El Silencio de San Jerónimo
El año de 1821 dejaba sus últimas cicatrices en las tierras altas del virreinato del Perú. La hacienda San Jerónimo de los Andes se alzaba como una fortaleza de piedra blanca y tejas rojas sobre las colinas de Ayacucho, rodeada por campos de trigo que se mecían bajo el viento frío de la cordillera. Era una construcción imponente, con muros gruesos que guardaban secretos tan antiguos como las piedras incas que formaban sus cimientos.
En aquella casa señorial, donde el poder colonial aún resistía los vientos de cambio que soplaban desde Buenos Aires y Lima, vivía don Raúl Ignacio de Mendoza y Solís, un hombre cuya presencia inspiraba tanto respeto como un temor inexplicable. Don Raúl había cumplido cincuenta y dos años ese otoño, pero su rostro parecía tallado en mármol envejecido prematuramente. Alto, de espaldas anchas y manos grandes que habían conocido tanto el látigo como el rosario, caminaba por los corredores de su hacienda con pasos medidos, calculados, como quien mide cada palabra antes de pronunciarla. Sus ojos, de un gris penetrante que recordaba a las nubes bajas de la sierra, raramente parpadeaban. Y cuando lo hacían, era como si estuviera contando los segundos de silencio que reinaban en su hogar.
—El silencio, Catalina —le decía a su hija—, es la voz de tu madre. Ella nos habla desde el más allá a través del silencio. Cuando la casa está en calma, cuando no se escucha más que el viento contra las ventanas, es porque ella está presente observándonos, juzgándonos.
Catalina de Mendoza acababa de cumplir diecisiete años. Era una joven de belleza delicada, con el cabello negro recogido siempre en un moño severo, como exigía su padre, y ojos del color de la miel oscura que brillaban con una inteligencia que constantemente debía ocultar. Vestía únicamente de negro o gris, colores de luto perpetuo por una madre que había muerto en el parto que la trajo al mundo. Una madre que ella jamás conoció, pero cuya ausencia definía cada momento de su existencia.
La vida en la hacienda San Jerónimo seguía rutinas establecidas con rigidez monástica. Don Raúl despertaba antes del alba para rezar en la capilla privada de la casa, una pequeña sala con un altar de madera tallada y un crucifijo de plata que, según decía, había pertenecido al mismísimo Francisco Pizarro. Catalina debía acompañarlo, arrodillándose sobre el suelo de piedra fría durante una hora completa, mientras su padre murmuraba oraciones en latín interrumpidas ocasionalmente por largos silencios que él señalaba con un dedo levantado.
—Escucha —susurraba don Raúl en esos momentos, con los ojos cerrados y una expresión de éxtasis doloroso—. ¿La oyes? Tu madre está contenta esta mañana. El silencio es puro, limpio. No hay pecado en esta casa hoy.
Catalina apretaba las manos hasta que las uñas se le clavaban en las palmas, pero jamás cuestionaba a su padre. En los diecisiete años de su vida había aprendido que contradecir a don Raúl era invocar tormentas que podían durar días, semanas; periodos en los que él no le dirigía la palabra, excepto para señalar sus faltas reales o imaginarias y para recordarle que cada error, cada pensamiento impuro, cada duda, ofendía la memoria sagrada de su difunta madre.
La hacienda era administrada con mano férrea por don Raúl, quien se había enriquecido considerablemente con la producción de trigo, maíz y, más recientemente, con la cría de ganado fino que vendía a los realistas que aún controlaban las ciudades principales. Era un hombre de posición, respetado en Ayacucho y temido por los indígenas que trabajaban sus tierras. Poseía documentos que acreditaban su linaje español puro, sin mezcla de sangre india ni negra, un hecho del que se enorgullecía enormemente.
En las raras ocasiones en que llegaban invitados a San Jerónimo, generalmente funcionarios coloniales o comerciantes de Lima, don Raúl transformaba su comportamiento. Se volvía locuaz, generoso con el vino importado y los puros, mostrando su colección de objetos de valor: candelabros de plata, pinturas religiosas enmarcadas en oro y una vitrina que contenía joyas que habían pertenecido a su esposa. Esmeraldas de Colombia, perlas del Pacífico y un collar de diamantes que, según contaba con voz solemne, había sido el regalo de bodas para doña Beatriz.
