La Lealtad de la Bestia

El sol de agosto caía como plomo derretido sobre las calles polvorientas de San Miguel de los Remedios, un pueblo olvidado en las montañas de Oaxaca donde el tiempo parecía haberse detenido en algún punto indefinido del siglo pasado. Las casas de adobe se alineaban como dientes careados a lo largo de la calle principal, y sus paredes desconchadas contaban historias de abandono y resignación. En la plaza central, bajo la sombra escasa de un laurel centenario, los ancianos jugaban dominó con la misma rutina de siempre, mientras las campanas de la iglesia de San Sebastián marcaban las cinco de la tarde con su tañido oxidado y melancólico.

Don Tomás Velázquez había vivido toda su vida en la casa grande al final del Callejón de las Ánimas, una construcción de dos pisos que alguna vez fue la residencia más imponente del pueblo. Ahora, con sus muros agrietados y sus ventanas tapiadas, la casa emanaba un aire de decadencia que hacía que los niños del barrio corrieran más rápido cuando pasaban frente a su portón verde. Don Tomás tenía setenta y tres años y una reputación que precedía su figura encorvada por las calles. Era un hombre alto, de huesos prominentes y manos grandes como palas, con unos ojos grises que parecían mirar a través de las personas, buscando algo que solo él podía ver. Su rostro estaba surcado por arrugas profundas que formaban cañones desde la nariz hasta la barbilla, como si el dolor y la severidad se hubieran tallado permanentemente en su carne.

Durante décadas, don Tomás había trabajado como administrador de la hacienda “El Descanso”, propiedad de la familia Carranza, una de las últimas dinastías de terratenientes que aún conservaban poder en la región. Había sido un hombre metódico, obsesionado con el control y el orden, conocido por su crueldad con los peones que cometían el más mínimo error. Los trabajadores lo recordaban como un capataz implacable que registraba cada falta en un cuaderno negro de pasta dura y que podía destruir la vida de una familia entera con una sola palabra al patrón.

Su esposa, Guadalupe, había muerto quince años atrás de cáncer, dejándolo solo con su hija Catalina, quien entonces tenía veinticinco años. Catalina Velázquez era una mujer de belleza discreta pero innegable, con el cabello negro y brillante que le caía hasta la cintura como una cortina de obsidiana. Sus ojos oscuros tenían la profundidad de los pozos antiguos y su sonrisa, cuando aparecía, iluminaba su rostro con una calidez que contrastaba con el ambiente sombrío de su hogar. Había estudiado enfermería en la ciudad de Oaxaca, sostenida por una beca y lejos de la casa paterna. Durante ese tiempo había conocido a Miguel Ángel Torres, un joven maestro de primaria originario de Tehuantepec, con quien había planeado casarse y construir una vida lejos de San Miguel.

Pero la muerte de Guadalupe lo cambió todo. Don Tomás, destrozado por la pérdida de su esposa —quien era la única que sabía navegar sus mareas de ira—, exigió que Catalina regresara inmediatamente. Le escribió cartas que comenzaban con súplicas patéticas y terminaban con amenazas veladas, recordándole que era su deber, como hija única, cuidar de su padre en la vejez. Catalina regresó con la intención de quedarse solo unas semanas, pero las semanas se convirtieron en meses y los meses en años. Miguel Ángel esperó durante un tiempo, enviándole cartas cada semana, pero eventualmente las misivas dejaron de llegar y Catalina supo, con una resignación amarga, que había perdido su oportunidad de escapar.

Don Tomás no estaba completamente solo; poseía un perro pastor alemán llamado Fausto. Era un animal magnífico de pelaje negro y dorado, que había sido su compañero constante durante más de una década. Fausto era más que una mascota para don Tomás; era su confidente, el único ser vivo al que el viejo permitía acercarse sin levantar sus muros de frialdad. El perro dormía junto a su cama, comía de su mano y lo seguía por toda la casa con una devoción que rayaba en lo antinatural. Don Tomás hablaba con Fausto en voz baja, manteniendo largas conversaciones unilaterales en las que el perro parecía escuchar con una atención casi humana, inclinando la cabeza de lado como si comprendiera cada palabra.

Cuando Fausto murió de viejo a los trece años, don Tomás cayó en una depresión tan profunda que dejó de comer durante días. Se encerraba en su habitación llorando como un niño, mientras Catalina intentaba consolarlo sin éxito. El viejo enterró al perro en el jardín trasero, bajo un nogal que había plantado su abuelo, y colocó una lápida de piedra con las palabras: “Fausto, amigo fiel. 2007-2020. Tu lealtad fue perfecta.”

Después de la muerte de Fausto, algo se rompió definitivamente en la psique de don Tomás. Se volvió más silencioso, más observador, y comenzó a mirar a Catalina de una manera que la hacía sentir incómoda, como si estuviera evaluándola, midiendo su valor contra un estándar invisible e inalcanzable.

