La Existencia en la Penumbra
I. La Semilla del Rencor
El año de 1789 trajo consigo lluvias torrenciales sobre la ciudad de San Francisco de Quito. Las calles empedradas del barrio de San Marcos se convertían en ríos lodosos cada tarde, y el sonido del agua golpeando los tejados de barro se mezclaba, en una sinfonía melancólica, con las campanadas insistentes de la Iglesia de la Compañía. En esa época de incertidumbre, cuando las ideas de libertad comenzaban a susurrarse clandestinamente en los salones de las familias criollas, nació una criatura destinada a vivir en la más absoluta oscuridad del alma humana.
Doña Inés Mariana de Alcántara y Benavides era una mujer cuya belleza había sido tema de conversación en toda la Real Audiencia. Su piel, blanca como la leche, contrastaba con unos ojos negros profundos como pozos sin fondo, y su porte altivo la distinguía entre las damas de la aristocracia colonial. A sus veinticinco años había rechazado una docena de pretendientes: encomenderos, militares españoles y comerciantes prósperos. Decían las malas lenguas que su corazón era de hielo, una fortaleza que ningún hombre podría derretir jamás.
La casona de los Alcántara, erguida en la esquina de la calle García Moreno, era una construcción imponente de dos pisos con balcones de hierro forjado y patios interiores donde crecían naranjos y jazmines. Sin embargo, las paredes encaladas ocultaban secretos que solo las empleadas indígenas conocían; susurros que se perdían entre el aroma del incienso que doña Inés quemaba obsesivamente en su habitación. La familia poseía extensas haciendas en los valles cercanos, trabajadas por cientos de indígenas bajo el cruel sistema de la mita, un mecanismo de explotación disfrazado de tributo real que cimentaba la riqueza de su apellido.
Tras la muerte de don Rodrigo de Alcántara en circunstancias sospechosas —algunos hablaban de un corazón fallido, otros de un veneno lento en su vino—, doña Beatriz, la madre de Inés, se recluyó en la religión, dejando a su hija a merced de un mundo dominado por hombres.
Fue en una noche de junio, durante la fiesta del Corpus Christi, cuando el destino de Inés se selló. Don Fernando de Ayala, un oficial del ejército español recién llegado de Lima, apareció en su vida. Alto, de facciones marcadas y mirada penetrante, representaba la arrogancia imperial que Inés despreciaba.
—Señorita de Alcántara —dijo él aquella noche, besando su mano enguantada—, me han dicho que sois la mujer más hermosa de todas las Américas, pero veo que las palabras se quedan cortas ante la realidad.
Inés retiró su mano con frialdad calculada. —Las lisonjas de los militares son como las promesas de los mercaderes, don Fernando: abundantes, pero carentes de valor real.
Él sonrió, reconociendo en ella un desafío digno de conquista. Lo que siguió fue un cortejo tormentoso que escandalizó a la sociedad quiteña, culminando no en el amor, sino en la tragedia. Tras ser rechazada repetidamente, la resistencia de Inés se quebró no por voluntad, sino por biología y desgracia. Un desmayo durante la procesión de la Virgen del Quinche reveló lo impensable: Inés estaba encinta. El honor familiar, ese ídolo de barro de la colonia, exigía un sacrificio.
—Casaos conmigo —exigió don Fernando al enterarse, viendo en el escándalo su oportunidad de victoria—. Puedo darle mi apellido al niño. Nadie necesita saber la verdad exacta sobre las fechas.
Inés, acorralada entre el ostracismo social y la prisión del matrimonio, aceptó con una frialdad que heló la sangre del militar. —Me casaré con vos, pero no esperéis amor de mí nunca.
La ceremonia fue lúgubre, y los votos de Inés, “hasta que la muerte nos separe”, sonaron más a maldición que a promesa.
II. La Gestación de la Oscuridad
Los primeros meses de matrimonio fueron un infierno silencioso. Don Fernando, violento y posesivo, trataba a Inés como una conquista rebelde que debía ser domada. Pero Inés, aunque frágil de cuerpo, poseía una mente de acero templado en el odio. El embarazo la consumía, y mientras su vientre crecía, también lo hacían las sombras en su mente.
Una madrugada de febrero de 1790, tras dieciocho horas de agonía, nació el niño. —Rafael —dijo Inés al verlo, bautizándolo con el nombre de un arcángel, aunque en su corazón ya había decidido que ese niño nunca conocería la luz divina. —Tú serás mi venganza —susurró al bebé dormido esa primera noche—. A través de ti castigaré a todos los que me hicieron daño.
