El Pintor de Almas: El Misterio de la Calle Montmartre

En el húmedo e implacable invierno de 1872, París era una ciudad de sombras alargadas y adoquines resbaladizos. En un callejón estrecho del barrio de Montmartre, donde la niebla solía estancarse como un animal perezoso, existía un edificio de tres pisos con una fachada de piedra gris, manchada por décadas de hollín industrial y olvido. Los vecinos, gente supersticiosa y prudente, evitaban mencionar aquel lugar después del anochecer, y mucho menos mirar hacia las ventanas del segundo piso. Allí se encontraba el estudio de Sebastián Valdivia.

Nadie recordaba con exactitud cuándo había llegado a la capital francesa aquel pintor mexicano, pero todos coincidían en que su presencia traía consigo un aura de inquietud que se filtraba por las paredes como la humedad misma. Valdivia había nacido en Puebla, hijo de un médico forense y una partera indígena; una herencia mestiza que le otorgó conocimientos prohibidos sobre la anatomía humana y antiguas creencias sobre el alma y la sangre.

Desde niño, Sebastián había mostrado un talento extraordinario para el dibujo, acompañado de una fascinación morbosa por los cadáveres que yacían en el consultorio de su padre. A los veinticuatro años, huyó de México tras un escándalo turbio que nunca se aclaró del todo, llevando consigo únicamente sus pinceles, algunos lienzos enrollados y un secreto que pesaba más que todo su equipaje físico.

El taller de Sebastián era una anomalía en el vibrante mundo artístico de París. Las ventanas permanecían perpetuamente cubiertas con telas gruesas de terciopelo granate, impidiendo el paso de la luz natural. En su interior reinaba un olor peculiar, una atmósfera densa que mezclaba la trementina y el aceite de linaza con algo más: un aroma metálico, cobrizo y orgánico que hacía fruncir el ceño a quienes se atrevían a visitarlo.

Las paredes estaban abarrotadas de retratos de una belleza perturbadora. Eran rostros que parecían seguir con la mirada a quien los observaba, con ojos tan vivos, tan húmedos y brillantes, que resultaban casi obscenos en su realismo. Los clientes que acudían a él no eran coleccionistas de arte, sino almas desesperadas: padres, viudas y amantes que habían perdido a alguien querido y deseaban un último recuerdo. Sebastián se especializaba en retratos póstumos. Cobraba sumas exorbitantes, pero el resultado siempre justificaba el precio: las familias juraban poder sentir la presencia del difunto en la habitación donde colgaban los cuadros.

El inicio del fin comenzó con Madame Clotilde de Beaumont.

Clotilde, una mujer de la alta burguesía destrozada por el dolor, encargó a Sebastián un retrato de su hija Isabel, muerta de tuberculosis a los diecinueve años. Tres semanas después, cuando el pintor le entregó la obra, Clotilde quedó paralizada. No era simplemente una buena representación; era Isabel misma. Tenía aquella mirada melancólica de cuando tocaba el piano, el leve rubor febril en sus mejillas y esa expresión entre tristeza y esperanza que había caracterizado sus últimos días.

Sin embargo, había algo más. Los ojos del retrato poseían una profundidad abismal. Era como si Isabel estuviera atrapada dentro del lienzo, mirando a su madre desde un limbo entre la vida y la muerte.

—¿Cómo lo logra, Monsieur Valdivia? —preguntó Clotilde, incapaz de apartar la vista del cuadro, con la voz quebrada.

Sebastián sonrió con esa expresión enigmática y distante que siempre mantenía.

—El secreto está en comprender que cada persona deja una huella en este mundo, Madame. Mi trabajo es capturar esa huella antes de que se desvanezca por completo. Uso técnicas que aprendí en mi tierra, métodos antiguos que los europeos, en su afán de modernidad, han olvidado.

Clotilde, aunque conmovida, notó un detalle inquietante: las manos del pintor estaban marcadas por pequeñas cicatrices en las yemas de los dedos, cortes frescos y precisos. Además, sus uñas estaban teñidas de manchas oscuras que no parecían pintura. Pero el dolor la cegó; pagó los quinientos francos y se llevó a su hija a casa.

