En las afueras de Cuatzacoalcos, donde el río se deslizaba perezoso bajo el sol inclemente de 1950, se alzaba una hacienda que los lugareños miraban con recelo. La llamaban las ánimas, aunque su verdadero nombre inscrito en documentos amarillentos era San Cristóbal. Su dueño, don Ernesto Mendoza, era un hombre de 60 años, cuya mirada gélida parecía penetrar el alma de quienes se atrevían a sostenerle la vista.
Aquella tarde de junio, mientras el cielo se teñía de naranja, Rosario López, sirvienta de la casa desde hacía 5 años, observaba desde la ventana de la cocina como su patrón recibía a una joven que bajaba de un destartalado autobús. Era delgada, de rostro pálido, enmarcado por una cabellera negra que le caía hasta la cintura.
No tendría más de 17 años. Es la cuarta en 2 años. murmuró Rosario para sí misma mientras secaba un plato de porcelana con manos temblorosas. La muchacha se llamaba Consuelo. Venía de un pueblo remoto de Chiapas, donde la pobreza se alimentaba de sueños y esperanzas. Don Ernesto había prometido a sus padres educación, comida y un futuro mejor para su hija, a cambio de que trabajara como dama de compañía para él, ahora que la soledad le pesaba tras la muerte de su esposa.
“Bienvenida a tu nuevo hogar, hija”, dijo don Ernesto con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. “Aquí serás tratada como parte de mi familia.” Consuelo asintió con timidez mientras contemplaba la imponente casa de dos plantas con sus paredes de piedra y ventanas altas protegidas por rejas de hierro forjado que semejaban garras.
Rosario observó todo con un nudo en el estómago. Sabía lo que significaba ser parte de la familia para don Ernesto. Lo había visto con Isabel, con María y con Lucía. Todas jóvenes como consuelo, todas desaparecidas misteriosamente después de meses en la hacienda. Esta noche cenaremos temprano ordenó don Ernesto al entrar a la cocina.
y prepara la habitación azul para la señorita Consuelo. Rosario asintió en silencio. La habitación azul, la misma donde habían dormido las otras chicas, ubicada junto a la de don Ernesto, conectada por una puerta que solo él podía abrir. Mientras la noche caía sobre la hacienda, los murmullos del pueblo crecían como el viento entre los árboles.
Algunos decían que las jóvenes habían huido cansadas de la vida en aquel lugar, alejado de todo. Otros más supersticiosos hablaban de sacrificios y rituales bajo la luna llena, pero nadie se atrevía a cuestionar a don Ernesto, cuyo poder en la región era tan grande como el miedo que inspiraba. Lo que nadie sabía era que en el sótano de la hacienda, tras una pesada puerta de roble que permanecía siempre cerrada, las respuestas aguardaban en la oscuridad, susurrando historias que helarían la sangre del más valiente.
La habitación azul no era precisamente azul. Sus paredes, alguna vez pintadas de un celeste pálido, ahora mostraban un tono grisáceo, como si el tiempo hubiera robado su color. Una cama de hierro forjado dominaba el centro cubierta con sábanas blancas almidonadas que Rosario había cambiado esa misma tarde.
En una esquina, un armario de caoba se alzaba imponente y junto a la ventana enrejada, un pequeño escritorio con una silla completaba el mobiliario. Consuelo dejó su maleta gastada sobre la cama. Lentro llevaba todas sus pertenencias: dos vestidos, ropa interior, un cepillo para el cabello y una pequeña muñeca de trapo que su abuela le había regalado antes de morir.
La contempló un momento antes de guardarla cuidadosamente bajo la almohada. “¿Necesita algo más, señorita?”, preguntó Rosario desde el umbral, con los ojos fijos en el suelo de madera que crujía bajo sus pies. “¡No! respondió Consuelo con voz queda. Estoy muy cansada del viaje. Rosario asintió y antes de cerrar la puerta añadió en un susurro apenas audible, “No abras su puerta durante la noche por nada del mundo.
” La puerta se cerró antes de que Consuelo pudiera preguntar el porqué de aquella extraña advertencia. se acercó a la ventana y contempló el paisaje nocturno. La luna iluminaba los campos de caña que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos, las luces tenues del pueblo parecían estrellas caídas. Durante la cena, don Ernesto había sido cordial, preguntándole por su familia, por sus estudios, por sus sueños.
parecía genuinamente interesado en ella, aunque algo en su mirada, en la forma en que sus ojos se detenían en su cuello cuando creía que no lo notaba, la hacía sentir incómoda. “Mañana te mostraré la hacienda”, le había dicho. “Es importante que conozcas tu nuevo hogar, cada rincón, cada secreto. Consuelo se disponía a ponerse el camisón cuando notó algo en la pared junto a la cabecera de la cama.

un pequeño agujero casi imperceptible. Se acercó y al examinarlo sintió un escalofrío. No era un agujero cualquiera. Parecía hecho intencionalmente, como si alguien quisiera observar desde el otro lado. Con el corazón latiendo aceleradamente, buscó algo para taparlo. Encontró un trozo de papel en el escritorio y lo pegó sobre el agujero con un poco de pasta dentífrica.
Apenas se había acostado cuando escuchó un ruido proveniente de la pared que compartía con la habitación de don Ernesto. Parecía el deslizamiento de un pestillo. Luego pasos lentos y pesados que se detenían frente a la puerta que conectaba ambas habitaciones. Consuelo contuvo la respiración.
El picaporte giró lentamente, pero la puerta no se abrió. estaba cerrada con llave desde su lado. Una precaución que había tomado instintivamente. Consuelo, ¿estás despierta? La voz de don Ernesto sonaba diferente, más grave, más hambrienta. Necesito hablar contigo sobre tus responsabilidades en la casa. Ella no respondió.
Fingió un sueño profundo mientras las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas. Después de lo que pareció una eternidad, escuchó a don Ernesto alejarse maldiciendo por lo bajo. Esa noche Consuelo no durmió. Permaneció sentada en la cama abrazando sus rodillas con la espalda contra la pared opuesta a la puerta compartida y en la oscuridad creyó escuchar algo más, un llanto lejano, como si viniera de las entrañas de la tierra, un lamento de voces femeninas que le heló la sangre.
