La temporada de lluvias llegó a Veracruz con su habitual violencia en mayo de 1988. El puerto hervía bajo el sol de mediodía, pero en los pueblos del interior, donde la selva aún disputaba cada metro de tierra cultivable, las tormentas transformaban los caminos en lodazales y obligaban a las familias a recogerse temprano cuando el cielo se ponía color plomo y el viento traía ese olor a tierra mojada mezclado con azufre de los volcanes lejanos.

En el pueblo de San Rafael de los Naranjos, a hora y media de Xalapa por carretera de terracería, la vida giraba alrededor de tres pilares: el cultivo de café en las laderas, la parroquia de San Rafael Arcángel, que dominaba la plaza desde 1782, y el respeto absoluto a la palabra de los ancianos y del patrón.

Allí, en una casa de adobe encalado con techo de teja y un corredor sombreado por bugambilias color fucsia, vivía la familia Solórzano desde hacía tres generaciones.

Don Evaristo Solórzano tenía 62 años en aquel mayo tormentoso y llevaba casi cuatro décadas siendo el hombre más respetado del pueblo. Viudo desde hacía 6 años, su esposa Amalia había muerto de un derrame cerebral mientras preparaba mole para la fiesta patronal. Don Evaristo seguía dirigiendo con mano firme el beneficio de café, que empleaba a 23 familias, administraba los préstamos informales que mantenían a flote a los pequeños productores y ocupaba el primer banco de la parroquia cada domingo a las 10 de la mañana. Alto, de espaldas aún anchas y manos enormes curtidas por el trabajo, usaba siempre guayabera blanca impoluta y sombrero de palma. Y cuando caminaba por la calle empedrada hacia el atrio, los hombres se quitaban el sombrero y las mujeres bajaban la vista.

Su único hijo varón, Miguel Ángel, había heredado el negocio, pero no el carácter. Era un hombre blando de 37 años, bonachón y bebedor moderado, que prefería la compañía de sus amigos en la cantina El Faro, a la severidad del beneficio.

Miguel Ángel se había casado hacía 8 años con Rosalva Mendoza, una muchacha de Coatepec, que llegó al pueblo con 19 años recién cumplidos. Tez morena clara, ojos color miel y una manera de moverse que algunos describían como grácil y otros —las lenguas viperinas— como demasiado consciente de su efecto.

Rosalba había sido maestra de primaria en su pueblo natal, pero al casarse abandonó el trabajo porque don Evaristo consideraba “impropio” que una Solórzano —así decía, como si el apellido fuera título nobiliario— trabajara fuera de casa.

La joven se adaptó a la vida en San Rafael con una mezcla de resignación y pragmatismo. Aprendió a hacer las tortillas perfectamente redondas que exigía su suegro, a administrar la casa con los pesos contados que le daba Miguel Ángel y a soportar las largas ausencias de su marido, que cada vez pasaba más noches en El Faro, volviendo a casa tambaleante y oliendo a aguardiente barato.

Los primeros 3 años fueron tolerables. Rosalva dio a luz dos hijas: Estrella en 1981 y Luz María en 1983. Don Evaristo mostró una ternura inesperada con las niñas, cargándolas en brazos durante horas, comprándoles vestidos de domingo en Xalapa, enseñándoles a reconocer los granos de café por su color y textura. Pero con Rosalva mantenía una distancia correcta, casi fría, dirigiéndose a ella siempre como “muchacha” o “la nuera”, nunca por su nombre.

Esa formalidad se mantuvo hasta la primavera de 1984, cuando Miguel Ángel tuvo que viajar a Puebla para resolver un problema con un exportador que amenazaba con cancelar un contrato. Estuvo fuera tres semanas. Durante ese tiempo, don Evaristo comenzó a aparecer en la cocina al mediodía, cuando antes siempre comía en el beneficio. Se sentaba a la mesa mientras Rosalva preparaba los frijoles, el arroz, las tortillas recién salidas del comal, y hablaba del clima, de los precios del café, de la necesidad de arreglar el techo del granero.

Rosalba respondía con monosílabos, incómoda bajo esa mirada que se había vuelto diferente, más detenida, más pesada.

Una tarde de lluvia torrencial, con las niñas durmiendo la siesta y el pueblo entero recogido, don Evaristo entró a la cocina y se quedó de pie junto a la puerta, observando cómo Rosalva molía el maíz para las tortillas de la cena. El silencio se llenó del sonido del metate, de la lluvia contra las tejas, del goteo persistente en el cántaro del corredor.

