La Casa de las Sombras Eternas

 

En las afueras de Guadalajara, donde los edificios de concreto ceden paso a terrenos baldíos cubiertos de maleza y basura, y donde el smog se mezcla con el olor a comida callejera y desesperanza, existe una casa que los vecinos evitan mirar directamente. No es que sea particularmente fea o amenazante en su apariencia; al contrario, es una construcción modesta de ladrillo rojo, sin terminar, del tipo que se replica miles de veces en los barrios marginales de la ciudad. Tiene un pequeño patio frontal con tierra agrietada donde nunca crece nada, un portón de metal oxidado que chirría con el viento y ventanas pequeñas cubiertas por cortinas gruesas de tela oscura que nunca, bajo ninguna circunstancia, se abren.

Lo que realmente perturba a quienes pasan frente a ella, lo que hace que las madres apresuren el paso con sus hijos y los hombres desvíen la mirada, es el silencio absoluto que emana de sus paredes. Un silencio tan denso, tan antinatural en medio del caos constante del barrio, que parece absorber los ruidos de la calle como un agujero negro tragando luz. Incluso los perros callejeros, tan abundantes en la zona, evitan acercarse demasiado, como si su instinto animal les advirtiera de algo fundamentalmente equivocado en ese lugar.

Doña Ana Morales llegó a ese barrio en el invierno de 2008, cuando Guadalajara atravesaba uno de sus periodos más violentos, cuando los cuerpos amanecían colgados de puentes y las balaceras eran tan comunes que la gente apenas las comentaba. Llegó sola —o eso creyeron los vecinos al principio— en un taxi destartalado, cargado con maletas que parecían contener toda una vida comprimida. Era una mujer de complexión robusta, casi imponente, con el cabello negro azabache recogido siempre en un moño apretado que le estiraba la piel de las sienes, dándole un aspecto perpetuamente severo. Sus ojos oscuros, profundos como pozos, raramente se encontraban con los de otras personas. Y cuando lo hacían, la gente sentía un escalofrío inexplicable, como si esos ojos pudieran ver secretos que era mejor dejar enterrados.

Compró la casa con dinero en efectivo. Doña Refugio, la vecina más cercana y autoproclamada vigilante del barrio, vio los fajos de billetes viejos y arrugados, como si hubieran estado escondidos bajo un colchón durante años, guardados celosamente para una huida.

Los primeros meses, Ana fue vista ocasionalmente en el Mercado de Abastos. Siempre llegaba muy temprano o muy tarde, comprando cantidades extrañas de alimentos: tres kilos de frijoles negros, dos de arroz, latas de atún en cantidades industriales y pan a punto de vencer. Pero lo que más llamó la atención de las vendedoras fue que Ana siempre compraba el doble de lo que necesitaría una persona sola. “Para mi hija”, decía cortante cuando alguien se atrevía a preguntar, aunque nadie jamás había visto a la niña.

Don Rigoberto, el carnicero, recordaría años después una conversación particular en marzo de 2009. Ana había seleccionado la carne con una intensidad perturbadora. Cuando él preguntó por la niña, Ana se tensó, sus nudillos blancos sobre el bolso. —Está delicada de salud —dijo ella, con una voz que construía murallas—. No puede salir. Es sensible a la luz. Mucha luz le hace daño, por eso solo puede estar despierta de noche. Los doctores no entienden nada. Yo sé lo que necesita mi hija. Una madre siempre sabe.

Mientras el mundo exterior continuaba su rutina, dentro de la casa de ladrillo rojo se desarrollaba una realidad atroz. La habitación del fondo no tenía ventanas funcionales; Ana las había sellado meticulosamente con cartón, tela negra y madera contrachapada, creando una oscuridad tan absoluta que podría haber existido antes de la creación del universo.

En el centro de ese espacio, sobre un colchón húmedo, yacía Lucía Mendoza. Tenía doce años, pero su cuerpo atrofiado parecía el de una niña mucho menor. Su piel era de una palidez enfermiza, casi translúcida; su cabello, una maraña de algas oscuras. Sus ojos, grandes y expresivos, habían desarrollado un tic constante, moviéndose frenéticamente en la oscuridad, buscando estímulos que no existían.

Lucía había sido condicionada pavlovianamente. El chirrido de la puerta significaba comida y la presencia de su madre, la única conexión con la vida. —Lucía, mi amor, traje tu comida —decía Ana con esa voz suave pero aterradora. —Gracias, mamá —respondía Lucía automáticamente.

Ana encendía una vela, la única luz permitida. —Recuerda que tus ojos son muy sensibles —le repetía Ana mientras la niña comía arroz y frijoles—. Si sales, si te expones a la luz del día, quedarás ciega para siempre. El mundo exterior es peligroso. Aquí estás segura.

Lucía había aprendido a no cuestionar. Pero los recuerdos fragmentados persistían: una sensación de calor en la piel, colores vibrantes, una voz masculina que la llamaba “princesa”.

