Las Dalias de la Calle Buenavista

 

La casa de doña Luz Mendoza se alzaba al final de la calle Buenavista, en un pueblo pequeño donde todos se conocían, pero nadie realmente sabía lo que ocurría detrás de las puertas cerradas. Era una construcción antigua de dos plantas, con un jardín delantero siempre repleto de dalias —sus flores favoritas— y una verja de hierro forjado que rechinaba como un lamento cada vez que alguien la abría.

Corría el año 1985 cuando Luz quedó embarazada de Ramón Quiroga, un hombre que pasó por el pueblo durante la temporada de cosecha y desapareció tan pronto como los campos quedaron vacíos. Luz había crecido soñando con ser la novia más hermosa del pueblo, con un vestido blanco que su madre había guardado durante generaciones, esperando el día en que su hija pudiera usarlo. Pero Ramón nunca regresó, y con él se esfumó el sueño de Luz.

Las vecinas susurraban en la plaza mientras Luz caminaba con su vientre creciente, sola y con la mirada fija en el suelo de adoquines. “Pobrecita”, decían algunas. “Se lo buscó ella”, sentenciaban otras. El peso del juicio social en aquel pequeño pueblo conservador caía sobre ella como una lápida.

La noche en que dio a luz, una tormenta azotaba el pueblo con furia inusitada. La electricidad se había ido y la partera, doña Carmen, tuvo que atenderla a la luz de las velas. —Es un varón —anunció Carmen cuando todo terminó, sosteniendo a la criatura envuelta en una manta.

Luz, exhausta y sudorosa, extendió los brazos para recibir a su bebé. Lo miró fijamente durante un largo rato sin decir palabra. Luego, con una voz apenas audible, respondió: —No. Es mi niña. Carmen frunció el ceño. —Luz, es un niño. Lo acabo de revisar. —Te equivocas —insistió Luz con una serenidad perturbadora—. Es mi hija. Se llamará Lucía.

La partera intentó razonar con ella, pero pronto se dio cuenta de que algo se había roto dentro de Luz. Quizás había sido el abandono, quizás el dolor del parto, o tal vez algo más profundo y antiguo enterrado en los recovecos de su mente. Pero Luz no cedió. Carmen decidió no insistir; era una mujer vieja y sabia, y en sus años de profesión había visto demasiadas cosas extrañas como para escandalizarse. Pensó que seguramente Luz reaccionaría correctamente en los días siguientes, cuando el shock del parto desapareciera. Pero eso nunca ocurrió.

A partir de ese día, para todos en el pueblo, el hijo de doña Luz pasó a ser Lucía. Nadie cuestionaba abiertamente esta situación; en parte por respeto a la aflicción de Luz, y en parte porque, en aquellos tiempos y en aquel lugar, los secretos familiares se respetaban como tumbas cerradas.

Los primeros años de Lucía transcurrieron sin mayores incidentes. Luz la vestía con pequeños vestidos que cosía ella misma, peinaba su cabello creciente en coletas y le hablaba constantemente de lo hermosa que sería de mayor, de cómo usaría el vestido de novia que guardaba en un baúl bajo llave. —Tú serás lo que yo no pude ser, mi niña —le susurraba cada noche mientras la arropaba—. Serás la novia más hermosa que este pueblo haya visto jamás.

El médico del pueblo, don Federico, había intentado hablar con Luz en algunas ocasiones. La primera vez fue cuando Lucía tenía tres años y tuvo que examinarla por una fiebre persistente. —Doña Luz —dijo con cautela después de la revisión—, entiendo su situación, pero tarde o temprano el niño… —Lucía —lo interrumpió Luz bruscamente. —Lucía… —corrigió él, incómodo—. Tarde o temprano se dará cuenta y los otros niños pueden ser crueles. —Nadie será cruel con mi niña —respondió Luz con una sonrisa tensa—. Me encargaré personalmente de eso.

Y así lo hizo. Luz educó a Lucía en casa hasta los seis años, enseñándole a leer, escribir, coser, cocinar y todas las tareas que consideraba apropiadas para una “señorita”. Cuando finalmente tuvo que ir a la escuela, Luz habló previamente con la directora, una mujer entrada en años que había sido amiga de su madre. —Tiene una condición especial —explicó Luz—. Los médicos de la capital me dijeron que nació así, entre niño y niña, pero su alma es de niña, eso es lo que importa. La directora asintió gravemente, sin hacer más preguntas. En aquella época, la medicina era algo distante y casi místico para muchos. Si Luz decía que los médicos lo habían diagnosticado, ¿quién era ella para cuestionarlo?

Lucía empezó a ir a la escuela con vestidos y el cabello largo recogido en una trenza. Los niños, naturalmente curiosos, hacían preguntas al principio, pero pronto la presencia autoritaria de Luz, que la llevaba y recogía personalmente todos los días, disuadió cualquier comentario.