Durante las semanas siguientes, la residencia de los Beaumont en el Boulevard Haussmann se transformó. Clotilde despertaba en las noches con la certeza absoluta de escuchar la voz de Isabel llamándola desde la sala. Los sirvientes se negaban a entrar en esa habitación, jurando que el retrato emanaba un frío antinatural. Incluso el esposo de Clotilde, un industrial racionalista, admitió pálido de terror una noche que había visto lágrimas reales rodando por las mejillas pintadas del lienzo.

Desesperada y al borde de la locura, Clotilde regresó al taller de Sebastián. Esta vez no fue como cliente, sino como una madre en busca de respuestas. Llegó al anochecer y encontró la puerta del taller entreabierta. Subió las escaleras crujientes y, desde el rellano, vio luz filtrándose por debajo de la puerta del estudio. Escuchó a Sebastián murmurar en español, una letanía que sonaba a oración y a maldición al mismo tiempo.

Empujó la puerta y lo que vio la dejó petrificada.

Sebastián trabajaba en un nuevo retrato, el del recién fallecido Marqués de Fontenoy. Pero no pintaba con óleos comunes. En su mano izquierda sostenía un pequeño frasco de cristal lleno de un líquido oscuro y viscoso. Con la derecha, empuñaba un bisturí con el que se realizó un corte preciso en el antebrazo, dejando caer gotas de su propia sangre en la mezcla.

—El alma reside en la sangre —murmuró él, ajeno a la presencia de Clotilde—. Y solo la sangre puede capturar el alma.

Vertió el contenido del frasco en la paleta. A la luz de las velas, Clotilde comprendió con horror que aquel líquido denso era sangre antigua, sangre muerta, posiblemente extraída del cadáver del Marqués.

—¡Dios mío! —gritó ella ahogadamente.

Sebastián se giró bruscamente. En sus ojos ya no había arrogancia artística, sino miedo, culpa y una oscura resignación.

—No debería estar aquí, Madame —dijo con voz temblorosa. —¿Qué ha hecho? —susurró ella, retrocediendo—. ¿Qué le hizo al retrato de mi Isabel?

Sebastián dejó caer el pincel. Pareció envejecer diez años en un segundo.

—Lo que todas esas familias me pidieron: capturar el alma, preservar la esencia. Hice que sus muertos vivieran para siempre. ¿No era eso lo que querían? —¡Esto es profanación! ¡Es brujería! —Es arte —corrigió él con una sonrisa triste—. El arte más puro que existe. Mi madre me enseñó que la esencia permanece en la sangre incluso después de la muerte. Ustedes pintan con pigmentos muertos; yo pinto con vida. —¿De dónde obtiene la sangre? —preguntó Clotilde, sintiendo náuseas.

La confesión de Sebastián fue atroz. Habló de contactos en la morgue de la Île de la Cité, de sangre desechada y, cuando era necesario algo más específico, de “métodos creativos” en los cementerios. “El cuerpo no lo extraña”, justificó, “pero el resultado es vida eterna capturada en el lienzo”.

Clotilde huyó. No fue a la policía esa noche; el terror la llevó de vuelta a su casa, frente al retrato de Isabel. Allí, en la quietud de la medianoche, obtuvo la confirmación final. Los ojos pintados de su hija parpadearon. Los labios se curvaron en una mueca de dolor y una voz susurró claramente: “Mamá, estoy atrapada”.

El escándalo estalló poco después. No solo los Beaumont sufrían; el Barón de Rousseau juraba que su hermano muerto le hablaba desde el cuadro; la viuda Margot veía sangrar la nariz de su esposo pintado. Las historias se propagaron como una plaga por París, atrayendo la atención del inspector Gustave Marchand.

Marchand, un hombre de cincuenta años, metódico y escéptico, decidió investigar. Aunque al principio desestimó los rumores sobrenaturales, la frecuencia de las visitas de Sebastián a la morgue y a los cementerios despertó su instinto policial. Asignó al joven agente Philippe Roussel para vigilar al pintor.

