El Comienzo: Un Grito que No Debería Existir

El viento silbaba entre los pinos y el olor a tierra mojada se mezclaba con el humo de una fogata apagada. Diego llevaba tres días acampando en la sierra, lejos del ruido de la ciudad, en un rincón del mundo donde el único reloj era el sol y las únicas noticias eran las nubes. Lo buscaba, esa paz absoluta, ese silencio denso que solo la naturaleza puede ofrecer.

Esa mañana, mientras recogía leña cerca de un riachuelo, un sonido extraño rompió la serenidad del bosque. No era el crujir de una rama, ni el aleteo de un pájaro. Era un gemido grave, entrecortado, un lamento que parecía cargado de un dolor tan antiguo como las mismas rocas de la sierra. El sonido se detuvo, solo para volver a aparecer, más débil, más desesperado. No encajaba. La montaña, con su sinfonía de la vida, no producía ese tipo de angustia.

Diego se detuvo, su corazón latiendo con una curiosidad repentina, una que rozaba el temor. —¿Hola? —llamó, su voz sonando extrañamente hueca en la inmensidad del bosque, como si esperara que alguien le respondiera.

No hubo voz humana. Solo ese sonido, insistente y punzante, que parecía pedir ayuda. Diego no era un hombre impulsivo, pero algo en ese lamento resonó en lo más profundo de su ser. Dejó su mochila y siguió el rastro entre la maleza, apartando ramas que le arañaban los brazos, sus botas hundiéndose en la tierra blanda y húmeda. El sonido se hacía más nítido, más cercano.

Y entonces lo vio. O, más bien, lo vio en el momento en que se detuvo y se quedó sin aliento. A unos pocos metros de él, un lobo, joven, con un pelaje de un gris plateado que parecía mezclarse con las sombras, yacía con la pata trasera atrapada en una trampa de hierro oxidado. La trampa, con sus dientes de metal, estaba tan incrustada que la carne estaba inflamada y sangraba, manchando las hojas caídas de un rojo oscuro.

Diego se quedó inmóvil. El animal lo miraba con los ojos encendidos, no de furia, sino de dolor y miedo. Era una mirada que Diego no olvidaría jamás. No había agresividad, solo la agonía pura de una criatura salvaje que sabía que su tiempo se estaba acabando.

—Tranquilo… no voy a hacerte daño —susurró Diego, arrodillándose lentamente, sus manos levantadas en un gesto de rendición.

El lobo gruñó, un sonido gutural que resonó en el aire, pero no intentó huir. Sabía que no podía. La trampa era una condena. Diego sabía que acercarse significaba arriesgarse a un mordisco, a un ataque desesperado, pero también que dejarlo ahí era condenarlo a una muerte lenta, cruel y solitaria.

—Escucha, amigo… —dijo, su voz tan baja que casi era inaudible, mientras abría su mochila—. No tengo más que un cuchillo y una cuerda, pero voy a sacarte de ahí. No te haré daño. Lo prometo.

Se movió despacio, hablándole en voz baja, como si fueran viejos conocidos que se hubieran encontrado después de un largo tiempo. Cuando sus manos enguantadas tocaron el metal frío y duro de la trampa, el lobo dejó escapar un aullido de dolor que hizo eco en todo el valle, pero, para el asombro de Diego, no lo atacó. Con un último y tremendo esfuerzo, el hombre logró abrir los dientes de hierro. El animal cayó de lado, exhausto, con los ojos cerrados.

Podría haberse ido. Podría haber soltado un suspiro de alivio y haber regresado a su tienda. Pero no lo hizo. Se quedó tumbado, jadeando, mientras Diego le limpiaba la herida con el agua que le quedaba en su botella y le vendaba la pata con su camiseta de algodón. Cuando terminó, se retiró unos metros y se sentó, esperando.

—Listo. Ahora sí… eres libre —dijo, con el corazón latiendo con fuerza.

El lobo se incorporó con dificultad, se lamió la herida, lo miró durante unos segundos que parecieron una eternidad, una mirada tan profunda que parecía un juramento. Luego, se adentró cojeando en el bosque. Diego pensó que no volvería a verlo jamás.

Capítulo II: La Sombra del Cazador

Tres noches después, mientras la luna llena inundaba el claro donde Diego había montado su tienda, un ruido lo despertó. No era un gruñido, ni el crujido de una rama, sino un leve roce contra la lona. Abrió el cierre con cautela y, bajo la luz plateada de la luna, el lobo estaba ahí, con los ojos amarillos brillando en la oscuridad. El animal traía en la boca una rama gruesa cubierta de hojas verdes y brotes, como una ofrenda de paz. La dejó frente a él, en la tierra, y se alejó lentamente, desapareciendo entre los árboles.

Diego nunca supo si era un gesto de agradecimiento o una simple coincidencia. Pero el peso de esa ofrenda, de ese pequeño acto, se sintió como una confirmación. En ese momento, comprendió que había roto una regla tácita en la naturaleza, y que una criatura salvaje había respondido de una manera que la lógica humana no podía explicar.

Sin embargo, a la mañana siguiente, el peso en su corazón se volvió más oscuro. Mientras desarmaba su campamento, encontró una huella en el lodo, no la de una bota de senderista, sino la de una bota de cazador, con su distintivo dibujo de suela. Y no estaba sola. Junto a ella, había otra huella, más pequeña, con los dedos de un niño. El lobo no había estado solo. Había estado protegiendo a su cría, un hecho que hacía su paciencia con Diego aún más asombrosa.