A medida que Lucía crecía, su confusión interna aumentaba. A los ocho años empezó a notar diferencias entre ella y las otras niñas. Cuando preguntó a su madre, Luz le explicó que era especial, diferente, pero siempre reafirmando su identidad femenina. —Mamá —preguntó un día Lucía, con diez años ya—, ¿por qué los demás niños me miran raro? Estaban en el comedor tomando la merienda. Luz dejó la taza de té con tanta fuerza que parte del líquido se derramó sobre el mantel bordado. —Porque envidian tu belleza —respondió después de un momento—. Las personas siempre temen y envidian lo que es diferente y hermoso.

Lucía asintió, no del todo convencida, pero sin atreverse a insistir ante la mirada intensa de su madre. A los doce años, Lucía empezó a experimentar cambios que no entendía. Su voz comenzaba a cambiar, su cuerpo se desarrollaba de manera diferente al de sus compañeras. Estos cambios la sumieron en una profunda confusión y angustia. Luz, sin embargo, tenía respuestas para todo. —Es normal, mi niña. Todas las mujeres somos diferentes —le decía mientras le daba tés especiales que supuestamente ayudarían con estos “pequeños inconvenientes”.

Lo que Lucía no sabía es que Luz había empezado a mezclar en su comida y bebida hormonas femeninas que conseguía a través de un contacto en la farmacia de la ciudad vecina. El farmacéutico, un hombre llamado Esteban, era primo lejano de Luz y había accedido a proporcionarle estas pastillas después de que ella le contara una elaborada historia sobre una hija con un desequilibrio hormonal.

Los años pasaban y Lucía se convertía en una adolescente cada vez más aislada. Apenas tenía amigos, salvo por Mariana, una chica tímida que vivía dos casas más abajo. Juntas pasaban largas tardes en el jardín de las dalias hablando de libros, sueños y del mundo más allá del pueblo. Luz observaba esta amistad con una mezcla de aprobación y recelo; temía que Mariana pudiera descubrir la verdad.

A los quince años, Mariana invitó a Lucía a su fiesta de cumpleaños. Luz accedió a regañadientes. —Recuerda quién eres, mi niña. Y si alguien dice algo inapropiado, te levantas y vienes a casa.

La fiesta transcurrió sin incidentes hasta el juego de “verdad o reto”. Una compañera preguntó cruelmente: “¿Es verdad que en realidad eres un chico?”. El silencio fue devastador. Lucía regresó a casa destrozada. —Te lo advertí —dijo Luz cerrando la puerta con llave—. El mundo es cruel. Yo siempre te protegeré. Esa noche, Luz sacó el vestido de novia y lo acarició con reverencia. “Pronto”, susurró. Pero la duda ya había echado raíces en el corazón de Lucía.

El decimosexto cumpleaños llegó con lluvia y un regalo: un collar de perlas. Lucía se miró al espejo y vio a un extraño. Esa noche, buscando respuestas, encontró las fotos recortadas y, finalmente, su partida de nacimiento original: Luciano Quiroga Mendoza, sexo masculino. La verdad emergió con brutalidad. Luciano lloró hasta quedar dormido en el suelo, abrazando la evidencia de su identidad robada.

Durante las semanas siguientes, Luciano comenzó a rebelarse. Se negaba a usar cierta ropa, tiraba el té, se cortó el cabello. La tensión creció hasta la noche en que Luz descubrió que él sabía la verdad. Tras una confrontación dolorosa donde Luciano le exigió explicaciones y Luz justificó su locura como “amor”, ella lo encerró.

La mañana siguiente, tras un intento de normalidad forzada y el descubrimiento del corte de cabello de Luciano, Luz reaccionó con una calma aterradora. “Si no es por las buenas, será por las malas”, se dijo a sí misma.

Tres días de silencio sepulcral pasaron. Luciano encontró el diario de su madre y leyó la entrada final: La ceremonia será íntima… después nadie podrá separarnos jamás. Esa noche, Luciano decidió escapar. Empacó su mochila, pero cuando iba a salir por la ventana, Luz apareció en la puerta. —¿Ibas a alguna parte? —preguntó ella, bloqueando la salida. En su mano sostenía una jeringa. —Es solo para calmarte —dijo avanzando—, para que puedas participar en nuestra ceremonia. El vestido está listo. —No tienes que hacer esto —suplicó Luciano, acorralado contra la pared. —Ya pasó el tiempo de hablar —respondió Luz, implacable—. Ha llegado el momento de concretar lo que siempre debió ser.

Luz se abalanzó sobre él con una agilidad sorprendente para su edad. El brillo de la aguja relampagueó bajo la luz de la luna. Luciano, impulsado por el instinto de supervivencia y la fuerza de una adolescencia masculina que ya no podía ser contenida, reaccionó. Agarró la muñeca de su madre justo antes de que la aguja tocara su piel.

—¡Suéltame! —gritó Luz, su rostro deformado por una mueca que ya no tenía nada de maternal. Era la máscara de una obsesión pura y dura. —¡No soy tu muñeca, mamá! —bramó Luciano, empujándola hacia atrás con fuerza.