—Ella era un ángel —decía don Raúl a sus visitantes, mientras Catalina servía el vino con manos temblorosas—, demasiado pura para este mundo cruel. Dios la llamó a su lado el día que trajo a nuestra hija a este valle de lágrimas. ¿Fue un intercambio divino, comprenden? Una vida por otra. Y cada día desde entonces, mi pequeña Catalina debe honrar ese sacrificio con pureza absoluta.

Los invitados se sentían incómodos ante la intensidad de don Raúl, pero nadie se atrevía a contradecir a un hombre de su posición. Catalina mantenía los ojos bajos, sirviendo en silencio, sintiendo las miradas de lástima de los visitantes, pero sin atreverse jamás a buscar ayuda en esos ojos compasivos.
La servidumbre de la hacienda consistía principalmente en indígenas quechuas de las comunidades cercanas. Había una cocinera anciana llamada Mama Asunta, que había servido en la casa desde antes del nacimiento de Catalina; dos muchachas jóvenes, Josefa y María, que se encargaban de la limpieza; y varios peones que trabajaban los campos. Pero el empleado más cercano a don Raúl, el único en quien parecía confiar plenamente, era Fermín Aguirre, un mestizo de mediana edad que había sido capataz de la hacienda durante veinte años. Fermín era un hombre de pocas palabras, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda desde la sien hasta la mandíbula. Sus ojos negros eran inexpresivos y ejecutaba las órdenes de don Raúl sin cuestionamiento ni piedad. Cuando había que castigar a algún peón, era Fermín quien aplicaba el látigo. Cuando don Raúl necesitaba que alguien vigilara a Catalina durante sus escasas salidas al pueblo, era Fermín quien la seguía como una sombra silenciosa.
Fue en una de esas raras salidas al mercado de Ayacucho cuando Catalina experimentó por primera vez algo que su padre le había enseñado a temer por encima de todas las cosas: la atracción hacia otro ser humano.
El mercado bullía de vida aquella mañana de sábado. Fermín caminaba tres pasos detrás de ella, como siempre, mientras Catalina compraba hilo negro y agujas. Fue entonces cuando escuchó la risa. Era una risa masculina, joven, llena de vida y alegría, tan diferente de los sonidos austeros de la hacienda, que Catalina se detuvo involuntariamente. Giró la cabeza buscando la fuente de ese sonido tan extraño y maravilloso, y lo vio.
El joven estaba frente a un puesto de frutas, negociando el precio de unas naranjas. Tendría unos veintidós años, calculó Catalina, con cabello castaño que caía desordenadamente sobre su frente y ojos del color de la tierra después de la lluvia. Vestía ropas simples pero limpias. No era español de sangre pura; eso era evidente en sus rasgos que mezclaban lo europeo con lo indígena, pero había algo en su rostro, en su sonrisa fácil, que irradiaba una luz que Catalina jamás había visto.
El joven debió sentir su mirada porque de repente giró la cabeza y sus ojos se encontraron. La sonrisa se desvaneció de su rostro, reemplazada por una expresión de sorpresa, casi de sobrecogimiento. Durante un instante que pareció eterno, ambos se miraron a través del bullicio del mercado.
—Señorita Catalina —la voz de Fermín sonó detrás de ella como un latigazo—. Don Raúl espera.
El hechizo se rompió. Catalina bajó la vista inmediatamente, sintiendo el calor subir a sus mejillas y el corazón latiendo con violencia. Apretó las compras contra su pecho y echó a andar rápidamente, alejándose de esos ojos que habían despertado algo en su interior que sabía con absoluta certeza que su padre consideraría el peor de los pecados.
Esa noche, durante la cena, don Raúl la confrontó. El silencio de la casa se volvió un arma. —Estuviste distraída hoy en el mercado —dijo él, cortando el aire—. Fermín dice que miraste a un hombre. —Fue un instante, padre. No significó nada. —¡Silencio! —interrumpió don Raúl—. Tu madre está llorando. En el silencio puedo oír sus lágrimas. Está llorando porque su hija ha permitido que pensamientos impuros contaminen su alma.