Don Evaristo dijo con una voz que sonaba extrañamente juvenil: “Eres muy joven para estar sola tanto tiempo.”

Rosalba dejó de moler, sintiendo que el aire se espesaba. Respondió sin levantar la vista: “Miguel Ángel volverá pronto.”

Don Evaristo se acercó un paso. “Miguel Ángel nunca supo cuidar lo que tiene valor.”

Rosalba sintió el corazón golpeándole las costillas, pero mantuvo las manos ocupadas, amasando la masa, modelando la bola que se convertiría en tortilla. Don Evaristo no se acercó más esa tarde, pero algo había cambiado en la casa, como si una grieta invisible se hubiera abierto en los cimientos.

Cuando Miguel Ángel regresó de Puebla, traía un contrato renovado y una botella de coñac que terminó en dos noches. La vida pareció volver a su cauce, pero Rosalva notó que don Evaristo ya no comía en el beneficio. Aparecía puntual al mediodía, se sentaba en su lugar de siempre y sus ojos seguían cada movimiento de ella con una intensidad que la hacía sentir desnuda.

Las conversaciones banales continuaron, pero ahora había dobles sentidos, pausas cargadas, frases que podían interpretarse de dos maneras. Rosalva trató de evitarlo, de estar ocupada cuando él llegaba, de llevar a las niñas a la cocina como escudo, pero la casa no era grande y don Evaristo era el dueño de cada rincón.

El cambio definitivo ocurrió en agosto de 1984, durante las fiestas de la Asunción. El pueblo entero se volcó en la celebración: procesión, misa solemne, baile en la plaza con marimba traída de Tlacotalpan. Miguel Ángel se emborrachó antes de que cayera la noche y varios amigos tuvieron que llevarlo a casa cargado como bulto. Rosalva lo acostó furiosa y humillada, mientras las niñas lloraban asustadas por los gritos incoherentes de su padre.

Cuando finalmente logró que se durmiera y salió al corredor a respirar aire fresco, encontró a don Evaristo sentado en una de las mecedoras, fumando un cigarro con la vista perdida en la oscuridad del cafetal. Se quedó quieta, esperando que él dijera algo o se retirara a su habitación en la parte trasera de la casa.

Pero don Evaristo apagó el cigarro con cuidado. Se levantó con esa lentitud deliberada de los hombres acostumbrados a que el mundo se adapte a su ritmo y se acercó a ella. Le puso una mano en el hombro, pesada y caliente a través de la tela del vestido.

“No mereces esto”, dijo. Y antes de que Rosalva pudiera reaccionar, inclinó la cabeza y la besó en la boca.

Rosalba se apartó de un empujón, con el corazón desbocado y un sabor a tabaco y miedo en la lengua. Don Evaristo no se disculpó, simplemente dijo: “Nadie tiene que saberlo. Yo puedo darte lo que él no puede.” Y se retiró a su cuarto sin esperar respuesta.

Rosalba pasó esa noche en vela, temblando en la cama junto al cuerpo inerte de su marido, preguntándose si había malinterpretado algo, si había hecho algo que provocara esa transgresión monstruosa. Al amanecer, decidió que debía hablarlo con Miguel Ángel. Pero cuando este despertó a mediodía con una resaca brutal, gruñendo y pidiendo café, Rosalva comprendió que no serviría de nada. Miguel Ángel nunca le había creído nada que pusiera en duda la santidad de su padre. Y si acusaba a don Evaristo, el pueblo entero se pondría del lado del patriarca. Ella era la forastera, la de Coatepec, la que algunos consideraban demasiado bonita para su propio bien.

Los meses siguientes fueron un infierno silencioso. Don Evaristo no volvió a besarla, pero intensificó su presencia. Aparecía cuando Rosalva lavaba ropa en el lavadero del patio, cuando cosía en el corredor por las tardes, cuando barría el zaguán al amanecer. Siempre con pretextos mundanos —revisar el tinaco, buscar una herramienta, preguntarle sobre el menú—, pero sus ojos recorrían el cuerpo de ella con una posesividad que la hacía sentir sucia.

