El pueblo de San Miguel de Allende no era más que un conjunto de casas de adobe y piedra, calles empedradas y una plaza central con una iglesia colonial que había resistido el paso del tiempo.

En este lugar donde todos conocían los secretos de sus vecinos vivía don Julián Herrera, un hombre de 62 años que había sido respetado alguna vez por su posición como dueño de la hacienda más próspera de la región. Los años habían pasado y su fortuna seguía intacta, pero su prestigio se había desvanecido tras la muerte de su esposa Magdalena 12 años atrás. La casona de don Julián se alzaba en lo alto de una colina, separada del resto del pueblo por un camino de tierra que serpenteaba entre cipreses. Era una construcción imponente, con amplios corredores, techos altos y ventanas que permanecían cerradas casi todo el tiempo. Los habitantes del pueblo habían aprendido a evitar ese camino, especialmente al anochecer, cuando las sombras de los árboles se estiraban como dedos sobre la tierra. “Dicen que el viejo se ha vuelto loco,” murmuraban las mujeres en el mercado, cubriéndose la boca con las manos. “Que no deja salir a la pobre Lucía más que para ir a misa los domingos”.

Lucía Herrera había cumplido 22 años la semana anterior, aunque nadie en el pueblo había sido invitado a celebrarlo. Era una joven hermosa, de cabello negro como la noche y piel pálida que parecía no haber conocido nunca el sol. Sus ojos, grandes y expresivos, reflejaban una tristeza que contrastaba con su juventud. Cuando caminaba junto a su padre por la plaza después de misa, lo hacía con pasos medidos, como si cada movimiento hubiera sido ensayado cientos de veces.

Don Julián contemplaba el retrato de su difunta esposa en el salón principal de la casona. La luz del atardecer se filtraba por una pequeña rendija entre las cortinas, iluminando el rostro de Magdalena. Había sido una mujer extraordinariamente bella, con ese mismo cabello oscuro y esos mismos ojos que ahora poseía su hija. “Ya está casi lista”, murmuró para sí mismo mientras pasaba los dedos por el marco dorado del retrato. “Solo necesita unos ajustes más.”

El sonido de la puerta principal abriéndose lo sacó de sus pensamientos. Elena, la criada que llevaba más de 30 años trabajando para la familia, entró con una bandeja de plata. “Don Julián, la merienda está servida”, anunció con voz monótona. Sus ojos evitaron el retrato, como siempre. “La señorita Lucía ya está en el comedor.”

El hombre asintió y se dirigió al comedor con pasos lentos pero firmes. Al entrar, encontró a Lucía sentada en la cabecera opuesta de la larga mesa de roble, con la espalda recta y las manos sobre el regazo, exactamente como él le había enseñado. “Buenas tardes, padre”, saludó ella con voz suave.

Don Julián la observó detenidamente. El vestido azul pálido que llevaba era una réplica exacta del que Magdalena solía usar para las meriendas. El peinado, un recogido elegante con algunos mechones enmarcando su rostro, también era idéntico. Incluso la manera en que sostenía la taza de té, con el meñique ligeramente separado, era un reflejo perfecto de su madre. “Buenas tardes, Lucía”, respondió finalmente. “Hoy has tardado 3 minutos más de lo habitual en arreglarte.”

La joven bajó la mirada avergonzada. “Lo siento, padre. No volverá a ocurrir.”

“Eso espero. La puntualidad era una de las virtudes más admirables de tu madre.”

Elena sirvió el té en silencio, con movimientos mecánicos que delataban años de repetir las mismas acciones. Sus manos, gastadas y arrugadas, temblaban ligeramente mientras llenaba la taza de don Julián. “El doctor Velasco ha preguntado por ti”, comentó Elena cuando terminó de servir. “Dice que necesita hablar con usted sobre los medicamentos de la señorita.”

Don Julián frunció el ceño. “Dile que venga mañana a las 5, ni un minuto antes, ni un minuto después.”

Elena asintió y salió del comedor, dejándolos solos. El silencio que siguió solo era interrumpido por el sonido de las cucharillas contra la porcelana de las tazas.

“¿Has practicado el piano hoy?”, preguntó don Julián.

“Sí, padre. Tres horas, como indicaste, la sonata de Beethoven ya casi está perfecta.”

“Casi no es suficiente, Lucía. Tu madre la tocaba impecablemente.”

Lucía asintió, conteniendo un suspiro. Sus dedos dolían después de horas repitiendo las mismas notas una y otra vez, intentando alcanzar la perfección que su padre exigía.