El amanecer llegó con una niebla espesa que se arrastraba entre los árboles como un fantasma indeciso. Gonzuelo, con ojeras marcadas tras la noche en vela, salió de su habitación tan pronto como los primeros rayos de sol se filtraron por su ventana. Necesitaba aire, necesitaba pensar, necesitaba entender dónde se había metido. La casa estaba silenciosa, excepto por los sonidos provenientes de la cocina.
Allí encontró a Rosario, quien preparaba café en una vieja cafetera de Peltre. La mujer de mediana edad levantó la mirada al sentirla entrar y sus ojos se abrieron ligeramente al notar su aspecto desaliñado. “¿No pudo dormir, señorita?”, preguntó en voz baja, como si temiera ser escuchada.
Consuelo negó con la cabeza y se sentó en un taburete junto a la mesa de madera desgastada. “¡Ay, hay un agujero en la pared de mi habitación”, confesó. Y anoche, don Ernesto intentó entrar. Rosario dejó caer una taza que se hizo añicos contra el suelo de baldosas. Sus manos temblaban mientras recogía los pedazos. “No debería hablar de esas cosas”, murmuró.
“Los muros tienen oídos en esta casa.” Pero Consuelo, impulsada por el miedo y la desesperación, insistió, “Por favor, necesito saber qué está pasando aquí. ¿Qué le sucedió a las otras chicas? Sé que hubo otras antes que yo. Rosario miró nerviosamente hacia la puerta antes de acercarse a Consuelo. Salga conmigo al gallinero dijo en voz baja.
Necesito recoger los huevos para el desayuno. Una vez fuera, entre el cacareo de las gallinas y lejos de posibles oídos indiscretos, Rosario habló con voz temblorosa. Han sido cuatro en total. comenzó. Isabel fue la primera hace casi 3 años. Tenía 16. Venía de Oaxaca. Luego María de Veracruz y Lucía, que era de un pueblo cercano a Ciudad de México.
Todas entre 16 y ¿Qué les pasó? Preguntó Consuelo, aunque una parte de ella temía la respuesta. Desaparecieron. Rosario recogió un huevo y lo colocó cuidadosamente en su canasta. Don Ernesto dijo que habían huído, que eran malagradecidas después de todo lo que había hecho por ellas, pero yo se detuvo como si las palabras se negaran a salir de su garganta.
“¿Tú qué?”, insistió Consuelo. “Yo las escuché gritar”, confesó Rosario con lágrimas en los ojos. Una noche, hace 6 meses, escuché a Lucía gritar como si le estuvieran arrancando el alma. Venía del sótano. Don Ernesto me dijo al día siguiente que se había marchado durante la noche, pero sus cosas seguían en la habitación azul y había había sangre en las escaleras que bajaban al sótano.
La limpié sin hacer preguntas. Tengo cinco hijos que alimentar en el pueblo. No puedo perder este trabajo. Consuelo sintió que el mundo giraba a su alrededor. Quiso correr, escapar de aquel lugar maldito. Pero, ¿a dónde iría? Estaba a kilómetros del pueblo más cercano, sin dinero, sin conocer a nadie. Hay más, continuó Rosario, bajando aún más la voz.
Don Ernesto tiene un cuarto en el sótano que siempre está cerrado. Nadie puede entrar allí. Excepto él. A veces en las noches de luna llena lo he visto bajar con objetos extraños, hierbas, velas negras, un cuchillo de plata con inscripciones que no pude entender. ¿Crees que las mató?, preguntó Consuelo sintiendo náuseas. Rosario se persignó.
No lo sé, señorita, pero hay algo más que debes saber. La próxima luna llena es en tr días. En ese momento, la voz de don Ernesto resonó desde la casa llamando a Rosario. La mujer se sobresaltó casi dejando caer la canasta de huevos. “Tenga cuidado”, susurró apresuradamente a consuelo. “y busque una manera de salir de aquí antes de la luna llena”.
Después de un desayuno tenso durante el cual don Ernesto actuó como si nada hubiera ocurrido la noche anterior, Consuelo fue instruida para ordenar la biblioteca de la hacienda. Era una habitación amplia con estanterías que llegaban hasta el techo, llenas de libros antiguos, cuyo olor a papel viejo y cuero impregnaba el aire.
“Mi difunta esposa adoraba los libros”, comentó don Ernesto mientras le mostraba la sala. Quiero que los organices por temas y autores. Tómate tu tiempo. Hay mucho trabajo por hacer. Consuelo asintió en silencio, agradecida por tener una tarea que la mantendría ocupada y lejos de él. Don Ernesto la observó un momento más con esa mirada inquietante que parecía desvestirla antes de salir rumbo al pueblo para atender negocios.
Una vez sola, Consuelo comenzó a examinar los libros. La mayoría eran novelas clásicas, tratados de agricultura y algunos volúmenes de historia mexicana. Sin embargo, en un rincón apartado encontró una colección de textos que le heló la sangre, tomos sobre rituales aztecas, sacrificios humanos y magia negra.
Algunos estaban en idiomas que no reconocía, con ilustraciones perturbadoras de ceremonias donde sacerdotes extraían corazones de víctimas aún vivas. Mientras reorganizaba estos inquietantes volúmenes, uno de ellos cayó al suelo, revelando algo oculto tras la fila de libros, un pequeño cuaderno de cuero rojo.
Lo tomó con manos temblorosas y vio que tenía grabadas las iniciales LM en la portada. Lucía Martínez, la última chica antes que ella, con el corazón latiendo furiosamente, Consuelo abrió el diario y comenzó a leer. 20 de octubre, 1949. Hoy llegué a la hacienda San Cristóbal. Don Ernesto parece amable, aunque hay algo en sus ojos que me inquieta. La casa es hermosa, pero sombría.
Mi habitación es azul y tiene vista al campo de caña. Extraño a mi familia, pero sé que aquí tendré oportunidades que nunca tendría en mi pueblo. Consuelo pasó las páginas rápidamente leyendo fragmentos al azar. 15 de noviembre. Encontré un agujero en la pared junto a mi cama. Creo que alguien me observa mientras duermo.