El castigo fue severo: noches de oración en la capilla fría, rodillas contra la piedra, buscando un perdón que Catalina ya no estaba segura de desear. Sin embargo, la semilla de la duda había sido plantada. En el silencio de esas noches interminables, Catalina se preguntó si las palabras de su padre eran verdad, o si el silencio era simplemente silencio.
Semanas después, un incidente en la cocina rompió la monotonía. Mama Asunta rompió una taza y, ante la furia de don Raúl, Catalina mintió para protegerla. —Fue mi culpa, padre. Yo la distraje. Aquel acto de rebeldía le costó más penitencia, pero le ganó una advertencia de la anciana sirvienta: “Tu padre tiene miedo de perderte, y un hombre con miedo es como un puma herido”.
La curiosidad, alimentada por Josefa, la joven criada, le dio un nombre al rostro del mercado: Mateo Quispe, carpintero, hijo de un español y una vendedora de frutas. Un hombre honesto que buscaba un amor verdadero.
El destino volvió a unirlos un domingo en la iglesia de Santo Domingo. Mateo estaba allí, en los bancos traseros. Sus miradas se cruzaron de nuevo, y a la salida, aprovechando un descuido de don Raúl, Mateo se acercó. —Perdone mi atrevimiento… Desde aquel día en el mercado no he podido dejar de pensar en usted. —Usted no debería hablarme —susurró ella, aterrorizada pero emocionada. —A veces el corazón conoce verdades que la razón no puede comprender —dijo él, justo antes de que Fermín apareciera para separarlos.
El interrogatorio de esa noche fue brutal. Don Raúl, poseído por los celos y el miedo a perder su posesión más preciada, le prohibió volver a salir de la hacienda. —El amor verdadero es obediencia, es sacrificio, es silencio —sentenció su padre—. No volverás a salir de esta hacienda.
Catalina lloró, pero ya no era la misma niña sumisa. Octubre trajo lluvias y encierro, pero también trajo a Josefa con un sobre escondido. Una carta de Mateo. “No le ofrezco riquezas… pero le puedo ofrecer algo que quizás sea más valioso: Libertad. Una vida donde el silencio sea una elección, no una imposición… Si estos sentimientos encuentran eco en su corazón, por favor hágamelo saber.”
Esa noche, durante la cena, Catalina observó a su padre con ojos nuevos. “¿Realmente me ama?”, se preguntó. Miró sus manos grandes, las mismas que sostenían el rosario y el látigo; miró sus ojos grises, vacíos de calidez. Y finalmente, comprendió la verdad que había estado oculta bajo capas de culpa religiosa: Don Raúl no la amaba a ella, amaba el control que tenía sobre ella. Amaba el monumento viviente a su propio sufrimiento que ella representaba. Catalina no era una hija, era un objeto sagrado en el altar de la locura de su padre.
Esa comprensión rompió el último eslabón de la cadena invisible que la ataba.
Al día siguiente, con el corazón latiendo en la garganta, Catalina deslizó una nota minúscula en la mano de Josefa. Solo contenía una palabra: “Sí”, y una fecha: “Noche de Todos los Santos”.
Los días hasta noviembre se arrastraron con una lentitud agónica. Catalina interpretó el papel de la hija arrepentida a la perfección. Rezó más alto, mantuvo la vista baja y sirvió el vino sin derramar una gota. Don Raúl, complacido por lo que creía era el triunfo de su disciplina, bajó ligeramente la guardia, aunque Fermín seguía siendo una presencia constante y ominosa.
La noche elegida llegó envuelta en una tormenta feroz. Los truenos retumbaban en la cordillera y la lluvia azotaba las tejas de la hacienda, creando un ruido ensordecedor que, por primera vez, Catalina agradeció. El “silencio sagrado” de su padre había sido derrotado por la furia de la naturaleza.
A la medianoche, cuando la casa dormía, Catalina se vistió con sus ropas más oscuras y se cubrió con el mantón de su madre. No llevó joyas, ni dinero, solo su libertad. Salió de su habitación con los zapatos en la mano, pisando los bordes de los escalones como Josefa le había enseñado para evitar los crujidos.
