En el año de 1810, mientras los vientos de insurgencia comenzaban a soplar desde el Bajío, el sotavento veracruzano seguía ahogado por el ritmo opresivo de los ingenios azucareros. La Hacienda San José era un microcosmos de esa brutalidad, y su corazón podrido latía en la Casa Grande.
La habitación principal resonaba con el chasquido del látigo de cuero trenzado rasgando el aire húmedo. Elena cayó de rodillas sobre el piso de madera oscura, el vestido blanco rasgado, revelando verdugones rojos que sangraban lentamente.
El hacendado Ricardo, su marido, de pie con el pecho agitado y el rostro contraído por la furia, levantó el brazo para dar otro golpe.
“¡Ingrata!”, gruñó, escupiendo las palabras. “¿Cómo te atreves a cuestionar mis órdenes frente a los capataces? Eres mía. ¡Solo mía!”
Dos días antes, Elena le había suplicado que perdonara a una esclava del latigazo por robar comida. Ricardo la humilló públicamente. Ahora, cada verdugón era el precio de su audacia. El cuero silbó de nuevo. Elena sintió la carne abrirse.
“Nunca aprendiste tu lugar”, continuó Ricardo, con la voz empapada en aguardiente. “Te di un nombre, una casa, una posición, y me pagas con desobediencia”.
Él la pateó en las costillas. Elena rodó ahogando un grito.
“¡Loca!”, escupió él. “Mañana terminaré lo que empecé hoy. ¿Aprenderás a respetarme o morirás en el intento?”
Ricardo salió dando un portazo. Sus pasos pesados resonaron por el pasillo. La llave giró en la cerradura.
Elena permaneció inmóvil en el suelo, la sangre formando un charco oscuro. El dolor palpitaba, pero algo más fuerte ardía en su interior. Se arrastró hasta la cómoda, sus dedos buscando en los pliegues de su falda rota. Allí estaba. El frasco de cristal, caliente contra su piel helada.
El líquido transparente en su interior, extraído de hojas de yoyote, era su única esperanza. Se lo había dado Mamá Jacinta, la curandera africana que reinaba en los galerones. Jacinta le había salvado la vida a Elena años atrás, cuando ningún médico criollo quiso atenderla. Desde entonces, le enseñó los secretos de las plantas.
“Las plantas curan, doña”, le había dicho. “Pero también matan. Todo depende de la dosis y de la intención”.
Elena había pedido el veneno después de dos eventos que rompieron lo poco que quedaba de su alma. El primero fue cuando Ricardo ordenó azotar a una esclava embarazada de ocho meses por un simple retraso. El niño nació muerto allí mismo, en el patio, a los pies de la picota. Ricardo se rio. “Ahora trabajará sin peso”, dijo.
El segundo fue el ahorcamiento de un esclavo anciano, acusado falsamente de robar harina. Ricardo obligó a Elena a mirar mientras el hombre moría asfixiado lentamente. “Esto es lo que les pasa a los débiles, doña”, le susurró. Esa tarde, Elena buscó a Jacinta. “Enséñeme todo lo que sabe sobre las plantas que matan”.
Ahora, en el suelo ensangrentado, apretó el frasco. “Tres gotas en su pulque”, había instruido Jacinta. “El cuerpo se queda duro como una piedra, pero la mente sigue despierta. Lo sentirá todo, pero no podrá hacer nada”.
“Mañana despertarás sin voz, sin movimiento”, murmuró Elena al espejo agrietado. “Prisionero en tu propio cuerpo”.

Un golpe suave en la ventana la sobresaltó. Se arrastró hasta allí. Dos sombras trepaban por la pared: Juan y Mateo. Eran esclavos del campo, hombres fuertes que la protegían en secreto, hombres por los que sentía un amor prohibido, tan real como la sangre que corría por su espalda.
