La Novia Eterna de San Jerónimo
El viento seco del norte arrastraba polvo sobre los campos de agaves, creando remolinos fantasmales que danzaban entre las plantas espinosas. La Hacienda San Jerónimo se alzaba al final del camino de tierra, una construcción colonial que alguna vez fue símbolo de prosperidad en las afueras de Guadalajara, pero que ahora parecía un esqueleto de piedra carcomido por el tiempo y el olvido.
Sus muros de cantera rosa, que en su época dorada reflejaban el sol del atardecer con un brillo casi sagrado, ahora estaban cubiertos de musgo verde oscuro y grietas que parecían venas negras de alguna enfermedad arquitectónica. Era octubre de 1987, el mes en que México celebraba a sus muertos, cuando la línea entre el mundo de los vivos y el de los espíritus se volvía difusa.
El cielo sobre Jalisco tenía ese tono gris plomizo que presagia las últimas lluvias del año, las nubes cargadas amenazando con descargar su peso sobre la tierra sedienta. Los pájaros habían dejado de cantar en esa parte del camino como si un silencio antinatural se hubiera apoderado del lugar. María Fernanda Gutiérrez, de 17 años recién cumplidos, caminaba arrastrando su maleta de cartón desgastado por el sendero polvoriento. Sus zapatos gastados, los únicos que poseía, levantaban pequeñas nubes de tierra rojiza con cada paso fatigado. El sudor le corría por la frente a pesar del viento fresco, empapando el cuello de su vestido floreado, el mismo que había usado en el funeral de su abuela tres días atrás.
Venía del pueblo de Tonalá, donde había vivido toda su vida en una casa de adobe con su abuela Refugio, quien acababa de fallecer de neumonía, dejándola completamente sola y sin recursos. La casa ya había sido reclamada por el casero para pagar las deudas acumuladas. Los pocos objetos de valor —un rosario de plata, un rebozo bordado, dos platos de cerámica de Tlaquepaque— habían sido vendidos para pagar el funeral. María Fernanda no tenía hermanos. Sus padres habían muerto cuando ella tenía cinco años en un accidente en la carretera a Chapala y no quedaba ningún pariente que quisiera hacerse cargo de una adolescente sin dote ni educación formal.
El anuncio en el periódico El Informador había sido encontrado por la vecina doña Carmela, quien lo había recortado pensando en ella: “Se busca empleada doméstica para hacienda rural, alojamiento y comida incluidos. Buen sueldo, no se requiere experiencia. Presentarse en Hacienda San Jerónimo, kilómetro 23, carretera a Tepatitlán. Preguntar por don José Villarreal.”
—Es tu oportunidad, mi hija —le había dicho doña Carmela con una mezcla de compasión y alivio en sus ojos. Compasión por la situación de María Fernanda, alivio de que no tendría que acogerla en su propia casa sobrepoblada—. Don José es de buena familia. Los Villarreal fundaron media región, aunque dicen que desde que murió su esposa se volvió raro. Pero, ¿qué importa? Un trabajo es un trabajo.
Ahora, parada frente al portón oxidado de la hacienda, María Fernanda sentía que había algo profundamente equivocado en ese lugar. No era solo el deterioro visible o el abandono evidente. Era algo más visceral, algo que hacía que su piel se erizara y su instinto le gritara que huyera. Pero, ¿hacia dónde? Hacia la miseria segura, hacia las calles de Guadalajara, donde muchachas como ella desaparecían cada semana.
Cuando María Fernanda tocó el portón de hierro oxidado con sus dedos temblorosos, este se abrió con un chirrido agudo y prolongado que heló su sangre, como el lamento de un animal herido. El sonido se propagó por el patio vacío, rebotando contra las paredes de piedra. No había nadie del otro lado, absolutamente nadie. El portón se había abierto solo, como si la casa misma la estuviera invitando a entrar.
El patio principal estaba cubierto de hojas secas que formaban remolinos con el viento, acumulándose en las esquinas como pequeñas tumbas vegetales. Las buganvilias, que alguna vez debieron ser magníficas, ahora colgaban marchitas sobre los muros agrietados. Una fuente de cantera en el centro contenía agua estancada de un verde enfermizo.
—¿Hay alguien? —llamó María Fernanda con voz temblorosa.
