La casa de don Raúl Montero se erguía imponente en las afueras de Córdoba, una mansión de piedra colonial que databa de finales del siglo XIX, heredada de su abuelo, quien había amasado una considerable fortuna en el negocio minero. Rodeada por un muro perimetral de 3 metros de altura, la propiedad se extendía por casi 5 hectáreas, con jardines descuidados y un pequeño bosque de pinos que la aislaba completamente del mundo exterior.

Nadie en el pueblo se atrevía a acercarse demasiado a aquella propiedad. Los rumores sobre don Raúl y su familia se habían extendido durante años como una enfermedad contagiosa. Susurros que viajaban de boca en boca en el mercado dominical, en la plaza después de misa o en las cantinas cuando el vino ya había aflojado las lenguas.

Ana Lucía Vélez, periodista de investigación de un diario nacional, había escuchado las historias durante toda su infancia. Nacida en Córdoba, pero emigrada a Madrid para estudiar periodismo, regresaba ahora con un propósito claro: descubrir la verdad sobre lo que muchos llamaban “la familia maldita”. Su editor le había dado luz verde para una serie de reportajes sobre sectas familiares en zonas rurales de España, y el caso de los Montero sería su pieza central.

“No debería estar haciendo esto”, pensó mientras estacionaba su coche alquilado a unos 200 metros de la entrada principal de la propiedad. El cielo otoñal se teñía de gris plomizo, anunciando una tormenta inminente. Ana revisó su equipo: grabadora, cámara fotográfica, libreta y una pequeña linterna. Todo estaba en su mochila. Se ajustó el impermeable y comenzó a caminar hacia la mansión.

La primera gota de lluvia cayó cuando estaba a pocos metros del portón oxidado. Dudó un instante, pero el recuerdo de las palabras de su tío la impulsó a continuar: “Esa familia está podrida por dentro, Ana. Lo que ocurre tras esos muros no es natural”.

El timbre no funcionaba, así que golpeó con fuerza la aldaba de hierro. El sonido resonó como un lamento metálico. Esperó un minuto y volvió a golpear. Nada. Cuando estaba a punto de darse por vencida, escuchó el crujido de unos pasos.

—¿Quién es? —preguntó una voz masculina. —Buenas tardes —respondió Ana Lucía con firmeza—. Soy Ana Lucía Vélez, periodista del diario El Meridiano. Estoy realizando un reportaje sobre las familias tradicionales de Córdoba y me gustaría hablar con don Raúl Montero.

Silencio. Finalmente, el chirrido de una cerradura oxidada rompió la tensión. El portón se abrió lo suficiente como para revelar a un hombre de unos 40 años, delgado hasta la demacración, con el cabello negro peinado hacia atrás y una mirada vacía. —Mi padre no recibe visitas —dijo con voz monótona—. Menos aún periodistas. —Entiendo su reticencia, señor Montero, pero le aseguro que mi intención es simplemente hablar de la historia familiar… El hombre la estudió. —Mi nombre es Gabriel —dijo finalmente—. Y no es buen momento. Mi padre está enfermo. —Lamento escuchar eso. Quizás podría hablar con usted entonces, solo unos minutos. La lluvia está arreciando. Gabriel miró hacia el cielo. Pareció dudar y por un momento ella creyó ver algo parecido al miedo cruzar su rostro. —Espere aquí —dijo antes de cerrar.

Tras unos minutos eternos, el portón volvió a abrirse. —Puede pasar, pero solo hasta la casa principal y no más de media hora.

El camino de grava estaba flanqueado por estatuas de ángeles erosionadas. Los jardines eran un laberinto de arbustos sin podar. La mansión se alzaba imponente. Al llegar al porche, Gabriel se volvió. —Antes de entrar, debo advertirle algo —dijo en voz baja—. No haga preguntas sobre mi madre o mis hermanas. No mencione la capilla y, por ningún motivo, intente bajar al sótano. ¿Entendido? Ana asintió, sintiendo un nudo en el estómago.

