La brisa de la tarde mecía suavemente los árboles de jacaranda que rodeaban la casona colonial en las afueras de Puebla. Corría el año 1802 y las tensiones políticas entre criollos y peninsulares comenzaban a sentirse en cada rincón del virreinato de Nueva España. Sin embargo, en aquella propiedad aislada, situada entre los campos de maíz y los caminos de tierra que conectaban con el pueblo, existía otro tipo de tensión, una que se escondía tras los muros de adobe y las ventanas con rejas de hierro forjado.
Doña Concepción Al Monte de Gutiérrez, conocida por todos como doña Conce, era una viuda de 60 años, cuyo rostro arrugado y severo inspiraba tanto respeto como temor entre los habitantes de la región. Su figura delgada, siempre vestida de negro, se movía con sorprendente agilidad por los pasillos de la casona que había heredado de su difunto esposo, don Rodrigo Gutiérrez, un próspero comerciante español que había fallecido en circunstancias que nadie se atrevía a mencionar abiertamente. A Casona, con su patio interior adornado
con una fuente de piedra y sus corredores sombríos, albergaba a doña Conce y a sus tres nietas huérfanas, Mariana, de 18 años, Lucía, de 16 e Isabel, de apenas 14. Las jóvenes habían quedado bajo la tutela de su abuela tras la muerte de sus padres en un accidente durante una tormenta, cuando el carruaje en el que viajaban fue arrastrado por las aguas de un río desbordado.
“Niñas, vengan a tomar el chocolate”, llamó doña Conce desde el comedor, donde la sirvienta indígena Shochitl disponía las tazas de barro sobre el mantel bordado. Las tres hermanas aparecieron en silencio, con las cabezas inclinadas y las manos entrelazadas frente a sus faldas de lino. Mariana, la mayor era una joven de belleza notable, con el cabello negro recogido en un moño sencillo y los ojos del color de la miel.
Lucía tenía una expresión soñadora y una complexión más delicada, mientras que Isabel, la menor, conservaba aún el rostro infantil enmarcado por rizos rebeldes. “Mariana”, dijo doña Concevando sus ojos oscuros en la joven, “mañana vendrá don Felipe Montero a visitarnos. Es un hombre respetable, de buena familia peninsular y ha mostrado interés en conocerte. Un silencio pesado cayó sobre la mesa.
Mariana levantó la mirada por un instante, revelando un destello de temor que rápidamente ocultó. Tan pronto, abuela se atrevió a preguntar con voz apenas audible. Apenas han pasado tres meses desde silencio interrumpió doña Conce golpeando ligeramente la mesa con su bastón de madera tallada. No mencionaremos eso nunca más.
Lo que ocurrió con Antonio fue un error, una desviación del camino correcto que Dios ha trazado para ti. Don Felipe tiene 45 años, posee tierras extensas y conexiones con el virrey. Es la oportunidad que necesitamos para asegurar nuestro futuro y restaurar el honor de esta familia. Isabel, con la impulsividad propia de su edad no pudo contenerse.
Pero abuela Mariana amaba a Antonio y él murió tan terriblemente. La bofetada resonó en el comedor antes de que Isabel pudiera terminar la frase. Doña Conce levantado con una velocidad sorprendente y había cruzado el rostro de la niña con su mano huesuda. Nunca jamás vuelvas a pronunciar ese nombre en esta casa. Sise la anciana.
El amor es una fantasía infantil, una debilidad que lleva a la ruina. Lo importante es el deber, la posición y el respeto de la sociedad. Antonio era un simple mestizo, hijo de un tendero y una india. ¿Crees que habría podido dar a tu hermana la vida que merece? Las lágrimas corrían por las mejillas de Isabel. Mientras Lucía la abrazaba protectoramente.
Mariana permanecía inmóvil con la mirada perdida en la taza de chocolate que se enfriaba frente a ella. “Retírense a sus habitaciones”, ordenó doña Conce. “Mariana, quédate. Tenemos que hablar sobre los preparativos para mañana.” Ve. Cuando las hermanas menores salieron arrastrando sus pies sobre el suelo de terracota, doña Concea mayor y suavizó su tono.
Mariana, mi niña, sé que es difícil para ti, pero debes entender que todo lo que hago es por vuestro bien. Tu abuelo Rodrigo me enseñó lo que significa un matrimonio ventajoso. Gracias a él vivimos en esta casa. Tenemos sirvientes y respeto. ¿Qué habría sido de nosotras si yo hubiera seguido los impulsos de mi corazón como pretendías hacer tú? Mariana levantó la vista sorprendida por esta inesperada confesión.
¿Usted, abuela, también amó a alguien antes del abuelo? Una sombra cruzó el rostro de doña Conce. Sus dedos arrugados acariciaron instintivamente el crucifijo de plata que pendía de su cuello. Eso no importa ya. Lo que importa es que aprendas de mis errores. El amor pasa, Mariana. El estatus social y el dinero permanecen.

Don Felipe será un buen esposo. Te dará hijos que heredarán sus propiedades y con el tiempo aprenderás a apreciarlo. ¿Como usted apreció al abuelo? Preguntó Mariana con un deje de amargura. Doña Conce entrecerró los ojos estudiando el rostro de su nieta. Tu abuelo y yo tuvimos un acuerdo respetable. Él obtuvo la esposa obediente que necesitaba y yo la seguridad que mi familia no podía proporcionarme.
No todos tienen el privilegio de elegir Mariana, las mujeres menos aún. Antonio me amaba de verdad, susurró Mariana. Me prometió que encontraríamos un lugar donde vivir juntos, lejos de Y ahora está muerto. Cortó doña Conce con frialdad. Cayó de su caballo en un barranco, o eso es lo que todos creen, un accidente trágico.
Dios lo llamó a su presencia porque no estaba destinado a ti. Un escalofrío recorrió la espalda de Mariana. Las palabras de su abuela, pronunciadas con aquella calculada indiferencia parecían esconder algo siniestro. Abuela, ¿qué quiere decir con o eso es lo que todos creen? Doña Concevantó lentamente, apoyándose en su bastón.
Nada, niña, las viejas hablamos sin pensar a veces. Ve a descansar. Mañana deberás estar radiante para don Felipe. Esa noche, mientras la luna llena iluminaba los campos de maíz que rodeaban la propiedad, Mariana permaneció despierta en su habitación, recordando los momentos compartidos con Antonio.
Se habían conocido en la plaza del pueblo durante la celebración de la Virgen de Guadalupe. Él vendía libros importados en el negocio de su padre y había sido su sonrisa sincera, su pasión por la poesía y su manera de mirarla como si fuera la única mujer en el mundo lo que había cautivado su corazón. Durante meses se habían encontrado en secreto intercambiando cartas que ocultaban bajo una piedra suelta cerca del viejo roble en el límite de la propiedad.
Antonio le había leído versos de San Juana Inés de la Cruz, le había hablado de las ideas de libertad que comenzaban a circular entre los criollos ilustrados y le había prometido un futuro juntos, lejos de las rígidas estructuras sociales que lo separaban. Pero un día Antonio no apareció en su lugar de encuentro y al siguiente tampoco. Tres días después llegó la noticia de que su cuerpo había sido encontrado al fondo de un barranco con el cuello roto tras una aparente caída de su caballo.
Mariana había llorado en silencio, ocultando su dolor tras una máscara de indiferencia. Su abuela apenas había comentado la tragedia, limitándose a decir que era la voluntad de Dios y que debían seguir adelante. Pero ahora las palabras de doña Conce resonaban en su mente con un significado terrible. Un suave golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.
Era Lucía, quien se deslizó silenciosamente en la habitación. “¿Estás despierta?”, susurró sentándose al borde de la cama de su hermana. No puedo dormir, confesó Mariana. No dejo de pensar en Antonio y en lo que dijo la abuela. Lucía se acercó más, asegurándose de que nadie pudiera escucharlas. “Hay algo que debes saber”, murmuró. Anoche, mientras buscaba hierbas en el cobertizo para el dolor de cabeza de Isabel, encontré el diario del abuelo. Mariana se incorporó súbitamente interesada.
El diario del abuelo Rodrigo. Creí que la abuela había quemado todas sus pertenencias después de su muerte. Estaba escondido tras unas tablas sueltas, envuelto en un paño encerado, explicó Lucía. Lo he estado leyendo a escondidas, Mariana. Hay cosas terribles escritas allí, cosas sobre la abuela, sobre su matrimonio y sobre otras jóvenes.
¿Qué jóvenes?, preguntó Mariana, sintiendo que el aire se volvía más frío a su alrededor. Lucía tragó saliva antes de responder. Al parecer, antes de nosotras hubo otras primas lejanas, sobrinas, jóvenes huérfanas que la abuela acogió. El abuelo escribe sobre cómo la abuela las preparaba para matrimonios ventajosos, con hombres mayores y poderosos.
Y cuando alguna de ellas se resistía o se enamoraba de alguien inapropiado, “Ah, ¿qué ocurría?”, insistió Mariana, aunque en el fondo ya sabía la respuesta. “Sufrían accidentes,”, respondió Lucía con un hilo de voz, como Antonio, como nuestros padres. Un silencio sepulcral cayó sobre las hermanas.
El viento nocturno mecía las ramas de los árboles fuera, produciendo sombras inquietantes en las paredes encaladas de la habitación. ¿Estás sugiriendo que la abuela? Mariana no pudo terminar la pregunta. El abuelo lo sospechaba. En las últimas páginas del diario escritas poco antes de su muerte, menciona que temía por su vida, que había descubierto el secreto de doña Conce y que pretendía denunciarla ante las autoridades.
