seis. La voz de don Esteban se detuvo por un instante, escuchando los sonidos desde el interior de la habitación. Javier comprendió el plan y se unió a la farsa, añadiendo sus propios gruñidos al teatro macabro que estaban montando. Los pasos de don Esteban finalmente se alejaron por el pasillo.

“Esperaremos una hora”, susurró Lucía deteniendo la pantomima. “Luego usaremos el pasadizo para llegar a la cocina. Podemos tomar la camioneta de Rosita.” Ella guarda las llaves en un cajón junto al fogón. Por primera vez que había llegado a la hacienda, Javier Fuentes sonrió.

Eres más astuta de lo que tu padre cree, dijo. Ha subestimado a sus hijas toda la vida, respondió Lucía. Ese será su error final. Mientras esperaban en silencio a que pasara la hora, un relámpago iluminó brevemente la habitación a través de las cortinas entreabiertas. La tormenta que se aproximaba parecía anunciar que aquella noche en la hacienda Los Encinos algo estaba a punto de cambiar para siempre. La hora de espera se hizo eterna.

Cada crujido de la antigua casa, cada ráfaga de viento que golpeaba las ventanas, ponía los nervios de Lucía y el doctor Fuentes al límite. Finalmente, cuando el reloj marcó la medianoche, Lucía se levantó sigilosamente del borde de la cama, donde habían permanecido sentados en silencio. Es hora”, susurró dirigiéndose hacia un gran armario de madera oscura que ocupaba casi toda una pared de la habitación.

Abrió las puertas talladas y apartó los trajes y camisas que colgaban en su interior. Al fondo, casi invisible en la penumbra, se distinguía el contorno de una pequeña puerta. Los pasadizos fueron construidos durante la revolución”, explicó Lucía en voz baja mientras buscaba el mecanismo para abrirla. “Mi bisabuelo los mandó a hacer para esconder a la familia en caso de que los revolucionarios atacaran la hacienda.

Sus dedos encontraron una pequeña hendidura en la madera y tiraron de ella. Con un chirrido que sonó ensordecedor en el silencio de la noche, la puerta se abrió revelando un angosto corredor oscuro. No tenemos luz, se lamentó Javier asomándose al pasadizo. Conozco el camino, respondió Lucía. Solíamos jugar aquí, Carmen y yo cuando éramos niñas. Sígueme y no hagas ruido.

El túnel era estrecho y bajo, obligándolos a avanzar ligeramente encorbados. El olor a humedad y encierro era sofocante. Lucía guiaba el camino deslizando su mano por la pared de piedra para orientarse en la absoluta oscuridad. “¿Tu hermana sabe de nuestro plan?”, preguntó Javier en un susurro apenas audible.

“No tuve oportunidad de hablar con ella”, respondió Lucía con un nudo en la garganta. La idea dejar a Carmen atrás le resultaba insoportable, pero sabía que alertarla habría sido demasiado arriesgado. Volveremos por ella, te lo prometo. Avanzaron en silencio durante lo que pareció una eternidad. El pasadizo descendía ligeramente y giraba en varias ocasiones, desorientando a Javier, que había perdido por completo la noción de dónde se encontraban dentro de la hacienda.

“Ya casi llegamos”, murmuró Lucía, deteniéndose frente a lo que Javier intuyó era otra puerta. Esta salida da a la despensa junto a la cocina. La joven empujó suavemente la madera que cedió con el mismo chirrido de la Tor que la entrada. Una débil luz se filtró desde el exterior, permitiéndoles ver por primera vez desde que habían entrado al pasadizo.

Lucía se asomó cautelosamente. La despensa estaba desierta, iluminada apenas por la luz de la luna que se colaba por una pequeña ventana. hizo una señal a Javier para que la siguiera y ambos salieron del pasadizo. “Las llaves deben estar en ese cajón”, indicó Lucía señalando un mueble junto al gran fogón de leña que dominaba la cocina.

Avanzaron a tientas en la penumbra, tratando de no chocar con los utensilios que colgaban del techo. Javier llegó primero al cajón y lo abrió con cuidado para evitar que crujiera. “Aquí están”, dijo sacando un juego de llaves. Un relámpago iluminó repentinamente la cocina, seguido del estruendo de un trueno que pareció sacudir los cimientos de la hacienda.

La tormenta había llegado. Tendremos que darnos prisa. urgió Lucía. La camioneta está en el cobertizo trasero. Si logramos. Sus palabras fueron interrumpidas por el inconfundible chasquido de un interruptor. La luz de la cocina se encendió cegándolos momentáneamente. Qué decepción, hija. La voz de don Esteban heló la sangre de Lucía.

Allí, en el umbral de la puerta que conectaba la cocina con el comedor, estaba su padre. En una mano sostenía la escopeta, en la otra un farol de quereroseno. A su lado, pálida y temblorosa, estaba Carmen. “Creías que no conocía los pasadizos de mi propia casa”, continuó el viejo avanzando lentamente hacia ellos.

“Los mismos donde jugabas de niña creyendo que nadie te veía.” Javier se colocó instintivamente delante de Lucía, como si quisiera protegerla. Don Esteban dijo con voz firme a pesar del miedo. Esto ha ido demasiado lejos. Lo que está haciendo es un delito. Si deja que nos marchemos ahora, le prometo que no.

No, ¿qué, doctor? Interrumpió don Esteban con una sonrisa siniestra. No dirá nada. No irá a la policía. Cree que me importa. ¿Cree que las autoridades de Durango se atreverían a tocar a un montero? Otro relámpago iluminó la estancia proyectando sombras grotescas en las paredes. “Padre, por favor”, suplicó Carmen, que permanecía junto a la puerta. “Deja que se vayan.

Yo yo haré lo que quieras. Me quedaré contigo. Tendré el hijo que tanto deseas, pero deja que Lucía y el doctor se marchen. Don Esteban miró a su hija menor con una extraña mezcla de desprecio y ternura. Mi dulce Carmen dijo, siempre fuiste la obediente, no como tu hermana.

Siempre desafiándome, siempre creyéndose más lista que su padre. dio otro paso hacia ellos, apuntando ahora directamente al pecho de Javier con la escopeta. Nadie va a marcharse esta noche, sentenció. El doctor cumplirá con lo acordado y ustedes dos, miró alternativamente a Lucía y Carmen. Comprenderán finalmente cuál es su lugar en esta casa. Lucía sintió que el pánico la invadía.

Conocía demasiado bien a su padre para saber que no había razonamiento posible con él. miró desesperadamente a su alrededor, buscando algo, cualquier cosa que pudiera usar como defensa. Fue entonces cuando notó que don Esteban había colocado el farol de queroseno sobre la mesa de la cocina, a pocos metros de donde estaban los sacos de harina y los trapos de cocina. Una idea desesperada comenzó a formarse en su mente.

“Has ganado, padre”, dijo fingiendo rendición. Haré lo que pides. Volveremos a la habitación del doctor. Y mientras hablaba, dio un paso lateral, aparentemente sometiéndose, pero en realidad acercándose a la mesa donde estaba el farol. “Demasiado tarde para arrepentimientos, Lucía”, respondió don Esteban, siguiéndola con la mirada.

“Ahora tendré que vigilarlos día y noche hasta que una de ustedes cumpla con su deber.” Afuera la tormenta arreció. La lluvia golpeaba con fuerza las ventanas de la cocina y el viento parecía querer arrancar el techo de la hacienda. Doctor, continuó don Esteban sin apartar la escopeta, usted irá primero.

Después vendrá Carmen. Lucía tendrá que esperar su turno. Como castigo por su desobediencia. Javier permanecía inmóvil, su mente trabajando frenéticamente, buscando una salida a aquella situación demencial. “¿Y si me niego?”, preguntó ganando tiempo.

La risa de don Esteban resonó en la cocina, más aterradora que los truenos que sacudían la noche. Entonces, doctor, tendré que buscar a alguien menos escrupuloso, alguien que no le importe si las niñas cooperan o no. ¿Es eso lo que quiere para ellas? El momento de distracción fue todo lo que Lucía necesitó. Con un movimiento rápido, agarró el farol de la mesa y lo arrojó contra los sacos de harina.

El vidrio se rompió derramando el queroseno inflamable que inmediatamente encontró la chispa necesaria en la mecha encendida. Las llamas se elevaron instantáneamente, alimentadas por la harina y los trapos secos. El fuego se propagó con una velocidad asombrosa, creando una barrera ardiente entre ellos y don Esteban.

