Bajo la Sombra del Naranjo
El sol de la tarde caía sobre las calles empedradas de Puebla con esa luz dorada característica del mes de octubre, una luz que hacía brillar las cúpulas de las iglesias como si fueran de oro puro, ocultando por un instante la decadencia que habitaba debajo. Las sombras se alargaban sobre los muros de adobe y piedra, y el aire llevaba el aroma mezclado de tortillas recién hechas, flores de cempasúchil y el humo dulce del copal, que algunas familias ya comenzaban a quemar en preparación para el Día de Muertos que se acercaba inexorablemente.
Era el año de 1849 y la ciudad de Puebla aún se recuperaba lentamente de las profundas heridas de la invasión estadounidense ocurrida apenas dos años atrás. Las cicatrices de la guerra todavía eran dolorosamente visibles en algunos edificios del centro: agujeros de bala que marcaban las fachadas coloniales como viruela permanente, ventanas que nunca habían sido reparadas y permanecían cubiertas con tablones de madera, y una sección completa de la muralla norte destruida por los cañones invasores que nadie tenía el dinero o la voluntad de reconstruir.
El comercio había disminuido drásticamente. Muchos talleres de artesanos habían cerrado, sus dueños muertos en la defensa de la ciudad o simplemente sin recursos para continuar. Las viudas, vestidas de negro, eran una vista común en las calles; mujeres jóvenes y viejas que habían perdido a sus esposos, hijos, hermanos o padres. Había una sensación general de melancolía y pérdida que pesaba sobre la ciudad como una manta húmeda.
En una modesta casa de adobe de un solo piso en las afueras del barrio de San Francisco, una de las zonas más antiguas y tradicionales, Dolores Ramírez barría el patio trasero con movimientos mecánicos. La escoba de palma, desgastada por años de uso, hacía un sonido rasposo y monótono contra las baldosas irregulares de barro cocido. Aquel ritmo había llegado a ser casi meditativo para ella en los últimos meses de ansiedad constante, pero hoy, ni siquiera ese sonido familiar podía calmar los pensamientos oscuros que le daban vueltas en la mente.
Cada vez que cerraba los ojos, veía imágenes que la perseguían: tierra oscura, un vestido blanco manchado de sangre, ojos cafés abiertos sin vida. Sus manos temblaban mientras sostenía el mango astillado. Tenía apenas 42 años, pero las arrugas profundas y la forma en que sus hombros se encorvaban bajo un peso invisible la hacían parecer mucho mayor. Su cabello, antes negro azabache como el de su hijo Miguel, ahora mostraba canas que se habían multiplicado exponencialmente en los últimos tres meses.
Vestía un sencillo vestido negro de algodón, su uniforme diario desde la muerte de su esposo, el herrero Tomás Ramírez, fallecido tres años atrás en aquel accidente con el carro de carga. Dolores se aferraba a la idea de que Tomás no había sufrido, aunque en el fondo siempre lo había dudado.
Desde la cocina llegaba el aroma del mole que preparaba para la cena. Normalmente, ese olor a chiles, chocolate y especias la reconfortaba, pero hoy solo le revolvía el estómago. No había comido bien en días; la náusea de la culpa era su única compañera. Sus ojos volvían una y otra vez, como atraídos por un imán, al rincón del patio cerca del naranjo viejo de tronco retorcido.
El árbol, antiguo y nudoso, daba una sombra generosa. En tiempos normales representaba la continuidad familiar, pero ahora, Dolores solo podía ver lo que había debajo de sus raíces: la tierra que parecía más oscura, más húmeda, más culpable.
—Madre, ¿qué miras con tanta atención?
La voz la sobresaltó violentamente. Dolores se giró, llevándose una mano al pecho. Su hijo Miguel estaba de pie en el umbral, recostado casualmente contra el marco. A sus 24 años, Miguel era alto y delgado hasta la fragilidad, con un rostro pálido y unos ojos oscuros que parecían pozos sin fondo. Su aversión a la luz del sol y sus hábitos nocturnos le habían dado un aspecto casi espectral.
—Nada importante, hijo —mintió Dolores torpemente, forzando una sonrisa—. Solo pensaba que deberíamos plantar más hierbas medicinales aquí. El cilantro ha crecido bien y pensé añadir menta.
Miguel caminó hacia ella con pasos silenciosos, como un gato acechando. Se detuvo exactamente sobre la tierra removida bajo el naranjo. —¿Has pensado en lo que te dije esta mañana, madre? —preguntó con esa voz suave y melosa que usaba para manipular—. La familia Morales está haciendo preguntas. Don Pedro vino ayer otra vez.
—Miguel, hijo mío, por favor, no podemos seguir así —Dolores dejó caer la escoba y se cubrió el rostro—. Alguien se dará cuenta. Don Pedro me miraba como si pudiera ver a través de mis mentiras. Dios mío, ¿qué hemos hecho?
—¿Qué hemos hecho? —la voz de Miguel se tornó fría y acusatoria—. Fuiste tú quien insistió en el secreto. Fuiste tú quien tomó la pala. No me eches la culpa ahora, madre querida.