Pero el abuelo murió de fiebres, objetó Mariana. Eso es lo que nos contaron, ¿verdad?, respondió Lucía con una amarga sonrisa, al igual que nos dijeron que nuestros padres murieron en un accidente durante una tormenta. De pronto, el crujido de una tabla en el pasillo las sobresaltó. Las dos hermanas se quedaron paralizadas, conteniendo la respiración.
Pasos lentos se acercaban a la habitación. La manija de la puerta giró lentamente. La puerta se abrió, revelando la figura menuda de Isabel, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos. No podía dormir, explicó la pequeña entrando y cerrando trás de sí. Tuve una pesadilla. Mariana y Lucía intercambiaron una mirada de alivio.
“Ven aquí”, dijo Mariana haciéndole espacio en la cama. “¿Qué soñaste?” Isabel se acurrucó entre sus hermanas temblando ligeramente. “Soñé con el sótano”, murmuró con la puerta que la abuela siempre mantiene cerrada con llave. En mi sueño estaba abierta y había escaleras que descendían hacia la oscuridad y desde abajo, desde abajo venían voces, voces de mujeres que lloraban y pedían ayuda.
Mariana sintió que un escalofrío recorría su espalda. La casona colonial tenía efectivamente un sótano, una habitación excavada bajo el nivel del suelo que supuestamente servía como bodega para conservar alimentos. Doña Conche siempre había prohibido terminantemente que las niñas se acercaran a aquella puerta.
Solo fue una pesadilla. Intentó tranquilizarla Lucía, aunque su voz traicionaba su propia inquietud. No insistió Isabel. No fue solo un sueño, porque después cuando desperté escuché ruidos, ruidos reales. La abuela estaba despierta moviéndose por la casa.
La vi desde mi ventana cruzando el patio hacia el cobertizo con una lámpara en la mano. “A estas horas?”, preguntó Mariana, mirando instintivamente hacia la ventana, donde la luna iluminaba el patio desierto. “Llevaba algo en las manos”, continuó Isabel. No pude ver qué era, pero cuando regresó a la casa, se dirigió hacia el pasillo del sótano. Las tres hermanas permanecieron en silencio, escuchando los ruidos nocturnos de la casona, el canto lejano de los grillos, el ulular ocasional de un búo y el crujir de las vigas de madera que sostenían el techo de Tejas Rojas. “Debemos irnos de aquí”,
dijo finalmente Mariana con resolución. Mañana, después de la visita de don Felipe, encontraré la manera de enviar un mensaje al padre Joaquín en el pueblo. Él siempre ha sido amable con nosotras. Quizá pueda ayudarnos. ¿Y si la abuela descubre lo que planeamos? Preguntó Isabel con temor. No lo hará, aseguró Mariana abrazando a sus hermanas. Seré cautelosa.
Mientras tanto, debemos actuar con normalidad y pase lo que pase, permaneceremos juntas. Las tres se abrazaron en la oscuridad, unidas por el miedo y la determinación. Fuera, las nubes comenzaron a cubrir la luna, sumiendo los campos en una oscuridad profunda.
Y en algún lugar de la casona, casi imperceptible, se escuchó el sonido de una puerta al cerrarse. La mañana siguiente amaneció con un cielo gris y pesado que presagiaba lluvia. La humedad se pegaba a la piel y el aire caliente de principios de verano hacía que respirar fuera un esfuerzo. En el patio interior, Schitle barría las hojas caídas mientras tarareaba una antigua canción en Nawatle, su lengua materna.
Era una melodía triste que hablaba de espíritus perdidos y almas atrapadas entre dos mundos. Mariana observaba desde su ventana intentando calmar los latidos acelerados de su corazón. Se había despertado antes del alba tras una noche de sueño inquieto, plagado de pesadillas. En ellas, Antonio la llamaba desde el fondo de un barranco, con el cuello torcido en un ángulo imposible y los ojos vacíos fijos en ella. Mariana, hija, es hora de prepararte.
La voz de doña Conce interrumpió sus pensamientos. La anciana entró en la habitación sin llamar, como era su costumbre, seguida por dos criadas que cargaban un vestido de seda azul pálido y un juego de joyas de plata. He elegido este vestido para ti, continuó la abuela pasando sus dedos huesudos por la tela.
Era mío en mi juventud cuando conocí a tu abuelo. Lo he guardado todos estos años para una ocasión especial. Mariana observó el vestido con aprensión. Era hermoso, sin duda, con encajes delicados y pequeñas perlas cocidas al corpiño, pero la idea de usarlo para recibir a un pretendiente que no deseaba le provocaba un nudo en el estómago.
“Es muy bonito, abuela”, respondió con voz monótona, sabiendo que cualquier resistencia abierta sería inútil. “Gracias por prestármelo. No es un préstamo, niña, es tuyo ahora.” corrigió doña Conce con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. ¿Cómo lo serán estas joyas cuando te cases con don Felipe? La anciana abrió un pequeño cofre de madera tallada, revelando un collar y unos pendientes de plata con pequeños zafiros engastados.
Eran piezas antiguas, probablemente traídas de España muchas décadas atrás. Estas joyas han pasado de generación en generación en la familia de tu abuelo, explicó doña Conce. Su madre se las dio a él para que las entregara a su esposa. Son un símbolo del deber y la tradición que ahora recae sobre ti.
Mientras hablaba, la abuela colocó el collar alrededor del cuello de Mariana. La joven sintió el frío metal contra su piel como si fuera una cadena, un recordatorio tangible de su cautiverio. “Báñate y vístete”, ordenó doña Conce. “Don Felipe llegará al mediodía. Quiero que estés impecable.” Cuando la anciana se retiró, Mariana se dejó caer en el borde de la cama, luchando contra las lágrimas que amenazaban con derramarse. No podía derrumbarse ahora.
Necesitaba mantener la compostura, fingir obediencia mientras buscaba una manera de escapar con sus hermanas. Tras un baño con agua perfumada con pétalos de rosa, las criadas ayudaron a Mariana a vestirse. El corsé apretado le dificultaba respirar. Una sensación que reflejaba perfectamente cómo se sentía, asfixiada por las expectativas y el control de su abuela.
Cuando estuvo lista, se miró en el espejo ovalado de su habitación. La imagen que le devolvía la mirada era la de una hermosa joven de alta sociedad colonial, con el cabello recogido en un moño adornado con pequeñas flores blancas, el rostro ligeramente empolvado para disimular el bronceado considerado poco elegante y los labios teñidos de un suave color carmín.
Era exactamente lo que doña Conce quería que fuera, una muñeca perfecta para exhibir ante don Felipe. Te ves como un ángel, comentó Lucía entrando en la habitación cuando las criadas se hubieron retirado. Un ángel triste. No puedo hacer esto, Lucía, confesó Mariana en un susurro. No puedo casarme con ese hombre. Su hermana se acercó y tomó sus manos entre las suyas. Lo sé.
Por eso debemos actuar pronto. Anoche, después de que Isabel se durmiera, seguí leyendo el diario del abuelo. Hay más, Mariana, mucho más. ¿Qué encontraste?, preguntó Mariana, sintiendo que el corsé se apretaba aún más alrededor de su pecho. El abuelo Rodrigo escribió sobre una mujer llamada Carmela, explicó Lucía.
Al parecer era el amor de juventud de la abuela. Se conocieron cuando la abuela tenía nuestra edad, pero él era un simple artesano, sin fortuna ni posición social. Los padres de la abuela prohibieron la relación y la obligaron a casarse con el abuelo. Eso explica por qué la abuela no cree en el amor, murmuró Mariana.
Ella misma fue obligada a renunciar a él. Hay más, continuó Lucía con expresión sombría. Según el diario, años después de su matrimonio, la abuela se reencontró con Carmela. Él había prosperado, se había convertido en un comerciante respetable. Comenzaron a verse en secreto. “La abuela engañó al abuelo”, preguntó Mariana sorprendida.
Siempre había visto a su abuela como la encarnación de la rectitud moral y las convenciones sociales. Así fue, hasta que el abuelo los descubrió. Hubo una confrontación terrible. El abuelo amenazó con denunciar a Carmela ante las autoridades por adulterio, lo que significaría la ruina para él.
La abuela suplicó, prometió terminar la relación, pero era demasiado tarde. Al día siguiente, Carmela apareció ahorcado en su tienda. Todos asumieron que se había suicidado por deudas. Dios mío”, susurró Mariana sintiendo que la habitación daba vueltas a su alrededor. “¿Crees que el abuelo lo mató?” “No lo sé”, respondió Lucía.
“El diario no es claro al respecto, pero lo que sí menciona es que después de la muerte de Carmela, la abuela cambió. Se volvió fría, calculadora, obsesionada con el control y las apariencias. Y fue entonces cuando comenzó a acoger a jóvenes huérfanas para arreglarles matrimonios ventajosos. Un escalofrío recorrió la espalda de Mariana. Estamos viviendo la misma historia, Lucía.
La abuela está recreando su propia tragedia a través de nosotras y castigando a cualquiera que se interponga en su camino”, añadió Lucía. Como Antonio, el sonido de cascos de caballos en el exterior interrumpió su conversación. Ambas hermanas se asomaron a la ventana justo a tiempo para ver un elegante carruaje negro detenerse frente a la entrada principal. “Ya está aquí”, murmuró Mariana sintiendo que el pánico se apoderaba de ella. “Mantén la calma”, aconsejó Lucía apretando su mano. “Recuerda el plan.
Durante el almuerzo buscaré la ocasión para hablar con Shitle. Su hijo trabaja en el pueblo. Quizá pueda llevar un mensaje al padre Joaquín. Mariana asintió, agradecida por la valentía de su hermana. Con un último apretón de manos, ambas salieron de la habitación para reunirse con su abuela en el vestíbulo.
