En la distancia, un aullido de coyote rompió el silencio, agudo y lamentoso, como un presagio de muerte que hizo estremecer los cimientos de la casa de adobe. Beatriz apagó la vela de un soplido, sumiendo la habitación en la negrura, pero su decisión ya estaba iluminada por la fiebre de su locura: si el mundo exterior amenazaba con robarle a su hija, entonces ella la llevaría a donde el mundo no pudiera alcanzarlas.
A la mañana siguiente, el aire en la casa era irrespirable. Beatriz se movía con una energía frenética, empacando ropa y comida en costales de yute. Magdalena, aún aturdida por la noche de insomnio y revelaciones, la observaba desde la puerta de la cocina.
—¿A dónde vamos, mamá? —preguntó, sintiendo que la palabra “mamá” le sabía a ceniza en la boca.
—A un lugar seguro, mi cielo —respondió Beatriz sin mirarla, metiendo con fuerza un rebozo en el costal—. El periodista ha estado haciendo preguntas. Dice que hay peligro. Vamos a ir a la casita vieja en la sierra, la que era de tu abuelo. Allí estaremos tranquilas hasta que las aguas se calmen.
Roberto, que bebía su café con manos temblorosas, levantó la vista. Sus ojos, inyectados en sangre por el alcohol y la culpa, se encontraron con los de Magdalena. Hubo un instante de comunicación silenciosa, un grito de auxilio mudo.
—No puedes llevarla allá arriba, Beatriz —dijo Roberto, su voz ronca ganando una firmeza inusual—. Los caminos están desgajados por las lluvias. Es peligroso. Además, Sebastián, el periodista… él sabe cosas. Huir solo lo confirmará.
Beatriz se giró lentamente, con el cuchillo de cocina aún en la mano. No amenazó con él, pero la forma en que brillaba el metal bajo la luz de la mañana fue suficiente. —Tú no opinas, Roberto. Tú perdiste el derecho a opinar cuando dejaste que se llevaran a Esperanza la primera vez. Yo no cometeré el mismo error.
Magdalena sintió el pánico subir por su garganta. Sabía que la “casita del abuelo” estaba cerca de las minas abandonadas, cerca de donde Sebastián había dicho que la gente desaparecía. —Papá… —susurró Magdalena. Fue la primera vez en veinticinco años que usaba esa palabra dirigida a él.
El sonido pareció romper algo dentro de Roberto. Se puso de pie, tambaleándose, pero Beatriz fue más rápida. Agarró a Magdalena del brazo con una fuerza sobrenatural y la arrastró hacia la salida trasera. —¡Camina! —ordenó.
Salieron al patio y de ahí al sendero que llevaba hacia el monte. La niebla de la mañana era densa, envolviéndolas como un sudario. Magdalena tropezaba con su falda larga, las piedras del camino mordiendo sus pies a través de las suelas delgadas de sus huaraches. Beatriz no se detenía, murmurando cosas ininteligibles sobre ángeles y demonios, sobre proteger lo que es suyo.
Mientras tanto, en el pueblo, Sebastián Mora no había dormido. Había pasado la noche revisando archivos en la pequeña biblioteca municipal, conectando puntos que nadie más quería ver. Las desapariciones no eran obra de un solo asesino, sino de una red de trata que operaba utilizando los viejos túneles de la mina para mover a sus víctimas sin ser vistos. Y lo peor: había encontrado un antiguo registro de propiedad. Una de las entradas a los túneles estaba en los terrenos ancestrales de la familia Ramírez.
Corrió hacia la casa de Beatriz, con el presentimiento latiendo en sus sienes. Al llegar, encontró la puerta abierta y a Roberto sentado en el suelo de la cocina, llorando con la cabeza entre las manos. —Se la llevó —sollozó Roberto—. Se llevó a mi hijo. Van a las minas.
—¡Levántese! —gritó Sebastián, sacudiendo al hombre por los hombros—. ¡Si van a las minas, corren peligro de muerte! No solo por los derrumbes, Roberto, hay gente allí. Gente mala.