Y comenzó a darle regalos: un corte de tela para un vestido nuevo, un par de aretes de filigrana que supuestamente habían pertenecido a su difunta esposa, una radio de pilas que dejó en la cocina sin explicación. Rosalva rechazó los primeros, pero don Evaristo los dejaba de todas formas, y si ella los devolvía, reaparecían en su habitación o entre sus cosas. Era una invasión constante, metódica, diseñada para demostrarle que no había lugar en esa casa donde él no pudiera llegar.

La primera vez que se dio fue en febrero de 1985, durante otra ausencia de Miguel Ángel. Había ido a Córdoba a una reunión de cafetaleros y estaría fuera 4 días. Don Evaristo llegó a la cocina después de la cena, cuando las niñas ya dormían. Traía una botella de rompope y dos vasos. Le sirvió uno a Rosalva sin preguntarle. Se sentó frente a ella y comenzó a hablar de su juventud, de cuándo conoció a Amalia, de la dureza de levantar el negocio desde cero. Su voz tenía una calidez que Rosalva nunca había escuchado. Y el rompope, dulce, espeso, traicionero, fue aflojando la tensión en sus hombros.

Cuando don Evaristo extendió la mano y tomó la de ella sobre la mesa, Rosalva no la retiró. Estaba cansada de resistir, cansada de vivir en estado de alerta permanente, cansada de sentirse sola en una casa llena de gente que no la veía realmente. Don Evaristo se levantó, la jaló suavemente hacia él y esta vez ella no se apartó cuando la besó. La llevó a su habitación de la parte trasera, la que había sido su refugio solitario desde la muerte de Amalia. Y allí, Rosalva Mendoza cruzó la línea que separa a las víctimas de las cómplices.

Lo que comenzó como un acto de rendición se convirtió en una rutina secreta. Cada vez que Miguel Ángel se ausentaba —y las ausencias se volvieron más frecuentes, como si algún instinto animal le dijera que debía alejarse de casa—, don Evaristo y Rosalva compartían esas noches clandestinas en la habitación trasera.

No había ternura en esos encuentros, pero tampoco violencia explícita. Era algo más complejo y oscuro, una transacción de poder, de necesidades torcidas, de soledades que se alimentaban mutuamente. Don Evaristo le daba a Rosalva la atención que su hijo le negaba. La hacía sentir deseada, importante, necesaria. Y Rosalva a cambio le devolvía a don Evaristo algo de la juventud que sentía escapársele, la ilusión de que todavía era el hombre que hacía temblar a las mujeres del pueblo cuando pasaba a caballo por la calle.

Pero los secretos en pueblos pequeños tienen vida propia. San Rafael de los Naranjos tenía apenas 1,200 habitantes y todos se conocían no solo por nombre, sino por historia familiar completa. Doña Socorro Pantoja, dueña de la tienda de abarrotes frente a la parroquia, tenía un talento sobrenatural para detectar anomalías en el tejido social.

Fue ella quien primero notó los cambios sutiles: que Rosalva había dejado de ir al mercado los jueves, día de plaza, con el pretexto de que Don Evaristo prefería que ella estuviera en casa cuando él volvía del beneficio; que la nuera de los Solórzano había empezado a usar un perfume diferente, más caro, que dejaba una estela al pasar; que las cortinas de la habitación trasera, que habían permanecido cerradas desde la muerte de doña Amalia, ahora se abrían en las tardes.

Pequeñeces, indicios, migajas que doña Socorro fue recogiendo con la paciencia de quien arma un rompecabezas sin tener la imagen de referencia.

Un domingo de marzo de 1986, después de la misa de 11, doña Socorro vio algo que convirtió sus sospechas en certeza. Don Evaristo salió de la iglesia con las nietas como cada domingo, pero en lugar de dirigirse directo a casa, se desvió hacia el puesto de flores de doña Chabela. Compró un ramo de alcatraces —flores de funeral, flores de amor prohibido— y lo llevó discretamente bajo el brazo. Más tarde, cuando doña Socorro pasó “casualmente” frente a la casa de los Solórzano, con el pretexto de devolverle un molde a la vecina de al lado, vio por la ventana entreabierta de la cocina a Rosalva arreglando esos mismos alcatraces en un florero de barro con una sonrisa en los labios, que no era la de una nuera agradecida, sino la de una mujer que recibe flores de un amante.