Carmen! Gritó Lucía, extendiendo su mano hacia su hermana a través de las llamas. Ven conmigo. La confusión fue total. Don Esteban retrocedió sorprendido por el repentino infierno que se había desatado en su cocina. Carmen, aprovechando la distracción, corrió hacia su hermana, esquivando las llamas que ya comenzaban a trepar por las paredes de madera.

“Malditas”, rugió don Esteban, levantando nuevamente la escopeta. El disparo resonó en medio del crepitar del fuego, pero la bala se perdió en el techo, desviada por el humo y la confusión. “Por aquí!”, gritó Javier señalando la puerta trasera de la cocina que daba al patio.

Los tres corrieron hacia la salida mientras el fuego se extendía implacable por la cocina. El calor era abrumador, el humo comenzaba a dificultar la respiración. Lograron salir al exterior justo cuando un segundo disparo resonó a sus espaldas. La lluvia torrencial los recibió empapándolos instantáneamente, pero ofreciéndoles un momentáneo alivio del calor abrasador.

“¡La camioneta!”, gritó Lucía entre el rugido de la tormenta. Corrieron a través del patio embarrado hacia el cobertizo donde Rosita guardaba el vehículo. Javier, que aún tenía las llaves en la mano, abrió la puerta del conductor y ayudó a las hermanas a subir. Mientras encendía el motor, pudieron ver a don Esteban emergiendo de la casa en llamas, su figura recortada contra el resplandor naranja del incendio, que ya comenzaba a devorar otras partes de la hacienda.

“No escaparán de mí”, gritó avanzando hacia ellos con la escopeta todavía en la mano. “Esta tierra es de los monteros. Mi sangre debe continuar.” La camioneta arrancó con un rugido, sus ruedas patinando en el barro antes de encontrar tracción. Javier condujo hacia la salida de la hacienda, pasando a pocos metros de don Esteban, que alcanzó a disparar una vez más.

El cristal trasero estalló en mil pedazos, pero ninguno resultó herido. Lo último que vieron de la hacienda los encinos a través del espejo retrovisor mientras se alejaban por el camino enlodado fue la figura de don Esteban Montero, de rodillas en el barro, su silueta recortada contra el infierno en que se había convertido su imperio, gritando maldiciones que se perdían en el rugido de la tormenta.

La camioneta avanzaba con dificultad por el camino enlodado que conectaba la hacienda con la carretera principal. La tormenta arreciaba, convirtiendo el trayecto en una prueba de voluntad y pericia. Javier Fuentes se aferraba al volante, entornando los ojos para distinguir el camino entre la cortina de agua que caía implacable.

En el asiento trasero, Lucía abrazaba a Carmen, que temblaba incontrolablemente. No era solo por la ropa empapada o el frío de la noche, era el shock de lo que acababan de vivir, de lo que habían dejado atrás. La hacienda murmuró Carmen, mirando por la ventanilla destrozada hacia el resplandor anaranjado, que aún se distinguía en la distancia.

Toda nuestra vida estaba allí y toda nuestra pesadilla también”, respondió Lucía con firmeza. Es mejor así. El camino se hacía cada vez más difícil. En varios puntos tuvieron que detenerse para apartar ramas caídas o sortear charcos que parecían pequeños lagos. “¿A dónde vamos?”, preguntó finalmente Carmen, rompiendo el silencio que se había instalado en la cabina.

A Durango respondió Javier, “tengo un amigo que trabaja en el hospital. Nos dará refugio hasta que decidamos qué hacer. Padre nos buscará”, dijo Carmen con voz temblorosa. “Conoce a todas las autoridades de la ciudad.” Lucía tomó la mano de su hermana y la apretó con fuerza. No, si creen que ha muerto en el incendio”, dijo con una determinación que sorprendió incluso a ella misma.

“Y nosotros con él.” Javier la miró por el espejo retrovisor, comprendiendo la magnitud de lo que Lucía sugería. “La hacienda está ardiendo”, continuó ella, “para cuando alguien llegue allí no quedarán más que cenizas. Si desaparecemos ahora, todos asumirán que perecimos en el fuego.

Pero eso significaría empezar de cero, completó Lucía, lejos de aquí, lejos de todo lo que conocemos. Un silencio pesado cayó sobre ellos mientras consideraban las implicaciones de aquella decisión. abandonar sus identidades, sus pocos derechos legales, todo lo que habían sido hasta ese momento. Yo puedo ayudarlas”, ofreció Javier después de un momento. “Tengo contactos en Ciudad de México.

Podría conseguirles documentos nuevos, un lugar donde quedarse.” “¿Por qué harías eso?”, preguntó Carmen desconfiada. “Apenas nos conoces.” Javier guardó silencio por un instante, concentrado en maniobrar la camioneta a través de un tramo particularmente inundado. “Porque fui cómplice de lo que su padre planeaba,” respondió finalmente la vergüenza evidente en su voz.

“Acepté su dinero, su proposición indecente. Vine a esta hacienda sabiendo lo que se esperaba de mí. Pero te negaste al final, intervino Lucía, quisiste ayudarnos. Demasiado tarde, replicó él con amargura. Debía haber denunciado a don Esteban en cuanto me propuso ese arreglo, pero me dejé tentar por el dinero, por la promesa de mi propia clínica.

La lluvia comenzaba a amainar, aunque los relámpagos seguían iluminando esporádicamente el cielo nocturno. “Todos cometemos errores”, dijo Lucía, sorprendiéndose a sí misma por defender a quien horas antes había considerado un enemigo. Lo importante es cómo decidimos enmendarlos. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, la camioneta llegó a la carretera pavimentada. Javier aceleró.

Aprovechando la mejor superficie, ansioso por poner la mayor distancia posible entre ellos y la hacienda en llamas, a medida que se acercaban a las primeras luces de Durango, una sensación extraña comenzó a apoderarse de Lucía. Miedo, sí, pero también algo que no había experimentado en mucho tiempo, esperanza.

¿Y si padre sobrevivió? preguntó súbitamente Carmen, verbalizando el temor que todos compartían, pero nadie se había atrevido a mencionar. “La hacienda es era grande y antigua, respondió Lucía. Con todas esas vigas de madera seca, el fuego debe haberse propagado muy rápido. Y padre hizo una pausa, la imagen del viejo de rodillas en el barro, rodeado de llamas aún fresca en su mente.

Padre no es joven ni ágil y estaba obsesionado con salvar sus posesiones. Probablemente intentó volver a entrar para rescatar algo. Los documentos de propiedad, asintió Carmen. Siempre decía que valían más que el oro. Javier redujo la velocidad al entrar en los primeros suburbios de la ciudad. Las calles estaban desiertas a esa hora de la noche, especialmente con la tormenta que, aunque menguante, aún descargaba una lluvia persistente.

“Llegaremos al hospital en unos minutos”, anunció mi amigo, el doctor Ramírez, estará de guardia esta noche. Es un buen hombre, discreto. Nos ayudará. Y después, preguntó Carmen. Después Javier dudó mirando brevemente a Lucía. Después ustedes decidirán. Pueden quedarse en Durango bajo identidades nuevas o irse a Ciudad de México o incluso más lejos. Les daré el dinero que tengo ahorrado. Es lo mínimo que puedo hacer.

¿Vendrás con nosotras? dijo Lucía con una firmeza que no admitía réplica. No era una pregunta, sino una declaración de hecho. Javier la miró sorprendido. Pero nos ayudaste a escapar, continuó Lucía. Si mi padre sobrevivió, te buscará a ti tanto como a nosotras. Y si no, hice una pausa buscando las palabras correctas.

Si no, entonces los tres estamos unidos por lo que pasó esta noche, por el fuego que nos liberó. Carmen asintió lentamente, entendiendo lo que su hermana quería decir. En esa noche terrible había nacido algo entre ellos tres, un vínculo forjado en el horror, pero que quizás con el tiempo podría transformarse en algo más, algo que ninguno de ellos se atrevía aún a nombrar.

La camioneta se detuvo finalmente frente a la entrada de emergencias del hospital civil de Durango. La lluvia había cesado por completo, como si la naturaleza hubiera decidido darles una tregua. “Es hora”, dijo Javier apagando el motor. “Lo que decidan ahora determinará el resto de sus vidas”.

Lucía miró a su hermana, luego a Javier y finalmente hacia la noche que comenzaba a ceder ante los primeros indicios del amanecer. “Ya he decidido”, respondió abriendo la puerta de la camioneta. Esta noche Lucía y Carmen Montero murieron en el incendio de la hacienda los encinos. ¿Quiénes seremos mañana? Eso lo decidiremos juntos. Mientras caminaban hacia las luces del hospital, Lucía no pudo evitar mirar una última vez en dirección a las montañas, donde la hacienda seguía ardiendo.