Diego sintió un escalofrío. La trampa no era una casualidad. Había un cazador, un depredador de verdad, en la sierra.

El regreso a la ciudad fue un alivio, pero la tranquilidad no duró. Un mes después, mientras leía un periódico, vio una noticia en la sección de sucesos. Un cazador local, Román, un hombre conocido por su crueldad y por su falta de respeto por las leyes, había denunciado la desaparición de sus trampas. En el artículo, el cazador decía que “alguien” había interferido con sus trampas, y que él sabía quién era el responsable. “He dejado un rastro de cebo, y el que se atreva a seguirlo, encontrará un destino peor que el del animal que ha salvado”, decía el texto. Román no era un hombre de palabras vacías.

Javier sintió que la sangre se le helaba en las venas. La guerra que había comenzado en el bosque no había terminado. El cazador lo estaba buscando, y no sabía qué haría cuando lo encontrara. La ofrenda del lobo no había sido solo un gesto de agradecimiento, sino también una señal de una deuda, una deuda que el animal estaba dispuesto a pagar.

Capítulo III: El Regreso del Guardián

La vida en la ciudad perdió su encanto. La gente, las luces, el ruido. Todo se sentía falso. Diego no podía dejar de pensar en la sierra, en el lobo, en la amenaza de Román. Sabía que Román no lo dejaría en paz. Tenía que volver. Tenía que enfrentar al cazador.

Volvió a la sierra. Esta vez, no llevaba un cuchillo y una cuerda, sino una cámara de fotos, una linterna, y un teléfono satelital, para llamar a los guardias forestales si era necesario. No tenía la intención de pelear. Solo quería ver al lobo de nuevo. Quería saber si estaba bien.

Acampó en el mismo lugar, en el mismo claro donde la luna lo había visto una semana antes. Se sentía como si hubiera regresado a casa. Encendió una fogata y se sentó, con el corazón latiendo con fuerza, esperando a que el fantasma del bosque apareciera.

Y apareció. No en la forma de una sombra, sino en la forma de un sonido. Un sonido de pisadas que se acercaban lentamente. Diego se levantó, su mano en el teléfono satelital, listo para defenderse. Pero no fue el lobo lo que vio. Fue el cazador. Román, con su fusil en la mano, con una mirada de rabia que brillaba en la oscuridad.

—Así que eres tú —dijo Román, con una voz baja y ronca—. Tú eres el que arruinó mi negocio.

Diego no respondió. Sabía que cualquier palabra que dijera sería una mentira.

—¿No vas a decir nada? —preguntó Román, con una sonrisa malvada—. No te preocupes. Te voy a enseñar a respetar a los depredadores. Y el lobo, el pequeño fantasma, no podrá salvarte esta vez.

Y entonces, el lobo apareció. No solo uno. Varios. Los ojos amarillos, como pequeños faros, brillaban en la oscuridad del bosque. El lobo de Diego, con la pata todavía cojeando, estaba allí, en el centro, con la mirada de un líder. Los otros lobos, con sus gruñidos guturales, rodeaban a Román, acorralándolo, pero sin atacarlo.

El cazador se quedó paralizado, su fusil en el suelo. No era una lucha. Era una advertencia. El lobo de Diego había traído a su familia para protegerlo, para mostrarle al cazador que no estaba solo. El cazador, con su arma, con su poder, se sentía como un niño, indefenso, acorralado por la naturaleza.

—¿Qué… qué es esto? —dijo Román, con la voz temblorosa, con el miedo en los ojos. —Es la ley de la naturaleza —respondió Diego, con una voz que era una nota de misterio, pero que sonaba como la verdad—. La ley que no respetas.

Román, con una mirada de pánico, se dio la vuelta y se fue, corriendo por el bosque, con el fusil en el suelo, con el corazón latiendo con fuerza. Los lobos, con sus gruñidos, se quedaron, protegiendo a Diego. Román no había perdido solo sus trampas. Había perdido su alma. Y el lobo, el guardián, lo había salvado.

Epílogo: La Deuda Pagada

La mañana siguiente, los guardias forestales encontraron a Román, en el bosque, con una mirada de miedo en los ojos. En el suelo, a su lado, encontraron su fusil. Los guardias, que habían estado buscando al cazador por años, se lo llevaron. Román, el depredador, se había convertido en un hombre asustado.

Diego se quedó en la sierra por un día más, despidiéndose del bosque, del lobo. El lobo se le acercó, se frotó contra su pierna, como un perro, y luego se alejó, con la mirada de un amigo.

Cuando Diego volvió a la ciudad, la paz que había buscado se había convertido en una parte de él. Ya no la buscaba. La llevaba consigo. Se había quedado con el recuerdo de un lobo que le había enseñado que la naturaleza no es un lugar de depredadores, sino de alianzas, de deudas, de un amor que trasciende la barrera de la especie.

Cada vez que vuelve a esa sierra, siente que hay ojos salvajes siguiéndolo, cuidando que nunca se pierda, recordándole que la verdadera libertad, el verdadero hogar, no está en la ciudad, sino en el corazón del bosque. El lobo de Goya, que había sido el fantasma de un cuadro, se había convertido en el fantasma de un hombre. Y el fantasma de la élite madrileña se había convertido en el fantasma de una mujer. Y Javier, el guardián de los fantasmas, se había quedado solo.