Todo cambió cuando los servicios sociales, alertados por una denuncia anónima de Doña Refugio, tocaron a la puerta. Lucía escuchó las voces amortiguadas desde su prisión. Ana los despachó con frialdad, negando la existencia de la niña, pero el miedo se instaló en la madre. Decidió que debían huir.

Mientras Ana empacaba frenéticamente en la sala, planeando arrastrar a Lucía a una nueva oscuridad, Lucía se quedó sola, con la duda sembrada en su mente. ¿Por qué recordaba el sol si era mortal? Con manos temblorosas, comenzó a rasgar la tela negra de la pared. Capa tras capa, cartón tras cartón, hasta que sus dedos tocaron algo frío, liso y duro.

Vidrio.

El corazón de Lucía martillaba contra sus costillas. Había una ventana real. Sus dedos tantearon el marco. Estaba pintado de negro por fuera, pero había pequeñas imperfecciones. Con una uña sucia y quebradiza, comenzó a raspar la pintura del vidrio. Era un trabajo lento, agonizante.

De repente, sucedió.

Un rayo minúsculo, no más grueso que un hilo de coser, atravesó la oscuridad. No era la luz parpadeante y anaranjada de la vela de su madre. Era una luz blanca, fría, espectral. Era la luz de una farola de la calle, o quizás la luna. Lucía retrocedió instintivamente, esperando el dolor, esperando que sus ojos ardieran o que su piel se ampollara como Ana le había advertido mil veces.

Se quedó inmóvil, respirando agitadamente. No hubo dolor. Solo una claridad punzante y hermosa. Acercó la mano al rayo de luz. Su piel pálida se iluminó. No se quemó. No se deshizo en cenizas.

—Es mentira —susurró Lucía, y su propia voz sonó extraña en sus oídos, cargada de una revelación que sacudía los cimientos de su mundo—. Todo es mentira.

En ese momento, la puerta de la habitación se abrió de golpe. Ana entró con una linterna potente, rompiendo la regla de la oscuridad por primera vez. Llevaba una maleta en una mano y una expresión de pánico maníaco en el rostro. —¡Levántate, Lucía! Nos vamos. Ahora mismo. Han vuelto, esos malditos vecinos…

Ana se detuvo en seco. El haz de su linterna recorrió la habitación y se posó en la pared del fondo, donde las capas de tela y cartón colgaban rasgadas, revelando el vidrio sucio y el pequeño punto donde Lucía había rascado la pintura.

El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier grito. Ana dejó caer la maleta. Su rostro se contorsionó en una máscara de furia y desesperación. —¿Qué has hecho? —susurró, y luego gritó, un sonido gutural que heló la sangre de Lucía—. ¡¿Qué has hecho?! ¡Te vas a matar! ¡La luz te va a matar!

Ana se abalanzó sobre ella. Lucía intentó gatear hacia atrás, pero su madre era fuerte. La agarró del brazo con una fuerza que prometía dejar moretones. —¡Soy tu madre! ¡Yo te protejo! ¡Nadie más te va a querer como yo!

Afuera, en la calle, el detective Héctor Zamora, estacionado en su auto, vio el movimiento de la linterna a través de una rendija en las cortinas de la sala, seguido de un grito ahogado. No esperó más. Sabía que no tenía la orden judicial en la mano, pero su instinto de veinte años le gritaba que si no entraba ahora, la niña desaparecería de nuevo, esta vez para siempre.

Salió del auto y corrió hacia la puerta de metal oxidado. La pateó con todas sus fuerzas, pero estaba cerrada con cadena. —¡Policía! —gritó Héctor, golpeando el metal—. ¡Abran la puerta!

Dentro, el sonido de los golpes hizo que Ana entrara en un estado de frenesí total. —¡Nos encontraron! —chilló, arrastrando a Lucía por el suelo hacia la salida trasera—. ¡Es tu culpa! ¡Todo es tu culpa por querer ver la luz!

Lucía, impulsada por el descubrimiento de que la luz no mataba, encontró una fuerza que no sabía que tenía. Se aferró al marco de la puerta de su habitación. —¡No quiero ir! —gritó, su voz ronca rompiéndose—. ¡No me quema, mamá! ¡La luz no quema!

—¡Mentirosa! —Ana le dio una bofetada que hizo resonar la casa, luego la agarró del cabello y tiró con violencia.

Héctor escuchó los gritos de la niña. Retrocedió unos pasos y se lanzó con el hombro contra la puerta de madera principal, que era más débil que el portón. La madera crujió. Un segundo golpe y la cerradura cedió, astillándose.

El detective irrumpió en la sala, con el arma desenfundada pero apuntando al suelo. La escena que lo recibió era dantesca: la casa estaba en penumbra, llena de cajas a medio empacar, y al fondo del pasillo, una mujer corpulenta luchaba con un esqueleto viviente de cabello largo.