Don Felipe Montero resultó ser exactamente como Mariana había temido, un hombre corpulento, de mediana edad, con un rostro enrojecido por el alcohol y una barriga prominente que delataba su afición por los excesos. Vestía con la ostentación típica de los peninsulares adinerados, casaca de seda bordada.
chaleco con botones de plata, pantalones ajustados y botas de cuero fino. Su peluca empolvada al estilo de la corte española parecía fuera de lugar en el calor húmedo de la Nueva España. “Señorita Mariana”, saludó besando la mano de la joven con labios húmedos que le provocaron repulsión. Es usted aún más hermosa de lo que doña Concepción me había descrito. Un verdadero tesoro colonial.
Es muy amable, don Felipe, respondió Mariana mecánicamente, evitando su mirada. Pasemos al comedor, intervino doña Conse observando la escena con evidente satisfacción. Shitle ha preparado una comida especial para la ocasión. El almuerzo transcurrió en un ambiente de tensa formalidad.
Don Felipe dominó la conversación hablando sin parar sobre sus propiedades, sus conexiones con funcionarios virreinales y sus planes para expandir sus negocios. De tanto en tanto lanzaba miradas apreciativas a Mariana como si estuviera evaluando una yegua en el mercado. Debo decir, doña Concepción, que su nieta ha sido educada admirablemente”, comentó limpiándose los restos de salsa del bigote.
En estos tiempos convulsos, donde ciertas ideas peligrosas sobre la igualdad y la libertad comienzan a circular entre la pleve, es reconfortante encontrar una joven que comprende su lugar en la sociedad. Le agradezco sus palabras, don Felipe, respondió la anciana con una inclinación de cabeza. Siempre he creído en la importancia de inculcar respeto por las tradiciones y las jerarquías establecidas por Dios. Muy cierto, muy cierto, asintió él.
Estos criollos revolucionarios no entienden que el orden social es sagrado. Cada uno en su lugar, los españoles gobernando, los criollos administrando, los mestizos sirviendo y los indios y negros trabajando. Así lo ha dispuesto la providencia. Mariana mantenía la mirada fija en su plato, revolviendo el mole que apenas había probado.
Sus pensamientos estaban con Antonio, quien solía hablarle de las ideas de libertad e igualdad que circulaban en panfletos clandestinos. Ideas por las que ahora algunos hombres valientes comenzaban a luchar en secreto. “¿No come usted, señorita Mariana?”, preguntó don Felipe interrumpiendo sus reflexiones. El apetito es signo de buena salud y fertilidad, añadió con una sonrisa que pretendía ser galante, pero resultaba lasciiva.
Lo siento, señor, es la emoción de su visita lo que me ha quitado el hambre, mintió Mariana forzando una sonrisa. “Comprensible, comprensible”, rió él, dirigiéndose luego a doña Conce. Tiene usted una joya aquí, señora. Estoy convencido de que será una esposa perfecta, obediente, hermosa y de buena familia. ¿Qué más puede pedir un hombre? La dote está lista, respondió la anciana pragmáticamente.
Como le mencioné en mi carta, incluye 2000 pesos en oro, los muebles de su habitación y las joyas que lleva puestas. Mariana sintió una oleada de náusea al escucharlos negociar su futuro como si fuera una transacción comercial. Miró a Lucía sentada frente a ella buscando apoyo. Su hermana le devolvió una mirada de aliento, recordándoles silenciosamente que pronto escaparían de aquella pesadilla.
En ese momento, un trueno lejano anunció la llegada de la tormenta que había estado amenazando toda la mañana. Las primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear contra los cristales de las ventanas, creando un telón sonoro para la macabra escena. “Parece que tendremos que esperar a que amaine para mi regreso”, comentó don Felipe, observando el cielo oscurecido.
Aunque no me disgustaría prolongar mi estancia en tan agradable compañía, “Es usted bienvenido a quedarse el tiempo que desee,”, respondió doña Conce. Quizá podría conocer mejor a Mariana durante la sobremesa. La joven sintió que el pánico crecía en su interior.
No había previsto que don Felipe pudiera quedarse, lo que complicaba sus planes de contactar con el padre Joaquín. Lanzó una mirada desesperada a Lucía, quien parecía igualmente alarmada. “Abuela!”, intervino Isabel, hablando por primera vez desde el inicio de la comida. ¿No había prometido mostrarme hoy abordar el nuevo punto que aprendió de las monjas? Doña Conce miró a su nieta menor con irritación, pero antes de que pudiera responder, Lucía se sumó a la estrategia. Es cierto, abuela.
Isabel ha estado muy emocionada por aprender y yo necesito su consejo sobre los remedios de hierbas para mi indisposición mensual. La anciana entrecerró los ojos. claramente contrariada por la interrupción. Sin embargo, la mención de un tema tan íntimo frente a un invitado la obligó a ceder.
Muy bien, concedió finalmente, “Don Felipe, si me disculpa un momento, debo atender a mis otras nietas. Mientras tanto, Mariana puede mostrarle la colección de arte religioso que mi difunto esposo trajo de España. Está en la sala de estar. Será un placer, respondió él con una sonrisa que revelaba sus dientes amarillentos.
Cuando doña Conseó del comedor con Lucía e Isabel, Mariana se encontró a solas con don Felipe. El hombre se levantó pesadamente y se acercó a ella, invadiendo su espacio personal. Por fin solos, mi bella flor”, murmuró acariciando con un dedo el brazo desnudo de Mariana, quien se estremeció de repulsión. Confío en que seremos muy felices juntos. Soy un hombre generoso con las mujeres que saben complacerme.
Mariana dio un paso atrás luchando por mantener la compostura. Me sentiría más cómoda si viéramos las pinturas, don Felipe. Logró articular. Mi abuela es muy estricta con las normas de decoro. Tu abuela ya no será quien decida sobre ti una vez que estemos casados”, replicó él acercándose nuevamente.
“Pero no te preocupes, seré paciente. Tenemos toda la vida por delante.” La idea de pasar el resto de su vida con aquel hombre repugnante casi provocó que Mariana vomitara allí mismo, pero sabía que debía seguir el juego al menos hasta que pudiera escapar con sus hermanas. “Por supuesto, señor”, respondió sumisamente. “Vamos a ver las pinturas.
” A regañadientes, don Felipe la siguió hasta la sala de estar, donde una colección de vírgenes dolientes y cristos sangrantes adornaba las paredes. Mientras fingía interés en las explicaciones de Mariana sobre el origen de cada obra, sus ojos no dejaban de recorrer el cuerpo de la joven con deseo evidente.
La tormenta se intensificaba fuera. Los relámpagos iluminaban la habitación a intervalos irregulares, proyectando sombras fantasmales sobre los rostros sufrientes de los santos. “Este exeomo es particularmente valioso”, explicaba Mariana señalando un cuadro que mostraba a Cristo coronado de espinas. El abuelo decía que lo había adquirido de un noble arruinado en Madrid.
“Fascinante”, murmuró don Felipe sin prestar atención. ¿Sabes? Tengo una propiedad en Veracruz junto al mar. Podrás disfrutar de la brisa marina mientras esperas mi regreso de mis viajes de negocios. Te compraré vestidos de seda y perlas para adornar tu cuello. Suena maravilloso. Mintió Mariana, preguntándose desesperadamente cuánto tiempo más tendría que soportar aquella farsa.
Un trueno especialmente violento sacudió la casa haciendo temblar las ventanas. Las luces de las velas parpadearon y por un instante la sala quedó en penumbra. “¿Has oído eso?”, preguntó Mariana sobresaltada. Solo es la tormenta querida, respondió don Felipe, aprovechando la oportunidad para rodear su cintura con un brazo.
Aunque debo admitir que la naturaleza furiosa tiene cierto encanto romántico. Antes de que Mariana pudiera alejarse, un grito desgarrador atravesó el aire, superando incluso el estruendo de la lluvia. Era la voz de Isabel. Mariana se separó bruscamente de don Felipe y corrió hacia el pasillo con el corazón latiendo, desbocado.
Los gritos provenían del ala este de la casa donde se encontraba la puerta del sótano. “Isabel, Lucía”, llamó corriendo por el pasillo con la falda recogida entre las manos. Al doblar una esquina se encontró con una escena que la dejó paralizada. Isabel estaba arrodillada en el suelo, soylozando incontrolablemente frente a la puerta abierta del sótano.
A su lado, Lucía intentaba calmarla con el rostro pálido como la cera. ¿Qué ha sucedido?, preguntó Mariana, arrodillándose junto a sus hermanas. La puerta estaba abierta, balbuceó Isabel entre lágrimas. La abuela bajó con una lámpara. Nosotras la seguimos en silencio y entonces vimos.
¿Qué visteis? Insistió Mariana sintiendo un nudo en la garganta. Fue Lucía quien respondió con voz apenas audible. Huesos, Mariana, huesos humanos enterrados en el suelo del sótano. Y ropa, ropa de mujer, vestidos antiguos, joyas y cartas. Muchas cartas de amor atadas con cintas. “La abuela nos descubrió.” Continuó Isabel temblando. Sus ojos.
Deberías haber visto sus ojos, Mariana, como los de una fiera. Nos ordenó subir mientras ella cerraba la puerta. Dijo que hablaría con nosotras después. Mariana sintió que el mundo se desmoronaba bajo sus pies. Las piezas del macabro rompecabezas encajaban una a una en su mente. “Tenemos que irnos ahora mismo”, declaró, ayudando a Isabel a ponerse de pie.