Entraron ágiles como felinos. Vieron su espalda, la sangre seca, los verdugones amoratados. La ira endureció sus rostros.
“Él le hizo esto”, susurró Mateo, la voz quebrada.
“No podéis hacer nada”, dijo Elena. “Si lo matáis, os matarán”.
“¿Y si lo mata la doña?”, preguntó Juan.
“No quiero un juicio”, dijo Elena, su voz fría como el cristal. “No quiero perdón. Quiero justicia”. Se sentó en la cama, el dolor era una agonía, pero su mente estaba cristalina. Les contó el plan. El veneno que paralizaba.
“¿Qué clase de justicia?”, preguntó Mateo.
Elena los miró a los dos, respiró hondo. “Quiero que me améis delante de él. Quiero que vea que nunca fue dueño de nada. Ni de mí, ni de vosotros”.
Hubo un silencio denso. Juan se acercó y le tocó el rostro con una delicadeza que ella nunca había conocido. “Esto es la guerra, doña. Y la guerra es exactamente lo que quiero”.
Salieron por la ventana, silenciosos como sombras.
A la mañana siguiente, Ricardo le llevó café, casi amable. “Ayer me excedí”, dijo. “Espero que hayas aprendido”.
Elena giró el rostro y le sonrió. “Sí que aprendí, Ricardo. Aprendí mucho”.
Él pareció satisfecho. “Excelente. Esta noche cenaremos juntos, como marido y mujer”.
“Como marido y mujer”, repitió ella.
El día transcurrió lentamente. Elena preparó la cena personalmente. Mole poblano, arroz rojo, todo como le gustaba a él. Después de la cena, Ricardo se fue al salón por su pulque. Elena se lo sirvió. Y cuando él no miraba, tres gotas. Exactamente tres.
“Hoy está bueno”, dijo él.
Treinta minutos después, Ricardo se quejó de pesadez en las piernas. Intentó levantarse. No pudo. Los brazos le cayeron inertes. La voz le falló. Finalmente, el silencio. Estaba paralizado en el sillón, los ojos abiertos, aterrorizados, la boca entreabierta, intentando gritar sin sonido.
Elena se arrodilló frente a él. “Ahora verás lo que es no tener voz, Ricardo. Lo que es ser una propiedad. Lo que es no ser nada”.
Una lágrima rodó por la mejilla de Ricardo.
Elena abrió la puerta. Juan y Mateo entraron. Miraron al hacendado, y luego a Elena.
“¿Se acuerda de mí, patrón?”, dijo Juan, su voz baja. “Soy el esclavo al que mandó azotar por mirar a la doña. Cincuenta latigazos. Ahora voy a hacer lo que usted siempre temió”.
Elena se desabrochó el vestido. Cayó al suelo. Se quedó en su camisón blanco, manchado de sangre seca. “Ven”, le dijo a Juan.
Él la tomó de la mano y la besó. Un beso largo, profundo, lleno de años de deseo reprimido. Ricardo intentó gritar. No salió ningún sonido.
Elena guió a Juan al diván de terciopelo rojo. Mateo se acercó y acarició el pelo de Elena. “Tú también”, dijo ella.
Lo que siguió fue un ritual de liberación y venganza. Tres cuerpos entrelazados, sudor y gemidos de placer real. Y allí, a pocos metros, Ricardo observaba, impotente, los ojos desorbitados de horror.
“Naciste para poseerme”, dijo Elena, mirándolo fijamente. “Pues yo nací para destruirte. ¡Mira lo que es no ser nada!”
Lloraba. Lágrimas silenciosas rodaban por su rostro paralizado.
“Llora, Ricardo”, susurró Elena. “Llora como lloraban las madres cuando vendías a sus hijos. Llora como lloró María cuando mataste al niño en su vientre”.
Al amanecer, los tres estaban exhaustos en el suelo. Libres. Ricardo seguía en el sillón, pero el pánico en sus ojos había sido reemplazado por la aceptación de su derrota total.