Las palabras golpearon a Dolores como piedras. Los recuerdos de aquella noche, tres meses atrás, la asaltaron: el cuerpo inerte de Carmen Morales en la sala, el vestido bordado manchado de sangre, el peso muerto mientras lo arrastraban al jardín en la oscuridad sin luna.
—Tú eres mi hijo —susurró ella con voz quebrada—. Eres todo lo que tengo desde que murió tu padre. ¿Qué hace una madre sino proteger a su hijo? Pero ahora… creo que cometí el error más grande de mi vida.
Miguel no respondió de inmediato. Observaba el naranjo con frialdad calculadora, esa misma ausencia de emoción que Dolores había visto en él desde niño: cuando encontró al gato de los vecinos con el cuello roto, o cuando Pedrito López sufrió aquellas “accidentales” quemaduras. Siempre había excusas, siempre había accidentes, y Dolores siempre lo había defendido, incluso contra las advertencias de su propio esposo, Tomás.
Tomás había visto la verdad antes de morir. “Hay algo fundamental en él que no es correcto”, le había dicho una semana antes de su muerte. Dolores se había negado a escuchar. Y luego, el accidente del carro. Miguel había estado allí, “comprando tabaco”. La duda, negra y viscosa, se deslizó por la mente de Dolores: ¿Había matado Miguel a su propio padre para silenciarlo?
—Deberías entrar ya, madre —dijo Miguel, rompiendo el silencio—. El mole va a quemarse. Y recuerda, cuidado con la viuda Martínez. Nos vigilan.
Dolores entró a la cocina, sintiendo la mirada de su hijo clavada en su espalda. El olor a chocolate quemado impregnaba el aire, acre y desagradable.
Mientras intentaba salvar la cena, su mente regresó al inicio de la tragedia. Carmen Morales. La bella hija de Don Pedro, el comerciante de telas. Carmen y Miguel se habían conocido en las fiestas de Corpus Christi. Miguel se había obsesionado con ella, una fijación intensa y silenciosa. Carmen, al principio halagada por la atención del joven misterioso, pronto comenzó a sentirse incómoda.
Aquella noche fatal, Carmen había venido a la casa para poner fin al cortejo. Había sido amable pero firme. No quería verlo más. Dolores estaba en la cocina cuando escuchó las voces alzarse en la sala. Luego, un golpe seco. Un silencio absoluto. Y después, la voz tranquila de Miguel llamándola: “Madre, ven. He tenido un accidente”.
El “accidente” era Carmen con el cuello roto al pie de la chimenea. Miguel dijo que ella había tropezado, que él intentó sostenerla. Pero no había lágrimas en sus ojos, solo cálculo. Y Dolores, ciega de pánico y amor maternal, había ido a buscar la pala.
Un golpe fuerte en la puerta principal, el zaguán de madera pesada que daba a la calle, sacó a Dolores de sus recuerdos. El corazón le dio un vuelco.
—Yo abriré —dijo Miguel, apareciendo en la cocina. Su calma era aterradora—. Tú quédate aquí, madre. Limpia tu cara, pareces una loca.
Miguel salió hacia el zaguán. Dolores escuchó el chirrido de las bisagras y luego voces. Voces graves, masculinas. Reconoció el tono autoritario de Don Pedro Morales, pero esta vez había algo más: la voz oficial del jefe de la guardia local.
—Sabemos que vino aquí, muchacho. Tenemos testigos que la vieron entrar en esta calle esa noche y nunca salir —decía Don Pedro, su voz temblando de rabia contenida y dolor.
—Le aseguro, señor, que Carmen estuvo aquí brevemente para decirme que no correspondía a mis sentimientos —respondió Miguel con una suavidad ensayada—. Se fue antes del anochecer. Quizás alguien la interceptó camino a casa. Las calles son peligrosas…
—¡Mentira! —gritó Don Pedro—. ¡Mi hija no desaparece en el aire! ¡Quiero registrar esta casa!
—Sin una orden del juez, eso es allanamiento —replicó Miguel, y por primera vez, Dolores notó una fisura en su armadura, un tono de amenaza velada.
Dolores miró por la ventana de la cocina hacia el patio. La luz del atardecer casi se había ido, y las sombras del naranjo parecían moverse. Bajo la tierra, Carmen esperaba. Y no solo Carmen. Tomás. El gato. La inocencia perdida de su propia vida.
De repente, Dolores entendió. Si registraban la casa y no encontraban nada, Miguel se sentiría invencible. Su maldad crecería. Y si encontraban a Carmen… ambos irían a la horca. Pero había una tercera opción. Una que Tomás había intentado tomar.
Miguel regresó a la cocina, cerrando la puerta tras de sí con fuerza, aunque se escuchaban los gritos de Don Pedro exigiendo entrar desde la calle.
—Se están poniendo difíciles —dijo Miguel, sus ojos brillando con una luz febril—. Madre, prepara té de menta. Mucho té. Necesitamos calmarnos. Y quizás… quizás sea hora de que tú descanses un poco. Te ves muy cansada.