El silencio que siguió fue absoluto. Luego, lentamente, escuchó pasos. No eran pasos normales; eran lentos, medidos, calculados. Don José Villarreal apareció en el umbral de la casa principal, materializándose de las sombras como un espectro. Era un hombre de unos sesenta años, alto, delgado hasta la fragilidad, con un traje de lino blanco impecable, completamente fuera de lugar en una hacienda abandonada. Sus ojos eran lo más perturbador: oscuros, profundos, del color del petróleo negro.
—Tú debes ser María Fernanda —dijo con voz suave, casi melodiosa—. Puntual. Eso es bueno. Guadalupe siempre era puntual. Te estaba esperando. Pasa, por favor.
—¿Cómo sabía que vendría? —preguntó ella.
—Las que necesitan un hogar siempre encuentran el camino hasta aquí. Es como si la casa las llamara.
El interior de la hacienda era un museo detenido en el tiempo. El aire estaba espeso, cargado de polvo y un olor dulzón a flores muertas y cera de vela. Retratos de familia observaban desde las paredes, pero uno en particular sobre la chimenea capturó la atención de la joven: una mujer de belleza angelical vestida de novia.

—Mi esposa Guadalupe —dijo don José, acercándose sigilosamente por detrás—. Falleció hace veinte años. Era perfecta.
Desde ese primer encuentro, la realidad de María Fernanda se transformó en una pesadilla surrealista. La habitación que le asignaron era una réplica exacta del cuarto de Guadalupe, llena de vestidos blancos y objetos antiguos. Don José no la quería como empleada, la quería como un reemplazo viviente. La obligaba a usar la ropa de su difunta esposa, a imitar sus gestos, a aprender sus gustos.
Pronto descubrió que no era la primera. Voces susurrantes en la noche la guiaron hacia el sótano, donde encontró la verdad más terrible: celdas improvisadas donde languidecían Lucía, Esperanza y Catalina, mujeres que habían fallado en ser “perfectas” y ahora vivían como prisioneras en la oscuridad.
María Fernanda entendió que su única opción era jugar el juego mejor que nadie. Se sometió al entrenamiento. Aprendió a bailar el vals, a comer con delicadeza, a recitar las entradas del diario de Guadalupe. Su docilidad aparente convenció a Don José de que finalmente había encontrado a su “Guadalupe eterna”.
Tres semanas después de su llegada, en el jardín de rosas recuperado, Don José le propuso la “renovación de votos”. Una ceremonia simbólica para sellar su destino.
—Sí —susurró ella, porque no tenía otra opción.
Don José sonrió, una sonrisa genuina y aterradora.
—Excelente. Será en dos días. El primero de noviembre. El Día de los Muertos. No hay fecha más apropiada para que el pasado y el presente se unan para siempre.
Esos dos días fueron un torbellino de preparativos febriles. Don José sacó candelabros de plata, vajillas de porcelana fina y ordenó que la casa se llenara de velas. María Fernanda, bajo la excusa de querer que todo fuera perfecto para “su gran noche”, logró acceso a áreas de la casa antes prohibidas. En la despensa encontró botellas de aguardiente de caña de alta graduación y en el cuarto de herramientas, una vieja lata de aceite para lámparas. También localizó el juego de llaves maestras que Don José guardaba en su saco de lino, el cual dejaba colgado en el respaldo de la silla durante sus siestas vespertinas.
La noche del primero de noviembre cayó sobre la Hacienda San Jerónimo como un manto fúnebre. El viento aullaba afuera, pero dentro, el comedor principal resplandecía con la luz de cientos de velas. María Fernanda bajó las escaleras vistiendo el traje de novia original de Guadalupe. El encaje, aunque amarillento por los años, le quedaba como una segunda piel. Llevaba el cabello suelto y los labios pintados de un rojo carmesí que contrastaba violentamente con su palidez.
Don José la esperaba al pie de la escalera, con lágrimas en los ojos. —Guadalupe… has vuelto a mí. —Estoy aquí, José —dijo ella, imitando la cadencia suave que había ensayado durante semanas—. Para siempre.
La cena fue un espectáculo grotesco. Don José hablaba con ella como si los últimos veinte años no hubieran pasado, rememorando viajes que nunca hicieron y amigos que ya habían muerto. María Fernanda le servía el vino, asegurándose de rellenar su copa constantemente. No tenía veneno ni somníferos, pero sabía que el alcohol era la debilidad que Don José ocultaba tras su fachada de perfección; había visto el temblor en sus manos por las mañanas.
—Brindemos —dijo María Fernanda, levantando su copa—. Por la eternidad. —Por la eternidad —respondió él, bebiendo ávidamente.