La tercera noche de vigilancia, Roussel siguió a Sebastián hasta el cementerio de Montmartre. Allí, bajo la luz de una linterna sorda, vio al pintor profanar la tumba reciente de un arquitecto, extrayendo fluidos del cadáver con una precisión quirúrgica.

Con la evidencia del crimen, Marchand y sus hombres irrumpieron en el taller al amanecer. Pero llegaron tarde para la justicia terrenal.

El silencio en el estudio era absoluto. Encontraron a Sebastián Valdivia sentado frente a su caballete, muerto. Se había cortado las venas de ambos brazos, dejando que su vida se drenara en un gran charco sobre el suelo. Pero su última obra estaba terminada frente a él: un autorretrato.

Marchand se acercó y sintió que la sangre se le helaba. Sebastián estaba muerto en la silla, pero vivo en el lienzo. El autorretrato parpadeaba. Los ojos pintados se movían frenéticamente, llenos de un terror absoluto, y la boca se abría y cerraba en un grito mudo. Sebastián había capturado su propia alma, condenándose a ser consciente de su propia muerte por toda la eternidad.

El hallazgo del diario del pintor confirmó la pesadilla. “He condenado a otros y me he condenado a mí mismo. Si este es el destino de mis modelos, debo experimentarlo. Seré el último en esta galería de almas atrapadas”, rezaba la última entrada.

Las autoridades actuaron con rapidez y discreción. Se ordenó la confiscación y destrucción de todos los cuadros. Cuando la policía fue a retirar el retrato de Isabel Beaumont, Clotilde escuchó una voz salir de la tela cubierta: “Gracias”. Al destaparla, la imagen se desvaneció ante sus ojos, dejando el lienzo en blanco. Isabel había sido liberada.

Sin embargo, el autorretrato de Sebastián era diferente; la maldad y el sufrimiento estaban demasiado arraigados. Fue necesario un exorcismo en la capilla de Notre Dame, realizado por el padre Antoine Moreau. Durante el ritual, el cuadro sangró literalmente sobre el altar y la voz de Sebastián resonó en la mente de los presentes pidiendo perdón y olvido. Cuando el lienzo finalmente se quemó y las cenizas fueron arrojadas al Sena, París respiró aliviada.

Pero la historia no terminó ahí.

Años después, en 1901, un Marchand ya anciano y retirado visitaba la tumba sin nombre de Sebastián en el cementerio de Montparnasse. Allí se encontró con un joven viajero: Miguel Valdivia, el nieto del pintor, llegado desde México.

Miguel le reveló al ex inspector la pieza final del rompecabezas. La locura de Sebastián no había nacido en París, sino en Puebla, con la muerte de su amante, Carmen. Él había intentado salvarla a través de su arte, pero solo logró aprisionarla.

—Mi familia quiso borrar su historia —dijo Miguel, con la mirada fija en la lápida—. Quemaron casi todo. Pero encontré esto entre las cosas de mi abuela.

Miguel sacó una carta amarillenta, la última que Sebastián envió antes de huir a Europa. Marchand la tomó con manos temblorosas y leyó.

“Perdóname. No buscaba la oscuridad, sino la luz. Quería vencer a la muerte, quería que Carmen, y todos los que amamos, jamás nos dejaran. Creí que la sangre era la llave de la eternidad, pero solo construí una prisión. No pinto para recordar a los muertos, pinto para no dejarlos ir. Ahora sé que el infierno no es fuego, el infierno es una pared de tela y aceite donde el tiempo no pasa, pero el dolor nunca cesa. Si alguna vez lees esto, no busques mi obra. Reza para que se destruya, pues mientras la pintura exista, nosotros nunca descansaremos.”

Marchand devolvió la carta, comprendiendo finalmente la tragedia detrás del horror. Sebastián Valdivia no era un monstruo por crueldad, sino por amor; un amor egoísta y corrupto que no supo aceptar el adiós. El inspector y el nieto se quedaron en silencio bajo la lluvia gris de París, sabiendo que, aunque los cuadros habían ardido, el eco de aquellas almas atrapadas resonaría para siempre en la historia oculta de la ciudad.