La horrible historia de las hermanas Balcázar comienza en la desolada Sierra de Durango, donde se convirtieron en las amantes de su propio padre.
Corría diciembre de 1898 en el rancho “Los Cedros”. El viento rugía entre los pinos mientras la nieve comenzaba a caer sobre aquellas montañas olvidadas por Dios y el gobierno porfirista. Don Sebastián Balcázar, un hombre de 50 años de manos callosas y mirada penetrante, observaba desde el portal de su casa de adobe cómo sus tres hijas mayores regresaban del arroyo.
Lucía, de 25 años, caminaba con paso firme. Su cabello negro azabache caía en una espesa trenza y sus ojos reflejaban una determinación heredada. Detrás venía Remedios, de 20 años, más delgada y de aspecto frágil, pero con una resistencia sorprendente. Cerraba la marcha Esperanza, la más joven, con una tristeza permanente en su rostro ovalado.
La madre de las muchachas, Doña Refugio, había muerto tres años atrás durante un parto en el que también falleció el bebé. Desde entonces, la dinámica del rancho cambió de maneras inimaginables. Don Sebastián se volvió más severo, exigente y brutalmente presente en la vida de sus hijas, obligándolas a trabajar desde el amanecer hasta el atardecer y castigando cualquier error con violencia desproporcionada.
Esa tarde, mientras las muchachas preparaban la cena, Don Sebastián bebía mezcal junto al fuego. La verdad era un secreto podrido que corroía el alma de aquella casa. Había comenzado dos años atrás, poco después del aniversario de la muerte de Doña Refugio. Una noche, Don Sebastián entró en la habitación que compartían sus hijas. Lucía despertó sintiendo el peso de su padre sobre ella y el aliento a alcohol quemándole el rostro. Intentó gritar, pero la mano callosa de su padre le tapó la boca con una fuerza brutal.
Aquella noche marcó el inicio de un infierno sin escapatoria. Don Sebastián les advirtió que si decían algo, las mataría. Estaban aisladas en medio de la montaña, a dos días de camino del pueblo más cercano. En aquellos tiempos, la palabra de un padre era ley absoluta.
Las visitas nocturnas se volvieron rutinarias. Don Sebastián se turnaba entre sus tres hijas con una crueldad calculada. Lucía intentó resistirse una vez; él respondió golpeándola con el cinturón hasta dejarla inconsciente. Lucía comprendió que la resistencia en solitario solo conllevaba más dolor.
El invierno de 1898 fue particularmente crudo, bloqueando los caminos y aislándolos por completo. Una noche de enero, mientras el viento aullaba, Don Sebastián, más alcoholizado que de costumbre, entró en la habitación y le ordenó a Lucía que lo siguiera. Cuando ella regresó horas después, sus hermanas no preguntaron nada. El apoyo mutuo creaba un lenguaje silencioso.
La vida transcurría con una brutal monotonía: levantarse antes del amanecer, alimentar a los animales, lavar en el arroyo helado, cocinar, limpiar y soportar el horror nocturno.
Remedios empezó a mostrar signos de enfermedad mental. Hablaba sola, conversando con su madre muerta, y a veces soltaba carcajadas estruendosas y vacías que helaban la sangre.
En febrero, cuando la nieve empezó a derretirse, llegó al rancho Don Florencio Medina, un comerciante ambulante. Mientras Don Sebastián revisaba mercancías, Lucía se acercó al viejo comerciante.
“Don Florencio”, susurró, “necesito preguntarle algo. ¿Podría traernos veneno para ratas? Tenemos una plaga terrible en el granero”.

El viejo comerciante la miró con preocupación. Había algo en los ojos de aquella muchacha que lo inquietaba, una desesperación apenas contenida. “Por supuesto, señorita”, asintió despacio. “En mi próximo viaje le traeré el mejor exterminador”.
Esa noche, Lucía permaneció despierta. Por primera vez en años, una chispa brilló en su pecho. No era esperanza de salvación, sino algo más oscuro y definitivo: la esperanza de un final.
A principios de marzo, Don Florencio regresó. Discretamente, entregó a Lucía un pequeño paquete envuelto en papel. “Aquí tiene. Tenga mucho cuidado, es muy fuerte. Una sola pizca basta para matar a toda una familia de ratas”.
Esa noche, Lucía reunió a sus hermanas en el establo mientras su padre roncaba.