El interior era un testimonio de gloria pasada y decadencia presente. El aire olía a humedad y a algo más, un olor dulzón y desagradable. —Espere aquí —dijo Gabriel, señalando un sofá de terciopelo rojo descolorido—. Veré si mi padre está en condiciones de recibirla.

Tan pronto como Gabriel desapareció, Ana observó los retratos familiares. Sobre la chimenea destacaba uno más grande: don Raúl en su juventud, una mujer rubia a su lado y tres niños pequeños. —Mi madre y mis hermanas —dijo la voz de Gabriel a sus espaldas, sobresaltándola—. Ese retrato fue pintado un año antes de que mi madre desapareciera. —¿Desapareció? —preguntó Ana, incapaz de contenerse. La expresión de Gabriel se ensombreció. —Le pedí que no preguntara sobre ella. Mi padre no puede recibirla hoy. Está indispuesto, pero me ha autorizado a mostrarle algunas áreas de la casa. La planta baja solamente. —¿Puedo tomar algunas fotografías? —Solo del exterior y de las alas que yo le indique.

Durante la siguiente media hora, Gabriel la guió por el salón principal, la biblioteca y el comedor. Ana notó detalles inquietantes: puertas con cerraduras dobles, ventanas selladas con clavos. —¿Vive mucha gente aquí? —Mi padre, yo, el ama de llaves y mis hermanas —respondió Gabriel con vacilación.

Al pasar junto a una puerta cerrada con llave, Ana escuchó algo, un sonido casi imperceptible, un lamento, un canto. —¿Qué hay detrás de esa puerta? Gabriel se tensó. —El acceso al sótano. Está prohibido bajar. Son los antiguos almacenes de vino, algunas zonas están en peligro de derrumbe. Ana asintió, fingiendo creerle.

De regreso al vestíbulo, la tormenta se había intensificado. Ana creyó ver una figura femenina observándola desde el piso superior. Cuando miró nuevamente, no había nadie. —Debería marcharse —dijo Gabriel. —Gracias. Me gustaría regresar mañana para hablar con don Raúl. —No creo que sea buena idea. Si valora su seguridad, señorita Vélez, no vuelva a esta casa.

Antes de que Ana pudiera responder, un estruendo resonó desde las profundidades de la mansión, el sonido de algo pesado cayendo, seguido por un grito agudo que se cortó abruptamente. Gabriel palideció. —¡Debe irse ahora! —¿Qué ha sido eso? —¡Nada que deba preocuparle! ¡Váyase!

Gabriel prácticamente la empujó hacia la puerta y la acompañó a paso acelerado hasta el portón principal. —No vuelva aquí —dijo mientras abría el portón—. Por su propio bien.

Ya en su vehículo, Ana revisó las fotografías. En una, capturada casi por accidente, se podía ver el reflejo de una joven mujer de largo cabello rubio que la observaba desde las sombras. Era idéntica a la madre desaparecida del retrato, pero parecía imposiblemente joven. Ana encendió el motor, pero la imagen de aquella mujer y el grito permanecieron en su mente. Sabía que debía volver.