El resto de la merienda transcurrió en silencio. Cuando terminaron, don Julián se levantó y se dirigió a su despacho, no sin antes recordarle a Lucía que debía practicar bordado durante la siguiente hora. Al quedarse sola, la joven miró por la ventana. El cielo comenzaba a oscurecerse y algunas nubes amenazaban tormenta. A lo lejos podía ver las luces del pueblo encendiéndose una a una. Allí estaba la vida, la libertad que ella nunca había conocido.

Elena entró para recoger la vajilla. “El joven Martínez vino esta mañana”, susurró la criada, asegurándose de que don Julián no pudiera escucharla. “Dejó esto para ti.” Disimuladamente, colocó un pequeño papel doblado bajo la servilleta de Lucía.

La joven lo tomó y lo escondió rápidamente entre los pliegues de su vestido. “Gracias, Elena”, murmuró. “¿Mi padre lo vio?”

“No, señorita, vino cuando él estaba en el despacho con el contador.”

Lucía asintió agradecida. Miguel Martínez era el hijo del médico del pueblo, un joven con quien había intercambiado miradas durante las misas dominicales. Hacía unas semanas había comenzado a enviarle notas a través de Elena, la única persona en quien Lucía podía confiar.

Más tarde, en la soledad de su habitación, Lucía desplegó la nota con manos temblorosas. Lucía, no puedo dejar de pensar en ti. Por favor, encuentra la manera de reunirte conmigo. Estaré esperando detrás de la iglesia este domingo después de misa. Con afecto, Miguel.

El corazón de la joven se aceleró. La idea de desobedecer a su padre la aterrorizaba, pero al mismo tiempo sentía una desesperación creciente por escapar de esa vida controlada hasta el más mínimo detalle. Se acercó al espejo de su tocador y observó su reflejo. El parecido con el retrato de su madre era innegable, pero Lucía podía ver las diferencias. Una pequeña cicatriz en la ceja izquierda, producto de una caída en la infancia, la forma ligeramente distinta de sus labios, la expresión de sus ojos que, según don Julián, nunca lograba capturar la esencia de Magdalena. “No soy ella”, susurró para sí misma. “Nunca seré ella.”

Un ruido en el pasillo la sobresaltó. Rápidamente escondió la nota bajo el colchón y se sentó frente al tocador, fingiendo cepillarse el cabello. La puerta se abrió sin previo aviso y don Julián apareció en el umbral. “Ya es hora de tu medicación, Lucía”, anunció sosteniendo un pequeño frasco de cristal y un vaso de agua.

“Sí, padre”, respondió automáticamente, aunque una parte de ella quería gritar, rebelarse, exigir saber qué contenían realmente esas píldoras que tomaba desde que tenía memoria.

Don Julián se acercó y colocó una pastilla blanca en la palma de su mano. “Es por tu bien, hija. Tu salud siempre ha sido delicada, igual que la de tu madre.”

Lucía asintió y se tragó la píldora bajo la atenta mirada de su padre. Casi inmediatamente sintió una familiar sensación de letargo invadiendo su cuerpo. “Descansa ahora”, dijo don Julián, pasando una mano por el cabello de su hija. “Mañana tenemos mucho que hacer.”

Cuando la puerta se cerró tras él, Lucía se recostó en la cama, luchando contra el sopor que comenzaba a nublar sus pensamientos. Su mirada se posó en el retrato de su madre, que colgaba frente a la cama, una presencia constante que la observaba día y noche. La lluvia comenzó a golpear suavemente contra la ventana, como un preludio a la tormenta que se avecinaba, tanto fuera como dentro de la casona de don Julián Herrera.

En el pueblo, mientras tanto, el doctor Velasco conversaba con su hijo Miguel en la pequeña clínica. “No deberías involucrarte con la hija de don Julián”, advertía el médico con expresión preocupada. “Hay algo muy perturbador en esa relación entre padre e hija.”

“Precisamente por eso necesito ayudarla”, respondió Miguel con determinación. “He visto cómo la controla, cómo la viste y la hace comportarse. Es como si quisiera convertirla en otra persona.”

El doctor Velasco suspiró profundamente. “No es solo eso, Miguel. Hay algo que no te he contado sobre los medicamentos que don Julián me pide para Lucía.”

La tormenta arreció, ahogando las palabras del médico mientras la noche caía sobre San Miguel de Allende, cubriendo con su manto oscuro los secretos que la casona de la colina guardaba celosamente.

La mañana llegó gris y húmeda después de la tormenta nocturna. Lucía despertó sintiendo la cabeza pesada, un efecto secundario de las píldoras que su padre le administraba religiosamente cada noche. A través de la ventana podía ver el jardín empapado y el cielo encapotado que prometía más lluvia.

Se incorporó lentamente y miró el reloj en su mesita de noche. Eran las 6 en punto. Tenía exactamente una hora para arreglarse antes del desayuno con su padre. Un minuto de retraso significaría una reprimenda, o peor aún, una de esas largas sesiones en el sótano, donde don Julián guardaba las pertenencias de Magdalena.