Por un instante creyó ver la figura de su padre entre las sombras, observándolos con aquellos ojos implacables que la habían atormentado toda su vida. Pero solo fue un juego de luces y sombras, se dijo. Don Esteban Montero y su obsesión habían quedado atrás. reducidos a cenizas junto con la hacienda y su maldición.

Ahora, por primera vez en sus vidas, Lucía y Carmen eran verdaderamente libres. Tres meses después del incendio de la hacienda Los Eninos, Ciudad de México, bullía con su habitual caos de sonidos, olores y movimiento. En un modesto apartamento del barrio de la Condesa, Lucía, ahora conocida como Elena Gutiérrez, terminaba de arreglarse para ir a su trabajo en una librería cercana.

La nueva vida que habían construido distaba mucho del aislamiento y la opulencia de la hacienda. El apartamento, aunque pequeño, era luminoso y acogedor. Carmen, rebautizada como Ana, compartía habitación con Lucía mientras Javier ocupaba la sala, durmiendo en un sofá cama que recogía cada mañana. “¿Te irás ya?”, preguntó Carmen entrando a la habitación con una taza de café.

Lucía asintió, ajustándose los lentes que ahora formaban parte de su nueva identidad. Tengo inventario esta mañana”, respondió el señor Vidal. Dice que han llegado cajas nuevas de Barcelona. La librería El péndulo se había convertido en su refugio, un lugar donde podía perderse entre historias ajenas y olvidar, aunque fuera por unas horas, la suya propia.

El dueño, un catalán exiliado durante la guerra civil española, la había contratado sin hacer demasiadas preguntas, impresionado por sus conocimientos literarios y su aparente necesidad de trabajar. Javier tiene guardia esta noche”, comentó Carmen sentándose en la cama mientras Lucía terminaba de arreglarse. Dice que probablemente llegue tarde.

Javier había conseguido un puesto como médico residente en un pequeño hospital de la periferia. El sueldo era modesto, pero suficiente para complementar lo que ganaba Lucía. Carmen, por su parte, había comenzado a dar clases particulares de piano a niños del vecindario, utilizando el pequeño instrumento que Javier había comprado de segunda mano como regalo de nueva vida. La relación entre los tres se había transformado con el tiempo de cómplices forzados por las circunstancias habían pasado a ser una especie de familia improvisada.

Javier y Lucía habían desarrollado una cercanía especial, aunque ninguno se atrevía aún a definir exactamente qué tipo de sentimientos estaban creciendo entre ellos. “¿Has visto el periódico hoy?”, preguntó Carmen pasándole a su hermana las páginas que había estado leyendo. Lucía negó con la cabeza tomando el diario con cierta aprensión.

Desde su llegada a la capital habían seguido obsesivamente las noticias. temerosas de encontrar alguna mención al incendio de la hacienda o peor aún a la supervivencia de don Esteban. Página 6, indicó Carmen. Abajo a la derecha, Lucía encontró la noticia, un pequeño recuadro titulado Concluye investigación sobre incendio en Hacienda de Durango.

El corazón le dio un vuelco mientras leía: “Las autoridades de Durango han dado por concluida la investigación. sobre el incendio que destruyó la histórica hacienda Los Eninos el pasado julio. Según el reporte oficial, el siniestro que cobró la vida del propietario Esteban Montero y sus dos hijas fue causado por un farol de queroseno que volcó durante la tormenta eléctrica que azotó la región esa noche.

Los restos calcinados encontrados en las ruinas fueron identificados como pertenecientes a las tres víctimas. La propiedad pasará ahora a manos de Augusto Montero, sobrino del difunto, quien ha anunciado su intención de venderla a un consorcio hotelero norteamericano. Lucía dejó el periódico sobre la cama, sus manos temblando ligeramente. Es oficial, murmuró.

Estamos muertas. Carmen esbozó una sonrisa triste y padre también. Ambas guardaron silencio por un momento procesando la noticia. No era sorpresa. Los contactos de Javier en Durango les habían informado semanas atrás que se habían encontrado restos humanos entre las ruinas, pero ver la confirmación impresa en negro sobre blanco le daba una finalidad ineludible.

Me pregunto qué restos identificaron como nuestros”, comentó Lucía con una mezcla de alivio y escalofrío. “Quizás algunos de los peones que no lograron escapar”, respondió Carmen en voz baja. Rosita mencionó una vez que algunos dormían en las habitaciones del ala este, cerca de donde empezó el fuego.

La culpa, esa compañera constante desde la noche del incendio, se hizo presente nuevamente. vidas inocentes perdidas como consecuencia de su desesperada huida. Tenemos que seguir adelante, dijo Lucía, más para sí misma que para su hermana. Es lo único que podemos hacer ahora.

Tomó su bolso y se dirigió hacia la puerta, pero Carmen la detuvo tomándola del brazo. “¿Has pensado en lo que hablamos anoche?”, preguntó. Sobre Javier y tú. Lucía desvió la mirada incómoda. La noche anterior, después de que Javier se hubiera marchado al hospital, Carmen había abordado el tema que flotaba entre ellos desde hacía semanas. “Es evidente que siente algo por ti”, había dicho. “y tú por él.

” Es complicado, respondió Lucía ahora, repitiendo lo que había dicho entonces. No tiene por qué serlo, insistió Carmen. Ya no estamos en la hacienda, ya no somos prisioneras de las reglas de padre. Podemos elegir nuestra propia vida, nuestro propio futuro. Lucía asintió lentamente, reconociendo la verdad en las palabras de su hermana.

Hablaré con él”, prometió finalmente cuando regrese de su guardia. Con esa promesa salió del apartamento y se sumergió en el bullicio matutino de la condesa, mezclándose con la multitud anónima de trabajadores que iniciaban su jornada. La librería El Péndulo estaba a solo 10 minutos a pie.

Lucía disfrutaba de ese trayecto diario observando los rostros desconocidos, las pequeñas interacciones cotidianas, la vida normal que tanto había anhelado durante sus años de reclusión en la hacienda. Al llegar encontró al señor Vidal ya atareado abriendo cajas de libros nuevos. El anciano librero la saludó con su habitual calidez.

Elena, llegas justo a tiempo. Los de la editorial Grijalbo enviaron toda la colección de García Márquez que pedimos. Lucía, Elena para el mundo ahora, sonrió dejando su bolso tras el mostrador y poniéndose el delantal con el logo de la librería. ¿Empezamos por estos o por los de poesía que llegaron ayer?, preguntó señalando otra pila de cajas aún sin abrir.

Los de García Márquez primero, respondió Vidal. He prometido apartarle un ejemplar de 100 años de soledad a un cliente que vendrá esta tarde. Lucía asintió y comenzó a trabajar, agradecida por la rutina que mantenía a raya los pensamientos inquietantes. Durante las siguientes horas se dedicó metódicamente a desempacar libros, registrarlos en el inventario y colocarlos en los estantes correspondientes.

Fue poco después del mediodía, mientras acomodaba una pila de novelas en la sección de literatura latinoamericana cuando la campanilla de la puerta anunció la entrada de un nuevo cliente. Buenas tardes saludó automáticamente sin levantar la vista de su tarea. En un momento estoy con usted. No hay prisa, señorita, respondió una voz masculina con un ligero acento norteño. Tengo todo el tiempo del mundo.

Algo en aquel tono, en aquella cadencia al hablar, hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Lucía. Lentamente alzó la mirada. Frente a ella, impecablemente vestido con un traje oscuro, estaba Augusto Montero, el sobrino de su padre. El reconocimiento fue inmediato y mutuo.

Los ojos de Augusto, tan similares a los de don Esteban, se entrecerraron levemente mientras una sonrisa calculadora se dibujaba en su rostro. “Vaya, vaya”, murmuró, acercándose al estante donde Lucía permanecía paralizada. “Esto sí que es una sorpresa. Se suponía que estabas muerta, prima.” El mundo pareció detenerse alrededor de Lucía. Las voces de otros clientes, el ruido de la calle que se filtraba por la puerta, todo se desvaneció ante el rugido de la sangre en sus oídos.

“No sé de qué está hablando, señor”, respondió finalmente, luchando por mantener la compostura. “Debe confundirme con otra persona.” Augusto rió suavemente, tomando un libro del estante y ojeándolo con desinterés. Siempre fuiste una pésima mentirosa, Lucía”, dijo en voz baja, asegurándose de que solo ella pudiera oírlo.

Incluso con esos lentes y el pelo corto sigues siendo la hija de mi tío. Tienes los mismos ojos, la misma manera de fruncir el ceño cuando estás asustada. Lucía miró instintivamente hacia la puerta, calculando la distancia, las posibilidades de escape. “No te molestes”, continuó Augusto notando su mirada. “No he venido a crear una escena.