“Tenemos que acabar con esto”, dijo Lucía con voz firme. “No podemos seguir viviendo así. Al final nos matará a todas o nos volveremos locas como Remedios”.
“¿Qué propones?”, susurró Esperanza. “No podemos huir. Nos encontraría”.
“No propongo huir”, respondió Lucía, sacando el paquete. “Propongo que lo matemos”.
El silencio fue absoluto. Remedios comenzó a reír de esa manera perturbadora, sin alegría.
“¡Lucía, es nuestro padre!”, sollozó Esperanza. “¡Nos iremos al infierno!”
“Ya estamos en el infierno”, replicó Lucía con amargura. “Prefiero arder que seguir viviendo así un día más. Diremos que se cayó del caballo, que se golpeó la cabeza. Es creíble”.
Remedios dejó de reír y miró fijamente a Lucía. “Yo lo haré”, dijo con una voz sorprendentemente clara. “Yo pondré el veneno en su comida. Si vamos a arder en el infierno, que sean mis manos las primeras”.
El pacto quedó sellado en las sombras del establo.
La oportunidad se presentó un sábado por la tarde. Don Sebastián, que bebía desde temprano, anunció que quería mole para la cena, ese plato elaborado que Doña Refugio solía preparar. El mole, con su compleja mezcla de ingredientes, era perfecto para disimular cualquier sabor extraño.
Lucía y Esperanza prepararon los ingredientes con cuidado obsesivo. Remedios observaba desde un rincón, sosteniendo el paquete. Cuando el mole bullía a fuego lento, Remedios se acercó y, con manos firmes, vertió todo el contenido en la olla de barro. Lucía lo removió con cuidado.
Don Sebastián llegó a la mesa. “Huele bien”, gruñó antes de llevarse la primera cucharada a la boca. “Casi tan bueno como el de tu madre”.
Las tres hermanas observaban en silencio, sin tocar su propia comida. Él devoraba el mole con apetito voraz. Se sirvió una segunda porción, y luego una tercera, bebiendo mezcal entre bocados. Cuando terminó, eructó con satisfacción y se dirigió tambaleándose a su habitación.
Las hermanas limpiaron la mesa en silencio, esperando. Los minutos se arrastraban. Pasó una hora. Luego dos. Creyeron que el veneno no había funcionado, cuando oyeron un gemido proveniente de la habitación. Luego un grito, más fuerte, seguido de un alarido.
Lucía se acercó con cautela a la puerta. Don Sebastián estaba en el suelo, retorciéndose de dolor, las manos en el estómago, vomitando una sustancia oscura. Sus ojos estaban inyectados en sangre. “¡Agua!”, gritó entre convulsiones. “¡Agua, me muero!”
Lucía cerró la puerta y regresó a la cocina. “Se está muriendo”, dijo con sencillez. “Pide agua”.
“Que sufra”, respondió Remedios con una voz fría. “Como nos hizo sufrir a nosotras”.
Los gritos de Don Sebastián se prolongaron durante horas. Gritaba, pedía auxilio, maldecía y suplicaba. Las hermanas permanecieron en la cocina, sentadas alrededor de la mesa, tomadas de la mano, escuchando cada gemido. Era una vigilia macabra, pero necesaria.
Hacia el amanecer, los gritos cesaron. El silencio que siguió fue ensordecedor.
Lucía abrió la puerta del todo. Don Sebastián Balcázar yacía inmóvil. Sus ojos permanecían abiertos, fijos en el techo, congelados en una expresión de agonía.
“Murió”, anunció Lucía.
Las tres hermanas se abrazaron, llorando no de tristeza, sino de un alivio profundo y aterrador. Habían matado a su propio padre. Habían cruzado una línea de la que jamás podrían volver. Pero en ese instante, se sintieron libres.
El encubrimiento comenzó de inmediato. Limpiaron la habitación, lavaron el cuerpo y lo vistieron. Arrastraron el cadáver hasta el establo. Lucía golpeó la cabeza del cuerpo varias veces contra una viga de madera, creando heridas que parecían de una caída. Colocaron el cuerpo cerca de la escalera junto a una botella de mezcal derramada. La escena sugería un accidente fatal por borrachera.
Esperaron hasta el mediodía antes de “descubrir” el cuerpo. Sus gritos y llantos fueron convincentes, pues lloraban por todo lo que habían perdido y lo que acababan de hacer.