Con movimientos precisos, Lucía realizó su ritual matutino. Lavarse la cara con agua fría para despejarse, cepillar su cabello exactamente 100 veces, ni una más ni una menos, y vestirse con la ropa que Elena habría dejado preparada la noche anterior. Era un vestido verde pálido con cuello de encaje, una réplica exacta de uno que aparecía en una fotografía de su madre. Mientras se arreglaba frente al espejo, Lucía pensaba en la nota de Miguel y en la posibilidad de verlo el domingo después de misa. Era un pensamiento peligroso, pero también el único que le daba fuerzas para continuar con esta farsa diaria.

A las 7 en punto, Lucía bajó las escaleras y entró en el comedor, donde don Julián ya la esperaba leyendo el periódico local. “Buenos días, padre”, saludó con la voz suave y melodiosa que él había moldeado durante años.

Don Julián levantó la vista y la examinó detenidamente, como hacía cada mañana. Su mirada se detuvo en un mechón de cabello que caía sobre la frente de Lucía. “El peinado no es correcto”, señaló con frialdad. “Tu madre nunca permitía que el cabello cubriera su rostro de esa manera.”

“Lo siento, padre, lo arreglaré inmediatamente”, respondió Lucía, sintiendo un nudo en la garganta mientras acomodaba el mechón rebelde.

Elena entró con el desayuno. Café para don Julián, té para Lucía y pan recién horneado con mermelada de fresa. La criada evitaba mirar directamente a cualquiera de los dos, manteniendo esa actitud sumisa que había adoptado años atrás, cuando comprendió que cuestionar las excentricidades de don Julián solo traería problemas.

“El doctor Velasco vendrá esta tarde”, recordó don Julián mientras untaba mantequilla en su pan. “Asegúrate de practicar el piano antes de su llegada. Le prometí que tocarías para él.”

“Sí, padre.” asintió Lucía, aunque la idea de tocar para un invitado le provocaba ansiedad, cada nota equivocada, cada pequeña imperfección sería anotada meticulosamente por su padre para ser corregida después.

Tras el desayuno, don Julián se retiró a su despacho, dejando a Lucía con sus lecciones diarias. La joven se dirigió a la biblioteca donde pasaría las siguientes dos horas estudiando literatura, específicamente los poemas que su madre solía recitar. La biblioteca era una habitación amplia con estanterías que llegaban hasta el techo, repletas de libros antiguos que nadie leía ya. En un rincón, sobre un pedestal de mármol, descansaba otro retrato de Magdalena, este más pequeño que el del salón principal, pero igualmente inquietante en su perfección.

Lucía abrió el libro de poesía que su padre había seleccionado y comenzó a leer en voz alta, modulando su voz para que sonara exactamente como en las grabaciones de su madre, que don Julián reproducía incansablemente. “Puedo sentir tu ausencia en cada rincón de esta casa…” recitaba Lucía, cuando escuchó un ruido detrás de una de las estanterías.

Se detuvo y miró alrededor alarmada. La casa era vieja y a menudo crujía, pero este sonido había sido diferente, como si alguien se moviera sigilosamente. “¿Elena?”, llamó en voz baja. No hubo respuesta.

Lucía se levantó y se acercó lentamente a la estantería de donde había provenido el ruido. Al llegar, vio que uno de los libros sobresalía ligeramente. Lo empujó para alinearlo con los demás y al hacerlo, la estantería se movió unos centímetros, revelando un pequeño espacio oscuro detrás. Con el corazón acelerado, Lucía miró sobre su hombro para asegurarse de que estaba sola. Luego empujó un poco más la estantería, lo suficiente para ver que había un pasadizo estrecho.

Sin pensarlo dos veces, se deslizó por la abertura. Se encontró en un pasillo angosto y oscuro, iluminado apenas por la luz que se filtraba desde la biblioteca. El aire olía a humedad y a algo más. Un aroma que no pudo identificar, pero que le provocó un escalofrío. Avanzó con cautela, guiándose por las paredes de piedra. El pasillo terminaba en una pequeña habitación circular sin ventanas. Lucía tanteó la pared hasta encontrar un interruptor de luz. Al encenderlo, contuvo un grito.

Las paredes estaban cubiertas de fotografías de su madre, cientos de ellas, desde su juventud hasta poco antes de su muerte. Pero lo que realmente la horrorizó fueron las fotografías intercaladas de ella misma, tomadas sin su conocimiento, durmiendo, leyendo, tocando el piano. Y junto a cada fotografía suya había una de su madre en una pose similar.