Le pregunté a Rosario, pero actuó como si no supiera nada. 3 de diciembre. Anoche, don Ernesto intentó entrar en mi habitación. Dijo que tenía frío y quería compañía. Fingí estar dormida. No me gusta cómo me mira durante las comidas. 20 de diciembre. Hoy descubrí algo horrible.
Estaba limpiando el estudio de don Ernesto cuando encontré fotografías de otras chicas en un cajón. Isabel y María, según los nombres escritos al reverso, en las fotos están asustadas, atadas a una especie de altar de piedra. Tengo que escapar de aquí. La última entrada, con fecha del 10 de enero de 1950, estaba escrita con letra temblorosa. Ha descubierto que sé demasiado. Hoy me encerró en mi habitación. Dice que la luna llena de mañana es especial.
que estaba escrito que yo sería la tercera. Habla de un ritual para obtener juventud eterna de sangre virgen y corazones puros. He escondido este diario con la esperanza de que alguien lo encuentre. Si estás leyendo esto, por favor escapa. Él no es lo que parece.
En el sótano, detrás del barril grande de mezcal, hay una puerta secreta que lleva a un túnel. Era una ruta de escape durante la revolución. Es mi única esperanza ahora, aunque temo que sea demasiado tarde para mí. La luna llena se acerca y escucho sus pasos en el pasillo. El diario terminaba abruptamente. Consuelo sintió un escalofrío recorrer su espalda.
Ahora todo tenía sentido. Las desapariciones, los ruidos nocturnos, la obsesión de don Ernesto con jóvenes de cierta edad. guardó el diario entre sus ropas y continuó ordenando la biblioteca intentando mantener la compostura. Su mente trabajaba frenéticamente elaborando un plan. Si lo que Lucía había escrito era cierto, tenía una oportunidad de escapar.
Pero primero necesitaba confirmar la existencia del túnel. Y más importante aún, tenía que llegar al sótano sin levantar sospechas. Mientras colocaba los libros en las estanterías, escuchó el sonido de un automóvil aproximándose por el camino de tierra. Don Ernesto regresaba del pueblo y con él el tiempo de consuelo comenzaba a agotarse.
Esa noche, durante la cena, Consuelo observaba a don Ernesto con nuevos ojos. Ya no veía a un anciano solitario, sino a un depredador calculador, un monstruo disfrazado de benefactor. Cada sonrisa, cada gesto amable escondía intenciones macabras que ahora ella conocía perfectamente. ¿Te gusta el mole, Consuelo?, preguntó él limpiándose la boca con una servilleta de lino. Es una receta especial de rosario.
Está delicioso, señor, respondió ella, forzando una sonrisa mientras empujaba la comida alrededor de su plato. No había probado bocado, temiendo que estuviera drogada para facilitar sus planes. “Mañana es un día especial”, continuó don Ernesto sirviéndose más vino. Sus ojos brillaban con un entusiasmo perturbador. Hay luna llena.
¿Sabes? En las tradiciones antiguas, la luna llena de julio es particularmente poderosa. Los aztecas creían que era cuando el velo entre los mundos se hacía más delgado. Consuelo sintió que su estómago se encogía. Según Rosario, la luna llena era en tres días, pero don Ernesto acababa de confirmar que sería mañana. tenía menos tiempo del que pensaba.
“¡Qué interesante”, murmuró. “Me encantaría aprender más sobre esas tradiciones. Los ojos de don Ernesto se iluminaron. De verdad, la mayoría de las jóvenes de tu edad no aprecian el conocimiento ancestral. Tengo algunos libros que podría mostrarte mañana. Me gustaría mucho”, mintió ella. También me preguntaba. He oído que esta hacienda tiene un sótano.
Me encantaría conocer toda la casa si no es molestia. La sonrisa de don Ernesto vaciló por un instante. El sótano es solo un lugar para almacenar vino y provisiones. Nada interesante para una jovencita. Además, está húmedo y sucio. No es lugar para ti. Consuelo asintió fingiendo decepción.
Su intento de acceder al sótano había sido demasiado obvio. Necesitaría otro enfoque. Después de la cena, mientras don Ernesto se retiraba a su estudio para trabajar en asuntos importantes, Consuelo ayudó a Rosario a limpiar la mesa y lavar los platos. Cuando estuvieron solas, le mostró el diario. “Lo encontré en la biblioteca”, susurró. “Era de Lucía.
habla de un túnel de escape en el sótano detrás de un barril de mezcal. Rosario palideció. No debería tener eso, señorita. Si don Ernesto lo descubre, ¿es cierto lo del túnel? Insistió Consuelo. Rosario miró nerviosamente hacia la puerta antes de responder. Sí. Los antiguos dueños lo construyeron durante la revolución.
Conduce hasta una salida en el campo de caña a unos 500 m de la casa. Tengo que encontrarlo esta noche”, declaró Consuelo. “La luna llena es mañana, no en tres días.” “Mañana, Rosario dejó caer un plato que se estrelló contra el suelo. Pero el almanáque dice que es el viernes. Don Ernesto acaba de confirmarlo.” Respondió Consuelo. “No tengo tiempo que perder.
” Rosario guardó silencio un momento, como si estuviera librando una batalla interior. Finalmente, sacó una pequeña llave oxidada de su delantal. Esta abre la puerta del sótano, dijo entregándosela a consuelo. Espere hasta medianoche cuando don Ernesto esté dormido. Yo pondré unas gotas de láudano en su coñac nocturno para asegurarme de que duerma profundamente. Gracias.
Consuelo apretó la mano de la mujer. Ven conmigo. Podemos escapar juntas. Rosario negó con la cabeza. No puedo. Mis hijos dependen de este trabajo. Además, alguien debe quedarse para asegurarse de que don Ernesto no despierte antes de tiempo. A medianoche, tal como habían planeado, Consuelo salió silenciosamente de su habitación. Llevaba puesto su vestido más cómodo y zapatos resistentes.