Solo quería confirmar los rumores que escuché en Durango. ¿Qué rumores?”, preguntó Lucía sin poder contenerse. Que alguien había visto a las hermanas Montero en Ciudad de México. Claro, nadie le creyó al pobre borracho que lo contaba. Después de todo, todo el mundo sabe que murieron en el incendio. No.

Hizo una pausa observando cómo el color abandonaba el rostro de Lucía. Pero yo siempre tuve mis dudas. La versión oficial del incendio nunca me convenció del todo. El señor Vidal apareció entonces desde la trastienda, interrumpiendo la tensa conversación. Elena, ¿podrías ayudarme con los pedidos de la tarde? Augusto miró al anciano librero, luego de nuevo a Lucía y sonró ampliamente.

Elena e un bonito nombre. Te queda bien. Enseguida voy, respondió Lucía al señor Vidal, sin apartar los ojos de su primo. Cuando el anciano desapareció nuevamente en la trastienda, Augusto se acercó tanto que Lucía pudo oler su colonia cara, tan similar a la que usaba don Esteban. No te preocupes, prima susurró.

Tu secreto está a salvo conmigo. Por ahora, ¿qué quieres? Preguntó Lucía. la tensión evidente en cada sílaba. Eso lo discutiremos más tarde”, respondió él, sacando una tarjeta de su bolsillo y colocándola en el libro que había estado ojeando. Estoy hospedado en el hotel Reforma, habitación 312. Te espero esta noche a las 9. Ven sola.

Sin esperar respuesta, Augusto devolvió el libro al estante y se dirigió hacia la salida. En la puerta se detuvo brevemente. Ah. Y Lucía añadió, volviéndose para mirarla una última vez. Dale mis saludos a Carmen y al doctor Fuentes, por supuesto. Con esas palabras salió de la librería dejando a Lucía temblando entre los estantes, la realidad de su precaria situación, golpeándola con fuerza renovada.

Las sombras del pasado habían regresado para reclamarla y esta vez no habría fuego que las mantuviera a raya. El apartamento estaba sumido en un silencio tenso. Lucía había relatado su encuentro con Augusto y ahora Carmen y ella esperaban a que Javier regresara del hospital para decidir qué hacer. Eran casi las 7 de la tarde y la cita impuesta por su primo era a las 9.

“Podríamos irnos”, sugirió Carmen paseándose nerviosamente por la pequeña sala. Ahora mismo tomar un autobús a Veracruz o a Guadalajara o cruzar la frontera hacia Guatemala. Lucía negó con la cabeza su mente trabajando frenéticamente. Nos encontraría. Si nos ha localizado aquí, podría hacerlo de nuevo. Entonces, ¿qué? ¿Vas a ir a verlo? Es una locura.

Es igual que padre Lucía, quién sabe lo que podría hacerte. Antes de que Lucía pudiera responder, la puerta del apartamento se abrió y Javier entró aún con su bata de médico. Al ver los rostros pálidos y tensos de las hermanas, supo inmediatamente que algo grave había ocurrido. ¿Qué pasa?, preguntó dejando su maletín en el suelo.

Lucía le contó rápidamente sobre la aparición de Augusto en la librería, sus insinuaciones y su exigencia de reunirse con ella esa noche. A medida que hablaba, el rostro de Javier se ensombreció. No oirás, dijo cuando ella terminó. Es demasiado peligroso. Si no voy, vendrá aquí, respondió Lucía. sabe dónde trabajo, no le costaría mucho averiguar dónde vivimos y entonces estaríamos los tres en peligro. Y si vamos a la policía, sugirió Carmen.

Javier y Lucía intercambiaron una mirada. Ambos sabían que acudir a las autoridades no era una opción viable. En su situación actual, con identidades falsas y documentos fabricados, cualquier contacto con la ley podría conducirlos a problemas aún mayores. Iré con ella, decidió Javier finalmente. Me quedaré cerca vigilando. Si algo parece sospechoso. No, lo interrumpió Lucía.

Dijo específicamente que fuera sola. Estoy segura de que estará vigilando. Si te ve, quién sabe cómo reaccionará. De se hizo un silencio pesado mientras los tres consideraban sus limitadas opciones. ¿Y si le damos lo que quiere? Dijo Carmen de repente. ¿Qué quieres decir?, preguntó Lucía. Augusto siempre fue codicioso explicó Carmen. Como padre decía, es un derrochador.

Probablemente ya ha gastado buena parte del dinero de la venta de la hacienda. Lo que sea que busque de nosotros debe estar relacionado con el dinero. No tenemos dinero señaló Javier. Pero él no lo sabe, respondió Carmen, una idea formándose claramente en su mente. Podríamos hacerle creer que tenemos acceso a alguna cuenta bancaria que padre escondió o a joyas de familia que logramos salvar antes del incendio Lucía miró a su hermana con una mezcla de sorpresa y admiración. Carmen siempre había sido vista como la más dócil, la

más inocente de las dos, pero en ese momento demostraba una astucia que Lucía no había apreciado antes. Es peligroso, advirtió Javier. Si descubre que le están mintiendo, es nuestra mejor opción, insistió Carmen. Ganar tiempo mientras decidimos qué hacer a largo plazo. Lucía miró el reloj. Quedaba poco más de una hora para la cita con Augusto.

Lo haré, decidió levantándose, pero necesito un plan, algo concreto que ofrecerle. Durante los siguientes 40 minutos, los tres elaboraron una historia convincente. Según su versión, don Esteban había mantenido una cuenta secreta en un banco de Suric, producto de negocios no del todo legales realizados durante décadas. Solo Lucía conocía los detalles para acceder a ese dinero, pero necesitaría tiempo para hacer los trámites necesarios sin levantar sospechas. ¿Crees que lo creerá?, preguntó Javier escéptico.

Mi padre era conocido por su desconfianza hacia los bancos mexicanos respondió Lucía. Siempre decía que el verdadero dinero debía guardarse donde el gobierno no pudiera tocarlo. No es tan descabellado que tuviera cuentas en el extranjero. A las 8:30, Lucía estaba lista para salir. Se había cambiado el uniforme de la librería por un vestido sobrio y se había quitado los lentes, que en realidad no necesitaba, para que Augusto viera que no intentaba mantener la farsa de su nueva identidad. Ten cuidado”, dijo Javier tomando de las

manos. La preocupación en su rostro era evidente. Si sientes que estás en peligro, sal de allí inmediatamente. Estaré cerca en el bar del hotel y yo esperaré aquí”, añadió Carmen abrazando a su hermana. “Volverás, Lucía. Ambas hemos sobrevivido a cosas peores.” Con esas palabras de aliento, Lucía salió del apartamento y tomó un taxi hacia el hotel Reforma.

uno de los más lujosos de la ciudad. Durante el trayecto repasó mentalmente la historia que habían preparado, puliendo los detalles, anticipando las preguntas que Augusto podría hacer. El hotel se alzaba imponente en el paseo de la Reforma, sus luces brillando contra el cielo nocturno de la capital.

Lucía pagó al taxista y entró en el elegante vestíbulo, consciente de las miradas que atraía con su atuendo modesto entre el lujo que la rodeaba. Se dirigió directamente a los elevadores, evitando el mostrador de recepción. A medida que el elevador ascendía hacia el tercer piso, sintió que su corazón se aceleraba.

Y si Augusto no estaba solo y si todo era una trampa, demasiado tarde para dudar. Las puertas del elevador se abrieron en el tercer piso y Lucía avanzó por el pasillo alfombrado hasta la habitación 312. Respiró hondo antes de llamar. La puerta se abrió casi inmediatamente, como si Augusto hubiera estado esperando junto a ella. Su primo sonrió al verla.

Un gesto que no llegó a sus ojos fríos. Puntual, comentó haciéndose a un lado para dejarla pasar. Una cualidad que siempre admiré en ti, prima. La suite era amplia y lujosa, con vistas panorámicas de la ciudad iluminada. En la mesa del comedor había una botella de coñaca abierta y dos copas, una de ellas ya medio vacía.

Una copa”, ofreció Augusto cerrando la puerta tras ella, “No, gracias”, respondió Lucía manteniéndose de pie. “No he venido a socializar. Quiero saber qué pretendes.” Augusto Río sirviéndose más coñac en su copa, directa al grano como siempre. Siéntate, Lucía, tenemos mucho que discutir.

A regañadientes, Lucía tomó asiento en uno de los sillones. Augusto se acomodó frente a ella. estudiándola con una mirada calculadora que le recordó dolorosamente a su padre. “Debo decir que tu resurrección ha sido una sorpresa fascinante”, comenzó él dando un sorbo a su bebida.