En el centro de la habitación había una mesa con varios objetos, mechones de cabello cuidadosamente etiquetados. Magdalena, 1985. Lucía, 2020. Frascos con lo que parecían ser perfumes y un diario de cuero gastado. Con manos temblorosas, Lucía abrió el diario. La letra pulcra y pequeña de su padre llenaba las páginas.

Día 1.247 del proyecto Renacimiento. Lucía ha dominado finalmente el modo de caminar de Magdalena. La cadencia de sus pasos, la postura de los hombros. Todo es perfecto. Sin embargo, aún falta mucho trabajo. Su voz, aunque similar, carece de ese timbre especial que hacía que la risa de Magdalena sonara como campanillas de plata.

Lucía pasó las páginas, cada vez más horrorizada. El diario detallaba meticulosamente el progreso de lo que don Julián llamaba “proyecto Renacimiento”, su obsesivo plan para transformarla en una réplica exacta de su madre.

Día 2.190. El Dr. Velasco sigue proporcionándome los medicamentos necesarios, aunque cada vez es más reacio. No entiende la importancia de mantener a Lucía en el estado mental adecuado para el proceso. Las dosis tendrán que ser ajustadas pronto. Está desarrollando tolerancia.

Día 2.540. Hoy Lucía sonrió exactamente como lo hacía Magdalena. Por un momento fue como si mi amada hubiera regresado. Casi pude sentir su presencia en la habitación. Estamos cerca, tan cerca.

Un ruido en la biblioteca la sobresaltó. Rápidamente cerró el diario y lo devolvió a su lugar, apagó la luz y salió del pasadizo, cerrando la estantería tras ella, justo cuando escuchó los pasos de su padre acercándose.

“Lucía, ¿por qué no estás recitando?”, preguntó don Julián desde la puerta de la biblioteca.

“Lo siento padre”, respondió ella, luchando por controlar el temblor en su voz. “Me distraje por un momento.”

Don Julián entró y la observó con suspicacia. Lucía mantuvo la compostura, aunque sentía que su mundo acababa de desmoronarse bajo sus pies. “Tienes las mejillas sonrojadas”, comentó él acercándose. “¿Te sientes bien?”

“Solo un poco cansada, padre”, mintió ella.

Don Julián frunció el ceño y colocó una mano en la frente de Lucía, un gesto que podría parecer paternal si no fuera por la forma clínica en que lo hacía, como quien examina un objeto valioso en busca de imperfecciones. “No tienes fiebre”, concluyó. “De todos modos, le mencionaré esto al Dr. Velasco cuando venga. Ahora continúa con tus lecciones. Te quiero perfecta para esta tarde.”

Lucía asintió y volvió a sentarse con el libro de poesía, aunque las palabras bailaban frente a sus ojos sin sentido. Su mente estaba llena de las imágenes que acababa de descubrir, de las palabras escritas en ese diario macabro.

Las horas pasaron como en un sueño febril. Lucía practicó el piano mecánicamente, recitó poesía sin sentirla. Bordó un pañuelo con las iniciales MH (Magdalena Herrera) como hacía cada semana. Todo el tiempo sentía la mirada de su padre siguiendo cada uno de sus movimientos, evaluando, comparando, ajustando mentalmente el proyecto que había documentado en ese diario oculto.

A las 5 en punto, el doctor Velasco llegó a la casona. Era un hombre de unos 50 años, de rostro amable, pero ojos preocupados. Don Julián lo recibió en el salón principal, donde Lucía ya esperaba sentada junto al piano.

“Buenas tardes, doctor”, saludó don Julián. “Puntual como siempre.”

“Buenas tardes, don Julián. Lucía”, respondió el médico, dedicándole a la joven una mirada compasiva que ella apenas notó, perdida como estaba en sus pensamientos.

“Lucía nos deleitará con una pieza de Beethoven antes de que pasemos a discutir sobre su medicación”, anunció don Julián sentándose en su sillón favorito.

La joven comenzó a tocar, sus dedos moviéndose automáticamente sobre las teclas. Mientras lo hacía, observaba disimuladamente la interacción entre su padre y el doctor. Había tensión entre ellos, algo que no había notado antes, pero que ahora, con lo que sabía, resultaba evidente.

Cuando terminó de tocar, los dos hombres aplaudieron cortésmente. “Magnífico, Lucía”, comentó el Dr. Velasco. “Tienes un talento extraordinario.”

“Gracias, doctor”, respondió ella, notando la mirada de desaprobación de su padre ante el cumplido que implicaba un mérito propio y no una similitud con su madre.

“Lucía, retírate a tu habitación mientras el doctor y yo conversamos”, ordenó don Julián.

