Las Sombras de El Encierro

El sol de Guanajuato caía como plomo derretido sobre los campos resecos cuando Mercedes cumplió veinticinco años. Desde la ventana enrejada del segundo piso de la hacienda “El Encierro”, observaba cómo las pocas nubes del atardecer se teñían de naranja y púrpura, colores que le recordaban dolorosamente a los moretones que habían desaparecido de sus brazos apenas dos semanas atrás.

—Mercedes, baja inmediatamente.

La voz de don Ramiro Contreras retumbó desde el comedor principal, ese espacio lúgubre donde colgaban retratos de ancestros con miradas severas y donde el aire siempre olía a tabaco rancio y a algo más; un aroma a tiempo detenido, a vida que se pudría lentamente.

Mercedes bajó las escaleras de madera que crujían bajo sus pies descalzos. Sus tres hermanas ya estaban sentadas en sus lugares de siempre. Soledad, la mayor de treinta y dos años, mantenía la mirada perdida en algún punto de la pared, ausente del mundo. Esperanza, de veintiocho, temblaba levemente, un tic nervioso que aparecía siempre que su padre estaba cerca. Y la pequeña Luz, de apenas veintidós años, quien aún conservaba un destello de rebeldía en sus ojos oscuros, una chispa que don Ramiro no había logrado apagar por completo.

La hacienda llevaba ese nombre desde tiempos de la Revolución, cuando el bisabuelo de don Ramiro compró estas tierras con oro manchado de sangre. Era una propiedad de más de doscientas hectáreas en las afueras de León, rodeada por muros de piedra de tres metros de alto, coronados con vidrios rotos que brillaban amenazadoramente bajo el sol. Los trabajadores del pueblo cercano, San Miguel de los Olvidados, hablaban en susurros sobre el lugar, persignándose al pasar frente a los enormes portones de hierro negro. Las leyendas sobre la familia Contreras se multiplicaban como hongos venenosos después de la lluvia: la “maldición de las mujeres Contreras”. Cada generación perdía a sus mujeres de formas misteriosas—madres que morían en partos extraños, esposas que enloquecían súbitamente, hijas que desaparecían—mientras los hombres emergían más ricos y poderosos.

Don Ramiro Contreras tenía sesenta y ocho años, pero su presencia era la de un hombre que había pactado con el diablo por una juventud eterna. Alto, de hombros anchos y mirada de acero, vestía siempre de negro impoluto. En su mano derecha brillaba un anillo con un diamante del tamaño de una avellana, una reliquia que acariciaba constantemente.

—Siéntate, Mercedes —ordenó sin mirarla, cortando meticulosamente un trozo de carne sangrante.

La opulencia de la mesa contrastaba obscenamente con la escasez de la comida de las hijas. Mientras él comía como un rey, ellas subsistían con raciones de prisioneras.

—Hoy he tenido una conversación muy interesante —comenzó don Ramiro, saboreando cada palabra—. El licenciado Ferreira me ofreció dos millones de pesos por la parcela del norte. Pero rechacé la oferta. Porque esta tierra es nuestra. Porque yo decido qué se hace con lo que me pertenece, así como decido qué se hace con ustedes.

Mercedes sintió el preludio del sermón habitual.

—Veinticinco años hoy… una edad peligrosa —siseó él, clavando sus ojos grises en ella—. Una edad para ideas estúpidas sobre independencia.

—Yo nunca pensaría en abandonarte, padre —recitó Mercedes mecánicamente.

Don Ramiro se levantó y sacó un papel arrugado de su bolsillo. Era un anuncio de trabajo que Mercedes había arrancado del periódico meses atrás. La bofetada llegó antes de que pudiera excusarse, resonando como un disparo en el comedor.

—¡Mentirosa! ¿Creías que podías engañarme? ¿Abandonarme como esa perra desgraciada de tu madre? —bramó.

La mención de la madre despertó el terror antiguo. Oficialmente muerta del corazón, todas recordaban los gritos, el sonido de algo pesado arrastrado y la tierra fresca en el huerto. Esa noche, para reforzar la lección, las llevó al sótano. Un espacio húmedo excavado en la roca.