En un pequeño bolso había guardado el diario de Lucía, su muñeca de trapo, un cuchillo de cocina que había tomado durante la cena y un pequeño paquete con pan y queso que Rosario le había preparado. La casa estaba sumida en un silencio sepulcral mientras Consuelo bajaba las escaleras, evitando cuidadosamente los escalones que crujían.
La puerta del sótano estaba oculta tras una alacena en la despensa, tal como Rosario le había indicado. La llave giró con un chirrido metálico que pareció resonar en toda la casa, pero nadie se movió. Al descender por las estrechas escaleras de piedra, el olor a humedad y algo más oscuro, algo metálico, asaltó sus fosas nasales.
El sótano estaba iluminado únicamente por la luz de la luna que se filtraba a través de pequeñas ventanas a nivel del suelo. Consuelo encendió una vela que había traído consigo y comenzó a explorar el espacio. Había estanterías con botellas de vino, sacos de grano y cajas de verduras secas.
En un rincón, tal como había descrito Lucía, se encontraba un enorme barril de mezcal. Consuelo se acercó y empujó con todas sus fuerzas. El barril se movió pesadamente, revelando una pequeña puerta de madera oculta tras él. Su corazón latía con fuerza mientras intentaba abrirla. Estaba cerrada, pero la madera estaba podrida por la humedad. Con el cuchillo y algo de esfuerzo, logró forzar la cerradura.
Estaba a punto de entrar en el túnel cuando un ruido la detuvo en seco, pasos descendiendo por la escalera del sótano. Y luego la voz de don Ernesto, fría y calmada. Pensabas que sería tan fácil consuelo. Ninguna lo logró antes que tú. Ninguna lo logrará jamás. Consuelo se giró lentamente.
En la penumbra del sótano, la figura de don Ernesto parecía más grande, más amenazante. Sostenía una lámpara de aceite en una mano y algo que brillaba metálicamente en la otra, un cuchillo ceremonial con inscripciones antiguas. “¿Cómo balbuceó ella, retrocediendo hasta que su espalda tocó la pared húmeda junto a la puerta del túnel? ¿Cómo supe que intentarías escapar? Don Ernesto sonríó. Una sonrisa carente de humanidad.
Siempre lo intentan. Y Rosario, la pobre y predecible Rosario, siempre creyendo que puede ayudarlas. Pero verás, hace años que sustituí su láudano por agua coloreada, una precaución necesaria. levantó la lámpara para iluminar mejor el rostro de Consuelo. Estudiándola como un científico, estudiaría a un espécimen particularmente interesante. Encontraste el diario de Lucía, supongo.
Descuidado de mi parte no buscarlo mejor, pero no importa ya. Consuelo apretó el cuchillo de cocina en su mano oculto entre los pliegues de su vestido. No se rendiría sin luchar. ¿Por qué haces esto?, preguntó intentando ganar tiempo buscando una salida.
Don Ernesto suspiró como si le fastidiara tener que explicar algo evidente. El tiempo consuelo es el enemigo de todos. Nos arruga, nos dobla, nos quiebra y finalmente nos mata. A menos, hizo una pausa dramática, a menos que uno conozca los secretos para detenerlo. Los aztecas lo sabían. Sus sacerdotes descubrieron que la sangre de jóvenes puras, derramada durante rituales específicos bajo la luna llena, podía transferir su juventud a quien bebiera de ella. Consuelo sintió náuseas. Estás loco.
Esos son mitos, supersticiones. De verdad, don Ernesto se acercó más, obligándola a mirar su rostro. Tengo 78 años con suelo. ¿Cuántos me calculas? Ella lo miró con horror. Era cierto que aparentaba muchos menos años de los que decía tener, pero había atribuido eso a buena genética o al trabajo al aire libre.
Comencé este camino hace 30 años, continuó él. Cada luna llena de julio, una joven virgen me entrega su corazón. Literalmente río ante su propio chiste macabro. Cada sacrificio me da un año más de juventud, pero últimamente el efecto se ha estado debilitando. Necesito algo más potente, cuatro sacrificios en cuatro lunas llenas consecutivas. Tú serás la cuarta y última, la culminación del ritual.
Don Ernesto dio un paso más hacia ella, bloqueándole cualquier vía de escape hacia las escaleras. Ven conmigo”, dijo extendiendo su mano libre. “Te mostraré algo interesante antes de que llegue tu momento Consuelo sabía que no tenía opción. Si intentaba escapar por el túnel, él la alcanzaría antes de que pudiera avanzar lo suficiente.
Su única esperanza era seguir ganando tiempo, esperar una oportunidad. Siguió a don Ernesto a través del sótano hasta una puerta de metal que nunca había visto. Él sacó una llave de su bolsillo y la abrió, revelando una habitación que parecía sacada de una pesadilla. En el centro había una losa de piedra tallada con símbolos antiguos, manchada de un color marrón oscuro que solo podía ser sangre seca.
Alrededor de la losa, velas negras en candelabros de plata. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con frascos que contenían líquidos de diversos colores y objetos que consuelo no quiso examinar demasiado. Pero lo más perturbador eran las tres figuras sentadas en sillas contra la pared del fondo.
Tres jóvenes mujeres con los ojos abiertos, pero vacíos, inmóviles, como muñecas de tamaño natural. Te presento a tus predecesoras”, dijo don Ernesto con un gesto hacia las figuras. Isabel, María y Lucía están preservadas por medios que los antiguos conocían bien. Sus corazones alimentan mi juventud, pero sus cuerpos me sirven como recordatorios de lo que el tiempo les habría hecho si no me hubieran entregado su juventud.
Consuelo no pudo contener un grito de horror. Las jóvenes parecían momificadas con la piel estirada sobre sus huesos, pero sus ojos sus ojos parecían vivos, atrapados en una expresión de terror eterno. “Mañana por la noche te unirás a ellas”, continuó don Ernesto acariciando el cuchillo ceremonial. Será rápido o no, depende de cuánto cooperes. En ese momento, un ruido en la parte superior de las escaleras del sótano captó su atención.
Don Ernesto frunció el seño. “Parece que tenemos compañía”, murmuró. “Espera aquí. No intentes nada, estúpido. No hay salida de esta habitación, excepto por esta puerta.” Cerró la puerta al salir, pero Consuelo escuchó con alivio que no giraba la llave. Estaba encerrada, sí, pero no bajo llave.