—¡Sueltela! —ordenó Héctor, avanzando por el pasillo.

Ana se giró, sus ojos desorbitados, inyectados en sangre. Sostuvo a Lucía frente a ella como un escudo humano, sacando de su bolsillo una navaja de muelle que había guardado para el viaje. —¡No se la llevarán! —bramó Ana—. ¡Ella no puede vivir afuera! ¡Ustedes la matarán! ¡El sol la matará!

—Ana Mendoza —dijo Héctor con voz calmada pero firme, dando un paso más—. Nadie va a morir. Roberto la está buscando. Su padre la está buscando.

Al escuchar el nombre de Roberto, Ana soltó un aullido animal. —¡Él no la merece! ¡Él quería que saliera, quería exponerla al peligro!

En ese instante de distracción, Lucía vio su oportunidad. No atacó a su madre; hizo algo más valiente. Se soltó del agarre sudoroso de Ana y corrió, no hacia la oscuridad de su cuarto, sino hacia la puerta principal que Héctor había derribado. Hacia la calle.

—¡Lucía, no! —gritó Ana, intentando perseguirla, pero Héctor se interpuso, placándola contra la pared y tirando la navaja lejos de su alcance.

Lucía tropezó al salir al patio. Sus piernas débiles apenas la sostenían. Cayó de rodillas sobre la tierra agrietada del patio frontal. Era de noche, pero las luces de la ciudad iluminaban el cielo con un resplandor anaranjado y violeta. Las farolas de la calle zumbaban con electricidad. Los faros del coche de Héctor cortaban la oscuridad.

Lucía cerró los ojos con fuerza, esperando el fuego, esperando el final. Sintió el aire fresco de la noche en su cara. Sintió la luz artificial golpeando sus párpados. Abrió un ojo, luego el otro.

El mundo era brillante. Dolorosamente brillante. Sus pupilas, dilatadas por años de oscuridad, le dolían agudamente. Pero no había fuego. No había muerte. Vio a Doña Refugio parada en la acera, con las manos en la boca. Vio a otros vecinos saliendo de sus casas.

Detrás de ella, Héctor sacaba a Ana esposada. La mujer lloraba y maldecía, gritando incoherencias sobre demonios y radiación solar. —¡Cúbrete los ojos, hija! ¡Por favor! —suplicaba Ana mientras la subían a una patrulla que acababa de llegar con las sirenas aullando.

Héctor se acercó a Lucía, quitándose su chaqueta. Se arrodilló junto a ella con una delicadeza infinita, cubriendo sus hombros esqueléticos. —Lucía —dijo suavemente—. Soy amigo de tu papá. Estás a salvo.

Lucía miró al hombre, luego miró hacia arriba, hacia la luna llena que colgaba sobre Guadalajara, indiferente y hermosa. Extendió una mano temblorosa hacia el cielo. —No quema —susurró, y las lágrimas comenzaron a limpiar la suciedad de sus mejillas—. Es bonita.


Epílogo: Seis meses después

El jardín de la casa de Roberto en Puerto Vallarta estaba lleno de buganvilias en flor. El sonido del mar cercano proporcionaba un ritmo constante, una nana eterna que había ayudado a calmar las pesadillas.

Lucía estaba sentada en una silla de mimbre bajo la sombra de una pérgola. Todavía llevaba gafas de sol oscuras; el oftalmólogo había dicho que sus ojos tardarían mucho tiempo en adaptarse completamente, y quizás nunca tolerarían la luz del mediodía sin protección. Su piel, aunque había perdido el tono azulado de cadáver, seguía siendo pálida, y su cuerpo aún estaba recuperando los años de crecimiento perdidos.

Pero sonreía.

Roberto salió de la casa con dos vasos de limonada. Su cabello tenía más canas que en las fotos que Lucía recordaba, y sus ojos mostraban la tristeza de los años perdidos, pero cuando miraba a su hija, se iluminaban. —¿Cómo te sientes, princesa? —preguntó, dejando los vasos en la mesa.

Lucía se quitó las gafas de sol por un momento. Entrecerró los ojos mirando el jardín, donde la luz del sol se filtraba a través de las hojas, creando patrones de encaje en el suelo. Ya no veía la luz como un enemigo, sino como una vieja amiga a la que había extrañado terriblemente.

Pensó en su madre, ahora internada en una institución psiquiátrica de alta seguridad, viviendo en su propia oscuridad mental de la que tal vez nunca saldría. Sintió una punzada de pena, pero ya no de miedo. El miedo se había quedado atrás, encerrado en esa casa de ladrillo rojo en Guadalajara.

—Me siento caliente, papá —dijo Lucía, tomando la mano de su padre—. Y me gusta.

Roberto le apretó la mano y, por primera vez en mucho tiempo, el futuro no parecía un pozo oscuro, sino un horizonte abierto, vasto y brillante.