Elena buscó a Mamá Jacinta. La anciana miró a Ricardo. “Este hombre lleva la muerte en los ojos”, dijo. “¿Cuánto le queda?”.
“Unas horas”.
Jacinta se acercó al hacendado. “Usted azotó a mi nieto Gaspar hasta la muerte. Tenía quince años. ¿Se acuerda? Reciba entonces la maldición de los que murieron por su mano. Que su alma nunca encuentre la paz. Que vague eternamente. Perdida. Sola”. Le escupió en la cara.
Pero el plan no había terminado. Faltaban los capataces.
Elena recibió a Pedro Brasas en el porche. “El hacendado quiere hablar contigo. Está en el salón”.
Pedro entró receloso. Vio a Ricardo paralizado, y a Juan y Mateo armados con cuchillos. Antes de que pudiera reaccionar, el cuchillo de Juan se hundió en su espalda.
“¿Se acuerda de cuando me quemó los pies?”, dijo Juan mientras Pedro caía. “Dijo que nunca más escaparía. Pues no escapé. Esperé”. Mateo tomó el hierro de marcar ganado de la chimenea, al rojo vivo, y lo presionó en la cara de Pedro. El olor a carne quemada llenó el salón.
Joaquín Diente fue más astuto. Elena tuvo que fingir un desmayo en el porche para hacerlo entrar corriendo. Mateo lo golpeó por detrás.
Cuando Joaquín despertó, estaba atado a la picota. Todos los ochenta esclavos de la hacienda lo rodeaban en silencio.
“Joaquín Diente”, dijo Elena con voz clara. “¿A cuántos les arrancaste los dientes?”
“¡Zorra!”, escupió él.
“Yo no voy a matarte”, respondió ella. “Lo harán ellos”.
Un anciano al que le faltaban tres dientes se acercó con una piedra. “Me los arrancó porque sonreí”, dijo. Levantó la piedra y la dejó caer sobre la rodilla de Joaquín. El hueso se rompió con un chasquido. El grito de Joaquín fue agudo y desesperado.
“Ahora grita”, dijo el anciano. “Grita como gritábamos nosotros”.
Uno por uno, los esclavos se acercaron. Una mujer joven. “Me arrancaste los dientes porque llamé a mi hijo bonito”. Un hombre de mediana edad. “Me rompiste la mano”. Cada acusación era un golpe, una piedra, un corte. La justicia, lenta y brutal, se cobraba cada deuda.
Elena dio media vuelta y regresó a la Casa Grande. Juan y Mateo la siguieron. El salón estaba en silencio, salvo por los gritos ahogados que llegaban del patio.
Ricardo estaba muerto.
Sus ojos seguían abiertos, congelados en el terror final. Elena se acercó y, con una ternura inesperada, le cerró los párpados.
“Se acabó”, susurró.
Salió al porche. Juan y Mateo se pusieron a su lado. Los sonidos del patio habían cesado. Los esclavos, manchados de sangre pero con los ojos brillantes, se giraron para mirarlos.
“Son libres”, dijo Elena. Su voz resonó en el silencio del amanecer. “Somos libres”.
Mamá Jacinta apareció entre la multitud, sosteniendo una antorcha encendida. “Quemenlo todo”, ordenó su voz vieja y poderosa.
Prendieron fuego a la Casa Grande. Las llamas devoraron la madera, los muebles de lujo, el diván de terciopelo rojo. El fuego se extendió a los cañaverales, que ardieron con un rugido, y finalmente a los galerones, borrando el último vestigio de su prisión.
Mientras el sol se alzaba sobre la costa, el grupo de ochenta supervivientes, liderados por Elena, Juan y Mateo, le dio la espalda a las ruinas humeantes de la Hacienda San José. Comenzaron a caminar hacia el norte, un futuro incierto, pero unidos, y finalmente, libres.
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