En el pequeño hotel donde se hospedaba, la recepcionista, Dolores, la observó con curiosidad. —¿Encontró lo que buscaba en la mansión Montero? —Apenas pude hablar con Gabriel. Don Raúl estaba indispuesto. —Don Raúl siempre está indispuesto —dijo Dolores—. Nadie lo ha visto en 15 años. Algunos dicen que ya está muerto. —¿Conoce bien a la familia? —Mi hermana Concepción trabajó como ama de llaves allí casi 30 años. Hasta que un día, simplemente desapareció. —¿Desapareció… como la esposa de don Raúl? —Exactamente igual. Don Raúl mostró una carta donde decía que se marchaba a Francia con un amante. ¡Concha tenía 70 años y artrosis! Jamás. —¿Cuándo ocurrió? —Hace 7 años, poco después de que las niñas regresaran. —¿Las niñas? —Carmela y Lucía, las hermanas de Gabriel. Don Raúl las envió a un internado en Suiza cuando su madre desapareció. Regresaron hechas unas mujeres. Concha me contó que habían vuelto muy cambiadas. Como muñecas, silenciosas, siempre con ropa anticuada. No se les permitía hablar con nadie. Ana recordó el sonido tras la puerta del sótano. —¿Sabe si don Raúl es un hombre religioso? —Dejó de ir a la iglesia tras una discusión con el párroco hace 20 años. Pero Concha me contó algo extraño: don Raúl construyó una capilla en el sótano. Un lugar donde oficiaba sus propias ceremonias. La advertencia de Gabriel cobró sentido. —¿Qué tipo de ceremonias? —Concha nunca lo vio. Tenía prohibido bajar. Pero poco antes de su desaparición, escuchó cantos. Dijo que no parecían oraciones normales. Eran… perturbadores.

En su habitación, Ana revisó la foto del reflejo. Ampliando la imagen, notó un collar en el cuello de la mujer: un círculo con una cruz invertida en su interior. Buscó en internet. El símbolo pertenecía a “La Familia Purificada”, una secta disuelta en los 80, cuyo líder, Artemio Vidal, predicaba la necesidad de mantener la pureza familiar a través de uniones consanguíneas. “Dios mío”, murmuró Ana. Vidal convencía a familias adineradas de que solo los de sangre pura sobrevivirían al fin del mundo.

Un trueno la sobresaltó. Miró por la ventana. Al otro lado de la calle, bajo una farola, Gabriel Montero la observaba, inmóvil. Ana retrocedió. Cuando volvió a mirar, había desaparecido.

A la mañana siguiente, Ana fue a la Iglesia de Santa María de la Asunción. El padre Ignacio Mendoza, el párroco actual, se tensó al oír el nombre Montero. —No busco rumores, padre. Busco la verdad. Creo que podría haber personas en peligro. El sacerdote suspiró. —Le contaré lo que mi predecesor, el padre Tomás, me confió. Don Raúl conoció a Artemio Vidal en Madrid y quedó fascinado por sus teorías sobre la purificación familiar. —La Familia Purificada —murmuró Ana. —Sí. Cuando el padre Tomás lo confrontó por introducir esas herejías, don Raúl juró que nunca más pisaría la iglesia y que crearía su propio espacio sagrado. —La capilla en el sótano. —Así es. Poco después, su esposa, María Isabel, que venía a misa en secreto, le confesó al padre Tomás que temía por sus hijas, que su marido hablaba de “preservar la pureza de la sangre”. Un domingo, María Isabel no apareció. Al día siguiente, don Raúl anunció que los había abandonado. —¿Y las hijas? —Carmela y Lucía. Enviadas a Suiza poco después. Regresaron hace 8 años. Nadie en el pueblo las ha visto desde entonces. Es como si estuvieran prisioneras. —Padre, ¿cree que están en peligro? —No tengo pruebas, señorita Vélez. Pero si me pregunta si creo que algo oscuro ocurre en esa casa… sí, lo creo.

Decidida, Ana fue al archivo municipal. Descubrió artículos que confirmaban la conexión de Don Raúl con Vidal. Y lo más perturbador: registros de una extensa renovación en la mansión en 1997, justo después de la desaparición de María Isabel, centrada en la “ampliación y reforzamiento del sótano”.