—Aquí está enterrada su madre —dijo con naturalidad, señalando un rincón de tierra removida—. Y aquí están las otras. La criada ladrona, la maestra entrometida. Esta tierra está llena de secretos que ustedes llevarán a sus tumbas si me traicionan.

Esa noche, Mercedes no durmió. El miedo se transformó en una rabia purificadora. Comprendió que su padre no las encerraba por amor, sino por miedo a que el mundo supiera qué clase de monstruo era. Tenía que escapar, no solo por ella, sino por sus hermanas y por las muertas bajo el suelo.

La oportunidad pareció llegar días después, cuando don Ramiro anunció una cena con el licenciado Joaquín Ferreira y su hijo Sebastián, un joven abogado. Don Ramiro tenía planes: casar a Mercedes con un viudo mayor en Monterrey y entregar a Luz al joven Sebastián para expandir sus influencias.

Mercedes trazó un plan desesperado. Robó pastillas para dormir del botiquín y decidió drogar a su padre la noche de la cena.

La velada fue tensa. Sebastián Ferreira, el joven abogado, resultó ser diferente a lo esperado. Había inteligencia y compasión en su mirada, especialmente cuando defendió el derecho de Luz a la educación frente a la misoginia de don Ramiro. Al finalizar la cena, Mercedes logró susurrarle: “Necesito hablar con usted, es importante”, antes de que su padre la interrumpiera. Pero vio en los ojos de Sebastián que había entendido el mensaje.

Esa noche, Mercedes ejecutó su plan. Disolvió las pastillas en el whisky nocturno de su padre. Esperó a que cayera dormido, tomó las llaves y liberó a sus hermanas. Escribió una carta confesándolo todo para dejarla en el estudio. Pero cuando abrieron la puerta para huir, don Ramiro estaba allí, de pie, despierto y sonriendo terriblemente.

—¿Creían que podían drogarme? —rió—. Cambié mi vaso. Siempre voy un paso adelante.

La tormenta estalló fuera, reflejando el caos dentro. A punta de pistola, las obligó a bajar al sótano nuevamente. Allí, las encadenó a las viejas argollas oxidadas que su familia había usado por generaciones.

—Tres días —sentenció—. Tres días sin comida, solo agua, para que aprendan. Nadie vendrá a salvarlas. Yo soy la ley aquí.

Las dejó en la oscuridad, con el frío calando los huesos y los fantasmas del pasado respirando en sus nucas. Pasaron dos días de agonía. Esperanza deliraba de fiebre, hablando con su madre muerta. Pero Luz y Mercedes se mantenían firmes, aferradas a una esperanza frágil.

Lo que don Ramiro no sabía era que la inquietud de Sebastián Ferreira no era pasajera. El joven abogado no había podido dormir tras la cena. La mirada de terror de Mercedes y las marcas sutiles en las muñecas de las hermanas lo perseguían.

Al tercer día, la lluvia no cesaba. Sebastián, ignorando los consejos de su padre de no inmiscuirse, regresó al pueblo de San Miguel de los Olvidados. No fue a la policía local, sabiendo que estaba en la nómina de Contreras. Fue a la iglesia, buscando a alguien que conociera la verdad. Allí encontró a Refugio, la antigua empleada que había intentado ayudar a Mercedes.

—Si vuelve allí solo, lo matará —advirtió la anciana con voz trémula—. Don Ramiro no tiene alma.

—No voy a ir solo, y no voy a ir con la policía de aquí —respondió Sebastián, sacando su teléfono. Tenía amigos en la Fiscalía Federal en la Ciudad de México, contactos que su padre despreciaba pero que ahora eran vitales.

Esa misma noche, mientras don Ramiro bebía su whisky celebrando el silencio sepulcral de la casa, un convoy de tres camionetas negras sin rotular se detuvo lejos del portón principal. Sebastián, guiado por Refugio a través de un antiguo camino de servicio que las lavanderas usaban décadas atrás, logró infiltrarse en los jardines.