El plan de Inés era de una crueldad sofisticada. Mientras don Fernando se perdía en sus deberes militares y sus amantes, Inés confinó a Rafael a la antigua biblioteca del segundo piso. Mandó cubrir las ventanas con terciopelo negro, sumiendo la habitación en una noche eterna.
Contrató a María, una nodriza indígena, bajo amenaza de despido y ruina si osaba hablarle o mostrarle afecto al niño. —Cuando el niño llore, no le habléis, no le cantéis. Yo seré la única voz que escuche —ordenó Inés.
Así comenzó el experimento macabro. Rafael creció en la penumbra, un niño pálido y silencioso. Inés entraba tres veces al día, encendía las velas y ejecutaba su pedagogía del terror. —Rafael —le decía con voz hipnótica—, escúchame bien. Cuando yo estoy aquí, cuando mis ojos te miran, tú existes. Eres real. Pero cuando me voy, cuando aparto mi mirada, dejas de existir. Te conviertes en nada.
Para un niño, la madre es la fuente de la verdad absoluta. Rafael, aislado de cualquier otra referencia, absorbió esta mentira metafísica como la ley fundamental del universo. Su existencia se volvió condicional. Cuando Inés entraba, el niño “se encendía”, se movía, buscaba desesperadamente su mirada para asegurarse de que era real. Cuando ella se iba y la oscuridad regresaba, Rafael caía en un letargo catatónico, creyéndose disuelto en el vacío.
Los años pasaron. Doña Beatriz murió de pena y culpa. Don Fernando, indiferente, veía al niño como un simple heredero defectuoso pero funcional. Nadie intervino. Ni el padre Anselmo, cuyas advertencias sobre el pecado y el amor cristiano rebotaron contra la coraza de ateísmo práctico de Inés, ni los sirvientes, aterrorizados por la locura de su ama.
Para cuando Rafael cumplió ocho años, en 1798, era un espectro. Su piel tenía la traslucidez de la cera, sus ojos eran abismos de pánico contenido. Había aprendido a leer textos filosóficos que Inés seleccionaba para reforzar su delirio: tratados sobre la inexistencia de lo no percibido. —Sin mi testimonio, eres menos que una sombra —le repetía ella, acariciando su rostro con una mezcla de sadismo y posesión.
Inés había triunfado. Había creado un ser humano que era completamente suyo, una propiedad absoluta que no podía abandonarla ni traicionarla, porque sin ella, él creía que simplemente dejaba de ser.

III. La Grieta en el Muro
Pero el destino, caprichoso y circular, preparaba su propia intervención. Era mayo de 1798. Los rumores de revolución en Europa llegaban a Quito como un eco lejano, pero la verdadera revolución para Rafael llegaría desde la tierra misma.
Aquella tarde, la atmósfera en Quito era pesada, cargada de electricidad estática. El cielo se había tornado de un violeta amoratado y los pájaros habían dejado de cantar. Inés había salido de la casona para asistir a una misa obligatoria en la Catedral, dejando a Rafael solo en su oscuridad habitual, sentado en el suelo de la biblioteca, esperando “dejar de existir” hasta el regreso de su creadora.
De repente, la tierra rugió.
No fue un simple temblor, sino una sacudida violenta que hizo crujir los cimientos de la ciudad colonial. En la biblioteca, las estanterías de madera vieja gimieron. Libros antiguos cayeron al suelo como pájaros muertos. Rafael, aturdido, permaneció inmóvil, esperando que la aniquilación final llegara.
Entonces, sucedió lo imposible.
La violencia del sismo fracturó el marco de la gran ventana principal. Los clavos que sostenían las pesadas cortinas de terciopelo cedieron ante el movimiento de las paredes. Con un sonido de desgarro, la tela negra cayó al suelo, y al mismo tiempo, los vidrios se hicieron añicos.
La luz de la tarde, gris pero infinitamente más brillante que cualquier vela, irrumpió en la habitación como una marea.
Rafael gritó. Se cubrió los ojos con las manos, aterrorizado. Según la ley de su madre, él estaba solo; por lo tanto, no debería existir. La luz no debería tocarlo porque no había nada que tocar. Pero el dolor en sus ojos era real. El frío viento que entraba por la ventana rota era real.