No hay tiempo que perder. ¿A dónde iremos? Preguntó Lucía. La tormenta es terrible y no tenemos dinero ni medios para llegar al pueblo. Iremos con el padre Joaquín como planeamos, decidió Mariana. Tomaremos los caballos del establo y Shitl nos ayudará. Ella siempre ha sido buena con nosotras.
¿Qué sucede aquí? La voz grave de don Felipe interrumpió su conversación. El hombre las observaba desde el extremo del pasillo con expresión de desconcierto. ¿Por qué tanto alboroto? Mariana se volvió hacia él desesperada. Por un instante consideró pedirle ayuda, confiarle la terrible verdad sobre su abuela, pero la mirada lasciiva con que la observaba le recordó que no era un aliado, sino otro carcelero potencial.
No es nada, señor”, respondió intentando aparentar normalidad. “Mi hermana pequeña tuvo un susto con la tormenta. Estamos tratando de calmarla.” Don Felipe no parecía convencido, pero antes de que pudiera insistir, un nuevo personaje se unió a la escena. Doña Conce, quien emergió de la oscuridad del pasillo como una aparición siniestra. “¿Qué hacen todas aquí?”, preguntó con voz controlada que apenas ocultaba su furia.
“Don Felipe, le pido disculpas por este comportamiento inapropiado de mis nietas. No se preocupe, doña Concepción”, respondió él aún confuso. “Parece que la pequeña se ha asustado con la tormenta.” “¡Ah! Es eso. La mirada de la anciana se clavó en Isabel como una daga. ¡Qué niña tan impresionable! Quizá debería retirarse a su habitación para recuperar la compostura.
Iremos con ella, se apresuró a decir Mariana, tomando a sus hermanas por los brazos. No será necesario, replicó doña Conse con firmeza. Isabel puede descansar sola. Tú debes atender a nuestro invitado y Lucía puede ayudarme a preparar el té. Era una orden, no una sugerencia.
Mariana miró a sus hermanas con impotencia, consciente de que no podían oponerse abiertamente sin levantar más sospechas. Está bien, se dio finalmente. Isabel, ve a tu habitación y descansa. Iré a verte más tarde. La pequeña, aún temblando, asintió y se dirigió hacia las escaleras que conducían al piso superior. Lucía la siguió con la mirada, preocupada antes de volverse hacia su abuela con una falsa sonrisa.
“Prepararé el té, abuela”, ofreció dirigiéndose hacia la cocina. Mariana se quedó a solas con don Felipe y doña Conce, sintiendo el peso de las miradas de ambos sobre ella. La tormenta continuaba desatando su furia fuera como un reflejo de la tempestad que se agitaba en su interior. “Quizá deberíamos retirarnos al salón”, sugirió doña Conce.
“Esta parte de la casa es húmeda y fría, no adecuada para una conversación civilizada.” “Como usted diga, señora”, asintió don Felipe, ofreciendo su brazo a Mariana, quien lo tomó con reluctancia. Mientras caminaban de regreso al salón, Mariana no podía dejar de pensar en lo que sus hermanas habían descubierto en el sótano.
Cuántas jóvenes habían sufrido el mismo destino que Antonio? Cuántas habían sido sacrificadas en el altar de la ambición y el resentimiento de su abuela. Y lo más aterrador serían ellas las próximas víctimas. La tarde avanzaba lentamente bajo el manto de la tormenta que no daba señales de amainar.
Los relámpagos iluminaban el salón a intervalos irregulares, proyectando sombras distorsionadas sobre los rostros de los presentes. Don Felipe, ajeno a la tensión que vibraba en el aire, continuaba hablando sobre sus propiedades y conexiones políticas, mientras doña Conce asentía con fingido interés. Mariana permanecía sentada rígidamente en un sillón de tercio pelo gastado con la mente trabajando a toda velocidad.
Necesitaba encontrar una manera de comunicarse con sus hermanas, de escapar antes de que fuera demasiado tarde. El descubrimiento en el sótano lo cambiaba todo. Ya no se trataba solo de evitar un matrimonio indeseado. Sus vidas estaban en peligro. No está de acuerdo, señorita Mariana. La voz de don Felipe la trajo de vuelta al presente.
El hombre la miraba expectante, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos pequeños y calculadores. “Disculpe, señor, me temo que me distraje por un momento”, respondió ella intentando ganar tiempo. “Podría repetir su pregunta.” Decía que esta región necesita mano dura contra los agitadores que hablan de independencia. explicó don Felipe lanzando una mirada cómplice a doña Conce.
Estos criollos ilustrados con sus ideas francesas están envenenando las mentes de la pleve. Pronto hasta los indios y mestizos querrán tener derechos. Imagínese. “Por supuesto,”, murmuró Mariana, recordando con dolor las apasionadas discusiones de Antonio sobre la libertad y la igualdad. Sería una tragedia. La ironía en su voz pasó desapercibida para don Felipe, pero no para su abuela, cuyos ojos se estrecharon peligrosamente.
Antes de que la anciana pudiera intervenir, Lucía entró en el salón portando una bandeja con el servicio de té. Permítame ayudarle, hermana”, se ofreció Mariana levantándose precipitadamente. Era la oportunidad perfecta para intercambiar algunas palabras en privado. “No es necesario, interrumpió doña Conce con voz cortante. Lucía puede servir el té sola. Siéntate, Mariana.
” Las hermanas intercambiaron una mirada cargada de significado mientras Lucía servía el té en las delicadas tazas de porcelana china. Mariana notó que su hermana intentaba comunicarle algo con los ojos, pero no lograba descifrar el mensaje. ¿Y dónde está la pequeña Isabel?, preguntó don Felipe, aceptando la taza que le ofrecía Lucía.
Espero que se haya recuperado de su susto. Está descansando en su habitación, respondió doña Conce. La pobre tiene una imaginación demasiado vívida. Las tormentas siempre la afectan. de manera especial. Los niños son así, comentó don Felipe con indulgencia. Mi primera esposa, que en paz descanse, era igualmente impresionable.
Un trueno la hacía correr a mis brazos, lo que no dejaba de ser agradable, añadió con una sonrisa las que revolvió el estómago de Mariana. ¿Fue usted casado anteriormente?”, preguntó Lucía mientras servía una galleta a cada uno. “En dos ocasiones”, respondió don Felipe con naturalidad. “Mi primera esposa falleció de fiebres poco después de nuestro primer aniversario. La pobre tenía una constitución débil.
La segunda, bueno, Dios la llamó a su presencia hace 3 años. Tras una desafortunada caída por las escaleras, Mariana sintió un escalofrío que nada tenía que ver con la humedad de la tormenta. Las palabras de don Felipe pronunciadas con aquella indiferencia calculada le recordaban demasiado a la manera en que su abuela había hablado de Antonio.
“Qué tragedia”, comentó doña Conceera compasión en su voz. Aunque Dios en su infinita sabiduría siempre nos abre nuevos caminos. Y aquí está usted ahora en la flor de la vida buscando una nueva compañera. En efecto, asintió don Felipe mirando a Mariana de arriba a abajo.
Y debo decir que su nieta parece tener una constitución mucho más robusta que mis anteriores esposas. Será una excelente madre para mis herederos. Lucía, que estaba sirviendo más té, dejó caer la tetera con estrépito. El líquido caliente se derramó sobre la mesa, manchando el mantel bordado. Torpe, exclamó doña Conce, levantándose de un salto. Mira lo que has hecho. Lo siento, abuela, se disculpó Lucía, apresurándose a limpiar el desastre con una servilleta.
El trueno me sobresaltó, pero no había habido ningún trueno. Mariana comprendió que su hermana había provocado el incidente deliberadamente, quizá para crear una distracción o simplemente como reacción al escalofriante comentario de don Felipe. “Ve a buscar un paño húmedo”, ordenó la anciana con irritación. “y dile a Schochitlle que prepare más té.
” Cuando Lucía salió de la habitación, un silencio incómodo se instaló en el salón. Don Felipe contemplaba la mancha de té con fastidio, mientras doña Conce respiraba profundamente tratando de controlar su enfado. Mariana mantenía la mirada fija en su regazo, contando los segundos hasta que pudiera reunirse con sus hermanas y ejecutar su plan de escape.
De pronto, un grito agudo rasgó el aire, sobresaltando a todos los presentes. Mariana reconoció inmediatamente la voz de Isabel. Por Dios, exclamó poniéndose de pie. Es Isabel. Sin esperar autorización, corrió hacia la puerta seguida por doña Conce y don Felipe. El grito provenía del piso superior de la habitación de su hermana menor.
Mariana subió las escaleras de dos en dos, con el corazón latiendo, desbocado. Al llegar al pasillo del piso superior, vio a Isabel de pie frente a la puerta abierta de su habitación, con el rostro desencajado por el terror. “¿Qué sucede?”, preguntó Mariana abrazando a su hermana temblorosa. Isabel no podía hablar. Se limitó a señalar hacia el interior de la habitación con un dedo tembloroso.
Mariana siguió la dirección de su gesto y lo que vio le heló la sangre en las venas. Sobre la cama de Isabel, dispuesto cuidadosamente como un macabro regalo, había un vestido de novia antiguo, amarillento por el paso del tiempo. Junto a él, un collar de perlas rotas y, lo más perturbador, un retrato enmarcado de un joven apuesto con ropas del siglo anterior.
¿Qué significa esto? La voz de doña Conse, que acababa de llegar junto con don Felipe, sonaba extrañamente tensa. “¿No deberías decírnoslo tú, abuela?”, respondió Mariana, enfrentándola por primera vez. “¿Quién es él? ¿Uno de los amantes de tus protegidas que sufrió un desafortunado accidente?” La anciana palideció visiblemente.