Cuando vi los restos calcinados de la hacienda, cuando identifiqué lo que supuestamente era el cuerpo de mi tío, nunca imaginé que todo era un engaño tan elaborado. “No fue un engaño,” respondió Lucía con firmeza. fue supervivencia. ¿Sabes lo que tu tío planeaba hacernos a Carmen y a mí? Lo sé perfectamente, dijo Augusto, su sonrisa desvaneciéndose. Mi tío y yo manteníamos una correspondencia regular.

Me contó sobre su enfermedad, sobre su obsesión con tener un heredero varón. Incluso me habló del médico que había contratado. Lucía sintió un escalofrío al darse cuenta de que Augusto había sabido todo el tiempo lo que ocurría en la hacienda y no había hecho nada para impedirlo. Entonces entenderás por qué tuvimos que huir. Oh, lo entiendo perfectamente, asintió Augusto.

Mi tío siempre fue un hombre tradicional, demasiado apegado a sus ideas sobre el linaje y la sangre. Personalmente encuentro esas preocupaciones bastante anticuadas. Hizo una pausa, como si esperara que Lucía estuviera de acuerdo con él. Ella permaneció en silencio, esperando a que llegara al punto. “Lo que no entiendo,” continuó finalmente, “es por qué decidiste quemar la hacienda, toda esa riqueza, esa historia familiar reducida a cenizas.

No planeamos el incendio”, respondió Lucía. Fue un accidente en medio del caos. Solo queríamos escapar. Y lo consiguieron magníficamente, reconoció Augusto. Tres muertos oficiales, una hacienda destruida y yo heredando lo que quedaba, tierras chamuscadas y un apellido en decadencia. Su tono se había endurecido y Lucía comprendió que estaban llegando al verdadero motivo de aquel encuentro. “La venta a los americanos”, aventuró ella.

No fue tan lucrativa como esperabas. Augusto la miró con renovado interés. Veo que has seguido las noticias, comentó. Sí, vendí las tierras. Pero resulta que gran parte del valor de la hacienda estaba en la casa misma, en las antigüedades que contenía, en los documentos históricos que se perdieron en el incendio.

Lo que recibí fue una fracción de lo que habría obtenido si la propiedad hubiera estado intacta. Lo siento por ti”, dijo Lucía con sarcasmo apenas disimulado. Augusto se inclinó hacia delante, su mirada intensificándose. Ambos sabemos que no es cierto, pero no estoy aquí para recriminarte nada, prima. Estoy aquí para hacerte una propuesta de negocios.

¿Qué clase de propuesta? Preguntó Lucía, manteniendo la compostura, aunque su instinto le gritaba que huyera de aquella habitación. Augusto se reclinó en su asiento, estudiándola con una mirada evaluadora que la hizo sentirse incómoda. Verás, prima, he investigado mucho sobre mi tío en estos meses, sobre sus negocios, sus contactos, sus secretos.

hizo una pausa para dar otro sorbo a su coñac y he descubierto cosas interesantes. Por ejemplo, que tenía cuentas en Suiza bajo un nombre falso, cuentas que nunca aparecieron en ningún documento oficial. Lucía mantuvo su expresión impasible, aunque por dentro sentía una mezcla de asombro y temor. La historia que habían inventado para engañar a Augusto resultaba ser parcialmente cierta.

No sé de qué hablas”, respondió tratando de ganar tiempo para pensar. “Claro que lo sabes”, insistió Augusto colocando su copa en la mesa. “Mi tío confiaba en ti para los asuntos financieros de la hacienda. Eras tú quien llevaba los libros, quien hacía los balances mensuales. Debes haber notado las discrepancias entre los ingresos declarados y los reales. Era cierto.

Lucía había manejado la contabilidad de la hacienda desde que tenía 16 años y siempre había ciertas sumas que su padre le ordenaban no registrar, ciertas ventas de ganado o de cosechas que parecían evaporarse de los libros. Supongamos que tienes razón”, concedió finalmente, “¿Qué propones exactamente?” La sonrisa de Augusto se ensanchó, satisfecho de que Lucía hubiera mordido el anzuelo. “Es simple.

Tú me das acceso a esas cuentas y yo mantengo tu secreto. Seguirás siendo Elena Gutiérrez, teniendo tu vida tranquila con tu hermana y el buen doctor. Nadie sabrá que las herederas Montero siguen vivas. Y si me niego, entonces tendré que informar a las autoridades que he descubierto un fraude, que las hijas de Esteban Montero fingieron su muerte, probablemente después de asesinar a su padre.

Su tono era casual, como si discutiera el clima. Imagina el escándalo. Las ilustres señoritas Montero de la respetable familia Montero acusadas de parricidio y fraude, Lucía sintió que el aire se volvía pesado, irrespirable. No tenían escapatoria. Augusto las tenía completamente a su merced. Necesito tiempo, dijo finalmente.

Para acceder a esas cuentas se requieren ciertos trámites, códigos que están ocultos. Por supuesto, asintió Augusto con falsa comprensión. Te daré una semana ni un día más. Se puso de pie señalando que la reunión había terminado. Un último detalle, añadió mientras Lucía se levantaba. Para asegurarme de tu cooperación, me gustaría que tu hermana Carmen me acompañe estos días como una invitada.

Naturalmente, el pánico se apoderó de Lucía. Jamás. Carmen no tiene nada que ver con esto, al contrario, respondió Augusto, su voz endureciéndose, tiene todo que ver. Es parte de este acuerdo familiar. O viene ella voluntariamente o vienen ambas por la fuerza. Lucía comprendió entonces la magnitud de la trampa en la que habían caído.

Augusto no solo quería el dinero, quería venganza, quería dominio sobre ellas, quería completar lo que su tío había comenzado. “Mañana al mediodía vendré a tu librería”, concluyó Augusto abriendo la puerta. “Espero que para entonces hayas convencido a tu hermana.” De lo contrario, dejó la amenaza flotando en el aire sin necesidad de completarla.

Cuando Lucía salió de la habitación, sus piernas temblaban tanto que temió desplomarse en el pasillo. Había escapado del control de don Esteban solo para caer en las garras de su sobrino, un hombre quizás más peligroso aún por su calculada frialdad. El bar del hotel Reforma estaba casi vacío cuando Lucía entró buscando con la mirada a Javier.

Lo encontró en una mesa del fondo con una taza de café intacta frente a él y la preocupación grabada en su rostro. Al verla, se levantó de un salto y se acercó a ella, tomándola por los hombros como para asegurarse de que estaba ilesa. ¿Estás bien? ¿Qué pasó? Lucía negó con la cabeza, incapaz de hablar.

Las lágrimas que había contenido durante toda la reunión con Augusto amenazaban ahora con desbordarse. “Vamos”, dijo Javier, rodeándola protectoramente con un brazo. “Aquí no.” Salieron del hotel y caminaron en silencio hasta un pequeño parque cercano. La noche era fresca y las estrellas brillaban débilmente sobre la contaminada atmósfera de la capital.

Se sentaron en una banca apartada y solo entonces, segura en la penumbra y la relativa soledad, Lucía se permitió desmoronarse. Entre soyosos entrecortados, le contó a Javier todo lo ocurrido en la suite, la confirmación de las cuentas secretas de su padre, la propuesta de Augusto y su exigencia final sobre Carmen.

Es un monstruo igual que mi padre”, concluyó secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Pero más inteligente, más calculador. Javier la escuchó en silencio, su rostro ensombreciéndose con cada nueva revelación. “No entregaremos a Carmen”, dijo finalmente, “su voz cargada de determinación. Y tampoco dejaremos que te chantajee.” ¿Qué otra opción tenemos? Preguntó Lucía desesperada.

Si no cooperamos, nos denunciará a la policía. Y aunque no puedan probar que matamos a mi padre, el simple hecho de haber fingido nuestras muertes, huiremos, decidió Javier. Esta misma noche puedo pedir un préstamo a mi amigo Ramírez. Nos iremos al norte, cruzaremos a Estados Unidos como indocumentados. Lucía sacudió la cabeza.

Sería saltar de un peligro a otro. Además, Augusto tiene recursos. Nos encontraría de nuevo. Se quedaron en silencio por unos minutos, cada uno perdido en sus propios pensamientos, buscando una salida al laberinto en que se encontraban. Las cuentas, dijo repentinamente Lucía, si realmente existen, si podemos acceder a ellas antes que Augusto.