“Sí, padre”, obedeció ella, haciendo una leve reverencia antes de salir. Sin embargo, en lugar de dirigirse a su habitación, Lucía se detuvo en el pasillo, junto a la puerta entreabierta del salón, desde donde podía escuchar la conversación.

“No puedo seguir proporcionándole esos medicamentos, don Julián”, decía el doctor con voz firme. “Están afectando gravemente la salud de Lucía. Los sedantes continuos, los estabilizadores del estado de ánimo… está creando una dependencia peligrosa.”

“Usted no entiende, doctor”, respondió don Julián, y Lucía pudo imaginar la expresión fría y determinada de su rostro. “Lucía necesita esa medicación para controlar sus episodios. Es por su propio bien.”

“¿Qué episodios, don Julián? En todos estos años nunca he visto evidencia de los trastornos que usted describe. Lo que veo es a una joven perfectamente sana, a quien están drogando sistemáticamente.”

Se produjo un silencio tenso. “Creo que está olvidando su lugar, doctor”, dijo finalmente don Julián con un tono que hizo que Lucía sintiera escalofríos. “Usted ha sido el médico de esta familia durante muchos años y ha recibido una generosa compensación por sus servicios y su discreción.”

“Y he mantenido esa discreción por demasiado tiempo”, replicó el doctor. “Pero esto ha ido demasiado lejos. No puedo seguir siendo cómplice de lo que le está haciendo a su hija.”

“¿Y qué cree que estoy haciendo exactamente?”, preguntó don Julián con una calma que resultaba más amenazante que cualquier expresión de ira.

“La está convirtiendo en una réplica de su difunta esposa”, acusó el Dr. Velasco. “Es enfermizo, don Julián, y no voy a seguir colaborando con ello.”

Lucía escuchó el sonido de una silla arrastrándose, como si alguien se hubiera levantado bruscamente. “Le recuerdo, doctor, que en este pueblo mi palabra tiene más peso que la suya,” advirtió don Julián, “y que hay ciertas irregularidades en su práctica médica que podrían interesar a las autoridades.”

“¿Me está amenazando?”, preguntó el doctor con incredulidad.

“Le estoy recordando las consecuencias de romper nuestra asociación”, respondió don Julián suavemente. “Ahora, sobre la nueva prescripción para Lucía.”

Horrorizada, Lucía se alejó de la puerta. Todo encajaba, las píldoras que tomaba cada noche, la nebulosa mental con la que despertaba cada mañana, la facilidad con la que su padre había moldeado su comportamiento durante años. No era solo el entrenamiento constante. La estaban drogando para hacerla más maleable, más susceptible a la influencia de don Julián.

Subió las escaleras apresuradamente y se encerró en su habitación. Su respiración se había acelerado y sentía náuseas. Se acercó al espejo de su tocador y observó su reflejo, pero ya no veía a la joven de antes. Ahora veía el proyecto enfermizo de su padre, una muñeca creada a imagen y semejanza de una mujer muerta. Con un impulso repentino, Lucía tomó las tijeras que usaba para bordar y cortó un mechón de su cabello. Luego otro y otro más. Lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas mientras los mechones negros caían al suelo. Un acto de rebelión desesperado contra años de control absoluto.

Cuando escuchó pasos en el pasillo, se detuvo. Rápidamente recogió los mechones cortados y los escondió en un cajón. Se miró al espejo una última vez. Su cabello, aunque desigual, no estaba tan drásticamente cambiado como para ser obvio. A primera vista podría decir que había intentado arreglarse el flequillo y había cometido un error.

La puerta se abrió y Elena entró con una bandeja. “El doctor ya se fue, señorita”, informó la criada. “Su padre dice que debe descansar. Le he traído un té.”

Lucía miró la taza de té con sospecha. ¿Contendría también algún tipo de medicamento? “Gracias, Elena”, respondió tomando la bandeja. “Puedes retirarte.”

Cuando la criada salió, Lucía vertió el té en una maceta. No volvería a tomar nada que pudiera estar drogado. Necesitaba mantener la mente clara para lo que vendría a continuación, porque una cosa tenía clara, debía escapar de esa casa antes de que la transformación que su padre buscaba fuera completa, antes de que la verdadera Lucía desapareciera para siempre bajo la máscara de Magdalena.

El sábado amaneció con una niebla espesa que cubría San Miguel de Allende como un manto fantasmal. Desde su ventana, Lucía podía apenas distinguir los contornos de los árboles del jardín. El pueblo, más abajo en la colina, permanecía oculto tras la bruma, como si hubiera desaparecido durante la noche.

No había dormido bien. Tras negarse a tomar su medicación la noche anterior, vertiendo disimuladamente la pastilla en un pañuelo cuando su padre no miraba, Lucía había pasado horas despierta, con la mente más clara de lo que había estado en años. Los recuerdos, las sospechas, los pequeños detalles que nunca había cuestionado. Todo comenzaba a formar un patrón aterrador.