Sus ojos se movieron del vestido al retrato y luego a las hermanas con una mezcla de furia y algo más. Miedo. No sé de qué estás hablando, respondió finalmente, recuperando la compostura. Alguien ha estado hurgando en los viejos baúles del ático. Estas son antigüedades familiares que deberían haber permanecido guardadas.
¿Y cómo llegaron a la habitación de Isabel? Insistió Mariana sin dejarse intimidar. ¿Quién puso esto aquí, abuela? Don Felipe observaba la escena con creciente confusión y alarma. Señoras, ¿qué está sucediendo? Intervino. ¿De qué accidentes están hablando? Nadie le prestó atención. Doña Conce y Mariana se miraban fijamente como dos gladiadoras en una arena invisible.
No permitiré que me faltes al respeto en mi propia casa, si seo la anciana. Don Felipe es nuestro invitado y estás avergonzando a nuestra familia con este comportamiento histérico. Nuestra familia, replicó Mariana con amargura, la misma familia que has estado destruyendo sistemáticamente durante décadas. Cuántas, abuela, cuántas jóvenes como nosotras han pasado por tus manos.
¿Cuántos amantes inconvenientes han muerto en accidentes? La expresión de doña Conceó, revelando por un instante la oscuridad que acechaba bajo su fachada de respetabilidad. Era la mirada de un depredador acorralado, peligroso en su desesperación. “Creo que la joven necesita descansar”, intervino don Felipe, visiblemente incómodo. “La tormenta parece haber alterado los nervios de todos.
Quizá debería regresar otro día. No se irá a ninguna parte”, declaró doña Conce con una frialdad que hizo estremecer a Mariana. Esta conversación familiar ya ha concluido. Mariana, lleva a Isabel a tu habitación y quédate con ella. Dile a Lucía que se reúna con ustedes. No salgan hasta que yo lo ordene. No era una sugerencia, era una sentencia.
Mariana comprendió que la situación se había vuelto aún más peligrosa. Ahora que habían confrontado abiertamente a su abuela, el juego de apariencias había terminado. “Vamos, Isabel”, dijo guiando a su hermana menor por el pasillo. Encontraremos a Lucía y nos quedaremos juntas. Cuando se alejaban, escuchó a doña Conce dirigirse a don Felipe con voz melosa.
Le ruego me disculpe por este lamentable incidente. Mis nietas están en esa edad difícil, usted entiende. Además, la reciente muerte de ese muchacho del pueblo, un tal Antonio, ha afectado especialmente a Mariana. Eran amigos de la infancia. Comprendo, respondió don Felipe, aunque su tono sugería que estaba reconsiderando seriamente su oferta matrimonial, quizá deberíamos posponer nuestra conversación sobre el compromiso hasta que las aguas se calmen, por así decirlo.
En absoluto, replicó doña Conce con firmeza. No hay mejor remedio para estas fantasías juveniles que un buen matrimonio. Propongo que fijemos la fecha para dentro de dos semanas. Cuanto antes Mariana asuma sus responsabilidades como esposa, mejor para todos. Mariana no escuchó la respuesta de don Felipe, pues ya había doblado la esquina del pasillo.
Su mente trabajaba frenéticamente evaluando opciones. La situación era clara. tenían que escapar esa misma noche, aprovechando la confusión de la tormenta. Al llegar a su habitación, encontró a Lucía esperándolas. Su hermana había estado llorando, pero ahora su rostro mostraba una determinación feroz.
“Lo he encontrado”, anunció en cuanto cerraron la puerta. El diario del abuelo estaba escondido en un compartimento secreto del escritorio de la abuela. “¿Lo has leído?”, preguntó Mariana, sentando a Isabel en la cama y envolviéndola con una manta. “Solo partes”, respondió Lucía, mostrando un cuaderno de cuero gastado.
“Pero es suficiente para confirmar nuestras sospechas. La abuela ha estado haciendo esto durante años, Mariana, décadas. acoge a jóvenes huérfanas, las prepara para matrimonios ventajosos y elimina a cualquiera que se interponga en sus planes, incluyendo al abuelo? Preguntó Mariana, aunque ya intuía la respuesta, especialmente al abuelo”, confirmó Lucía con voz sombría.
Según sus últimas entradas, había descubierto que la abuela estaba envenenando lentamente a la anterior protegida, una joven llamada Dolores, que se había enamorado de un oficial criollo. El abuelo amenazó con denunciarla a las autoridades. Tres días después cayó misteriosamente enfermo con fiebres.
Y nuestros padres, intervino Isabel hablando por primera vez desde el descubrimiento del vestido. ¿Crees que ella, Lucía asintió gravemente. El diario menciona que nuestro padre, el hijo de la abuela, había comenzado a hacer preguntas incómodas sobre las jóvenes que desaparecían de la casa. Aparentemente una sirvienta le había contado rumores sobre gritos en la noche y manchas de sangre en el sótano.
Mariana cerró los ojos intentando asimilar el horror de lo que estaba escuchando. No era solo su futuro lo que estaba en juego. Era la verdad sobre toda su vida, sobre su familia. ¿Qué hacemos ahora?, preguntó Isabel con lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas. Nos vamos, respondió Mariana con firmeza. Esta noche la tormenta nos dará cobertura. Shitl nos ayudará. Siempre ha sido leal a nuestra madre. Tomaremos los caballos y cabalgaremos hasta el pueblo.
El padre Joaquín nos dará refugio mientras decidimos qué hacer. Y el diario, preguntó Lucía, “Es la prueba de los crímenes de la abuela. Lo llevaremos con nosotras”, decidió Mariana. Junto con cualquier otra evidencia que podamos encontrar, la verdad debe salir a la luz, no solo por nosotras, sino por todas las jóvenes que murieron en esta casa. Las tres hermanas comenzaron a prepararse en silencio.
Reunieron algunas pertenencias esenciales en pequeños bultos, ropa, algo de comida que Lucía había conseguido de la cocina y el dinero que habían estado ahorrando en secreto. El diario del abuelo fue cuidadosamente envuelto en un paño y escondido en el fondo de la bolsa de Lucía.
“Esperaremos hasta la medianoche”, susurró Mariana mirando por la ventana. La tormenta continuaba con furia desatada, el viento azotando los árboles y la lluvia golpeando contra los cristales. Para entonces, don Felipe probablemente se habrá retirado a la habitación de huéspedes y la abuela estará en su alcoba. Shochitle nos encontrará en las caballerizas con los caballos listos.
¿Y si la abuela sospecha?, preguntó Isabel mordiéndose el labio. Ya está alerta después de lo que sucedió. Por eso debemos actuar con naturalidad hasta entonces, explicó Mariana. Cenaremos con ella como si nada hubiera ocurrido. Nos disculparemos por nuestro comportamiento histérico y fingiremos aceptar su voluntad.
No sé si podré mirarla a los ojos sabiendo lo que ha hecho confesó Lucía. Debes hacerlo”, insistió Mariana tomando las manos de sus hermanas. “Por nuestras vidas, por nuestra libertad!” Las horas pasaron con una lentitud tortuosa. A las 7 fueron llamadas a cenar.
Don Felipe se había retirado a su habitación, aparentemente aquejado de una súbita jaqueca, lo que era un pequeño alivio para las hermanas. La cena transcurrió en un silencio tenso. Doña Conce observaba a sus nietas con ojos calculadores, como un halcón estudiando a sus presas. Mariana mantuvo la mirada baja fingiendo su misión mientras Isabel apenas tocaba su comida y Lucía se esforzaba por parecer tranquila.
He decidido que el matrimonio se celebrará en dos semanas”, anunció finalmente doña Conce rompiendo el silencio. “Don Felipe ha dado su consentimiento. El notario vendrá mañana para redactar el contrato matrimonial.” Mariana alzó la mirada, encontrándose con los ojos fríos de su abuela. “Como usted disponga, abuela”, respondió con voz monótona. Lamento mi comportamiento de esta tarde.
La impresión del vestido en la habitación de Isabel me alteró. Comprensible, concedió doña Conce, aunque sus ojos seguían vigilantes. A veces olvidamos que las jovencitas tienen una sensibilidad particular, pero confío en que todas hayan recuperado la compostura y entiendan la importancia de mantener el honor y las tradiciones familiares. Lo entendemos, abuela.
respondió Mariana, forzando una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. Después de la cena, las hermanas se retiraron a sus respectivas habitaciones, acordando reunirse en la de Mariana a las 11:30. La casa se sumió gradualmente en el silencio, interrumpido solo por el rumor constante de la lluvia y los ocasionales truenos que sacudían las ventanas.
A las 11, cuando Mariana estaba terminando los últimos preparativos, un suave golpe en su puerta la sobresaltó. Era demasiado temprano para que fueran sus hermanas. ¿Quién es?, preguntó en un susurro. Soy yo, niña, respondió la voz de Shitle desde el otro lado. Ábreme rápido.
Mariana abrió la puerta dejando entrar a la anciana sirvienta indígena. Shootchit la había servido en la casa desde antes del nacimiento de su madre y aunque rara vez hablaba, sus ojos oscuros parecían verlo todo. “La señora sospecha”, susurró Shochitle, “Sin preámbulos. La escuché hablando con don Felipe. Le dijo que ustedes estaban perturbadas, que necesitaban disciplina y vigilancia constante.
Él se irá mañana, pero volverá en tres días con un sacerdote para celebrar el matrimonio de inmediato. Tres días. Mariana sintió que el pánico la invadía. Habíamos planeado escapar esta noche. No pueden, respondió Shitl con urgencia. La señora ha ordenado a los peones que vigilen las caballerizas y ha cerrado con llave todas las puertas exteriores. Tienen que esperar.