Doña Socorro no dijo nada de inmediato. En su experiencia, las acusaciones prematuras podían volverse contra el acusador si no había pruebas contundentes. Pero comenzó a comentar cosas en la tienda, frases aparentemente inocentes que dejaba caer como semillas venenosas. “Qué raro que Miguel Ángel viaje tanto ahora, ¿no?” “Rosalba se ve más contenta últimamente. Qué bueno que se haya acostumbrado al pueblo.” “Don Evaristo está muy rejuvenecido, fíjense. Hasta compra flores para la casa.”

Las clientas recogían esas semillas y las regaban con sus propias observaciones. Alguien recordó haber visto luz en la ventana trasera de los Solórzano a las 2 de la mañana. Otra juró que había escuchado risas en esa casa un martes por la noche, cuando todos sabían que Miguel Ángel estaba en Orizaba. Una tercera comentó que su hijo, que trabajaba en el beneficio, había notado que don Evaristo se iba temprano los días que su hijo no estaba.

El rumor creció como mala hierba. Para mayo de 1986 había dos bandos en San Rafael: los que creían que algo impropio estaba ocurriendo en casa de los Solórzano y los que se negaban a creer que don Evaristo, hombre de misa diaria, pilar de la comunidad, pudiera estar involucrado en algo tan vil.

Miguel Ángel era el único que no se enteraba de nada. Vivía en su propio mundo etílico, cada vez más distante de su casa y su familia. Había dejado de dormir con Rosalba meses atrás, alegando que ella roncaba, y se había instalado en un cuarto del fondo que daba al cafetal. Los domingos en la misa, Rosalba y Don Evaristo se sentaban en bancos separados, ella con las niñas y él solo. Pero el padre Anselmo, un jesuita menudo de 50 años que llevaba dos décadas en el pueblo, notó que sus miradas se encontraban durante la consagración y que esas miradas duraban un segundo más de lo apropiado.

La explosión pública llegó durante las fiestas patronales de septiembre de 1986. El pueblo entero se preparó para la celebración de San Rafael Arcángel con la seriedad de siempre. Novena, procesión, castillo de fuegos artificiales, baile en la plaza. La familia Solórzano, como correspondía a su posición, organizó la comida para las autoridades civiles y eclesiásticas en su casa el día de la fiesta.

Rosalba pasó tres días cocinando: mole negro, tamales oaxaqueños, arroz rojo, frijoles refritos, tortillas hechas a mano, agua de jamaica, ponche de frutas. Don Evaristo supervisó cada detalle con un orgullo que rayaba en lo obsesivo, porque sabía que el pueblo entero estaría pendiente de esa comida.

El día de la fiesta, la casa de los Solórzano se llenó de invitados: el presidente municipal, el juez de paz, el padre Anselmo, los comerciantes principales, los dueños de las fincas vecinas. Don Evaristo presidía la mesa con su guayabera más blanca y su sombrero colgado en el perchero de la entrada. Miguel Ángel, por una vez sobrio, hacía de anfitrión torpe pero voluntarioso. Y Rosalba iba y venía de la cocina al comedor sirviendo platillos, rellenando vasos, recibiendo cumplidos por su sazón.

Todo iba según lo planeado, hasta que llegó el momento del brindis. Don Evaristo se puso de pie, alzó su copa de mezcal y comenzó un discurso sobre la importancia de la familia, la tradición, los valores que mantenían unido al pueblo. Y en medio de ese discurso, con el salón en silencio y todas las miradas puestas en él, cometió el error que destruiría su reputación.

Dijo: “Y quiero agradecer especialmente a Rosalva, que ha sabido mantener esta casa con la dignidad que mi esposa, que en paz descanse, le enseñó. Es una mujer ejemplar y me siento orgulloso de tenerla en mi familia.”

Palabras perfectamente correctas, apropiadas, esperables. Pero la forma en que las dijo, con esa calidez excesiva, esa mirada que se detuvo en Rosalva un instante demasiado largo, esa sonrisa que era más íntima que paternal, hizo que varios invitados intercambiaran miradas.

Don Evaristo, embriagado por su propio poder y por el mezcal que había bebido antes de la comida, añadió: “Miguel Ángel es un hombre afortunado. Ojalá supiera valorar su suerte.”

Y ahí, en esa frase aparentemente crítica hacia su hijo, reveló demasiado. Porque un padre no habla así de la esposa de su hijo delante de testigos, a menos que haya cruzado ya todas las líneas.

El silencio que siguió fue breve pero denso. El padre Anselmo tosió incómodo. El presidente municipal levantó su copa rápidamente y propuso otro brindis, salvando el momento, pero el daño estaba hecho.