Nadie sospechó nada. La historia del ranchero que murió en un accidente por el alcohol era común. Don Florencio, el vendedor, asistió al funeral. Se acercó a Lucía cuando estaba sola.
“Siento mucho su pérdida, señorita”, dijo en voz baja. “Era un hombre difícil, pero era su padre”.
Lucía lo miró fijamente. “Era un monstruo, Don Florencio. Ahora está muerto”.
El viejo comerciante sostuvo su mirada. En sus ojos había comprensión, quizás complicidad tácita. Había visto suficiente como para imaginar lo que realmente sucedió. “Que en paz descanse”, dijo, y se marchó.
La vida cambió. Las hermanas se convirtieron en propietarias de “Los Cedros”, pero la libertad tuvo un precio. Remedios nunca se recuperó; seguía perdida en su mundo interior. Esperanza desarrolló un miedo patológico a los hombres y tenía pesadillas constantes. Lucía asumió el rol de matriarca, administrando el rancho, pero cargando con el peso de su crimen.
En 1900, llegó al rancho un sacerdote itinerante, el Padre Miguel. Había oído rumores sobre las hermanas.
“Hermanas”, dijo el sacerdote, “vine porque me preocupa el estado de sus almas”.
Fue Remedios quien habló, con esa claridad que solo usaba en sus momentos de lucidez: “Padre, si el secreto es que matamos a un monstruo, ¿nos perdonaría Dios por eso?”
El Padre Miguel palideció. Lucía, cansada de guardar el secreto, le contó todo: los abusos, el terror, el veneno, la muerte.
El joven sacerdote escuchó horrorizado. “Dios mío”, susurró. “Lo que hicieron fue un pecado mortal. Matar es un pecado contra Dios… Pero”, hizo una pausa, “lo que ese hombre les hizo fue una abominación. No puedo absolver este pecado, pero tampoco puedo en conciencia denunciarlas. Las leyes de los hombres no protegen a las mujeres como deberían. Dediquen el resto de sus vidas a la oración y a las obras de caridad. Quizás, solo quizás, cuando llegue el juicio final, Dios tenga misericordia de sus almas”.
El Padre Miguel guardó el secreto hasta su muerte.
Las hermanas siguieron su consejo. Lucía usó los recursos del rancho para ayudar a familias necesitadas. Esperanza encontró consuelo en la oración. Remedios, en sus momentos lúcidos, cuidaba a los niños de otras familias.
Los años pasaron. La Revolución Mexicana estalló, saqueando el rancho varias veces, pero las hermanas sobrevivieron. En 1915, Remedios murió en paz durante una de sus crisis. Esperanza la siguió en 1922, víctima de la gripe. Lucía las enterró juntas en una colina detrás del rancho.
Lucía vivió hasta 1935. Durante sus últimos años, el rancho decayó. Un día de primavera, un joven del pueblo llamado Carlos subió a “Los Cedros” y encontró a la anciana Lucía inmóvil en su silla del portal. Había fallecido durante la noche.
En su regazo había una libreta oscura. Carlos la tomó y comenzó a leer. Era la confesión completa de Lucía: la historia de los abusos, el asesinato de su padre y los años de expiación. La última entrada decía: “Voy a reunirme con mis hermanas. Que Dios tenga misericordia de nuestras almas”.
Carlos llevó el cuaderno al párroco de San José del Progreso. El sacerdote, un hombre pragmático, lo leyó con horror. “Que muera con ella”, dijo, arrojando el cuaderno al fuego. “No se gana nada revelando esta tragedia”.
Pero antes de que el cuaderno quedara calcinado, Carlos había memorizado algunos pasajes. Los compartió en el pueblo, y poco a poco, la historia comenzó a circular. Con cada repetición, la verdad se mezcló con la ficción. Algunos las recordaban como heroínas; otros, como asesinas parricidas.
Tras la muerte de Lucía, el rancho “Los Cedros” quedó abandonado. La naturaleza reclamó las estructuras y las tres cruces de madera en la colina desaparecieron.
La historia de las hermanas Balcázar se convirtió en una leyenda oscura de la sierra. Algunos dicen que en noches de luna llena se pueden oír voces femeninas cantando cerca de las ruinas. Más allá de lo sobrenatural, su historia persiste como una advertencia sombría, susurrada en el viento de la sierra: una leyenda de horror, pecado y la desesperada búsqueda de libertad.
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