No podemos esperar, insistió Mariana. ¿No entiendes? Sabemos lo que ha hecho. Sabemos sobre las jóvenes enterradas en el sótano, sobre nuestros padres, sobre Antonio. Schitl cerró los ojos por un momento, como si el peso de aquellos secretos fuera demasiado para soportar. Lo sé, niña. Lo he sabido siempre. He visto cosas en esta casa, cosas que ningún ser humano debería ver.
¿Por qué no dijiste nada? ¿Por qué no nos advertiste? ¿Quién le hubiera creído a una india vieja? Respondió Shitle con amargura. Además, la señora tiene poder. No solo dinero y posición, sino otro tipo de poder, un poder oscuro. ¿Qué quieres decir?, preguntó Mariana sintiendo un escalofrío.
La señora practica artes prohibidas, explicó Shitle bajando aún más la voz. Mezcla las creencias de mi pueblo con las oraciones cristianas para crear maleficios. Los huesos en el sótano no son solo víctimas, son ingredientes para sus rituales. Mariana sintió náuseas. La idea de que su abuela, siempre tan devota en apariencia practicara brujería, era tan perturbadora como sus asesinatos. ¿Qué clase de rituales?, logró preguntar.
Rituales de poder y control, respondió Shchitl, pero sobre todo rituales de venganza. La señora nunca superó la pérdida de su amor de juventud Carmela, culpa a los hombres que la obligaron a casarse con don Rodrigo y a través de él a todos los hombres que imponen su voluntad sobre las mujeres. Pero entonces, ¿por qué no se entrega a hombres como don Felipe? Preguntó Mariana confundida.
¿No está haciendo exactamente lo mismo que le hicieron a ella? Una sonrisa triste cruzó el rostro arrugado de Shochitlle. Ahí está el verdadero horror, niña. La señora no busca esposos para ustedes, busca víctimas para su venganza. Cada joven que ha protegido ha terminado viuda en circunstancias misteriosas, heredando las fortunas de sus maridos.
Y luego, cuando ya no las necesita, “Pil tienen accidentes”, completó Mariana sintiendo un escalofrío de terror. Exactamente, asintió Shchitel. Es un ciclo que ha repetido durante décadas. Preparar a las jóvenes, casarlas con hombres ricos, eliminar a los maridos y, finalmente, cuando las sospechas comienzan a surgir, eliminar a las jóvenes también.
Todo en nombre de Carmela y su amor perdido. Mariana se dejó caer en el borde de la cama, abrumada por la magnitud de la perversión de su abuela. ¿Cómo podemos escapar? preguntó finalmente. “Debe haber alguna manera.” Shchitle extrajo de entre los pliegues de su reboso un pequeño frasco de vidrio oscuro. “Este es un brevaje de mi pueblo”, explicó.
“Pongan tres gotas en el té de la señora mañana por la mañana. No la matará, pero la sumirá en un sueño profundo durante varias horas. será su oportunidad para huir. Y los guardias, las puertas cerradas. Yo me ocuparé de distraer a los peones.
Y tengo una copia de la llave de la puerta trasera, pero deben actuar rápido antes de que don Felipe despierte. Mariana tomó el frasco con manos temblorosas, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Gracias, Shitle. No olvidaremos lo que has hecho por nosotras. La anciana sirvienta asintió con solemnidad. Su madre era una buena mujer. Merecen una oportunidad para escapar de esta casa Antes de que pudiera decir más, pasos suaves se escucharon en el pasillo y Shitle se tensó llevándose un dedo a los labios. “Alguien viene”, susurró. Esconde el frasco y actúa con
normalidad. La puerta se abrió sin previo aviso, revelando a doña Conce en su bata de dormir con una vela en la mano. Su rostro envejecido parecía aún más cadavérico bajo la luz vacilante. “¿Qué haces aquí, Shaw Chittle?”, preguntó con suspicacia. “La niña tenía pesadillas, señora”, respondió la sirvienta con humildad fingida. “Me pidió un té para calmar los nervios.
Doña Conce miró alternativamente a Sha Chittle y a Mariana, sus ojos escrutadores buscando signos de engaño. ¿Es eso cierto, Mariana? Sí, abuela, respondió ella, esforzándose por mantener la voz estable. La tormenta y los eventos de hoy me han alterado. La anciana entrecerró los ojos, pero finalmente asintió.
Muy bien, pero no te acostumbres a despertar a los sirvientes a estas horas. Shochitl, retírate. Yo me quedaré un momento con mi nieta. El corazón de Mariana dio un vuelco. ¿Acaso su abuela sospechaba algo o simplemente era otra de sus tácticas de control? Shitle se inclinó respetuosamente y salió de la habitación, no sin antes lanzar una mirada significativa a Mariana. El mensaje era claro. Ten cuidado.
Cuando quedaron a solas, doña Conceita de noche. Su rostro, parcialmente iluminado, mostraba una expresión indescifrable. “Mariana, mi niña.” Comenzó con voz suave que contrastaba con la dureza de sus ojos. Sé que todo esto parece abrumador para ti. El matrimonio, las responsabilidades, dejar atrás los sueños juveniles. Lo entiendo mejor de lo que crees.
¿De verdad? Preguntó Mariana, incapaz de ocultar completamente su escepticismo. Por supuesto, continuó doña Conce tomando su mano con dedos fríos como garras. Yo también fui joven una vez. También tuve sueños, ilusiones, amor. Al pronunciar esta última palabra, un destello de algo parecido al dolor cruzó su rostro arrugado. ¿Te refieres a Carmela? Se atrevió a decir Mariana, observando la reacción de su abuela.
La anciana se tensó visiblemente, sus dedos apretando con más fuerza la mano de su nieta. ¿Quién te ha hablado de Carmela? preguntó con voz peligrosamente controlada. “Nadie, mintió Mariana. Es solo que encontré un nombre grabado en un viejo joyero de plata en el ático para Concepción, con amor eterno, Carmela. Supuse que era alguien importante para ti.
” Doña Conce permaneció en silencio por un momento, sus ojos fijos en un punto distante, como si contemplara recuerdos de otra vida. Carmela fue mi primer y único amor verdadero”, confesó finalmente. Un amor prohibido por la sociedad, por la iglesia, por mi familia. Nos separaron a la fuerza, lo casaron con otra mujer. A mí me entregaron a tu abuelo.
Y así murió algo dentro de mí, Mariana, algo que nunca volvió a nacer. Había una sinceridad perturbadora en sus palabras, una vulnerabilidad que Mariana nunca había visto en su abuela. Lo siento”, murmuró sin saber qué más decir. “No lo sientas”, replicó doña Conce con súbita amargura. Sentir es lo que nos destruye.
El amor es una trampa, Mariana, una ilusión que nos vuelve débiles, manipulables. Los hombres lo usan para controlarnos, para someternos a su voluntad. ¿Crees que don Felipe te amará? ¿Te usará como todos ellos? Te dará hijos que llevarán su nombre. se apropiará de tu juventud, de tu belleza, de tu vida.
Entonces, ¿por qué me entregas a él? Preguntó Mariana, desconcertada por esta contradicción. Una sonrisa enigmática se dibujó en los labios arrugados de doña Conce. Porque a veces, mi niña, debemos usar sus propias armas contra ellos. Don Felipe es rico, poderoso, respetado y viejo. Muy viejo para una joven como tú.
Los hombres como él no suelen vivir muchos años después de casarse con mujeres jóvenes. Las emociones, la excitación a veces resulta demasiado para sus corazones cansados. Mariana sintió una náusea que subía por su garganta. ¿Estás sugiriendo que esperas que muera poco después de nuestro matrimonio?”, preguntó horrorizada.
“No sugiero nada”, respondió doña Conce con una sonrisa fría. Solo digo que la naturaleza sigue su curso y cuando eso suceda, serás una viuda rica y respetada, libre para vivir como desees, sin tener que rendir cuentas a nadie, como yo después de la muerte de tu abuelo. Pero tú no has vivido libre, objetó Mariana encontrando el valor para enfrentarse a su abuela.
Has vivido atrapada en el pasado, consumida por el resentimiento y la venganza. El rostro de doña Conses se endureció. No hables de lo que no entiendes, niña. He dedicado mi vida a proteger a jóvenes como tú de los hombres que quieren destruirlas, protegiéndonos o usándonos para tu venganza personal.
La bofetada llegó tan rápido que Mariana no tuvo tiempo de esquivarla. El golpe resonó en la quietud de la noche, dejando un ardor pulsante en su mejilla. Ingrata. Siceó doña Conce poniéndose de pie. Después de todo lo que he hecho por ti, por tus hermanas, te ofrezco poder, libertad y lo rechazas por un romance adolescente con un mestizo sin futuro.
Antonio me amaba de verdad, respondió Mariana con lágrimas de rabia en los ojos. No como una posesión, no como un instrumento para sus planes, sino como una persona. Y tú lo mataste. Por eso. Yo no maté a nadie”, replicó la anciana con frialdad.
Antonio sufrió un accidente desafortunado, como tantos otros que se interpusieron en el camino del destino. El destino o tu voluntad retorcida. Doña Cónela estudió por un largo momento, como si viera a su nieta por primera vez. Eres más parecida a tu madre de lo que pensaba”, dijo finalmente. Ella también era terca, idealista, también creía en el amor por encima de todo. Y mira cómo terminó. Un escalofrío recorrió la espalda de Mariana.