Se vistió con el atuendo que Elena había preparado, un vestido color lavanda con botones de nácar, idéntico al que su madre llevaba en una fotografía de primavera de 1990. Cuando terminó de arreglarse, notó que sus manos temblaban. La ausencia de la droga estaba provocando síntomas de abstinencia, pero prefería soportar el malestar físico a seguir viviendo en esa niebla mental.

Al bajar a desayunar, encontró a su padre inusualmente agitado. Caminaba de un lado a otro del comedor, consultando repetidamente su reloj. “Buenos días, padre”, saludó Lucía manteniendo la compostura.

Don Julián se detuvo y la miró fijamente. “Llegas 2 minutos tarde”, señaló. “Y tu cabello, ¿qué le has hecho a tu cabello?”

Lucía se llevó instintivamente una mano a la cabeza, donde había intentado disimular los mechones cortados. “Solo intenté arreglar un poco el flequillo, padre”, respondió con voz suave. “Lamento si no es de tu agrado.”

Don Julián se acercó y examinó el cabello de su hija con el ceño fruncido. “Elena lo arreglará después del desayuno.” Decidió finalmente. “Hoy es un día importante. Tendremos un invitado para la cena.”

Lucía sintió un escalofrío. Su padre rara vez invitaba a alguien a la casona. “¿Un invitado, padre?”

“Sí, el Dr. Mendoza de Ciudad de México, un especialista. Viene expresamente para consultarle sobre tu condición.” El tono en que pronunció la palabra “condición” hizo que Lucía sintiera náuseas. Después de lo que había descubierto, entendía perfectamente lo que significaba. Don Julián estaba buscando un nuevo médico que continuara proporcionándole los medicamentos que el doctor Velasco se negaba a seguir recetando.

“Comprendo”, murmuró bajando la mirada para que su padre no pudiera ver el miedo en sus ojos. “Me aseguraré de estar presentable.”

“Más que presentable, Lucía,” corrigió don Julián. “Perfecta. El Dr. Mendoza ha estudiado casos como el tuyo. Está muy interesado en conocerte.”

“¿Casos como el mío?”, preguntó ella, incapaz de contenerse.

“Personalidades fragmentadas, querida,” explicó don Julián con una sonrisa que no alcanzó sus ojos. “Personas que necesitan guía para encontrar su verdadero yo.”

La perversidad de sus palabras casi hizo que Lucía perdiera la compostura. Su verdadero yo, según su padre, era ser una réplica exacta de Magdalena Herrera.

El desayuno transcurrió en un silencio tenso. Lucía apenas probó bocado, consciente de que debía conservar todas sus fuerzas y claridad mental para lo que se avecinaba. El plan que había estado formando durante la noche parecía ahora más urgente que nunca.

Después del desayuno, Elena la llevó al salón para arreglar su cabello. La criada trabajó en silencio, recortando aquí y allá para disimular el daño que Lucía había causado. “El señor está muy nervioso hoy”, comentó Elena en voz baja mientras trabajaba. “No lo había visto así desde…” Se interrumpió como si hubiera dicho demasiado.

“¿Desde cuándo, Elena?”, presionó Lucía, aprovechando que don Julián se había retirado a su despacho.

La criada miró nerviosamente hacia la puerta. “Desde los días antes de que la señora Magdalena falleciera”, completó finalmente en un susurro apenas audible.

Lucía se giró para mirarla directamente. “Elena, necesito que me digas la verdad. ¿Cómo murió mi madre?”

La pregunta quedó suspendida en el aire. Elena palideció y sus manos comenzaron a temblar. “Yo no debería… el Señor…”

“Por favor”, suplicó Lucía tomando las manos de la criada. “Necesito saber, toda mi vida ha sido una mentira, ¿verdad?”

Elena pareció librar una batalla interna. Finalmente, con un suspiro de derrota, asintió levemente. “No fue un accidente, como te dijeron,” confesó en voz muy baja. “La señora Magdalena… ella intentó escapar. Había hecho las maletas en secreto. Planeaba llevarte con ella. Tenías solo 10 años.”

Lucía sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Fragmentos de recuerdos comenzaron a emerger. Una maleta oculta bajo la cama. Su madre hablándole en susurros sobre un viaje, la promesa de una nueva vida lejos de allí. “¿Qué pasó?”, logró preguntar.

“Don Julián la descubrió la noche que planeaba irse”, continuó Elena con la voz quebrada por la emoción contenida durante años. “Hubo una discusión terrible. Yo estaba en la cocina, pero podía escuchar los gritos. Cuando subí, la señora había caído por las escaleras, ¿o eso dijo él?”