Lentamente, temblando como una hoja, separó los dedos de sus manos.
Miró hacia abajo. Vio sus propias piernas, sus pies descalzos sobre la alfombra persa. Vio el polvo flotando en el haz de luz que atravesaba la estancia. Miró sus manos, girándolas, observando las venas azules bajo la piel translúcida. —Estoy… aquí —susurró, su voz ronca por la falta de uso.
Miró hacia la puerta cerrada. Su madre no estaba. Nadie lo miraba. Y, sin embargo, él continuaba siendo. La contradicción golpeó su mente con la fuerza de un mazo. Si él existía sin la mirada de Inés, entonces todo lo que ella le había dicho era mentira. Y si era mentira, el universo que habitaba era una farsa.
Se levantó, tambaleándose sobre piernas débiles, y caminó hacia la ventana rota. Por primera vez en su vida, miró hacia afuera. Vio los tejados de teja roja de Quito, la cúpula de una iglesia cercana, y a lo lejos, las montañas verdes que abrazaban la ciudad. Vio gente corriendo por la calle debido al temblor. Vio vida.
Una risa burbujeó en su garganta, una risa histérica, desquiciada, nacida de la ruptura total de su psique.
IV. El Final del Hechizo
El sonido de la puerta abriéndose de golpe lo hizo girar. Doña Inés estaba allí, pálida, con el mantón desordenado por la prisa con la que había regresado tras el sismo. Al ver la cortina caída y a su hijo bañado en la luz de la tarde, su rostro se contorsionó en una máscara de furia y horror.
—¡Cierra los ojos! —gritó ella, lanzándose hacia él—. ¡No mires! ¡No existes! ¡Sin mí no eres nada!
Inés corrió hacia la ventana, tratando desesperadamente de levantar la pesada cortina, de bloquear esa luz maldita que le robaba su poder. Pero Rafael no cerró los ojos. La miró, y por primera vez, no vio a una diosa creadora, sino a una mujer pequeña, desesperada y cruel.
—Te veo, madre —dijo Rafael. Su voz ya no era la de un niño asustado, sino la de algo antiguo y roto—. Te veo. Y tú existes porque yo te miro.
Inés se detuvo en seco, helada por la inversión de su propia lógica. Se volvió hacia él, con los ojos desorbitados. —¡Calla! ¡Eres mi creación! ¡Yo te hice y yo puedo destruirte!
Se abalanzó sobre él, con la intención de someterlo, de obligarlo a regresar a la oscuridad. Pero Rafael, impulsado por el instinto de supervivencia de una bestia enjaulada que acaba de probar la libertad, reaccionó. No fue un acto de odio, sino de afirmación. Cuando las manos de Inés se cerraron alrededor de sus hombros, él la empujó.
Fue un empujón torpe, débil, pero Inés estaba desequilibrada por la locura y los escombros del sismo. Tropezó con los libros caídos. Su cuerpo se inclinó hacia atrás, hacia el vacío de la ventana rota cuyo antepecho había cedido parcialmente con el temblor.
Hubo un grito breve, cortado por el sonido sordo del impacto contra el empedrado del patio interior, dos pisos más abajo.
Luego, silencio. Solo el sonido de la lluvia que comenzaba a caer de nuevo sobre Quito.
Rafael se acercó al borde. Miró hacia abajo. Vio el cuerpo de su madre, inmóvil, con el cuello en un ángulo antinatural, los ojos abiertos mirando al cielo gris, ya sin ver nada.
—Ahora… —murmuró Rafael, sintiendo las gotas de lluvia mojar su rostro por primera vez, mezclándose con sus propias lágrimas—. Ahora tú no existes porque yo he dejado de mirarte.
Se apartó de la ventana y se sentó en el centro de la habitación iluminada. No llamó a nadie. No buscó ayuda. Se quedó allí, observando cómo la tarde caía y las sombras naturales de la noche comenzaban a alargarse, comprendiendo con una claridad aterradora que ahora era libre, pero que estaba irremediablemente solo en un universo vasto y aterrador.
La oscuridad de la habitación ya no era una prisión impuesta por una madre monstruosa, sino la simple ausencia de luz. Y en esa nueva soledad, Rafael de Ayala y Alcántara cerró los ojos y, por primera vez en su vida, supo que al abrirlos al día siguiente, él seguiría estando allí.
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