Mientras revisaba los documentos, la encargada, Pilar, se acercó. —Disculpe, ha venido un hombre preguntando por usted. Dijo que era urgente. Era Gabriel. Estaba fuera, junto a un viejo Renault, con expresión atormentada. —¿Cómo sabía que estaba aquí? —Este pueblo no guarda secretos. Le dije que no volviera. —Y no lo he hecho. Pero estoy investigando. Creo que tus hermanas están en peligro. Creo que tu padre ha establecido una secta basada en las enseñanzas de Artemio Vidal. Gabriel palideció. —No sabe de lo que habla. —Entonces, explícamelo. ¿Qué ocurre en esa mansión? ¿Dónde está tu madre? ¿Y qué hay en ese sótano? Gabriel miró a ambos lados. —Esta noche. Venga a la parte trasera de la propiedad, donde el muro es más bajo, cerca del bosque de pinos. A las 11. Le responderé. —¿Por qué debería confiar en ti? Los ojos de Gabriel se llenaron de una determinación repentina. —Porque ya no puedo vivir con esto. Porque mis hermanas… ya no puedo protegerlas. Y porque usted puede ser nuestra única esperanza. Antes de que Ana pudiera responder, Gabriel subió a su coche y se marchó.

Esa tarde, Ana preparó su equipo, añadiendo un spray de pimienta. Envió un correo electrónico a su editor con toda la información y su plan, una medida de seguridad que esperaba fuera innecesaria.

La noche cayó pesada y húmeda. Estacionó a 500 metros de la mansión y avanzó a pie. Encontró la sección baja del muro y esperó, oculta entre los arbustos. A las 11 en punto, Gabriel apareció en lo alto del muro y le lanzó una soga con nudos. —Suba por aquí. Tenga cuidado.

Una vez dentro, la guio en zigzag por el jardín, evitando las cámaras, hasta un invernadero victoriano en ruinas. —Aquí podemos hablar. —¿Tu madre? —preguntó Ana—. ¿Qué le ocurrió realmente? Gabriel inspiró profundamente. —Mi madre no nos abandonó. Descubrió los planes de mi padre y trató de huir con nosotros. No lo consiguió. —¿Qué planes? —Mi padre fue convencido por Vidal de que solo las familias de sangre pura sobrevivirían al Apocalipsis. Empezó a hablar de crear una nueva estirpe… a partir de sus propios hijos. Ana sintió náuseas. —Tu madre se opuso. La noche que intentó sacarnos, mi padre la descubrió. Hubo una pelea. Solo escuché sus gritos. A la mañana siguiente, dijo que se había marchado. —¿Crees que la mató? —Durante años me negué a creerlo —dijo Gabriel con voz quebrada—. Pero después de lo que he visto… —¿Qué ha pasado con tus hermanas? —Mi padre envió a Carmela y Lucía a un internado en Suiza. No era normal. Era una institución de seguidores de Vidal. Allí las prepararon. —¿Prepararon para qué? —Para convertirse en las madres de la nueva estirpe —terminó Gabriel con una mezcla de vergüenza y horror—. Mi padre… él pretende… celebrar una “unión” esta noche. Entre Carmela y yo. El grito que Ana había escuchado cobró un sentido espantoso. —El grito que escuché… ¿fue Carmela? Gabriel asintió. —Ella se resiste. Lucía… Lucía es diferente. Está completamente adoctrinada. Ella es la que viste como mi madre. Cree que es la reencarnación de María Isabel. Es la mujer que usted vio en el reflejo. —Tenemos que sacarlas de allí. Ahora. —Por eso la llamé. No puedo hacerlo solo. Mi padre está en la capilla, preparándose. El ama de llaves es una fanática.

Gabriel la guio por una entrada lateral hacia el sótano. El olor dulzón a incienso y humedad se intensificó. Escucharon los cánticos. La puerta del sótano, la misma que Ana había señalado, estaba abierta.

Descendieron a la penumbra. El sótano era una cripta vasta. Al fondo, iluminada por docenas de velas, estaba la capilla. Era una visión de pesadilla: un altar de piedra, símbolos de la secta pintados en las paredes.