Una pequeña oportunidad se había abierto. En cuanto los pasos de don Ernesto se alejaron lo suficiente, Consuelo comenzó a examinar desesperadamente la habitación ritual, buscando otra salida o algo que pudiera usar como arma. El cuchillo de cocina que había tomado parecía insignificante comparado con el arsenal de instrumentos ceremoniales que don Ernesto poseía.
Se acercó con cautela a las tres figuras momificadas. De cerca parecían aún más perturbadoras. Sus cabellos largos y negros contrastaban con la piel apergaminada de sus rostros. Vestían camisones blancos idénticos, ahora amarillentos por el tiempo. Sus manos reposaban en sus regazos, rígidas como garras.
“Lo siento”, susurró consuelo, sintiendo lágrimas correr por sus mejillas. Lo siento tanto. Fue entonces cuando notó algo extraño. Una de las figuras, la que don Ernesto había identificado como Lucía, tenía algo apretado en su puño derecho, algo que brillaba tenuemente a la luz de las velas. Con manos temblorosas, Consuelo intentó abrir los dedos rígidos.
Requirió más fuerza de la que esperaba, pero finalmente logró extraer el objeto. Una pequeña llave de plata. Gracias. murmuró guardándola en su bolsillo sin saber para qué serviría, pero agradecida por cualquier cosa que pudiera ayudarla. Revisó las estanterías, evitando mirar demasiado de cerca los contenidos de los frascos. En uno de los estantes inferiores encontró varios libros antiguos con cubiertas de cuero desgastado.
Uno de ellos tenía un título en español, rituales de sangre y juventud eterna. lo abrió y ojeó rápidamente buscando algo, cualquier cosa que pudiera usar contra don Ernesto. La mayoría de las páginas contenían dibujos perturbadores y textos en Naatle, pero hacia el final encontró un pasaje subrayado en rojo. El ritual debe completarse antes de la medianoche de la luna llena.
Si la sangre no se derrama en el momento preciso, el ciclo se rompe y todos los años ganados se perderán de golpe. El practicante envejecerá rápidamente hasta alcanzar su verdadera edad, sufriendo el castigo de los dioses por su fracaso. Consuelo guardó esta información como si fuera un tesoro.
Si lograba retrasar el ritual hasta después de la medianoche, tal vez don Ernesto perdería su poder. Era una esperanza débil, pero la única que tenía. Escuchó voces provenientes del sótano principal. Una era la de don Ernesto, evidentemente enfadado. La otra rosario, imposible distinguir lo que decían, pero el tono de la discusión era intenso.
Se acercó silenciosamente a la puerta y la entreabrió apenas lo suficiente para ver sin ser vista. Don Ernesto estaba de espaldas a ella, enfrentando a Rosario, quien sostenía un crucifijo ante sí como si pudiera protegerla. “Sé lo que has estado haciendo”, gritaba la sirvienta. “He encontrado los huesos, don Ernesto, en el campo de caña está usted maldito, tonta mujer”, respondió él con desprecio. “Has servido bien a esta casa durante años.
No arruines eso ahora con acusaciones sin sentido. He avisado al pueblo continuó Rosario. Vienen en camino. El padre Domingo los guía. Saben sobre las chicas desaparecidas. El rostro de don Ernesto se transformó en una máscara de furia. Estúpida rugió abalanzándose sobre ella con el cuchillo ceremonial.
Consuelo no tuvo tiempo de pensar, empujó la puerta y corrió hacia ellos. blandiendo su pequeño cuchillo de cocina. “Rosario, cuidado!”, gritó. Todo ocurrió en un instante. Don Ernesto se giró sorprendido por la voz de consuelo. Rosario aprovechó el momento para empujarlo con todas sus fuerzas.
El hombre perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el borde de un barril. Quedó inmóvil en el suelo, un hilo de sangre manando de su 100. “¿Está muerto?”, preguntó Consuelo temblando. Rosario se arrodilló junto a él y comprobó su pulso. No solo inconsciente, pero no tenemos mucho tiempo. Debemos irnos antes de que despierte. Espera.
Consuelo recordó la llave de plata. Encontré esto en la mano de una de las chicas. Debe abrir algo importante. Rosario examinó la llave. es similar a la que usa para su despacho. Quizá ahí guarde documentos que prueben sus crímenes. Vamos a buscarlo, decidió Consuelo. Necesitamos pruebas para cuando llegue la gente del pueblo.
Subieron apresuradamente las escaleras hasta el despacho de don Ernesto en el primer piso. La llave de plata encajó perfectamente en la cerradura de un escritorio de Caova. Dentro encontraron un libro de contabilidad y debajo de este un grueso sobre de papel manila. Al abrirlo hallaron documentos de identidad falsos, dinero en efectivo y cartas que revelaban la verdadera identidad de don Ernesto Manuel Cárdenas, un médico de Ciudad de México que había huído hace 40 años tras ser acusado de experimentos ilegales con pacientes del hospital psiquiátrico donde trabajaba. Siempre
supe que ocultaba algo”, murmuró Rosario, pero “pero nunca imaginé que fuera tan monstruoso.” Un ruido en la planta baja la sobresaltó, pasos pesados y desiguales subiendo la escalera principal. “¡Ha despertado!”, susurró Consuelo, aterrorizada, “y viene por nosotras.
” Los pasos se acercaban lentamente, como si don Ernesto o Manuel Cárdenas, su verdadero nombre, estuviera herido, pero determinado a alcanzarlas. Consuelo y Rosario intercambiaron miradas de pánico. Estaban atrapadas en el despacho sin otra salida que la puerta principal quedaba al pasillo. “El balcón”, susurró Rosario, señalando las puertas de vidrio que conducían a un pequeño balcón sobre el jardín trasero.
“Podemos saltar, no es muy alto.” Sin perder tiempo, Consuelo guardó los documentos incriminatorios en su bolso y siguió a Rosario hacia el balcón. Afuera, la luna llena iluminaba el paisaje con una luz plateada que teñía todo de un blanco fantasmal. Era una noche despejada, sin una sola nube que ocultara el disco perfecto de la luna.