Roberto levantó la mirada, y en ese momento, el alcohol pareció evaporarse de su sistema, reemplazado por el terror puro. Asintió, tomó su viejo machete de detrás de la puerta y dijo: —Conozco un atajo.
En el monte, la subida se hacía cada vez más ardua. Beatriz no mostraba signos de fatiga, impulsada por su delirio, pero Magdalena jadeaba, el sudor corriendo por su espalda y arruinando el maquillaje perfecto. Llegaron a la entrada de la vieja mina al mediodía. Era una boca oscura en la ladera de la montaña, rodeada de vegetación muerta y señales de “Peligro” oxidadas.
—Aquí estaremos bien —dijo Beatriz, empujando a Magdalena hacia la oscuridad—. Aquí adentro el tiempo no pasa. Esperanza siempre jugó aquí.
—¡Mamá, no! —Magdalena se resistió, plantando los pies en la tierra—. ¡Esperanza está muerta! ¡Yo no soy Esperanza!
El bofetón resonó en el silencio del cañón. Beatriz la miró con una furia helada. —Nunca vuelvas a decir eso. Tú eres mi hija.
—¡Soy Miguel! —gritó él, la verdad saliendo de su pecho como un torrente de lava—. ¡Me llamo Miguel! ¡Tengo veinticinco años y soy un hombre! ¡Tú me castraste el alma, pero no puedes cambiar quién soy!

Beatriz retrocedió, tapándose los oídos, sacudiendo la cabeza violentamente. —¡Mientes! ¡El demonio te ha poseído! ¡Tengo que purificarte!
Beatriz se abalanzó sobre él, intentando arrastrarlo hacia la oscuridad de la mina. A pesar de su edad, la locura le daba una fuerza terrible. Miguel luchaba, pero los años de sumisión habían debilitado su espíritu de pelea. Estaban al borde del abismo negro de la entrada cuando escucharon voces.
—¡Beatriz! ¡Suéltalo!
Eran Roberto y Sebastián, emergiendo de entre los matorrales. Roberto alzaba el machete, no como un arma, sino como una súplica. —Beatriz, por el amor de Dios. Mira lo que estás haciendo. Ese es Miguelito. Nuestro hijo.
Beatriz se detuvo, con un brazo alrededor del cuello de Miguel, usándolo como escudo humano. Sus ojos iban de Roberto a Sebastián, y luego a la oscuridad de la mina a sus espaldas. —Ustedes quieren quitármela —siseó—. Como se la llevaron a ella. Pero esta vez no.
De repente, un ruido surgió de las profundidades de la mina. No eran fantasmas. Eran pasos pesados, voces de hombres y el chasquido metálico de armas cargándose. Los traficantes que usaban los túneles habían escuchado el alboroto. Sebastián palideció. —Tenemos que irnos, todos. Ahora. Hay gente ahí dentro que nos matará si nos ven.
Pero Beatriz sonrió, una sonrisa quebrada y terrorífica. —¿Los oyes, Magdalena? Son los ángeles. Vienen por nosotras.
—¡Mamá, no son ángeles! —gritó Miguel, sintiendo el agarre de su madre aflojarse por la sorpresa del ruido—. ¡Corre!
En ese instante de confusión, Miguel empujó a Beatriz lejos del borde y corrió hacia su padre. Roberto lo atrapó en sus brazos, un abrazo torpe y desesperado que habían esperado décadas. —¡Vámonos! —gritó Sebastián, viendo sombras armadas acercándose a la boca del túnel.
—¡Ven, Beatriz! —gritó Roberto, tendiendo la mano hacia su esposa.
Pero Beatriz no miraba hacia ellos. Miraba hacia la oscuridad del túnel, donde una figura salía de las sombras. No era un traficante. En su mente fracturada, Beatriz vio a una niña pequeña con trenzas y un vestido blanco, tendiéndole la mano. —Esperanza… —susurró Beatriz, con lágrimas de felicidad surcando su rostro sucio—. Ya voy, mi amor.