Dentro del sótano, la situación era crítica. Esperanza ya no respondía.

—Está aquí… —susurró Soledad—. La puerta…

No eran alucinaciones. El sonido de la cerradura pesada girando resonó en la bóveda de piedra. La puerta se abrió, pero no fue la silueta de don Ramiro la que apareció recortada contra la luz, sino la de un hombre joven con una linterna táctica.

—¿Mercedes? —susurró Sebastián.

El alivio fue tan intenso que dolió. Sebastián, horrorizado por la escena dantesca de las cuatro mujeres encadenadas entre inmundicia, trabajó frenéticamente con una cizalla que había sacado de su mochila. Una a una, las liberó.

—Tenemos que salir, mis contactos están entrando por el frente, pero necesitamos llegar al portón —dijo él, ayudando a cargar a Esperanza.

Subieron las escaleras con dificultad. Al llegar al pasillo principal, el destino les jugó una última carta. Don Ramiro estaba allí, bloqueando la salida al vestíbulo. Sostenía una escopeta de caza y sus ojos estaban inyectados en sangre y locura.

—Así que el cachorrito de abogado decidió jugar al héroe —escupió Ramiro, apuntando al pecho de Sebastián.

—Se acabó, Ramiro. La policía federal está rompiendo su portón ahora mismo —dijo Sebastián, poniéndose delante de las hermanas.

—En mi casa, yo decido cuándo se acaba —rugió el viejo.

El dedo de Ramiro se tensó en el gatillo. En ese instante, no fue Mercedes, ni Sebastián, ni la rebelde Luz quien actuó. Fue Soledad. La hermana que había estado ausente, rota durante una década, emergió de las sombras detrás de una columna. En sus manos sostenía un pesado candelabro de plata maciza.

Con un grito que contenía diez años de silencio y tortura, Soledad descargó el golpe sobre la nuca de su padre. El sonido del metal contra el hueso fue seco y definitivo.

Don Ramiro cayó de rodillas, soltando la escopeta. Su mirada de acero se vidrió, llena de confusión. Por primera vez en su vida, miró a sus hijas desde abajo.

—Ingratas… —balbuceó, antes de desplomarse boca abajo, irónicamente, sobre la alfombra persa que tanto cuidaba.

Las luces azules y rojas de las sirenas inundaron la sala a través de los ventanales, mezclándose con los relámpagos. Cuando los agentes federales irrumpieron, encontraron a cuatro mujeres abrazadas, sucias y heridas, pero de pie, mientras el tirano yacía inmóvil.

La investigación que siguió sacudió a todo el estado de Guanajuato. El sótano de la Hacienda El Encierro reveló sus secretos: los restos de siete mujeres fueron recuperados, incluyendo a la madre de las hermanas. La red de sobornos cayó, arrastrando a jueces y policías locales. Don Ramiro sobrevivió al golpe, pero quedó paralizado de cuello para abajo; una prisión de carne y hueso mucho peor que cualquier celda, donde pasó el resto de sus días viendo cómo su imperio era desmantelado y su fortuna utilizada para indemnizar a las familias de sus víctimas.

Un año después, Mercedes regresó a la hacienda por última vez. El lugar ya no se llamaba “El Encierro”. Las rejas habían sido arrancadas, los muros de vidrios rotos derribados.

Mercedes caminó por el jardín, ahora lleno de flores silvestres y cuidado por gente del pueblo. Sebastián la esperaba junto al auto. Esperanza estaba en una clínica especializada, sanando lentamente; Soledad había encontrado paz en un convento de clausura donde cultivaba huertos, y Luz estudiaba derecho en la capital, decidida a que ninguna otra mujer sufriera lo que ellas.

Mercedes miró la casa una última vez. Ya no olía a tabaco ni a miedo. Olía a tierra mojada y a viento libre. Cerró la puerta del copiloto, tomó la mano de Sebastián y, mientras el auto se alejaba por el camino de tierra, Mercedes Contreras finalmente dejó de mirar por el espejo retrovisor. La carretera hacia adelante estaba despejada.