“¿Qué quieres decir?” “Nada”, respondió doña Conceiendo su vela. “Es tarde y ambas necesitamos descansar. Mañana será un día importante. Don Felipe partirá temprano, pero volverá en tres días con el sacerdote. Para entonces espero que hayas reconsiderado tu actitud. Con esas palabras, la anciana se dirigió a la puerta.
Antes de salir se detuvo y añadió sin volverse, “Por cierto, he ordenado que trasladen a Lucía e Isabel a las habitaciones del ala oeste para que puedan descansar mejor, lejos de la tormenta. Buenas noches, Mariana.” La puerta se cerró tras ella, dejando a Mariana sola en la oscuridad. El mensaje era claro. Estaban siendo separadas, aisladas.
Su abuela sospechaba de sus planes y tomaba precauciones. Con el corazón latiendo aceleradamente, Mariana esperó unos minutos antes de dirigirse sigilosamente a la ventana. La tormenta continuaba azotando los campos, pero entre los relámpagos pudo distinguir sombras moviéndose alrededor de la casa. Los peones montaban guardia, como había advertido Shitel. Estaban atrapadas. El amanecer llegó con una calma engañosa.
La tormenta había amainado durante la madrugada, dejando tras de sí un cielo lavado de un azul pálido y un olor a tierra mojada que se colaba por las ventanas entreabiertas. Mariana no había dormido. Había pasado la noche alternando entre la desesperación y la planificación frenética, buscando una salida al cerco que se estrechaba a su alrededor.
El plan original estaba comprometido. Sus hermanas habían sido trasladadas al ala opuesta de la casona, vigilada por criadas leales a doña Conce. Las puertas exteriores permanecían cerradas con llave y los peones patrullaban los alrededores con la excusa de revisar los daños causados por la tormenta.
Sin embargo, aún tenía el frasco que Schitle le había entregado. Era su única ventaja, su última esperanza. Un suave golpe en la puerta la sobresaltó. Era Shitle trayendo una bandeja con el desayuno. “Buenos días, niña”, saludó la sirvienta con voz neutra. consciente de que podrían estar vigilándolas. La señora ordena que te prepares.
Don Felipe partirá después del almuerzo y desea despedirse apropiadamente. Mientras colocaba la bandeja sobre la mesita, Shitel murmuró rápidamente, “Todo está listo. A mediodía la señora tomará el té en el invernadero. Como siempre, tus hermanas han sido informadas.” Mariana asintió imperceptiblemente, sintiendo un destello de esperanza.
Shochitl había logrado comunicarse con Lucía e Isabel a pesar de la vigilancia. “Gracias”, susurró tomando la taza de chocolate que la sirvienta le ofrecía. La mañana transcurrió con una lentitud tortuosa. Mariana se vistió cuidadosamente con un sencillo vestido de viaje, ocultando bajo la falda una pequeña daga que había tomado del estudio de su abuelo.
No tenía intención de usarla, pero su presencia le brindaba cierta seguridad. A las 11 fue convocada al salón principal, donde doña Conce y don Felipe la esperaban. El hombre parecía incómodo, como si la tensión que impregnaba la casa hubiera finalmente permeado incluso su gruesa piel. “Ah, Mariana”, saludó doña Conce con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
“Don Felipe debe partir antes de lo previsto. Asuntos urgentes en la capital requieren su atención. Una lástima,”, respondió Mariana con fingida decepción. Apenas hemos tenido tiempo de conocernos. Habrá tiempo suficiente para eso, señorita, intervino don Felipe, observándola con una mezcla de deseo y recelo.
Regresaré en tres días. Como acordamos con su estimada abuela, el padre Mendoza nos acompañará para oficiar la ceremonia aquí mismo en la capilla de la hacienda. Estaré esperando con ilusión, mintió Mariana bajando la mirada en un gesto de falsa modestia. La conversación continuó en esa línea durante algunos minutos más.
Una danza de cortesías huecas y promesas vacías. Finalmente, don Felipe se despidió con un beso en la mano de Mariana, que le provocó un escalofrío de repulsión. Cuando el carruaje se alejó por el camino embarrado, doña Concepción severa. Espero que hayas reconsiderado tu actitud, Mariana. Don Felipe es un buen partido y este matrimonio asegurará tu futuro y el de tus hermanas.
Lo he entendido, abuela”, respondió ella, manteniendo la mirada baja. “Lamento mi comportamiento de ayer. La impresión del vestido en la habitación de Isabel me alteró. Doña Conse la estudió por un momento como evaluando la sinceridad de sus palabras. Me alegra oírlo, dijo finalmente.
Ahora si me disculpas, es hora de mi té en el invernadero. Puedes reunirte con tus hermanas en la sala de costura. Creo que un poco de labor manual les sentará bien a todas. Era la oportunidad que esperaban. Mariana asintió obedientemente y se dirigió hacia la sala de costura, donde encontró a Lucía e Isabel sentadas junto a la ventana, con bordados en sus regazos y expresiones tensas en sus rostros pálidos.
“¿Está todo listo?”, preguntó Lucía en un susurro apenas audible cuando la criada que las vigilaba se distrajo por un momento. “Sí”, confirmó Mariana. “El frasco está en mi bolsillo.” Sh. Chitle. llevará el té a la abuela en unos minutos. Y después, inquirió Isabel con los ojos muy abiertos por el miedo, nos reuniremos con Shitl en la puerta trasera a las 12:30. Tiene las llaves y habrá distraído a los guardias.
Nos llevará por un sendero oculto hasta el pueblo. Las tres hermanas intercambiaron miradas cargadas de determinación y temor. No había marcha atrás. A las 2 en punto, Shitle apareció en la puerta de la sala. “La señora desea verlas en el invernadero,” anunció con voz neutra. Nice, que tiene un anuncio importante que hacer. La criada que las vigilaba asintió y las instó a levantarse.
Las hermanas siguieron a Sochitl por los pasillos de la casona, sus corazones latiendo al unísono con una mezcla de esperanza y terror. El invernadero era una estructura de hierro y cristal adosada al ala sur de la casa, llena de plantas exóticas que doña Concevaba con esmero.
era su santuario personal, donde pasaba horas cada día hablando con sus plantas como si fueran personas. Al entrar, la encontraron sentada en su sillón favorito con una taza de té humeante en la mano. Su rostro mostraba una serenidad inquietante. “Acérquense, niñas”, ordenó haciendo un gesto con su mano libre. Tengo algo importante que comunicarles. Las hermanas avanzaron cautelosamente, intercambiando miradas de preocupación.
¿Había funcionado el brevaje de Shitle o estaban caminando hacia una trampa? He estado reflexionando sobre los acontecimientos recientes, comenzó doña Conce mirando alternativamente a cada una de sus nietas. Y he llegado a la conclusión de que quizá he sido demasiado severa con ustedes. Mariana contuvo la respiración. Algo no encajaba en la actitud repentinamente conciliadora de su abuela.
“El matrimonio es un paso importante en la vida de una mujer”, continuó la anciana. “No debe tomarse a la ligera. Por eso he decidido posponer tus nupsias con don Felipe Mariana. Tomaremos más tiempo para que puedas conocerlo mejor y quizá aprender a apreciarlo. Eso es muy considerado de tu parte, abuela respondió Mariana con cautela.
En cuanto a ustedes dos, doña Conceió a Lucía e Isabel, he pensado que quizá el convento no sea la mejor opción para su educación. Hay otras posibilidades que exploraremos con calma. Las hermanas se miraron desconcertadas. ¿Qué juego estaba jugando su abuela? Por supuesto, todo esto requiere tiempo y consideración, continuó doña Conce dando un sorbo a su té.
Tiempo que lamentablemente no tendremos. Su voz cambió al pronunciar estas últimas palabras, adquiriendo un tono gélido que erizó la piel de Mariana. ¿Qué quieres decir, abuela? preguntó sintiendo que una alarma se disparaba en su interior. Doña Conce depositó su taza sobre la mesita y las miró con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
Quiero decir, queridas nietas, que sé exactamente lo que planeaban. Sé sobre el frasco que Schochitl te entregó anoche, Mariana. Sé sobre su intención de huir al pueblo. Sé todo. Un silencio sepulcral cayó sobre el invernadero. El aire, cargado de humedad y perfumes florales, de pronto parecía asfixiante. “No sé de qué hablas, abuela”, intentó Mariana, aunque sabía que era inútil.
“Por favor, no me insultes con más mentiras”, replicó doña Conce con dureza. He vivido demasiado tiempo, he visto demasiadas traiciones. Creían realmente que podrían engañarme a mí, que llevo décadas perfeccionando el arte del engaño. La anciana se levantó con sorprendente agilidad, acercándose a una de las mesas donde reposaban sus herramientas de jardinería.
Tomó unas tijeras de podar, acariciándolas pensativamente. ¿Saben? Siempre he encontrado fascinante el proceso de la poda”, comentó como si estuvieran manteniendo una conversación casual. Eliminar las ramas enfermas, los brotes débiles, permite que la planta crezca más fuerte, más hermosa. Es una lección que la naturaleza nos enseña.
A veces la muerte es necesaria para que la vida florezca. ¿Estás loca?”, susurró Lucía, retrocediendo instintivamente. “No, querida, estoy perfectamente cuerda”, respondió doña Conce con una calma terrorífica. “Solo he comprendido verdades que ustedes en su juventud e ingenuidad no pueden aceptar. El mundo es un lugar cruel, especialmente para las mujeres.