Una noche, durante la cena, rompió el silencio que había durado días con una declaración que heló la sangre de Catalina. —Fausto nunca me desobedeció —dijo don Tomás, cortando con precisión quirúrgica un pedazo de carne en su plato. Su voz era tranquila, casi meditativa—. Nunca me cuestionó. Cuando le ordenaba sentarse, se sentaba. Cuando le ordenaba quedarse, se quedaba. Su obediencia era absoluta, pura. No había malicia en su corazón, ni ambición, ni deseo de libertad. Solo amor y lealtad.

Catalina sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal, pero no dijo nada. Continuó comiendo en silencio, tratando de ignorar la manera en que los ojos grises de su padre la estudiaban por encima del borde de su copa de vino. —Las personas —continuó don Tomás— son diferentes. Las personas tienen voluntad propia, deseos egoístas, sueños que las alejan de sus deberes. Las personas te decepcionan, te traicionan, te abandonan cuando más las necesitas. Pero un perro… un buen perro, jamás te falla. —Papá… —Catalina intentó hablar, pero él levantó una mano para silenciarla. —Tu madre me abandonó —dijo con amargura—. Sé que no fue su culpa, que fue la enfermedad, pero me abandonó de todos modos. Y tú… tú estás desesperada por abandonarme también. Lo veo en tus ojos cada vez que miras por la ventana, como si esperaras que alguien viniera a rescatarte de esta casa. De mí. —Eso no es cierto —mintió Catalina, pero su voz tembló al decirlo. —No me mientas. —La voz de don Tomás se endureció como el acero—. He vivido lo suficiente para reconocer el engaño. Pero voy a darte una oportunidad de redimirte. De demostrarme que puedes ser leal. Que puedes ser buena. Voy a enseñarte lo que significa la verdadera devoción.

Esa noche fue la primera vez que don Tomás le explicó a Catalina su plan. Al principio, ella pensó que era una broma macabra fruto del duelo. Pero cuando vio la seriedad absoluta en sus ojos, comprendió con horror que su padre hablaba en serio. —¿Vas a ocupar el lugar de Fausto? —le dijo con calma—. Vas a aprender a ser obediente, a no cuestionar, a no desear nada más que mi aprobación. Cuando lo hayas logrado, cuando hayas demostrado que puedes ser tan fiel como él lo fue, entonces serás libre.

Catalina intentó razonar, le rogó que buscara ayuda, suplicó que la dejara ir. Pero don Tomás era inflexible. Le explicó fríamente que si intentaba escapar, él se aseguraría de que nadie en el pueblo la creyera; él era un hombre respetado, ella una mujer soltera y dependiente. Le recordó que la casa era suya, que el dinero era suyo y que sin él, ella no era nada.

Los primeros días fueron un infierno. Don Tomás comenzó con órdenes simples: sentarse en el suelo, esperar permiso para hablar. Catalina se resistió, pero cada desobediencia se pagaba con privación de comida, encierros en la oscuridad o un silencio absoluto que la borraba de la existencia. Poco a poco, las exigencias escalaron. Le compró un collar de cuero con una placa de metal grabada con el nombre “Fausto” y le exigió usarlo. Le ordenó dormir en el suelo, sobre un colchón delgado donde solía dormir el perro. Le enseñó a comer de un plato en el suelo sin usar las manos. Y lo más perturbador: comenzó a hablarle con ese tono suave y paternal que solo usaba con Fausto. —Buen perro —le decía cuando ella obedecía—. Eres un buen perro, Fausto. Sabía que podías aprender.

Catalina sentía morir una parte de su humanidad cada vez que escuchaba esas palabras. Pero los meses pasaron y perdió la noción del tiempo. Las ventanas tapiadas le robaron el sol. Su padre controlaba cada aspecto fisiológico de su vida. Gradualmente, la resistencia se erosionó. Descubrió que era más fácil obedecer que sufrir el hambre y la oscuridad del sótano.

En el pueblo, la gente preguntaba. Don Tomás tenía lista la mentira: “Se fue a la Ciudad de México, un gran trabajo en un hospital”. Era creíble. Sin embargo, doña Socorro Mendoza, la vecina, no estaba convencida. Recordaba la tristeza de Catalina y notaba ruidos extraños en la casa. Una noche, escuchó un grito ahogado. Intentó hablar con el párroco, don Refugio Álvarez, pero este desestimó sus sospechas bajo la excusa de respetar la privacidad y el duelo de don Tomás.