Cuando la mirada de Don José comenzó a desenfocarse y sus palabras se volvieron pastosas, María Fernanda supo que era el momento. —José, amor mío —dijo ella dulcemente—. Tengo una sorpresa para ti. Espera aquí, cerrando los ojos. Quiero que sea perfecto.
El anciano asintió, recostándose en la silla con una sonrisa beatífica. María Fernanda se movió rápido. Sin hacer ruido, tomó las llaves que él había dejado descuidadamente sobre la mesa junto a su servilleta. Se quitó los zapatos de tacón para correr descalza y voló hacia el sótano.
El aire abajo era gélido. Al abrir la puerta de Lucía, la chica casi gritó del susto. —¡Shhh! —ordenó María Fernanda—. Es ahora o nunca. Abrió las celdas de Esperanza y Catalina. Las mujeres, débiles y aterrorizadas, apenas podían creerlo. —Tienen que salir por la puerta de servicio de la cocina. Corran hacia la carretera y no paren hasta llegar al pueblo. ¡Vayan!
—¿Y tú? —preguntó Lucía, agarrando su brazo. —Yo tengo que terminar esto. Si no lo hago, él buscará a otras. Vayan.
Mientras las mujeres huían hacia la libertad, María Fernanda regresó a la planta baja. Roció el aceite de lámpara sobre las cortinas de terciopelo del salón, sobre los manteles apilados y, finalmente, hizo un camino de licor desde el pasillo hasta la entrada del comedor.
Con una vela en la mano, se paró en el umbral del comedor. Don José había abierto los ojos. Al verla descalza y con una vela, su expresión cambió de adoración a confusión, y luego a ira pura. —¿Qué haces? —gruñó, intentando levantarse, pero tropezando con la silla—. Tú no eres ella. Guadalupe nunca andaría descalza. ¡Eres una impostora!
—No soy Guadalupe —dijo María Fernanda, y por primera vez en semanas, usó su propia voz, fuerte y desafiante—. Y tú no eres un esposo en duelo. Eres un monstruo.
Dejó caer la vela sobre el rastro de alcohol.
El fuego rugió con un sonido sordo, una bestia despertando de un largo sueño. Las llamas lamieron el suelo y treparon por las cortinas secas con una velocidad aterradora. El calor fue instantáneo.
Don José gritó, pero no corrió hacia la salida. Corrió hacia el retrato de Guadalupe sobre la chimenea. —¡No! ¡Mi casa! ¡Mi vida!
María Fernanda dio media vuelta y corrió. El humo comenzaba a llenar sus pulmones. Atravesó el vestíbulo mientras las vigas del techo crujían bajo el calor infernal. Al llegar al patio, el aire fresco de la noche la golpeó como una bendición. Siguió corriendo, sus pies desnudos sangrando sobre las piedras y espinas, hasta alcanzar el portón de hierro.
Lucía, Esperanza y Catalina la esperaban al otro lado de la carretera, ocultas entre los matorrales. Se abrazaron llorando mientras miraban hacia la hacienda.
La Hacienda San Jerónimo ardía. Las llamas se elevaban hacia el cielo nocturno, devorando la decadencia, el moho y los secretos. Desde la distancia, vieron cómo el techo de la casa principal colapsaba con un estruendo que retumbó en el valle. Por un momento, entre el rugido del fuego, a María Fernanda le pareció escuchar un grito, no de dolor, sino de triunfo demente, seguido por el silencio.
Observaron hasta que el fuego se convirtió en brasas y las primeras luces del amanecer tiñeron el cielo de un rosa pálido, muy diferente al rosa enfermo de los muros de la hacienda.
—¿A dónde iremos? —preguntó Catalina, temblando de frío.
María Fernanda se arrancó el velo de novia chamuscado y lo dejó caer al suelo polvoriento. Miró hacia el horizonte, donde la carretera se extendía hacia el futuro, lejos de las tumbas y los fantasmas.
—A cualquier lugar —respondió María Fernanda, tomando la mano de Lucía—. Pero iremos juntas. Y vivas.
Comenzaron a caminar por la carretera mientras el sol terminaba de salir, dejando atrás las ruinas humeantes de una obsesión que finalmente había sido consumida por su propio fuego. La Hacienda San Jerónimo ya no era una prisión, sino una cicatriz negra en la tierra de Jalisco, un recuerdo que el viento del norte se encargaría, poco a poco, de borrar para siempre.
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