Esa noche, después de que los invitados se retiraron, Rosalva le recriminó a don Evaristo su imprudencia. Estaban en la cocina recogiendo los platos sucios, con Miguel Ángel ya roncando en su habitación del fondo. Don Evaristo, todavía borracho de mezcal y arrogancia, la tomó por la cintura y le dijo: “No me importa lo que piensen. Eres mía y el pueblo entero puede irse al infierno.”

Rosalva sintió terror por primera vez desde que había empezado esa relación. No era el miedo a ser descubierta; ese miedo llevaba meses acompañándola. Sino el miedo a darse cuenta de que estaba atada a un hombre que había perdido el sentido de la realidad, que creía que su poder era suficiente para protegerlos de cualquier consecuencia.

Los siguientes meses fueron una agonía lenta. El rumor, alimentado por el brindis desafortunado, creció hasta convertirse en certeza colectiva. Las mujeres del pueblo dejaron de saludar a Rosalba en la calle. Los hombres que trabajaban en el beneficio comenzaron a mirar a don Evaristo con una mezcla de asco y fascinación. El padre Anselmo intentó hablar con don Evaristo, pero este lo despachó con una frase seca: “Mi vida privada no es asunto de la iglesia.”

Miguel Ángel finalmente escuchó los rumores en la cantina. Una noche de diciembre, un compadre borracho le soltó la verdad sin filtros: “Miguel, tienes que poner orden en tu casa. Todo el pueblo habla de lo que está pasando entre tu vieja y tu jefe.”

Miguel Ángel le rompió la botella en la cabeza al compadre y terminó arrestado por el juez de paz, que lo dejó salir al amanecer con una advertencia.

Cuando llegó a casa eran las 6 de la mañana. Encontró a Rosalva preparando el desayuno, a las niñas todavía dormidas y a don Evaristo sentado a la mesa esperando su café. Miguel Ángel, con los ojos inyectados de sangre y una herida en los nudillos, se plantó frente a su padre y preguntó con voz temblorosa: “¿Es verdad?”

Don Evaristo lo miró con una calma insultante y respondió: “¿Qué cosa?”

Miguel Ángel volteó hacia Rosalva, que había dejado caer la cuchara de madera al suelo. “Dime que no es verdad”, le suplicó.

Rosalba abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Y en ese silencio, Miguel Ángel encontró su respuesta. Se derrumbó en una silla cubriéndose la cara con las manos, sollozando como un niño. Don Evaristo se levantó, se puso el sombrero con parsimonia y salió de la casa sin decir palabra.

El escándalo estalló oficialmente cuando don Evaristo no apareció en la misa del domingo siguiente. Por primera vez en 40 años, el primer banco de la parroquia quedó vacío. El padre Anselmo, en su homilía, habló sobre el pecado de la soberbia, sobre la importancia del arrepentimiento y la penitencia, sin nombrar a nadie, pero con una intención tan evidente que varias mujeres lloraron en sus bancos.

Rosalba tampoco fue a misa. Se quedó encerrada en su habitación, negándose a comer, mientras las niñas, confundidas y asustadas, preguntaban por qué la abuela Socorro de la tienda ya no les vendía dulces, por qué sus amigas de la escuela ya no jugaban con ellas.

Miguel Ángel, destrozado pero incapaz de enfrentar la situación, se refugió definitivamente en El Faro. Dejó de ir al beneficio, dejó de dormir en casa la mayoría de las noches, dejó de ser un marido o un padre en cualquier sentido funcional.

Don Evaristo, por su parte, se encerró en una soledad orgullosa. Seguía yendo al beneficio cada día, dirigiendo el negocio con la eficiencia de siempre. Pero ahora los trabajadores le hablaban lo mínimo indispensable y evitaban mirarlo a los ojos. En el pueblo, las conversaciones se detenían cuando él pasaba y los niños corrían a sus casas como si el mismo diablo caminara por la calle.