“¿No crees que fue un accidente?”, preguntó Lucía, aunque ya conocía la respuesta.

Elena negó con la cabeza, las lágrimas ahora corriendo libremente por sus mejillas arrugadas. “El Dr. Velasco llegó rápidamente, pero ya era tarde. Firmó el certificado de defunción sin hacer preguntas. Don Julián tenía demasiada influencia y el doctor también tenía familia que proteger.”

“Y después de eso… mi padre comenzó a transformarme”, concluyó Lucía, sintiendo una mezcla de horror y furia.

“Poco a poco,” asintió Elena. “Al principio parecían cosas inocentes, peinarte como ella, vestirte con réplicas de su ropa. Luego vinieron las lecciones de piano, la forma de hablar, de caminar… y las medicinas.”

“¿Por qué no me ayudaste a escapar, Elena?”, preguntó Lucía sin poder evitar un tono de reproche.

La anciana bajó la mirada avergonzada. “Lo intenté una vez, cuando tenías 14 años. Contacté a tu tía en Guadalajara, la hermana de tu madre.”

“¿Tengo una tía?”, interrumpió Lucía sorprendida. Nunca se había mencionado a ningún familiar materno en la casa.

“Sí, Carmen. Tu madre y ella eran muy unidas hasta que don Julián cortó toda comunicación después de la boda. Cuando supo de la muerte de Magdalena, quiso llevarte con ella, pero tu padre se negó, dijo que estabas demasiado traumatizada por la pérdida y necesitabas estabilidad.”

“¿Qué pasó con el plan de escape?”, insistió Lucía.

“Don Julián lo descubrió”, respondió Elena con voz temblorosa. “No sé cómo, pero lo supo. Despidió a todos los sirvientes, excepto a mí, a quien mantuvo porque conocía la rutina de la casa. Me amenazó, dijo que si intentaba algo similar de nuevo, no solo me despediría sin referencias, sino que me denunciaría por robo. Nadie cuestionaría su palabra contra la de una simple criada.”

Lucía sintió una oleada de compasión por la anciana. Elena también había sido víctima de su padre, atrapada en aquella casa por miedo y necesidad. “Pero has seguido ayudándome en pequeñas cosas”, reconoció Lucía. “Como con las notas de Miguel.”

Elena asintió levemente. “Es lo mínimo que podía hacer. He vivido con esta culpa durante 12 años, señorita Lucía, ver cómo te convertía en ella. A veces, cuando llevas ciertos vestidos o dices ciertas frases, es como si tu madre hubiera regresado. Da escalofríos.”

Un ruido en el pasillo la sobresaltó. Rápidamente, Elena volvió a su tarea de arreglar el cabello de Lucía mientras esta fingía examinar una revista. Don Julián apareció en la puerta, observándolas con suspicacia. “¿Todo bien aquí?”, preguntó.

“Sí, señor”, respondió Elena con voz neutra. “Ya casi termino con el cabello de la señorita.”

Don Julián asintió, aparentemente satisfecho. “Cuando termines, Lucía debe practicar piano hasta la hora del almuerzo. El doctor Mendoza ha expresado interés en escucharla tocar esta noche.”

“Sí, padre”, respondió Lucía dócilmente. Cuando don Julián se marchó, las dos mujeres intercambiaron una mirada cargada de significado. No necesitaban palabras para entender que la visita del nuevo médico representaba un peligro inminente.

Durante las siguientes horas, Lucía siguió la rutina establecida, tocando piano con precisión mecánica, mientras su mente trabajaba frenéticamente en un plan de escape. La visita del Dr. Mendoza había acelerado todo; no podía esperar hasta el domingo para intentar encontrarse con Miguel después de misa.

A la hora del almuerzo, don Julián parecía inusualmente animado, casi eufórico. “El Dr. Mendoza trae consigo un nuevo tratamiento experimental”, comentó mientras cortaba meticulosamente su carne. “Dice que ha tenido resultados extraordinarios en casos similares al tuyo.”

“¿Qué tipo de tratamiento, padre?”, preguntó Lucía intentando que su voz no traicionara su terror.

“Una combinación de terapia farmacológica avanzada y estimulación cerebral”, respondió don Julián con un brillo inquietante en los ojos. “Podría ser exactamente lo que necesitas para completar tu transformación.”

Lucía sintió que el mundo se detenía a su alrededor. La palabra “transformación”, pronunciada abiertamente por primera vez, confirmaba sus peores temores. Ya no había pretensión de tratamiento médico para una enfermedad inexistente. Don Julián estaba admitiendo su verdadero propósito.

“Suena… intenso,” logró responder, luchando por mantener la calma.