Doña Socorro, frustrada, comenzó a vigilar. Notó la rutina inamovible del viejo: salía a las siete de la mañana por pan y periódico, regresaba, y volvía a salir a las cinco de la tarde por un café. La casa permanecía como una tumba en los intermedios. Un día de abril, doña Socorro se acercó a la pared trasera de la casa y escuchó algo que le heló la sangre: una voz débil, rota, cantando el Padre Nuestro en un susurro desesperado. “Líbrame del mal, líbrame del mal…”. Era Catalina.

Pero el miedo al poder de don Tomás la paralizó. Pasaron los meses y, dentro de la casa, Catalina continuaba su descenso a la locura. Don Tomás ya no necesitaba castigos físicos; había perfeccionado el condicionamiento psicológico. La identidad de Catalina se fragmentaba. Había momentos en los que realmente se creía Fausto, momentos en los que esperaba ansiosa ser llamada “buen perro”. Escribía en un diario secreto, escondido en un hueco de la pared, para aferrarse a los últimos hilos de su humanidad, describiendo el horror de convertirse en una mascota humana.

Un intento de escape fallido selló su destino. Don Tomás la atrapó, la llamó “mal perro” y la encerró una semana en el sótano sin luz y con poca agua. Cuando salió, Catalina estaba rota. Ya no había resistencia, solo sumisión. Don Tomás estaba satisfecho: tenía a su Fausto de vuelta.

Tres años después de la supuesta partida de Catalina, el destino intervino. Un sábado de agosto, don Tomás sufrió un pequeño derrame cerebral mientras compraba el pan. Desorientado y balbuceando sobre alimentar a su perro, fue llevado al hospital regional en Oaxaca.

Doña Socorro vio la oportunidad. Esa misma noche, junto con su hijo Javier, entró en la casa aprovechando que la puerta trasera había quedado abierta por el descuido del anciano. El interior olía a encierro y a locura. En el segundo piso, tras forzar una puerta con tres cerrojos, encontraron el horror. Catalina estaba acurrucada en una esquina, sucia, esquelética, con el cabello enmarañado y el collar de cuero al cuello. Sus ojos estaban vacíos. —Catalina, ya estás a salvo —le dijo doña Socorro llorando. Pero Catalina retrocedió, aterrada. —Fausto fue un mal perro —murmuró con voz quebrada—. Fausto intentó escapar. Fausto necesita ser castigado.

La policía llegó y el descubrimiento sacudió a la nación. Encontraron el diario, las fotos del “entrenamiento”, las notas meticulosas de don Tomás. El viejo fue arrestado en el hospital. No mostró remordimiento alguno; en su mente distorsionada, él era el salvador que había enseñado a su hija la virtud suprema de la lealtad.

El juicio fue breve pero brutal. La evidencia era abrumadora. Catalina, internada en un hospital psiquiátrico con un diagnóstico severo de estrés postraumático y disociación de identidad, no pudo testificar, pero su diario habló por ella. Las lecturas de aquellas páginas en la corte hicieron llorar a los presentes. Cuando se le dio la palabra, don Tomás declaró con firmeza: —No me arrepiento. En un mundo egoísta, yo le enseñé el amor incondicional. Solo quería que fuera perfecta, como Fausto.

La jueza Marcela Fuentes, con el rostro endurecido por la repulsión, dictó la sentencia. —Don Tomás Velázquez —dijo, mirando al anciano a los ojos—, lo que usted hizo no fue educar, fue aniquilar un alma. Usted no creó lealtad, creó esclavitud. Esta corte lo condena a cuarenta años de prisión sin posibilidad de libertad condicional por los delitos de secuestro agravado, tortura y abuso psicológico. Dañando irreparablemente la vida de su propia sangre, usted pasará el resto de sus días rodeado de muros, tal como obligó a vivir a su hija, pero sin nadie que le muestre ni una pizca de la compasión que usted le negó a ella.

El golpe del mallete resonó como un disparo final. Don Tomás murió cinco años después en la enfermería de la prisión, solo, senil y preguntando por qué su perro no venía a visitarlo. Nadie reclamó su cuerpo.

Catalina tardó mucho más en encontrar la paz. Pasó dos años en la clínica, reaprendiendo a ser humana, a comer con cubiertos, a dormir en una cama, a responder a su propio nombre. Cuando finalmente fue dada de alta, vendió la casa del Callejón de las Ánimas sin siquiera volver a pisarla. Con el dinero, se mudó a un pequeño pueblo costero, lejos de las montañas y del polvo de San Miguel.

Dicen que vive allí todavía, una mujer solitaria que camina por la playa cada mañana. No se casó, ni tuvo hijos. La gente del lugar la conoce como una mujer amable pero distante. Curiosamente, nunca tuvo perros. Sin embargo, en su jardín, siempre se ven gatos paseando libremente; animales que van y vienen a su antojo, que no obedecen órdenes y cuya lealtad no puede ser forzada. En esa libertad indomable, Catalina finalmente encontró el silencio que necesitaba para sanar.