Iré primero”, dijo Rosario pasando una pierna sobre la barandilla de hierro forjado. En ese preciso momento, la puerta del despacho se abrió de golpe. Don Ernesto apareció en el umbral con el rostro manchado de sangre que emanaba de la herida en su 100. Sus ojos, inyectados en sangre, brillaban con una furia inhumana. En su mano derecha sostenía el cuchillo ceremonial.
No irán a ninguna parte. rugió avanzando hacia ellas con pasos inestables. “Salta!”, gritó consuelo a Rosario mientras ella misma se colocaba entre la sirvienta y don Ernesto, sosteniendo su pequeño cuchillo de cocina frente a sí en un gesto defensivo. Rosario dudó un segundo, pero al ver la determinación en el rostro de Consuelo, saltó.
Se escuchó un golpe seco y un gemido de dolor, pero luego la voz de la mujer llegó desde abajo. Estoy bien, salta tú también. Don Ernesto se abalanzó sobre Consuelo, quien logró esquivarlo por poco aprovechando su desequilibrio. El hombre tropezó y cayó contra el escritorio, derribando una lámpara de aceite que se rompió, derramando su contenido inflamable sobre la alfombra.
En cuestión de segundos, las llamas comenzaron a devorar el papel y la madera seca. El fuego se propagó con una velocidad aterradora, bloqueando la puerta del despacho. Consuelo corrió hacia el balcón, pero don Ernesto, en un último esfuerzo desesperado, la agarró por el tobillo. Si yo muero, tú te vienes conmigo gruñó tirando de ella con fuerza sobrehumana.
Consuelo cayó al suelo golpeándose la cabeza contra la varandilla. Aturdida, vio como don Ernesto se arrastraba hacia ella, el cuchillo ceremonial reflejando las llamas que crecían a su alrededor. “No puedo morir ahora”, dijo él con una voz que sonaba cada vez menos humana. “Necesito tu corazón. Necesito tu juventud.” Fue entonces cuando Consuelo notó algo extraño.
El rostro de don Ernesto estaba cambiando ante sus ojos. Su piel, antes tera para un hombre de su supuesta edad comenzaba a arrugarse rápidamente. Manchas de vejez aparecían en sus manos. Su cabello negro con algunas canas emblanquecía por completo en cuestión de segundos. No! Gritó él al darse cuenta de lo que ocurría.
sacó un reloj de bolsillo y lo miró con horror. Medianoche. No puede ser medianoche. Ya Consuelo recordó el pasaje del libro. Si el ritual no se completaba antes de la medianoche de la luna llena, todos los años ganados se perderían. Don Ernesto estaba envejeciendo ante sus ojos, alcanzando rápidamente su verdadera edad de 78 años.
Con un alarido de rabia y desesperación. Don Ernesto se lanzó una última vez contra ella, el cuchillo apuntando a su corazón. Consuelo rodó a un lado en el último momento. El cuchillo se clavó en la madera del suelo y cuando don Ernesto intentó sacarlo, sus huesos, ahora frágiles por la vejez súbita, se dieron con un crujido audible.
El hombre cayó de rodillas convertido en un anciano decrépito en cuestión de minutos. Las llamas se acercaban peligrosamente a ambos. “Ayúdame”, suplicó él extendiendo una mano arrugada hacia Consuelo. “Por favor, no me dejes morir así.” Por un instante, Consuelo dudó, pero entonces recordó a Isabel, a María y a Lucía, sus cuerpos preservados como trofeos macabros, sus vidas robadas para alimentar la vanidad de aquel monstruo.
Que Dios tenga misericordia de tu alma, dijo antes de saltar por el balcón. Aterrizó sobre un arbusto que amortiguó su caída. Rosario la ayudó a levantarse y juntas corrieron hacia el camino principal. alejándose de la hacienda que ahora estaba envuelta en llamas. A medio camino se encontraron con un grupo de hombres del pueblo, encabezados por un sacerdote de edad avanzada que debía ser el Padre Domingo. Traían antorchas y herramientas agrícolas como armas improvisadas.
“¡La casa está ardiendo!”, gritó Rosario. “Don Ernesto sigue dentro”. Algunos hombres corrieron hacia la hacienda para intentar controlar el incendio, pero era demasiado tarde. Las llamas habían consumido gran parte del segundo piso y se extendían rápidamente. Consuelo, exhausta y golpeada, se dejó caer en la tierra del camino.
Miró hacia el cielo, donde la luna llena brillaba impasible sobre la tragedia. Por un momento, le pareció que tenía un tinte rojizo, como si reflejara el fuego que devoraba la hacienda. O la sangre de las víctimas de don Ernesto. Se acabó”, murmuró sintiendo que un peso enorme se levantaba de sus hombros. Por fin se acabó.
La mañana llegó con un cielo nublado que parecía llorar por los horrores de la noche anterior. La hacienda San Cristóbal, otrora imponente, se había reducido a escombros humeantes y muros ennegrecidos que se alzaban como esqueletos carbonizados contra el horizonte gris. Consuelo, tras pasar la noche en casa del padre Domingo junto con Rosario, regresó acompañada por un grupo de hombres del pueblo y dos policías rurales que habían sido llamados desde Coatsacoalcos.
Su rostro mostraba las marcas del humo y algunos cortes, pero en sus ojos brillaba una determinación inquebrantable. Dicen que no han encontrado su cuerpo”, comentó uno de los policías mientras caminaban entre los restos calcinados de lo que fuera el salón principal. “Es extraño. El fuego no pudo consumirlo por completo. Quizás logró escapar”, sugirió el otro oficial, escéptico ante toda la historia que Consuelo y Rosario habían relatado. “No”, respondió Consuelo con firmeza. “Lo vi envejecer en segundos.
Sus huesos se volvieron frágiles, como el cristal. No tenía fuerzas para escapar. El policía mayor la miró con una mezcla de compasión y duda. Era evidente que creía que el trauma había afectado su percepción de los hechos. “Miren”, interrumpió Rosario, señalando hacia una sección de suelo que había cedido el sótano.