“El progreso requiere sacrificios, querida,” sonrió don Julián, “pero el resultado será magnífico. Serás perfecta, perfecta como ella.”

Después del almuerzo, don Julián ordenó a Lucía que descansara en su habitación hasta la cena. “Quiero que estés fresca y radiante para el doctor Mendoza”, explicó.

Una vez en su habitación, Lucía cerró la puerta y se apoyó contra ella, respirando agitadamente. El tiempo se agotaba. Si esperaba a que llegara el médico, podría ser demasiado tarde. Las palabras “estimulación cerebral” resonaban en su mente como una sentencia de muerte, no para su cuerpo, sino para su identidad, para lo poco que quedaba de la verdadera Lucía.

El pánico se apoderó de ella, pero fue un pánico frío y lúcido, no nublado por las drogas. Sabía que no podía esperar. El domingo estaba demasiado lejos. Tenía que confiar en la única persona que quedaba: Elena.

Corrió hacia la puerta y la abrió sigilosamente. Elena estaba en el pasillo, recogiendo una bandeja. Sus ojos se encontraron. El terror en el rostro de Lucía lo dijo todo.

“Elena, va a destruirme,” susurró frenéticamente. “Ese nuevo médico… me quitará lo poco que queda de mí. Tienes que ayudarme. Me lo debes. Se lo debes a mi madre.”

La mención de Magdalena rompió la última barrera de miedo de la anciana. Doce años de culpa silenciosa pesaron más que el temor a Don Julián. “El Doctor Mendoza llegará al anochecer, para la cena,” dijo Elena, su voz temblando pero firme. “Su padre estará en el vestíbulo principal para recibirlo. Es su única oportunidad. La puerta de la cocina. Estará sin cerrojo.”

Las siguientes horas fueron una agonía. Lucía permaneció en su habitación, fingiendo descansar. Oyó a su padre dar órdenes, preparar el salón principal, seleccionar un vino caro. Cada sonido era una cuenta atrás.

Finalmente, cuando la niebla del atardecer comenzaba a espesar la oscuridad, escuchó el sonido inconfundible de un carruaje subiendo el camino de cipreses. Su corazón se detuvo. Escuchó los pasos firmes de su padre cruzando el vestíbulo hacia la puerta principal.

Era ahora o nunca.

Descalza para no hacer ruido, Lucía se deslizó fuera de su habitación, bajó por la escalera de servicio, un camino que rara vez usaba. En la planta baja, pudo oír las voces apagadas de Don Julián y su invitado. “Doctor Mendoza, qué placer tenerlo aquí. Confío en que su viaje haya sido placentero…”

Llegó a la cocina. Estaba vacía. Elena había desaparecido, pero, como había prometido, el pesado cerrojo de la puerta trasera estaba descorrido. Con un último vistazo a la casa que había sido su prisión, Lucía abrió la puerta y echó a correr.

Corrió como nunca antes lo había hecho, sin importarle el vestido color lavanda que se enganchaba en las ramas bajas, ni las piedras que cortaban sus pies descalzos. La niebla la envolvía, ocultándola de la imponente casona que ahora se alzaba a su espalda como un mausoleo. No se detuvo hasta que las luces del pueblo de San Miguel de Allende brillaron frente a ella. No fue a la iglesia; fue directamente a la clínica del Doctor Velasco.

Irrumpirá en la pequeña consulta, donde el doctor y su hijo Miguel estaban cerrando. Ambos se quedaron atónitos al verla: despeinada, jadeante, con los ojos brillantes de terror y libertad, y el cabello mal cortado. “¡Ayúdenme!” gritó. “¡Mi padre… intentó matarme! ¡Mató a mi madre!”

El Doctor Velasco, atormentado por su propia complicidad y las amenazas de Don Julián, vio en Lucía su única oportunidad de redención. “Miguel, cierra la puerta,” ordenó. “Nadie puede saber que está aquí.”

Esa noche, mientras Don Julián y el Doctor Mendoza descubrían la habitación vacía y los mechones de cabello negro escondidos en el cajón, la ira del hacendado resonó por toda la colina. Pero era demasiado tarde.

Con la ayuda del Doctor Velasco, quien ahora tenía el testimonio de Lucía para corroborar sus propias sospechas sobre la muerte de Magdalena, y el apoyo de Miguel, contactaron a la tía Carmen en Guadalajara.

Al amanecer, antes de que Don Julián pudiera usar su influencia para cerrar el pueblo, Lucía estaba en un carruaje, lejos de San Miguel de Allende. Mientras el sol salía, iluminando el camino hacia su nueva vida, Lucía se tocó el cabello corto y desigual. Ya no era Magdalena. Ya no era el proyecto de nadie. Por primera vez en su vida, era simplemente Lucía, y era libre.