En el pasillo, Joaquín se encontró con Consuelo, quien obviamente había estado escuchando detrás de la puerta. Sus ojos, idénticos a los de sus hermanas, estaban llenos de un terror absoluto que la paralizaba.
“Lo ha oído todo, ¿verdad?”, susurró Joaquín, sintiendo cómo se cerraba la trampa a su alrededor.
Consuelo asintió, incapaz de hablar, mordiéndose el labio para no sollozar. Finalmente, con voz quebrada, dijo: “Doctor… María… ella va a decírselo a padre. Él nos matará a todos antes de dejarnos ir”.
“No si salimos de aquí primero”, dijo Joaquín con firmeza. “El plan de Remedios sigue en pie. Esta noche. Pero necesito saber si usted y Dolores vendrán. Deben elegir ahora”.
Un destello de determinación, nacido de años de miedo reprimido, reemplazó el pánico en los ojos de Consuelo. La cojera que Joaquín había notado antes pareció desaparecer mientras se erguía. “Dolores vendrá. Yo la traeré. Nos iremos. Pero debemos esconderlo. María lo vigilará todo ahora. Vaya a la cocina. ¡Dígale a Remedios que María lo sabe!”
Antes de que Joaquín pudiera responder, oyeron la voz aguda de María llamando a los trabajadores de la hacienda desde el ala oeste.
“¡Rápido!”, urgió Consuelo, empujándolo hacia la escalera de servicio. “¡Corra!”
Joaquín corrió por los pasillos de servicio, sintiendo la atmósfera opresiva de la casa volverse activamente hostil. Encontró a Remedios junto al fogón, pálida como la cera.
“María lo sabe”, dijo Joaquín sin aliento.
La anciana cerró los ojos y murmuró una plegaria. “Esto lo cambia todo. Don José ha regresado. Está en su despacho con ella ahora mismo. El plan del cementerio ha muerto”.
“Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos vamos ya?”
“Imposible”, dijo Remedios. “María ha mandado cerrar los portones. Los trabajadores vigilan las salidas. Creen que usted está atrapado”. Abrió una pequeña puerta oculta tras un armario de especias, revelando un espacio oscuro y estrecho. “El viejo escondite de la despensa. Métase ahí. La única oportunidad es durante el ritual. Don José lo adelantará. Estará furioso y será descuidado. Rezaremos para que crean que huyó del miedo”.
Las siguientes horas fueron una tortura. Joaquín esperó en la oscuridad sofocante, oyendo los preparativos para el Día de Muertos en el pueblo, un sonido alegre que contrastaba macabramente con el silencio tenso de la mansión. Finalmente, mucho después de la medianoche, la puerta se abrió. Era Remedios.
“Es la hora”, susurró. “Están en el sótano. Las cuatro. Don José está… fuera de sí. Cree que usted ha huido y va a castigar a Esperanza por hablar”.
Siguieron a Remedios por los pasillos silenciosos. Cuando llegaron a la puerta del sótano, oyeron la voz de Don José, no grave y mesurada, sino rota por la ira.
“…y la sangre de la traición debe ser purgada. ¡Esperanza, has traído la deshonra a esta familia y has ahuyentado al médico que pudo salvarte! Ahora solo el ritual puede hacerlo”.
Joaquín no esperó más. Abrió la puerta de golpe.
La escena era una pesadilla iluminada por velas negras. Las cuatro hermanas estaban arrodilladas. Don José sostenía el cuchillo de obsidiana sobre el brazo extendido de Esperanza. María, a su lado, sostenía el cáliz, con el rostro impasible. Dolores y Consuelo temblaban, llorando en silencio.
“¡Alto!”, gritó Joaquín.

Don José se giró, sus ojos brillando con locura asesina. “El doctor. Sabía que no se había ido. ¡Remedios, traidora! ¡María, atrápalo!”
Pero María se quedó helada, sorprendida por la interrupción. Don José se abalanzó sobre Joaquín con el cuchillo en alto. En ese instante, Remedios se interpuso, empujando una pesada mesa de rituales contra las piernas del hacendado.
“¡Huyan, niñas! ¡Corran ahora!”, gritó la anciana.