Ahí estaba su cuarto especial. Con cuidado, los hombres despejaron los escombros y abrieron un camino hacia el sótano. El fuego no había llegado con tanta fuerza a este nivel, protegido por los gruesos muros de piedra. El cuarto ritual estaba prácticamente intacto, aunque lleno de agua sucia por los esfuerzos para apagar el incendio.
Los policías quedaron petrificados ante lo que encontraron. Las tres figuras mommificadas seguían sentadas contra la pared, con sus ojos vacíos, mirando eternamente hacia la nada. El altar de piedra en el centro, los instrumentos rituales, los frascos con contenidos innombrables. Todo estaba allí, tal como Consuelo lo había descrito. “Santo Dios”, murmuró el policía mayor persignándose.
Era verdad. Todo era verdad. En una esquina de la habitación encontraron un pequeño cofre de hierro que había resistido el calor y el agua. Dentro había más documentos, registros detallados de las jóvenes que don Ernesto o Manuel Cárdenas había secuestrado a lo largo de 30 años.
No solo Isabel, María y Lucía, sino docenas más, todas con fotografías, datos personales y macabras notas sobre sus contribuciones al ritual. “Esto es monstruoso”, dijo uno de los hombres del pueblo, incapaz de seguir mirando los documentos. Consuelo tomó uno de los papeles con manos temblorosas. Era una lista de ingredientes para el ritual junto con instrucciones precisas y dibujos detallados.
Al final de la página, una nota manuscrita. El ritual funciona, pero cada vez necesito más. La juventud se desvanece más rápido, como arena entre los dedos. Es el precio por desafiar a la naturaleza. Tal vez los dioses antiguos están enfadados conmigo por robar su secreto. No importa.
encontraré la manera de hacerlo permanente, aunque tenga que sacrificar a 100 vírgenes. ¿Realmente creía en todo esto?”, preguntó uno de los policías. ¿Realmente pensaba que estaba obteniendo juventud eterna mediante estos rituales? Lo que creía no importa”, respondió Consuelo. “Lo que importa es que estas jóvenes murieron por su locura y que ahora pueden descansar en paz.
” Mientras los policías recogían evidencias y los hombres del pueblo preparaban un transporte para llevar los cuerpos momificados al cementerio local, Consuelo se apartó un poco, necesitando un momento a solas. caminó hacia lo que quedaba del jardín trasero y se sentó en un banco de piedra milagrosamente intacto.
Fue entonces cuando vio algo entre los arbustos chamuscados, un pequeño objeto que brillaba bajo la tenue luz que se filtraba entre las nubes. Se acercó y lo recogió. Era el reloj de bolsillo de don Ernesto, el mismo que había consultado con horror al darse cuenta de que la medianoche había llegado.
Lo abrió y vio que se había detenido exactamente a las 12 en punto, pero había algo más grabado en la cara interior de la tapa, un mensaje en letra diminuta. La verdadera inmortalidad está en ser recordado. El miedo es mi legado. Un escalofrío recorrió la espalda de consuelo. Miró hacia las ruinas humeantes de la hacienda, sintiendo una inquietud persistente. No habían encontrado el cuerpo de don Ernesto.
Era posible que de alguna manera hubiera logrado escapar. En ese momento, Rosario se acercó interrumpiendo sus pensamientos. Encontraron una salida del túnel, dijo jadeando por la carrera. Está a unos 500 metros de aquí, tal como decía el diario de Lucía, pero hay algo extraño. Parece que alguien la utilizó recientemente. Hay huellas en el barro que se alejan hacia el campo de caña.
Consuelo miró el reloj una vez más antes de guardarlo en su bolsillo. Quizás nunca sabrían con certeza el destino final de Manuel Cárdenas, el hombre que se hacía llamar don Ernesto. Tal vez había muerto en el incendio y su cuerpo se había reducido a cenizas. O tal vez en un último acto de voluntad sobrehumana había logrado arrastrarse hasta el túnel y escapar solo para morir en algún lugar solitario del campo de caña consumido por su verdadera edad. Lo que sí sabían era que su reino de terror había terminado.
Las jóvenes a las que había robado la vida serían enterradas con dignidad. Sus familias finalmente tendrían respuestas y consuelo. Consuelo tendría que aprender a vivir con los recuerdos de aquella noche de luna llena cuando enfrentó a un monstruo humano y sobrevivió para contar la historia.
Un año después del incendio de la hacienda San Cristóbal, Consuelo regresó a Cuatzacoalcos. Vestía un sencillo vestido azul y llevaba el cabello recogido en una trenza. A sus años parecía mayor, como si la experiencia vivida hubiera acelerado su maduración. El autobús la dejó en la plaza principal del pueblo, que poco había cambiado desde su última visita.
Las mismas casas de colores desbaídos, la misma iglesia colonial con su campanario que marcaba las horas, los mismos ancianos jugando dominó a la sombra de los árboles. Rosario la esperaba en la entrada de su pequeña casa a las afueras del pueblo. Se abrazaron en silencio, comunicándose más de lo que las palabras podrían expresar.
¿Cómo están tus hijos?, preguntó Consuelo mientras entraban a la modesta vivienda. Creciendo demasiado rápido sonrió Rosario sirviendo café en dos tazas de barro. Antonio ya tiene 14 años y habla de ir a la ciudad a buscar trabajo. No quiere ser campesino como su padre. Consuelo asintió recordando que el marido de Rosario había muerto años atrás, dejándola sola con cinco hijos.
Ahora trabajaba lavando ropa para las familias acomodadas del pueblo. Un trabajo duro, pero que al menos le permitía estar cerca de sus hijos. Y tú, preguntó Rosario, ¿te ves bien? ¿Cómo te va en Ciudad de México? Bien, respondió Consuelo. Trabajo como asistente en una biblioteca y estudio por las noches.
No es fácil, pero se detuvo buscando las palabras correctas. Me siento viva, Rosario, después de lo que pasamos, valoro cada día como un regalo. Bebieron su café mientras conversaban sobre cosas cotidianas, evitando inicialmente el tema que las había reunido. Finalmente, Rosario sacó un periódico doblado de un cajón.