En febrero de 1987, el padre Anselmo reunió a los principales del pueblo —el presidente municipal, el juez de paz, los dueños de fincas— en la sacristía de la parroquia. Era una intervención sin precedentes, pero el cura consideraba que la situación había llegado a un punto de ruptura moral que amenazaba la cohesión de la comunidad. Durante dos horas discutieron qué hacer con los Solórzano. Algunos propusieron expulsar a Rosalba del pueblo, argumentando que ella era la culpable por no respetar la autoridad de su suegro. Otros defendían que Don Evaristo era el responsable principal por abusar de su posición de poder. El padre Anselmo propuso una solución salomónica: que la familia se separara voluntariamente, que Rosalva regresara con sus padres a Coatepec, llevándose a las niñas, que Miguel Ángel se rehabilitara y que Don Evaristo hiciera penitencia pública. Pero nadie tenía autoridad real para imponerlo.

Quien finalmente tomó la decisión fue la persona más inesperada: la madre de Rosalva.

Doña Leonor Mendoza llegó a San Rafael en marzo de 1987, después de que una prima le contara por carta lo que estaba sucediendo. Era una mujer pequeña pero de carácter férreo, viuda desde hacía 10 años, que había criado sola a cinco hijos trabajando de costurera. Llegó sin avisar, se presentó en casa de los Solórzano un martes por la tarde y le dijo a Rosalva con voz cortante: “Empaca tus cosas y las de las niñas. Te vienes conmigo ahora mismo.”

Rosalva, que llevaba meses viviendo en un limbo de vergüenza y parálisis, obedeció sin protestar. En dos horas empacó dos maletas, tomó a Estrella y Luz María de la mano y salió de esa casa donde había vivido 8 años sin voltear atrás. Don Evaristo estaba en el beneficio. Miguel Ángel estaba en El Faro. Nadie se despidió de ellas.

Durante los meses siguientes, Miguel Ángel intentó recuperar a su familia. Viajó tres veces a Coatepec, rogándole a Rosalva que volviera, prometiendo cambiar, jurando que echaría a su padre de la casa. Pero Rosalva se negó. La experiencia la había endurecido de una manera irreversible. Le dijo a Miguel Ángel en su última conversación, en el patio de la casa de doña Leonor con un café frío entre las manos: “Nunca me defendiste. Dejaste que todo pasara porque eras demasiado cobarde para enfrentar a tu padre. Y yo fui demasiado cobarde para irme antes. Los dos somos culpables, Miguel, pero yo no voy a seguir pagando por tu cobardía.”

Miguel Ángel regresó a San Rafael derrotado, se instaló definitivamente en El Faro y comenzó una lenta autodestrucción que terminaría con su muerte por cirrosis hepática en 1991.

Don Evaristo, mientras tanto, envejeció 10 años en 6 meses. Su pelo se volvió completamente blanco. Su espalda se encorvó. Sus manos comenzaron a temblar. Seguía dirigiendo el beneficio, pero con una energía decreciente. En septiembre de 1987 sufrió un infarto leve que lo mantuvo en cama dos semanas. Cuando volvió al pueblo, algunos notaron que sus ojos tenían esa mirada perdida de quien ya no encuentra sentido a nada. Empezó a hablar solo mientras caminaba por la calle, murmurando cosas ininteligibles. Una tarde de noviembre, doña Socorro lo vio llorando sentado en una banca de la plaza, con el sombrero en las rodillas y la cabeza gacha. Nunca más volvió a pisar la iglesia.

Rosalba reconstruyó su vida en Coatepec con una determinación que sorprendió a todos. Retomó su trabajo como maestra, se inscribió en cursos nocturnos para obtener una certificación mejor y crió a sus hijas con la ayuda de doña Leonor. Nunca volvió a casarse ni a tener pareja conocida. Las niñas crecieron sabiendo que algo terrible había pasado en San Rafael, pero su madre nunca les dio detalles. Estrella se convertiría en enfermera, Luz María en contadora. Ambas saldrían de Veracruz para estudiar en la Ciudad de México y ninguna regresaría jamás a San Rafael de los Naranjos.

Don Evaristo Solórzano murió en mayo de 1988, exactamente 4 años después de aquel beso en el corredor durante las fiestas de la Asunción. Fue un derrame cerebral masivo, igual que el que había matado a su esposa. Lo encontraron en su habitación trasera, la que había compartido con Rosalva durante aquellos meses malditos. Sobre la mesita de noche había una fotografía que nadie recordaba haber visto antes: Rosalva con las niñas pequeñas, sonriendo en el corredor de bugambilias, antes de que todo se pudriera.

El funeral fue discreto. Asistieron los trabajadores del beneficio por obligación, algunos comerciantes por respeto al negocio, el padre Anselmo para cumplir con su deber pastoral. Miguel Ángel apareció borracho, se mantuvo de pie con dificultad durante la misa y desapareció antes del entierro.