¿Sabes dónde buscar? Preguntó Javier. Tal vez. Lucía se incorporó. una chispa de esperanza iluminando sus ojos. Mi padre guardaba una caja fuerte detrás de un cuadro en su despacho. Carmen y yo la descubrimos de niñas jugando. Nunca supimos la combinación, pero pero la hacienda se quemó, completó Javier desanimado. No toda corrigió Lucía.

La estructura principal sí, pero había edificaciones separadas. el establo, la casa de los peones y el antiguo despacho de campo que mi padre usaba cuando inspeccionaba las tierras más alejadas. Allí también tenía una caja fuerte, menos importante, pero quizás es arriesgado volver a Durango, advirtió Javier.

Si Augusto se entera, no tiene por qué enterarse”, respondió Lucía, su mente trabajando rápidamente. “Le diremos que estamos cooperando, que necesitamos unos días para preparar los documentos necesarios. Mientras tanto, tú puedes ir a Durango y buscar en ese despacho y dejarlas solas con él rondando.” “Ni hablar. No estaremos solas”, insistió Lucía. “Estaremos en lugares públicos.

Yo en la librería Carmen en casa de sus alumnos. Augusto no se arriesgará a hacer nada que llame la atención. Javier no parecía convencido, pero Lucía tomó sus manos entre las suyas, mirándolo directamente a los ojos. Es nuestra única oportunidad, Javier.

Si encontramos algo que pruebe las actividades ilegales de mi padre, tendremos con qué negociar con Augusto o incluso denunciarlo a él. Finalmente, tras una larga deliberación, Javier asintió, “De acuerdo, pero prométeme que tendrán extremo cuidado. Al menor indicio de peligro se refugiarán con el señor Vidal o con algún vecino.” “Lo prometo”, dijo Lucía, sintiendo por primera vez en horas que recuperaba cierto control sobre su destino.

Regresaron al apartamento, donde Carmen los esperaba ansiosa. Le explicaron el plan. omitiendo la exigencia de Augusto sobre ella para no alarmarla innecesariamente. Esa noche, mientras Carmen dormía, Lucía y Javier permanecieron en la sala preparando los detalles del viaje a Durango.

Él partiría al amanecer en el primer autobús, llevando consigo un mapa detallado que Lucía había dibujado de memoria, mostrando la ubicación exacta del despacho de campo y sus posibles entradas. Ten cuidado”, susurró Lucía cuando finalmente se dispusieron a descansar unas horas antes del alba. “Si ves algo sospechoso, cualquier indicio de que Augusto tiene vigilada la hacienda, regresa inmediatamente.

” Javier asintió y luego, en un impulso que sorprendió a ambos, se inclinó y besó suavemente los labios de Lucía. Volveré, prometió, y cuando todo esto termine, tú y yo tendremos mucho de que hablar. Lucía asintió, sintiendo un calor en el pecho que contrastaba con el miedo frío que la había dominado toda la noche.

Aquel beso, aquel simple gesto de afecto en medio de tanta incertidumbre, era como una pequeña luz en la oscuridad. Pero mientras veía a Javier preparar su pequeño bolso de viaje, no podía evitar preguntarse si aquella luz sería suficiente para iluminar el oscuro camino que tenían por delante. El autobús avanzaba lentamente por la carretera que conectaba Ciudad de México con Durango, deteniéndose en innumerables pueblos y ciudades intermedias.

Javier miraba por la ventanilla el paisaje cambiante desde los valles centrales hasta los primeros contrafuertes de la Sierra Madre Occidental, mientras su mente repasaba una y otra vez el plan. Según los cálculos más optimistas, tardaría al menos dos días en completar la misión. Un día de viaje hasta Durango, unas horas para localizar el despacho de campo y registrarlo, y otro día para regresar a la capital.

Demasiado tiempo con Augusto acechando a las hermanas. A media tarde del primer día, mientras el autobús hacía una parada en Zacatecas, Javier bajó para estirar las piernas y comprar algo de comer. En el pequeño puesto de la terminal, junto a las tortas y los refrescos, vio un teléfono público.

Sin pensarlo dos veces, insertó unas monedas y marcó el número de la librería El péndulo. Buenas tardes, librería El Péndulo, respondió la voz de Lucía. tan profesional y compuesta que por un momento Javier dudó si realmente estaban en peligro. “Soy yo”, dijo en voz baja, aunque nadie parecía prestarle atención en la concurrida terminal.

“Javier, la alegría en la voz de Lucía era evidente, pero rápidamente dio paso a un tono más controlado. ¿Cómo va el viaje de negocios? Estaba siendo cautelosa por si alguien escuchaba. Bien, sin contratiempos hasta ahora, respondió él siguiendo el juego. Todo tranquilo por allí. Hubo una breve pausa antes de que Lucía contestara. Más o menos. El cliente de ayer vino a confirmar su pedido.

Insiste en que debe estar listo para el fin de semana. Javier apretó el auricular. Augusto había vuelto a la librería presionando ya con su plazo. Y Ana preguntó usando el nombre falso de Carmen. Otra pausa. Está bien. De hecho, el cliente se ofreció a llevarla a comer. Fueron a un restaurante cerca de aquí. El estómago de Javier dio un vuelco.

Augusto había conseguido llevarse a Carmen. “¿Estás segura de que está bien?”, insistió tratando de no dejar que el pánico se filtrara en su voz. Sí, me llamó hace un rato. Dijo que regresaría a casa después de sus clases de piano. La advertencia era clara. Carmen estaba bajo vigilancia, pero hasta ahora seguía el plan de fingir cooperación. Volveré tan pronto como pueda prometió Javier. Cuídate mucho.

¿De acuerdo? Tú también, respondió Lucía, y por un instante su voz traicionó su preocupación. Te te estamos esperando. La llamada terminó y Javier regresó al autobús con un nudo en el estómago. La situación era aún más delicada de lo que habían previsto. Augusto estaba moviendo sus piezas más rápido de lo esperado, acercándose a Carmen, probablemente buscando información o simplemente ejerciendo presión sobre Lucía.

El resto del viaje transcurrió en un estado de ansiedad constante. Javier apenas durmió, temiendo que cada hora que pasaba ponía a las hermanas en mayor peligro. Finalmente, al amanecer del segundo día, el autobús llegó a la terminal de Durango. Desde allí, Javier tomó un taxi hacia las afueras de la ciudad, hasta donde la carretera pavimentada terminaba y comenzaba un camino de tierra.

Hasta aquí llego, señor”, dijo el taxista deteniéndose. “Más adelante el camino es malo para el coche.” Javier pagó la carrera y descendió, observando el paisaje semidesértico que se extendía frente a él. A lo lejos podía distinguir los contornos de lo que una vez fue la hacienda Los Encinos, ahora reducida a muros ennegrecidos y estructuras derruidas.

Según el mapa que Lucía había dibujado, el despacho de campo se encontraba a unos 2 km al oeste de la casa principal, cerca de un pequeño arroyo estacional que en esta época del año estaría seco. Comenzó a caminar el sol de la mañana golpeando ya con fuerza en su espalda. Tras casi una hora de caminata, vislumbró la estructura, una pequeña construcción de piedra, modesta en comparación con la magnificencia que debió tener la hacienda, pero aún en pie e intacta. El incendio no había llegado hasta allí.

Acercándose con cautela, Javier comprobó que el lugar parecía abandonado. No había señales de vigilancia ni de visitas recientes. La puerta estaba cerrada con un candado oxidado, pero una de las ventanas laterales tenía los cristales rotos, probablemente obra de algún saqueador oportunista después del incendio.

Con cuidado para no cortarse, Javier amplió la apertura en la ventana y se deslizó al interior. El despacho era una única habitación amueblada austeramente con un escritorio de madera, un par de sillas y estanterías llenas de carpetas y documentos cubiertos de polvo. En una esquina, una pequeña licorera mostraba que don Esteban de tomar un trago mientras trabajaba.

Javier se dirigió directamente al lugar que Lucía había marcado en el mapa, la pared norte, detrás de un pequeño cuadro que representaba el escudo de armas de la familia Montero. Efectivamente, al retirar el cuadro quedó expuesta una caja fuerte empotrada en la pared. Era más pequeña que la que Lucía había descrito en el despacho principal, pero de construcción similar.

Ahora venía la parte difícil. Lucía no conocía la combinación, pero había sugerido algunas posibilidades basadas en fechas importantes para su padre. su fecha de nacimiento, el día en que heredó la hacienda, el aniversario de su boda. Javier comenzó a probar sistemáticamente cada una de estas combinaciones, girando lentamente el dial y escuchando atentamente por algún clic que indicara que había acertado.