“Llegó hace tres días”, dijo entregándoselo a Consuelo. “Por eso te pedí que vinieras.” Consuelo desdobló el periódico. Era el Universal, uno de los diarios nacionales más importantes. En una esquina de la tercera página, un pequeño artículo captó su atención. Hallazgo macabro en Veracruz. Pescadores descubren restos humanos en Manglar.
Pescadores de la localidad de Alvarado encontraron ayer los restos de lo que podría ser un anciano en avanzado estado de descomposición. Según fuentes policiales, el cuerpo estaba parcialmente enterrado en el lodo del manglar y presentaba signos de haber estado allí durante aproximadamente un año.
Entre las pertenencias encontradas junto al cadáver había un cuchillo con inscripciones antiguas y un anillo con el emblema de la Universidad Nacional Autónoma de México. Facultad de Medicina. Promoción 1910. Consuelo dejó el periódico sobre la mesa, su mano temblando ligeramente. ¿Creen que es él, verdad?, preguntó Rosario. Asintió.
El padre Domingo habló con la policía de Alvarado. La descripción del cuchillo coincide con el que él usaba en sus rituales y el anillo confirmaría su verdadera identidad como Manuel Cárdenas, el médico que escapó de Ciudad de México. Entonces logró salir del incendio”, murmuró con suelo, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. Usó el túnel y llegó hasta el manglar, pero no llegó más lejos. añadió Rosario.
Probablemente su cuerpo no resistió el esfuerzo o quizás, como tú dijiste, envejeció de golpe y murió solo, lejos de todo. Consuelo permaneció en silencio procesando la información. Durante el último año, una parte de ella había temido que don Ernesto hubiera sobrevivido de alguna manera, que estuviera en algún lugar planeando su venganza. Ahora, por fin podía cerrar ese capítulo de su vida.
Hay algo más, dijo Rosario, levantándose para buscar algo en un pequeño baúl. Después del incendio, cuando limpiaron los escombros para reconstruir parte de la hacienda, encontraron esto en lo que quedaba del sótano. Le entregó un cuaderno de cuero negro, sus páginas amarillentas, pero aún legibles. Consuelo lo abrió con cuidado.
Era un diario escrito con la pulcra caligrafía de don Ernesto. Comienza en 1920, explicó Rosario. cuando todavía era un respetado médico en la capital. El padre Domingo lo ha leído entero. Dice que documenta su descenso a la locura y la obsesión. Consuelo pasó las páginas deteniéndose ocasionalmente para leer fragmentos. 10 de junio 1920.
Hoy cumplí 48 años. El tiempo se me escapa entre los dedos. Veo canas nuevas cada mañana. ¿Es esto todo lo que la vida ofrece? Nacer, crecer, marchitarse y morir. 3 de septiembre 1921, en la biblioteca de la universidad encontré un manuscrito fascinante sobre rituales aztecas para prolongar la vida. La mayoría lo descartaría como superstición, pero yo veo potencial científico en esas prácticas ancestrales.
Las entradas continuaban narrando como sus experimentos iniciales con animales dieron paso a pruebas con pacientes del hospital psiquiátrico donde trabajaba. Cómo fue descubierto y tuvo que huir adoptando una nueva identidad. ¿Cómo estableció la hacienda San Cristóbal como su base de operaciones? Hacia el final del diario, las entradas se volvían cada vez más erráticas, mezclando español con frases en nawatle, incluyendo dibujos de símbolos extraños y cálculos sobre ciclos lunares.
La última entrada, fechada el día del incendio, decía simplemente, “Esta noche completaré el ciclo, la cuarta virgen, bajo la cuarta luna llena, juventud eterna. Por fin, si fallo, que alguien más continúe mi obra. El secreto está en la sangre. Siempre ha estado en la sangre.
Consuelo cerró el diario sintiendo una mezcla de repulsión y pena. Manuel Cárdenas había sido un hombre brillante que permitió que sus miedos y obsesiones lo convirtieran en un monstruo. “¿Qué harás con esto?”, preguntó a Rosario. “El padre Domingo sugiere quemarlo,”, respondió ella. dice que contiene conocimientos que nadie debería poseer, pero quería que lo vieras primero.
Tú, más que nadie tienes derecho a decidir. Consuelo miró el diario pensando en todas las vidas que se habían perdido por las ideas retorcidas que contenía. Pensó en Isabel, María y Lucía, cuyos cuerpos habían sido finalmente enterrados en el cementerio local con cruces que llevaban sus nombres para que nunca fueran olvidadas. “Quémalo”, dijo finalmente.
“Pero guardemos las páginas que documentan sus crímenes. Las familias de esas chicas merecen saber la verdad.” Esa noche, en el patio trasero de la casa de Rosario, quemaron el diario página por página, guardando solo aquellas que servirían para traer algo de paz a las familias de las víctimas.
Mientras las llamas devoraban el papel, Consuelo sintió que un peso se levantaba de sus hombros. ¿Volverás algún día?, preguntó Rosario mientras veían morir las últimas brasas. Consuelo contempló las estrellas que brillaban en el cielo nocturno. “No lo sé”, respondió honestamente.
“Hay demasiados recuerdos aquí, pero también hay personas como tú que me recuerdan que la bondad existe incluso en los lugares más oscuros.” Se quedaron en silencio observando como las cenizas del diario se elevaban en el aire nocturno, llevándose consigo los horrores del pasado. Manuel Cárdenas, el hombre que se hacía llamar Don Ernesto, había buscado la inmortalidad a través del sufrimiento ajeno.
Al final, lo único que había logrado era asegurar que su nombre fuera recordado con miedo y desprecio. consuelo. En cambio, había encontrado algo más valioso, la fuerza para enfrentar la oscuridad y sobrevivir, para reconstruir su vida y ayudar a otros a sanar. Quizás esa era la verdadera inmortalidad, vivir de tal manera que tu presencia en el mundo dejara un legado de luz, no de sombras.
Cuando la luna se elevó en el cielo, no era roja como aquella noche fatídica, sino plateada y serena, iluminando un camino hacia el futuro que, a pesar de todo, prometía esperanza. M.
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