Don José la apartó con un golpe brutal que la envió al suelo. “¡No escaparán!”, rugió.
Mientras Joaquín ayudaba a Esperanza a levantarse, María reaccionó, bloqueando la única salida. “¡No! ¡No dejaré que destruyan a nuestra familia! ¡Es nuestro legado!”
“María, por favor”, sollozó Consuelo, aferrándose a Dolores. “¡Nos está matando!”
“Es el precio de la vida”, replicó María, con el fanatismo ardiendo en sus ojos.
Mientras Don José se levantaba para atacar a Joaquín, Remedios, desde el suelo y aferrándose a la vida, hizo un último sacrificio. Agarró el tobillo de Don José con una fuerza sorprendente. “No te llevarás a más niñas… no como a mi hija…”
Don José rugió y la pateó salvajemente, pero la distracción fue suficiente.
“¡Ahora!”, gritó Joaquín. Tomó a Esperanza en brazos, pues apenas podía caminar. “¡Dolores, Consuelo, empujen!”
Las dos hermanas del medio, unidas por el pánico y una repentina oleada de valor, empujaron a María contra la pared. María luchó, pero la fuerza combinada de la desesperación de sus hermanas fue más fuerte.
“¡Padre!”, gritó María mientras caía, viendo a sus hermanas huir.
Joaquín y las tres jóvenes salieron corriendo del sótano, subiendo las escaleras mientras Don José, enloquecido, los seguía, gritando órdenes que nadie obedeció. Corrieron por la hacienda hasta el cobertizo trasero donde Remedios había dicho que estaba la vieja camioneta.
“¡La llave!”, gritó Consuelo. “¡Remedios la tenía!”
“Rompamos la ventana”, dijo Joaquín, poniendo a Esperanza en el asiento del pasajero. Mientras buscaba una piedra, Dolores vio la llave oxidada colgada de un clavo cercano, puesta allí por Remedios horas antes.
“¡Aquí!”, gritó.
Joaquín giró la llave. El motor tosió, protestó y finalmente cobró vida con un rugido ensordecedor. En ese momento, Don José apareció en la puerta del cobertizo, levantando una vieja escopeta de caza.
“¡No saldrán de esta propiedad vivos!”
Joaquín pisó el acelerador. La camioneta se lanzó hacia adelante. Don José disparó. El disparo destrozó la ventana trasera, llenando el aire de vidrios rotos, pero el vehículo atravesó las viejas puertas de madera del cobertizo y salió al camino oscuro.
Condujeron toda la noche, sin detenerse y sin mirar atrás. Joaquín llevó a las tres hermanas a Guanajuato, a la seguridad de la casa de su propia hermana.
El Final de la Tradición
Esperanza fue hospitalizada de inmediato. La anemia era severa y casi le cuesta la vida, pero con transfusiones, cuidados médicos adecuados y, sobre todo, lejos de la influencia de su padre, sobrevivió.
Nunca regresaron a San Miguel Allende.
En la hacienda Martínez, la tragedia se consumó. Remedios no sobrevivió a las heridas infligidas por Don José. Sin la sangre de sus hijas para completar el ritual, la “longevidad” que Don José tanto ansiaba se desvaneció rápidamente. Consumido por la locura y la abstinencia de su elixir macabro, se encerró en el sótano.
Los rumores en el pueblo decían que María, la hija devota, se quedó con él. Algunos decían que cuidó a su padre mientras este envejecía décadas en cuestión de meses, una prisionera final de su propia devoción fanática. Otros juraban que, al ver partir a sus hermanas, algo en ella se rompió y huyó esa misma noche, desapareciendo para siempre.
La mansión en la colina cayó en el abandono. Las bugambilias y los jazmines crecieron salvajes, cubriendo las paredes blancas y ocultando las ventanas rotas. Nadie se atrevió a reclamar la propiedad, y el pueblo de San Miguel Allende finalmente tuvo paz.
Joaquín, Dolores, Consuelo y Esperanza comenzaron una nueva vida, marcados por las cicatrices físicas y mentales del horror, pero finalmente libres. Habían escapado de la tradición que los consumía, demostrando que los lazos de sangre, cuando se tuercen por la locura, deben ser cortados para poder sobrevivir.
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