Llegó a la cocina. La puerta trasera estaba entreabierta; Josefa había cumplido su promesa. Pero al cruzar el umbral hacia el patio empedrado, una sombra se desprendió de la oscuridad del establo.
—¿A dónde va la niña con tanta prisa y con este tiempo?
Era Fermín. Estaba allí, envuelto en un poncho grueso, con un farol apagado en una mano y un garrote en la otra. Sus ojos negros brillaban con una mezcla de decepción y malicia.
—Déjame pasar, Fermín —dijo Catalina, sorprendida por la firmeza de su propia voz. —No puedo hacer eso, señorita. Don Raúl se moriría de la pena. Y yo le debo todo a don Raúl. —Él no se morirá. Solo perderá a su prisionera. —Vuelva a su cuarto. Haré de cuenta que no la vi.
Catalina dio un paso atrás, el pánico comenzando a cerrarle la garganta. Pero entonces, una figura saltó desde el techo bajo del granero, cayendo sobre Fermín con la fuerza de un jaguar. Era Mateo.
Los dos hombres rodaron por el barro bajo la lluvia torrencial. Mateo era más joven, pero Fermín tenía la experiencia de años de peleas sucias. El capataz logró sacar un cuchillo de su cinto. Un relámpago iluminó el acero. Catalina ahogó un grito. Fermín lanzó una estocada, pero Mateo logró esquivarla y golpeó la mano del capataz contra una piedra, haciendo saltar el arma. Con un último esfuerzo, Mateo propinó un golpe certero en la mandíbula de Fermín, quien cayó inconsciente sobre el lodo.
Mateo se levantó, jadeando, con la ropa empapada y el rostro manchado de barro. Se volvió hacia Catalina y le tendió la mano. —Vámonos. Los caballos están cerca.
Corrieron hacia la arboleda de eucaliptos donde dos caballos esperaban nerviosos por la tormenta. Mateo ayudó a Catalina a montar y él subió al otro animal.
—¡Catalina!
El grito desgarró la noche, más fuerte que el trueno. En el balcón del segundo piso, iluminado por un relámpago, estaba don Raúl. Parecía un espectro en su camisón blanco, con los brazos extendidos hacia el cielo negro.
—¡Si cruzas esa puerta, estás muerta para mí! —bramó, su voz luchando contra el viento—. ¡Tu madre te maldecirá por toda la eternidad! ¡El silencio te perseguirá!
Catalina detuvo su caballo un segundo y miró hacia arriba. La lluvia le empapaba la cara, lavando años de encierro, de polvo de capilla y de miedo.
—Mi madre está muerta, padre —gritó ella, y su voz sonó libre por primera vez—. Y el silencio no es de ella. Es tuyo. Quédate con él.
Golpeó los costados del caballo y la bestia salió al galope, siguiendo a Mateo hacia la oscuridad del camino, alejándose de la fortaleza de piedra blanca.
Cabalgaron durante horas, hasta que los muros de San Jerónimo quedaron muy atrás y la lluvia comenzó a amainar, dando paso a un amanecer gris y húmedo. Al llegar a la cima de una colina que dominaba el valle siguiente, se detuvieron. Abajo, el mundo se extendía vasto y desconocido. No tenían dinero, ni títulos, y el país estaba en guerra. El futuro era incierto y peligroso.
Mateo acercó su caballo al de ella y le tomó la mano. Sus dedos estaban fríos, pero su agarre era cálido y firme. —¿Tienes miedo? —preguntó él. Catalina miró hacia el horizonte, donde las nubes comenzaban a romperse para dejar pasar los primeros rayos de sol. Escuchó el canto de los pájaros, el sonido del viento en los árboles, la respiración de los caballos y el latido de su propio corazón. No había silencio. El mundo estaba lleno de ruido, de vida.
—No —respondió Catalina, apretando la mano de Mateo y esbozando una sonrisa que llegó hasta sus ojos color miel—. Por primera vez en mi vida, no tengo miedo.
Y así, dando la espalda al silencio de San Jerónimo, Catalina de Mendoza cabalgó hacia el ruido del mundo, hacia una vida que, por fin, le pertenecía a ella.
FIN
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