Don Raúl Montero estaba de pie ante el altar, vestido con una túnica oscura. No era el anciano enfermo que Gabriel describía, sino un hombre enérgico, de mirada fanática. A su lado, Lucía, vestida con un traje blanco anticuado, idéntico al del retrato, miraba al vacío. Y atada a una silla de madera, amordazada, estaba Carmela. Era ella quien había gritado.

—¡Se acabó, Don Raúl! —gritó Ana, levantando su cámara y disparando el flash, desorientando al hombre—. ¡La Guardia Civil está en camino!

Era un farol, pero funcionó. Don Raúl gruñó, pero no se movió hacia Ana, sino hacia Gabriel. —¡Traidor! —rugió—. ¡Has contaminado la sangre pura con una extraña! Los dos hombres forcejearon. El ama de llaves, una mujer corpulenta, salió de las sombras y se abalanzó sobre Ana. La periodista usó el spray de pimienta, y la mujer cayó gritando.

—¡Saca a Carmela! ¡Vete! —gritó Gabriel, luchando con su padre. Ana corrió hacia Carmela y cortó las cuerdas con su navaja. Lucía, como despertando de un trance, intentó detenerlas, susurrando sobre la “purificación”. —¡No! ¡Debemos prepararnos!

En el forcejeo, Gabriel empujó a su padre contra el altar. Don Raúl cayó, derribando un enorme candelabro. Las velas prendieron fuego a los tapices secos y a los libros apilados. Las llamas se extendieron con una velocidad aterradora.

—¡Gabriel! —gritó Ana. El techo comenzaba a crujir. Gabriel logró zafarse de su padre, que ahora intentaba salvar sus textos sagrados del fuego. —¡No puedo dejar a Lucía! —gritó él. —¡Está perdida, Gabriel, vámonos!

Pero Gabriel corrió hacia su hermana, que estaba paralizada por el pánico. Don Raúl, envuelto en llamas, lanzó una última maldición. Ana agarró a Carmela, que estaba débil y sollozando, y la arrastró hacia las escaleras. —¡Gabriel, ven! —¡Sálvala a ella! —gritó él desde el humo, tratando de proteger a Lucía, que se aferraba al altar.

Ana y Carmela subieron tropezando, con el humo quemándoles los pulmones. Detrás de ellas, escucharon el estruendo del techo del sótano al colapsar, silenciando los gritos y los cánticos para siempre.

Salieron al aire nocturno, justo cuando las luces intermitentes azules y rojas inundaban el camino de entrada. El editor de Ana, alarmado por el correo y la falta de noticias, había contactado a la Guardia Civil de Córdoba.

Ana se desplomó en la grava, abrazando a la temblorosa Carmela, mientras veían cómo la mansión Montero, la casa de la “familia purificada”, era consumida por el fuego, convirtiéndose en una pira funeraria para sus oscuros secretos.

Epílogo

El reportaje de Ana Lucía Vélez, “La Capilla del Sótano: Horror en la Mansión Montero”, sacudió a España. La investigación oficial que siguió al incendio confirmó sus hallazgos.

Entre los escombros carbonizados del sótano, se encontraron tres cuerpos: el de Don Raúl Montero, el de su hija Lucía, y el de Gabriel Montero, cuyos restos fueron hallados cubriendo protectoramente los de su hermana.

Durante la excavación de la propiedad, la Guardia Civil hizo dos descubrimientos más, enterrados bajo el suelo de piedra del invernadero en ruinas: los restos de María Isabel Vázquez y de la ama de llaves, Concepción. Ambas habían sido asesinadas muchos años atrás.

Carmela Montero, la única superviviente, fue ingresada en una institución psiquiátrica. Le costaría años procesar las décadas de abuso físico y psicológico y la pérdida de la familia que, a pesar de todo, había sido la única que había conocido.

Ana Lucía regresó a Madrid, galardonada por su valentía, pero marcada por la tragedia. Había sacado la verdad a la luz, pero el precio había sido la vida de Gabriel, el hombre atormentado que, en su último acto, había elegido la redención sobre la pureza de la sangre.