Dolores vio cómo Miguel sacaba de su bolsillo un pequeño frasco de vidrio que ella había visto en el taller de su difunto esposo; un ácido usado para limpiar metales, pero mortal si se ingería. Lo destapó con cuidado.
—Voy a preparar el té yo mismo, madre. Siéntate —ordenó Miguel.
Iba a matarla. Dolores lo vio con una claridad cristalina. Ella era el cabo suelto. El testigo. La cómplice que se estaba desmoronando. Miguel la envenenaría, lloraría su muerte como un “suicidio por pena”, y luego vendería la casa para irse lejos, dejando a los muertos enterrados bajo el naranjo para siempre.
Un fuego, más caliente que el mole quemado, subió por el pecho de Dolores. No era miedo. Era ira. Una ira pura y lavada por años de sumisión.
—No, Miguel —dijo ella. Su voz sonó extraña, firme, joven otra vez.
—¿Qué dices? —Miguel se giró, con el frasco en la mano.
Dolores agarró el cuchillo de cocina que estaba sobre la mesa, un cuchillo pesado de hierro forjado por Tomás.
—Dije que no. No habrá té. Y no habrá más mentiras.
Antes de que Miguel pudiera reaccionar con su habitual velocidad sobrenatural, el zaguán crujió bajo los embates de los hombres afuera. La madera estaba cediendo.
—¡Están entrando! —siseó Miguel, sus ojos desorbitados—. ¡Maldita sea, madre, ayúdame a trabar la puerta interior!
Dolores corrió, pero no hacia la puerta para bloquearla. Corrió hacia el patio.
—¡Madre! —gritó Miguel, persiguiéndola.
Dolores llegó al centro del patio, junto al naranjo. La oscuridad ya era casi total, pero la luna empezaba a asomar. Se arrodilló sobre la tierra removida y comenzó a escarbar con las manos desnudas, frenéticamente, gritando con todas sus fuerzas.
—¡AQUÍ! ¡ESTÁ AQUÍ! ¡DON PEDRO! ¡POR EL AMOR DE DIOS, ESTÁ AQUÍ!
Miguel se abalanzó sobre ella, agarrándola del cabello, tratando de taparle la boca. —¡Cállate, vieja estúpida! ¡Nos matarás a los dos!
Dolores mordió la mano de su hijo con fuerza salvaje, sintiendo el sabor metálico de la sangre de su propia carne y la de él. Miguel aulló y la soltó por un segundo.
—¡Tomás! ¡Carmen! —gritaba Dolores, invocando a los muertos, sintiendo que la tierra bajo sus uñas vibraba, como si los que yacían abajo empujaran hacia arriba para ayudarla.
La puerta del patio estalló. Don Pedro, dos de sus hijos y tres guardias irrumpieron con antorchas y pistolas. La escena que encontraron fue dantesca: una madre cubierta de tierra y lágrimas, aferrada a las raíces de un naranjo, y un hijo joven, con el rostro transfigurado por el odio, levantando una piedra para aplastar la cabeza de quien le dio la vida.
—¡Alto! —disparó uno de los guardias al aire.
Miguel se congeló. La piedra cayó de su mano. Su máscara de frialdad regresó instantáneamente, pero era tarde. Don Pedro corrió hacia Dolores y la apartó, mientras los guardias sometían a Miguel.
—Aquí… —sollozó Dolores, señalando la tierra hundida entre las raíces—. Perdóname, Don Pedro. Ella está aquí. Mi hijo… mi hijo le quitó la luz, y yo le quité el descanso.
Los hombres de la guardia comenzaron a cavar. No tardaron mucho. El vestido blanco, ahora gris por la podredumbre, apareció bajo la luz de las antorchas. El grito de dolor de Don Pedro desgarró la noche poblana, un sonido más terrible que cualquier cañón de guerra.
Miguel no luchó mientras lo encadenaban. No bajó la cabeza. Miraba a su madre con esos ojos de túnel oscuro, sin odio ya, solo con una decepción clínica, como si un experimento hubiera fallado.
—Siempre fuiste débil, madre —dijo en voz baja cuando lo pasaron junto a ella—. Papá tenía razón. Deberías haberme dejado caer al nacer.
Se llevaron a Miguel entre maldiciones de los vecinos que se habían aglomerado. Se llevaron el cuerpo de Carmen envuelto en sábanas limpias traídas por su padre.
Dolores se quedó sola en el patio. La casa estaba en silencio, salvo por el viento que movía las hojas del naranjo. Miró el agujero abierto en la tierra, una boca negra que finalmente había escupido su secreto.
Caminó lentamente hacia la cocina. El mole se había consumido totalmente, dejando solo una costra negra y humeante. Dolores apagó el fuego. Luego, con una calma que no había sentido en años, buscó una vela, la encendió y regresó al patio. La colocó al borde del agujero vacío.
—Feliz Día de Muertos, Tomás. Feliz día, Carmen —susurró.
Se sentó en el suelo, esperando a que volvieran por ella para llevarla a prisión. Pero por primera vez en tres meses, el aire olía limpio. El olor a copal de las casas vecinas inundó el patio, borrando el hedor de la muerte y el miedo. Dolores cerró los ojos y, finalmente, pudo dormir.
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