Luz tropezó con la alfombra y cayó pesadamente contra el tocador. El frasco de perfume y el espejo de mano se hicieron añicos contra el suelo. La jeringa salió despedida y rodó debajo de la cama. Luciano aprovechó el aturdimiento de su madre. No miró atrás. Corrió hacia la ventana, la abrió de un golpe y, sin pensarlo dos veces, se lanzó hacia las ramas del viejo roble que tantas veces había mirado desde su prisión de encaje.

La lluvia golpeaba su rostro, lavando el maquillaje imaginario, lavando años de mentiras. Se descolgó por las ramas, raspándose los brazos, hasta caer sobre el barro del jardín, justo encima de las preciadas dalias de Luz.

—¡Lucía! ¡Vuelve aquí! ¡No puedes dejarme! —El grito de Luz desde la ventana desgarró la noche. No era un grito humano; era el aullido de un fantasma herido.

Luciano se levantó, cojeando, y corrió hacia la verja. El hierro oxidado, ese que siempre se quejaba, esta vez pareció ceder ante su desesperación. Abrió la puerta y salió a la calle Buenavista. No sabía a dónde ir, pero sus pies lo llevaron instintivamente a la única casa donde había sentido algo parecido a la aceptación. Golpeó la puerta de Mariana con los puños llenos de barro y sangre.

Cuando la puerta se abrió y la luz cálida del recibidor lo bañó, Luciano se desplomó en los brazos de los padres de Mariana. —¡Ayúdenme, por favor! —sollozó—. ¡Ella viene!

Pero Luz no salió de la casa. Cuando la policía y el doctor Federico llegaron media hora después, alertados por los vecinos que habían escuchado los gritos, encontraron la puerta de la casa de las Dalias abierta de par en par. El viento y la lluvia habían invadido el recibidor impecable.

Subieron las escaleras con cautela. En la habitación principal, sentada frente al gran espejo del armario, estaba Luz. La escena heló la sangre de los oficiales. Luz se había puesto el vestido de novia. El encaje, amarillento y frágil, se tensaba sobre su cuerpo envejecido, y el velo cubría su rostro como una mortaja de tul. Se mecía suavemente, tarareando una canción de cuna, abrazada a una almohada como si fuera un recién nacido.

—Shhh —dijo Luz cuando vio entrar al doctor, llevándose un dedo a los labios pintados de un rojo grotesco—. La niña duerme. Hoy es su gran día. No la despierten.

La mente de doña Luz Mendoza se había fragmentado finalmente, refugiándose en el único lugar donde su realidad era perfecta, un lugar donde Ramón nunca se fue y donde Lucía siempre sería su eterna niña.


Pasaron diez años desde aquella noche tormentosa. La casa de la calle Buenavista permaneció vacía mucho tiempo, ganándose la fama de lugar maldito, hasta que fue vendida a una familia de forasteros que no conocía la historia y que arrancó las dalias para plantar rosales. Luz murió tres años después de ser internada en un sanatorio mental de la capital, sin haber pronunciado nunca más el nombre de Luciano, atrapada para siempre en su delirio nupcial.

Una tarde de otoño, un hombre joven aparcó una camioneta frente a la antigua casa. Tenía los hombros anchos, una barba recortada y unos ojos profundos que guardaban la sombra de una antigua tristeza. Luciano bajó del vehículo. No entró. Solo se quedó apoyado en la verja, que ya no rechinaba porque los nuevos dueños la habían aceitado. Miró hacia la ventana del segundo piso. Ya no había encajes, ni muñecas, ni sombras acechando tras el cristal.

Mariana, que pasaba por allí empujando un cochecito de bebé, se detuvo. Lo reconoció al instante, no por su aspecto, que había cambiado radicalmente, sino por la forma en que miraba la casa: como quien mira una cicatriz antigua que ya no duele, pero que recuerda que uno sobrevivió.

—Hola, Luciano —dijo ella suavemente. Él se giró y sonrió. Una sonrisa genuina, libre. —Hola, Mariana.

—¿Has venido a verla? —preguntó ella, refiriéndose a la casa. —He venido a despedirme —respondió él con voz firme—. Me voy al norte. He conocido a alguien. Voy a casarme.

Mariana sonrió con lágrimas en los ojos. —¿Serás feliz? —Ya lo soy —dijo Luciano.

Miró una última vez la ventana. Recordó al niño con vestido que lloraba en silencio y le susurró un adiós definitivo. Luego, subió a su camioneta y arrancó el motor. Mientras se alejaba por la calle Buenavista, el sol se ponía, tiñendo el cielo de colores vibrantes, dejando atrás para siempre la grisura de un pasado que, finalmente, había dejado de definirlo.

La casa quedó atrás, muda testigo de una tragedia que el tiempo se encargaría de borrar, pero Luciano conducía hacia adelante, hacia un horizonte que, por primera vez, le pertenecía solo a él.