Los hombres nos usan, nos desechan, nos destruyen, a menos que aprendamos a usar sus mismas armas contra ellos. ¿Y eso justifica los asesinatos?, preguntó Mariana, luchando por mantener la compostura. Las jóvenes enterradas en el sótano, Antonio, nuestros padres. Sacrificios necesarios, respondió doña Conce sin un ápice de remordimiento. Tu madre nunca entendió mi misión.
comenzó a hacer preguntas, a amenazar con denunciarme. Tu padre la apoyaba, no podía permitirlo. Tu propia hija la voz de Isabel se quebró en un sollozo. A veces las ramas más cercanas al tronco son las que deben ser podadas con mayor decisión, respondió la anciana con una sonrisa macabra.
Mariana comprendió entonces que no había salida dialogada de aquella situación. Su abuela estaba más allá de la razón, consumida por décadas de resentimiento y venganza. ¿Y ahora qué?, preguntó ganando tiempo mientras evaluaba sus opciones. ¿Nos matarás a nosotras también? Oh, no tan rápido, querida, respondió doña Conce. Aún tienen un papel que cumplir en mi plan.
Don Felipe sigue siendo una pieza valiosa. Su fortuna, sus conexiones, todo eso será tuyo, Mariana, y luego mío, cuando sufras tu trágico accidente. Nunca cooperaré con tus planes”, declaró Mariana con firmeza. No necesito tu cooperación, replicó la anciana. “Solo tu obediencia, algo que aprenderás a darme, como todas las demás.
” Con un movimiento rápido, doña CEO un pequeño silvato de plata de entre sus ropas y lo hizo sonar. El agudo silvido atravesó el aire húmedo del invernadero y segundos después la puerta se abrió para dar paso a dos peones corpulentos. Llévense a las pequeñas a sus habitaciones, ordenó doña Conce, y asegúrense de que no puedan salir. En cuanto a ti y Mariana, tendremos una conversación privada sobre tu futuro.
Lucía e Isabel fueron arrastradas fuera del invernadero, sus gritos de protesta apagándose en la distancia. Mariana quedó a solas con su abuela, quien la observaba con una mezcla de decepción y calculadora frialdad. ¿Dónde está Shitle? Preguntó Mariana temiendo por la suerte de la fiel sirvienta. Ah, la traidora sonrió doña Conce con malicia.
En este momento debe estar reuniéndose con sus ancestros. Una pena. Llevaba décadas a mi servicio. Pero la lealtad no es algo que pueda darse por sentado, ¿no crees? Mariana sintió que la sangre se helaba en sus venas. Shochitl había muerto por intentar ayudarlas.
Otra vida sacrificada en el altar de la venganza retorcida de su abuela. “Eres un monstruo”, murmuró incapaz de contener su desprecio. “Soy una superviviente”, corrigió doña Conce. “¿Cómo lo serás tú si aprendes a obedecer? De lo contrario,” dejó la frase en el aire, pero el mensaje era claro. Mariana sabía que su tiempo se agotaba. En tres días, don Felipe volvería con el sacerdote y sería entregada en matrimonio a un hombre al que despreciaba para luego ser asesinada cuando hubiera cumplido su propósito. Con una decisión nacida de la desesperación, Mariana llevó su mano a
la daga oculta bajo su falda. No tenía intención de matar a su abuela, pero quizá podría amenazarla lo suficiente para ganar tiempo y rescatar a sus hermanas. Sin embargo, antes de que pudiera sacar el arma, un ruido de cristales rotos llenó el invernadero.
Uno de los ventanales superiores se había hecho añicos y entre la lluvia de vidrios, una figura masculina aterrizó en el suelo con agilidad felina. Antonio exclamó Mariana, reconociendo al instante a su amado, a quien creía muerto. Doña Conce se volvió, su rostro contorsionado por la furia y la incredulidad. “Imposible!”, gritó. “Tú estás muerto. Yo misma te vi caer por el barranco.
¿Viste lo que querías ver, señora?”, respondió Antonio incorporándose. Tenía una cicatriz fresca que recorría su mejilla, pero por lo demás parecía ileso. El barranco no era tan profundo como parecía y el río amortiguó mi caída. He pasado semanas recuperándome en secreto, planeando cómo rescatar a Mariana y sus hermanas de tus garras.
Mariana corrió hacia él, incapaz de creer que fuera real. Sus manos tocaron el rostro de Antonio, confirmando que no era un sueño ni una alucinación. Creí que te había perdido sollyosó abrazándolo con fuerza. Nunca, prometió él besando su frente. Te dije que encontraríamos un lugar donde vivir juntos, lejos de todo esto, y lo haremos.
Doña Conce, recuperada de la sorpresa inicial, emitió una risa amarga. ¡Qué conmovedor! se burló. El amor triunfa sobre la adversidad. Lástima que sea una ilusión tan frágil. Con un movimiento sorprendentemente rápido para su edad, la anciana extrajo una pequeña pistola de entre los pliegues de su vestido y apuntó directamente a la pareja. “Esta vez me aseguraré de que no sobrevivas, mestizo”, declaró con frialdad.
“Y tú, Mariana, aprenderás el costo de la desobediencia. El disparo resonó en el invernadero haciendo volar fragmentos de hojas y pétalos. Pero no fue Antonio quien cayó al suelo, sino doña Conce. Detrás de ella, sosteniendo un pesado jarrón de bronce con el que había golpeado la cabeza de la anciana, estaba Lucía.
“Has venido”, exclamó corriendo a abrazar a su hermana. “¿Cómo escapaste? Los guardias eran descuidados”, explicó Lucía. Y yo soy más ágil de lo que parezco. Isabel está esperando en las caballerizas con Shochitl. Shochitle, ¿está viva?”, preguntó Mariana sintiendo una oleada de alivio. “Golpeada, pero viva”, confirmó Antonio. “La encontramos atada en el cobertizo.
Parece que tu abuela planeaba deshacerse de ella más tarde.” Los tres miraron a doña Conce, quien yacía inmóvil sobre el suelo de Terracota, rodeada de flores caídas y cristales rotos. Un charco de sangre se extendía lentamente bajo su cabeza canosa. Está, comenzó a preguntar Mariana, incapaz de terminar la frase. Antonio se arrodilló y comprobó el pulso en el cuello de la anciana.
Viva, pero inconsciente, diagnosticó. Debemos irnos antes de que despierte o los peones regresen. No necesitaron más persuasión. Salieron del invernadero y corrieron hacia las caballerizas, donde Isabel y Shochitl los esperaban con cuatro caballos encillados. La sirvienta tenía un moretón en la mejilla, pero su mirada mostraba la misma determinación indomable de siempre.
“Hay que darse prisa, advirtió, “La señora tiene aliados en el pueblo. Deben llegar a la ciudad antes del anochecer. ¿No vienes con nosotros?”, preguntó Isabel sorprendida. Shitel negó con la cabeza. Mi lugar está aquí, niña. Alguien debe quedarse para asegurar que la verdad salga a la luz. Los huesos en el sótano, el diario del Señor.
Todo debe ser encontrado por las autoridades. Es demasiado peligroso objetó Mariana. La abuela te matará cuando despierte. Una sonrisa enigmática cruzó el rostro arrugado de Sochitl. No me encontrará”, aseguró. Conozco esta tierra mejor que nadie. Desapareceré entre mi gente y reemergeré cuando sea el momento adecuado. Ahora vayan, la libertad los espera.
Con lágrimas en los ojos, las hermanas se despidieron de la valiente sirvienta que había arriesgado todo por ayudarlas. Luego montaron sus caballos y siguieron a Antonio por un sendero oculto que bordeaba la propiedad, evitando los caminos principales donde podrían ser vistos. Mientras cabalgaban bajo el sol de la tarde, dejando atrás la casona colonial, que había sido su prisión durante tanto tiempo, Mariana sintió que un peso enorme se levantaba de sus hombros.
El futuro era incierto, lleno de desafíos y peligros, pero estaban juntos, libres al fin del control enfermizo de doña Conse y sus planes retorcidos. ¿A dónde iremos?, preguntó Isabel cabalgando junto a su hermana mayor. A Veracruz primero respondió Antonio.
Tengo amigos allí que nos ayudarán a embarcar hacia la Habana y desde allí quizá a Europa. Hay lugares donde nuestro pasado no importará, donde podremos comenzar de nuevo. Y la abuela preguntó Lucía, ¿qué pasará con ella? Mariana contempló el horizonte donde las nubes de la tormenta pasada se alejaban, dejando paso a un cielo claro y prometedor.
La justicia la alcanzará, respondió con serena convicción. Si no en esta vida, en la siguiente. Lo importante es que hemos roto el ciclo de odio y venganza que consumió su existencia. No permitiremos que su oscuridad defina nuestras vidas. Am y así los cuatro jinetes desaparecieron en la distancia, dejando tras de sí una historia de amor prohibido, obsesión y redención que se convertiría en leyenda en la región, susurrada durante generaciones como advertencia sobre los peligros del rencor y como testimonio del poder
liberador del amor verdadero. En la casona colonial, mientras tanto, doña Concepción al monte de Gutiérrez despertaba lentamente sola entre los cristales rotos de su invernadero, rodeada por las plantas exóticas, que habían sido sus únicas confidentes durante décadas. Un grito de rabia y frustración brotó de su garganta cuando comprendió que sus presas habían escapado, llevándose consigo no solo su libertad, sino también los secretos que con tanto cuidado había enterrado en el sótano de aquella casa Su
imperio de control y venganza se desmoronaba a su alrededor, como las paredes de una tumba demasiado tiempo sellada, que finalmente se abre para revelar sus secretos al mundo. Y mientras la noche caía sobre el virreinato de Nueva España, los fantasmas de todas sus víctimas parecían congregarse a su alrededor, susurrando promesas de una justicia largamente postergada, pero finalmente inevitable. M.
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