Tras varios intentos fallidos, estaba a punto de rendirse cuando decidió probar una última posibilidad, la fecha de nacimiento de Lucía. Para su sorpresa, la caja se abrió con un suave chasquido. El interior contenía menos de lo que esperaba. Algunos documentos, un pequeño fajo de billetes ya viejos y una llave antigua. Javier examinó rápidamente los documentos.

Eran escrituras de propiedad de terrenos adyacentes a la hacienda, nada particularmente revelador, pero entre ellos encontró un sobre amarillento sin remitente. Lo abrió con cuidado y extrajo una carta escrita a mano y un pequeño papel que parecía ser un recibo bancario. La carta estaba fechada en 1972, más de 10 años atrás y firmada simplemente con la inicial E.

Javier la leyó rápidamente su pulso acelerándose con cada línea. Estimado Esteban, confirmo la apertura de la cuenta en el banco de Zurich según sus instrucciones. Los detalles están en el recibo adjunto. Como acordamos, la cuenta está a nombre de la empresa fantasma que establecimos en Panamá.

Ni su esposa ni sus hijas podrán acceder a estos fondos sin el código personal que usted ha establecido. Le recuerdo la importancia de mantener este arreglo en absoluta discreción, dado el origen de los fondos y las posibles implicaciones legales. Su devoto amigo E Javier examinó el recibo bancario.

efectivamente mostraba la apertura de una cuenta en un banco suizo a nombre de una empresa llamada Eninos Trading Co. Con domicilio en Panamá. Lo más importante, incluía un número de cuenta y un código de referencia. Había encontrado exactamente lo que buscaban, la prueba de que Don Esteban había ocultado dinero en el extranjero, probablemente de origen ilícito, dado el tono de la carta.

Con esta información tenían una moneda de cambio con Augusto. Guardó cuidadosamente los documentos en su bolsillo y se dispuso a salir del despacho. Fue entonces cuando escuchó el inconfundible sonido de un vehículo acercándose con el corazón acelerado se asomó por la ventana rota.

Una camioneta negra avanzaba por el camino de tierra levantando una nube de polvo. Aunque estaba demasiado lejos para distinguir a sus ocupantes, Javier sintió un escalofrío recorrer su espalda. No podía ser coincidencia. Rápidamente cerró la caja fuerte y volvió a colocar el cuadro en su lugar. Luego buscó desesperadamente una salida alternativa. No había puerta trasera, pero notó una pequeña ventana en el baño anexo al despacho, lo suficientemente grande para que una persona delgada pudiera pasar.

Sin pensarlo dos veces, Javier se dirigió al baño y forzó la ventana. se deslizó por la estrecha apertura, justo cuando escuchaba el vehículo detenerse frente al despacho. Una vez fuera, pegado a la pared, escuchó voces, dos hombres que hablaban mientras se acercaban a la entrada. “El jefe dijo que revisáramos todos los edificios que quedaron en pie”, decía uno, especialmente este, parece que el viejo guardaba papeles importantes aquí.

¿Qué estamos buscando exactamente?, preguntó el otro. No lo sé. Documentos, llaves, cualquier cosa que parezca valiosa. Javier no esperó a oír más. Agachado, corrió hacia un grupo de matorrales cercanos y desde allí se alejó lo más silenciosamente que pudo, manteniéndose fuera del camino principal. Cuando estuvo a una distancia segura, aceleró el paso.

Tenía que llegar a Durango lo antes posible y tomar el primer autobús de regreso a Ciudad de México. Cada minuto contaba ahora más que nunca. Mientras caminaba bajo el sol implacable, una certeza aterradora se formó en su mente. Augusto no confiaba en ellos. había enviado hombres a buscar por su cuenta la información que exigía a Lucía. Y si estaba dispuesto a hacer eso, ¿qué más estaría dispuesto a hacer? Tres días después de la partida de Javier, Lucía cerraba la librería El Péndulo cuando vio la ya familiar silueta de Augusto Montero acercándose por la acera. Su primo vestía el mismo

traje impecable de siempre, pero había algo diferente en su expresión, una tensión que no había mostrado en sus encuentros anteriores. Buenas noches, prima saludó al llegar junto a ella, ¿lista para nuestra cita? Lucía asintió tratando de mantener la calma. Durante los últimos días había logrado mantener a Augusto a Raya con promesas de que estaba reuniendo la información necesaria para acceder a las cuentas suizas.

Pero su paciencia, evidentemente se había agotado. ¿Dónde está Carmen? Preguntó notando que Augusto venía solo. Tu hermana nos espera en un lugar más. He privado respondió él, su sonrisa no alcanzando sus ojos fríos. Un restaurante en Polanco. Mi chófer nos llevará. Lucía sintió que el miedo le oprimía el pecho.

Carmen había salido esa mañana para dar sus clases habituales de piano y debería haber regresado ya al apartamento. ¿Qué has hecho con ella? Exigió saber, olvidando momentáneamente la cautela. Nada, querida prima, respondió Augusto tomándola firmemente del brazo. Simplemente le sugerí que nos acompañara para nuestra reunión de negocios. Ahora nos vamos. No es de buena educación hacer esperar a una dama. La camioneta negra estaba estacionada a pocos metros.

Lucía no tuvo más remedio que entrar. Consciente de que la situación se había deteriorado rápidamente, sin Javier, que aún no había regresado de Durango, y con Carmen, aparentemente bajo control de Augusto, sus opciones eran limitadas. El vehículo avanzó por las congestionadas calles de la ciudad, pero en lugar de dirigirse a Polanco, como había dicho Augusto, tomó rumbo hacia las afueras, hacia la carretera que conducía a Toluca.

¿A dónde vamos realmente?, preguntó Lucía, incapaz de contener su ansiedad. A un lugar donde podamos hablar con tranquilidad, respondió Augusto, mirando por la ventanilla con aparente desinterés. un pequeño hotel en las afueras más discreto que el Reforma. Lucía comprendió entonces que la pretensión de civilidad había terminado. Augusto la estaba llevando a un lugar aislado donde nadie pudiera oír o ver lo que ocurriría.

Se acabó el tiempo de los juegos, Lucía, continuó Augusto volviéndose hacia ella. Me has estado engañando, ganando tiempo mientras tu novio médico iba a Durango a buscar lo que yo quiero. El shock debió ser evidente en el rostro de Lucía porque Augusto río con satisfacción. Sorprendida, no deberías. Tengo contactos en todas partes.

Uno de mis hombres vio al doctor Fuentes merodeando cerca de la hacienda, usmeando en el despacho de campo. Lamentablemente escapó antes de que pudieran atraparlo. No sé de qué hablas, intentó Lucía, sabiendo que era inútil. Por favor, prima, no insultes mi inteligencia. Sabías exactamente dónde buscar y enviaste a tu médico a hacer el trabajo sucio.

Augusto sacó un cigarrillo y lo encendió con un lujoso encendedor de plata. Lo que me lleva a preguntarme, ¿encontró algo? ¿O esta noche tendré que ser más persuasivo con Carmen para obtener respuestas? La mención de su hermana hizo que Lucía sintiera una oleada de náuseas. Si le haces daño, todo depende de ti. Interrumpió Augusto.

Coopera y todos saldrán de esto indemnes. Complica las cosas y dejó la amenaza en el aire exhalando una nube de humo. El viaje continuó en tenso silencio. Finalmente, la camioneta se detuvo frente a un pequeño hotel de carretera, el tipo de lugar donde nadie hacía preguntas y los registros se llevaban con nombres falsos. El chóer, un hombre corpulento de expresión impenetrable, les abrió la puerta.

Augusto descendió primero y luego ofreció su mano a Lucía con una galantería macabra. Después de ti, prima. Entraron al hotel, un establecimiento de aspecto de crépito con una recepción desierta. Sin detenerse, Augusto la guió por un pasillo mal iluminado hasta una habitación al fondo. Sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta.

En el interior, sentada en una silla junto a la ventana estaba Carmen. A su lado, de pie, un hombre alto vigilaba cada uno de sus movimientos. Lucía”, exclamó Carmen al verla levantándose de un salto. “Quédate donde estás”, ordenó Augusto con voz cortante. El hombre junto a Carmen colocó una mano sobre su hombro, forzándola a sentarse nuevamente.

“Ahora que estamos todos reunidos”, continuó Augusto cerrando la puerta tras ellos, “podemos proceder. Tengo entendido que tu novio regresará esta noche de Durango con suerte trayendo consigo cierta información valiosa. Javier no es mi novio respondió Lucía automáticamente, aunque sabía que era un detalle irrelevante en aquel momento.