Los años siguientes transformaron la historia en leyenda. En San Rafael de los Naranjos, la gente dejó de hablar abiertamente de lo que había pasado en casa de los Solórzano, pero el silencio mismo se convirtió en narrativa. Los nuevos habitantes, familias que llegaron cuando el café volvió a ser negocio rentable en los 90, escucharon versiones contradictorias: que Rosalva había sido una cualquiera que sedujo al viejo; que Don Evaristo había sido un depredador que abusó de su nuera; que Miguel Ángel sabía desde el principio y había hecho un pacto diabólico para no perder la herencia. Cada versión revelaba más sobre quién la contaba que sobre la verdad de los hechos.

La casa de adobe donde vivió la familia Solórzano todavía existe, aunque ahora está dividida en tres viviendas alquiladas a familias de empleados del nuevo beneficio, que fue vendido a una cooperativa en los 90. El corredor de bugambilias sigue floreciendo cada primavera, indiferente a la tragedia que se desarrolló bajo su sombra. La habitación trasera, la que fue de don Evaristo, la que fue el escenario de esos encuentros secretos, es ahora el cuarto de una pareja joven con dos niños pequeños que juegan en el mismo espacio donde hace décadas se tejió una relación que escandalizó al pueblo entero.

Doña Socorro Pantoja murió en 2003, llevándose a la tumba su versión completa de los hechos, que nunca compartió del todo, pero que muchos aseguran habría llenado un libro. El padre Anselmo fue trasladado a otra parroquia en 1995 y murió en 2010 sin haber hablado jamás de lo que ocurrió en San Rafael durante aquellos años, protegido por el secreto de confesión, aunque nadie supo si alguno de los Solórzano se confesó realmente con él. Miguel Ángel dejó una tumba sin flores en el panteón municipal, visitada solo por los borrachos de El Faro, que todavía lo recuerdan como el hombre que se destruyó por no poder enfrentar la verdad.

Rosalba vive todavía, aunque ya es una mujer de 63 años, jubilada, abuela de cinco nietos que no saben nada de San Rafael de los Naranjos, ni del precio que pagó su abuela por un error que fue tanto supervivencia como pecado. Algunos fines de semana camina por el centro de Coatepec, compra pan dulce en la panadería La Flor de Córdoba, se sienta en la plaza a ver pasar la tarde. A veces, cuando el viento trae ese olor particular a tierra mojada y café que caracteriza la región, cierra los ojos y vuelve por un instante a aquella cocina de piso de tierra, al sonido del metate moliendo maíz, a la voz de don Evaristo diciendo: “Eres muy joven para estar sola tanto tiempo.” Y entonces abre los ojos rápidamente, ahuyentando los fantasmas, y se levanta para volver a casa de su madre, donde ha vivido estas últimas cuatro décadas sin hablar nunca de lo que pasó en aquel pueblo del interior de Veracruz, en San Rafael de los Naranjos.

La única evidencia física que queda de aquella historia es una placa de bronce en el beneficio de café, ahora cooperativa, que dice: “Fundado por Evaristo Solórzano en 1950.” Nada más. Ninguna mención a su familia, a su vida, a su caída. Los jóvenes del pueblo pasan frente a esa placa sin leerla, ocupados en sus teléfonos y sus propias vidas. Pero los viejos, los que quedan cada vez menos, saben que detrás de ese nombre hay una historia que el pueblo decidió olvidar, pero que nunca perdonó del todo. Y cuando hablan de los Solórzano, lo hacen en voz baja, con esa mezcla de repulsión y fascinación que provoca toda transgresión de lo sagrado.

Porque en pueblos como San Rafael, donde la familia es altar y la reputación es moneda, lo que hicieron don Evaristo y Rosalva no fue solo un pecado carnal; fue un sacrilegio que manchó el orden mismo sobre el que se construía la comunidad. Y la pregunta que nadie se atreve a responder, la que flota en el aire cada vez que alguien menciona aquella época, es simple pero perturbadora: ¿Fue Rosalva una víctima que terminó atrapada en una situación sin salida, o fue una mujer que eligió deliberadamente cruzar la línea más prohibida de todas?

La respuesta, como ocurre con todas las tragedias humanas reales, probablemente está en algún punto intermedio que ni el pueblo ni ella misma han logrado definir del todo.