—¡No! —gritó Roberto, intentando correr hacia ella, pero Sebastián lo retuvo con fuerza.
—¡Es tarde, Roberto! ¡Mira!
Tres hombres armados salieron de la oscuridad. Al ver a Beatriz correr hacia ellos con los brazos abiertos gritando el nombre de su hija muerta, uno de los hombres, nervioso y reaccionando por instinto, disparó.
El estruendo del disparo rebotó en las paredes del cañón, provocando una bandada de pájaros negros que alzó el vuelo. Beatriz cayó al suelo, con una mancha roja floreciendo en su pecho, justo sobre el corazón que se había roto hacía tantos años. Los hombres, al ver a Sebastián y Roberto, y dándose cuenta de que el disparo atraería atención no deseada, se retiraron rápidamente hacia las profundidades de la mina.
El silencio volvió a caer sobre la montaña, más pesado que antes.
Miguel corrió hacia el cuerpo de su madre, cayendo de rodillas en la tierra. Beatriz respiraba con dificultad, sus ojos fijos en el cielo gris. Miguel tomó su mano, esa mano que lo había peinado, alimentado y aprisionado. —Mamá…
Beatriz giró la cabeza lentamente. Por un momento, la niebla de la locura pareció disiparse en sus ojos, dejando ver a la mujer que había sido antes de la tragedia. Miró el rostro de Miguel, vio la barba incipiente bajo el maquillaje corrido, vio la estructura de su mandíbula, vio la verdad. —Miguel… —susurró, con un hilo de voz—. Perdóname… yo solo… quería que volviera.
—Lo sé, mamá —lloró Miguel, apretando su mano—. Descansa. Ya no tienes que buscarla.
Beatriz exhaló un último suspiro, y su mano se quedó inerte entre las de su hijo. La lluvia comenzó a caer de nuevo, suave y constante, lavando la sangre y el polvo, mezclándose con las lágrimas de dos hombres que habían sobrevivido al naufragio de su familia.
Seis meses después.
El autobús de segunda clase ronroneaba en la estación de la ciudad de Oaxaca. Un joven estaba de pie junto a la ventanilla, ajustándose la mochila al hombro. Llevaba el cabello corto, un corte moderno que aún se sentía extraño cuando pasaba los dedos por su nuca. Vestía jeans y una camiseta sencilla. Nadie que lo viera podría adivinar que, hasta hace poco, ese joven había sido una flor encerrada en un jardín de mentiras.
Miguel Ramírez miró su reflejo en el cristal del autobús. Aún veía sombras de Magdalena en sus ojos, gestos suaves que quizás nunca desaparecerían del todo, pero ya no le asustaban. Eran parte de su historia, cicatrices de guerra que le recordaban que había sobrevivido.
Sebastián Mora había publicado el reportaje. La noticia de las minas y la red de trata había sacudido al estado. La policía, forzada por la presión mediática, había intervenido. Encontraron restos, pero también encontraron a algunos sobrevivientes. Carla Vázquez no estaba entre ellos, pero su familia al menos tuvo un cierre al saber que la red había sido desmantelada.
Roberto se había quedado en San Miguel de los Olvidados. Vendió la casa grande y se mudó a una pequeña habitación cerca del campo. Había dejado de beber. Decía que necesitaba estar sobrio para cuidar la tumba de Beatriz y esperar el día en que pudiera perdonarse a sí mismo.
—¿Sube, joven? —preguntó el conductor del autobús.
Miguel asintió. Subió los escalones y se sentó en la parte trasera. Mientras el autobús se alejaba, vio por última vez las montañas que rodeaban su pueblo, esas montañas que guardaban tantos secretos. Sacó una pequeña libreta de su bolsillo y escribió la primera frase de su nueva vida.
“Me llamo Miguel. Y esta es mi voz.”
El autobús tomó la carretera principal, alejándose de la neblina, directo hacia el sol que comenzaba a salir en el horizonte, prometiendo un día que, por primera vez, le pertenecía solo a él.
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