Como sea, desestimó Augusto con un gesto. Lo importante es que nos reuniremos con él aquí y espero que para entonces tengamos algo concreto que discutir. Y no miró significativamente a Carmen. Déjala ir, pidió Lucía. Me tienes a mí. Es suficiente. Augusto negó con la cabeza divertido.

No, querida prima, necesito todas mis piezas de ajedrez en el tablero. Además, Carmen siempre fue la favorita de mi tío. Tenía grandes planes para ella. La insinuación hizo que Lucía sintiera una oleada de furia. Eres igual que él, espetó, un monstruo obsesionado con el control y el poder. Por primera vez, la máscara de civilidad de Augusto se agrietó completamente.

Su rostro se contrajo en una expresión de ira apenas contenida. No te atrevas a compararme con ese viejo loco, Siseo. Tu padre era un dinosaurio atrapado en tradiciones ridículas, obsesionado con la sangre y el linaje. Yo soy un hombre de negocios. práctico. Solo quiero lo que me corresponde, lo que me fue arrebatado cuando quemaron la hacienda.

Se acercó a Lucía, su rostro a centímetros del suyo. Y lo voy a obtener de una manera u otra. El sonido de un vehículo deteniéndose frente al hotel interrumpió el tenso momento. Augusto se apartó de Lucía y se asomó a la ventana. “Parece que nuestro doctor ha llegado”, anunció con una sonrisa renovada.

Justo a tiempo hizo un gesto a su hombre que salió de la habitación presumiblemente para escoltar a Javier. Lucía intercambió una mirada con Carmen tratando de comunicarle que mantuviera la calma, que aún había esperanza. Minutos después, la puerta se abrió y Javier fue empujado al interior. Parecía agotado, con varios días de barba incipiente y la ropa arrugada por el largo viaje, pero sus ojos se iluminaron al ver a las hermanas ilesas.

“¡Qué conmovedora reunión!”, exclamó Augusto sarcásticamente. “Ahora doctor, espero que traiga consigo algo más que buenas intenciones.” Javier miró a Lucía buscando una señal. Ella asintió imperceptiblemente. No tenían más opciones. Encontré lo que buscaba, admitió Javier sacando del bolsillo interior de su chaqueta un sobre arrugado.

Augusto extendió la mano impaciente, pero Javier retuvo el sobre. Primero quiero su palabra de que las dejará en paz después de esto. Exigió que nunca más las buscará ni revelará que siguen vivas. Augusto Ríó, genuinamente divertido. Doctor, no está en posición de negociar, pero soy un hombre razonable. Si la información que tiene ahí es lo que espero, entonces sí las dejaré vivir sus vidas en paz.

Después de todo, las primas muertas no pueden reclamar herencias, ¿verdad? Con evidente reluctancia, Javier entregó el sobre. Augusto lo abrió ansiosamente, examinando su contenido. Su expresión se transformó a medida que leía la carta y el recibo bancario. “Esto es”, murmuró, sus ojos brillando con codicia.

Exactamente lo que sospechaba. Mi querido tío, tan preocupado por las tradiciones, no tuvo escrúpulos en esconder su fortuna en paraísos fiscales. Guardó los documentos en su chaqueta y miró a los tres con una sonrisa triunfal. “Bueno, creo que nuestro negocio ha concluido satisfactoriamente”, anunció.

“Ahora solo queda un pequeño detalle por resolver.” con un movimiento fluido, sacó una pistola del bolsillo interior de su chaqueta y la apuntó directamente hacia Lucía. Lo siento, prima, pero no puedo correr el riesgo de que algún día decidas reclamar lo que crees que te pertenece. Todo ocurrió en cuestión de segundos.

Javier, al ver el arma, se lanzó instintivamente hacia Augusto. Carmen gritó. Lucía se arrojó a un lado buscando cubrirse. El disparo resonó en la pequeña habitación con un estruendo ensordecedor. Javier cayó hacia atrás, una mancha roja expandiéndose rápidamente en su camisa. Lucía gritó su nombre arrastrándose hacia él mientras Augusto retrocedía, sorprendido por su propia acción.

Pero antes de que pudiera disparar nuevamente, la puerta de la habitación se abrió de golpe. Varios hombres con uniformes de la policía judicial irrumpieron apuntando sus armas. Policía, todos al suelo. Augusto intentó ocultar su arma, pero era demasiado tarde.

Dos agentes lo sometieron mientras otro acudía junto a Javier, que yacía sangrando en el suelo con Lucía, sosteniendo su cabeza. Una ambulancia, rápido!”, gritó el policía presionando la herida para detener la hemorragia. Entre la confusión, Lucía vio a un hombre de traje acercarse a Carmen, que temblaba incontrolablemente. “Señorita Carmen Montero”, preguntó mostrando una identificación. “Soy el agente Ramírez de la policía judicial.

Su amigo, el doctor Fuentes, nos contactó desde Durango. Nos ha contado toda la historia. Mientras los paramédicos entraban para atender a Javier, Lucía comprendió lo que había ocurrido. Javier había previsto la traición de Augusto y había alertado a las autoridades, probablemente a través de su amigo en el hospital de Durango. ¿Él sobrevivirá?, preguntó.

Su voz apenas un susurro mientras observaba cómo trasladaban a Javier a una camilla. “La bala parece haber entrado en el hombro”, respondió uno de los paramédicos. “Si llegamos rápido al hospital tiene buenas posibilidades.” Mientras los policías esposaban a Augusto y lo sacaban de la habitación, este miró a Lucía una última vez.

El odio y la frustración evidentes en su rostro. Esto no ha terminado, prima, escupió. La sangre de los monteros siempre encuentra su camino. Pero Lucía ya no lo escuchaba. Toda su atención estaba en Javier, en la palidez de su rostro, en su respiración superficial. Tomó su mano y la apretó con fuerza, como si pudiera transferirle su propia vida.

“Te pondrás bien”, susurró las lágrimas corriendo libremente por sus mejillas. Vamos a estar bien. Y mientras la ambulancia se alejaba a toda velocidad por la carretera, con las sirenas aullando en la noche, Lucía sintió que por fin las cenizas del pasado comenzaban a dispersarse, llevándose consigo la maldición de los Montero. Epílogo.

5 años después, el pequeño consultorio en las afueras de Guadalajara estaba lleno de pacientes esa mañana. En la sala de espera, niños jugaban mientras sus madres conversaban en voz baja. En la pared, una placa discreta anunciaba: “Doctor Javier Méndez, medicina general.” Dentro del consultorio, Javier terminaba de revisar a un niño de unos 6 años.

La cicatriz en su hombro, oculta bajo la bata blanca, apenas le molestaba ya, excepto en los días lluviosos. Está perfectamente”, anunció a la madre preocupada. solo un resfriado común, reposo y mucho líquido. Cuando madre e hijo se marcharon, Javier aprovechó el breve descanso para mirar la fotografía enmarcada sobre su escritorio, él y Lucía, ahora su esposa, sosteniendo a su pequeña hija de apenas un año.

Al fondo, Carmen sonreía junto a su prometido, un joven profesor de música que había conocido en el conservatorio, donde ahora ella enseñaba piano. Habían pasado 5 años desde aquella noche en el hotel de carretera. 5 años desde que Augusto Montero había sido condenado por intento de homicidio y múltiples cargos de fraude descubiertos cuando las autoridades investigaron sus negocios.

tras su arresto, 5 años desde que Lucía y Carmen habían recuperado legalmente sus identidades tras demostrar que habían huido por temor a los abusos de su padre. La verdad completa sobre don Esteban Montero y sus planes para sus hijas había salido a la luz durante el juicio, provocando un escándalo que aún resonaba en los círculos sociales de Durango.

Y 5 años desde que Javier, Lucía y Carmen habían dejado Ciudad de México para comenzar de nuevo en Guadalajara, lejos de los recuerdos, pero lo suficientemente cerca para sentirse en casa. El intercomunicador sonó sacando a Javier de sus reflexiones. “Doctor, su esposa está aquí”, anunció la recepcionista.

Momentos después, la puerta se abrió y Lucía entró radiante con la pequeña Elena en brazos. La niña, al ver a su padre, estiró sus bracitos hacia él con una sonrisa desdentada. Pensamos en sorprenderte y llevarte a almorzar”, explicó Lucía, besando suavemente a su marido, mientras este tomaba a la niña en brazos.

“La mejor sorpresa posible”, respondió él, admirando una vez más la fortaleza y la belleza de la mujer que había aprendido a amar en las circunstancias más extraordinarias. Juntos, como la familia que habían construido sobre las cenizas de un pasado oscuro, salieron a la luminosa mañana de Guadalajara, dejando atrás definitivamente la sombra de la hacienda, los encinos y la maldición de los monteros.