En las montañas de Asturias existe una mansión que ningún lugareño se atreve a visitar después del anochecer. Los ancianos del pueblo todavía se santiguan al mencionar el apellido Mendoza. Dicen que en las noches sin luna se pueden escuchar risas femeninas y el eco de un violín que nunca deja de tocar.
Esta es la historia de tres hermanas que compartieron todo en vida: fortuna, belleza y un amor prohibido que las consumió desde dentro. Lo que no compartieron fue la tumba, porque una de ellas sigue esperando, sigue vigilando y sigue buscando lo que le arrebataron.
La historia comenzó el verano de 1893. Llegó a la mansión Mendoza con un calor insoportable y una noticia que cambiaría el destino de todos: Don Sebastián Mendoza, el hermano menor de don Alfonso Mendoza, regresaba después de 15 años recorriendo Europa como músico y coleccionista de antigüedades. Las tres hijas de don Alfonso —Catalina (23), Beatriz (21) y la pequeña Adela (19)— esperaban ansiosas conocer al legendario tío.
Doña Margarita, la madre, observaba desde su ventana con preocupación. Ella conocía a Sebastián desde su juventud en Madrid. Recordaba su sonrisa seductora y aquella mirada que parecía desnudar el alma. Ella había elegido a Alfonso por deber, no por pasión, y ahora rezaba pidiendo que los años hubieran marchitado aquel magnetismo peligroso.
Cuando el carruaje llegó, las tres hermanas corrieron al recibidor. Sebastián, aunque de 40 años, era extraordinariamente apuesto. Alto, de cabello oscuro con hebras plateadas y ojos grises como la niebla. “Mis queridas sobrinas”, dijo con una voz profunda que resonó como un violonchelo. Catalina sintió un vuelco inexplicable. Beatriz, la más audaz, extendió su mano y sintió un escalofrío cuando él la besó. Adela, la más tímida, se ruborizó intensamente.
Esa primera cena fue el inicio del hechizo. Sebastián relató historias de Viena, Estambul y París, hablando del deseo con un encanto hipnótico. Don Alfonso observaba con ingenua satisfacción, sin notar las miradas que Catalina lanzaba a Sebastián, ni cómo Beatriz buscaba rozar su mano, ni cómo Adela memorizaba cada gesto de aquel hombre.
Doña Margarita sí lo notó. Aquella noche, lloró en silencio. Conocía aquella mirada; la había visto en su propio espejo cuando Sebastián y Alfonso competían por su mano. La historia amenazaba con repetirse, pero de una manera mucho más oscura. En su habitación, Sebastián desempacaba. Sacó un viejo daguerrotipo de Margarita joven y sonrió. Había regresado con un propósito: el destino le había arrebatado a la mujer que amaba, pero le había dado tres versiones jóvenes de ella.
Las siguientes semanas transformaron la mansión en un teatro de pasiones clandestinas. Sebastián asumió el rol de maestro cultural, dando lecciones privadas que don Alfonso aprobó con orgullo. Doña Margarita, consumida por la ansiedad, comenzó a enfermar.
Catalina fue la primera. Durante sus lecciones de piano, Sebastián se colocaba detrás de ella, sus manos guiando las de Catalina con una intimidad peligrosa. “Tocas con la mente y no con el cuerpo”, susurraba, colocando sus manos sobre las caderas de la joven. Catalina, temblando, comenzó a vestirse y perfumarse para él, sabiendo que estaba compitiendo.

Beatriz compartía con él la pasión por la literatura gótica. En la biblioteca, discutían sobre libros prohibidos, y las conversaciones derivaban hacia el deseo y la obsesión. “El verdadero amor es una forma hermosa de destrucción”, le dijo Sebastián. Esas palabras quedaron grabadas en Beatriz, que comenzó a tener sueños febriles con su tío.
Adela, mientras tanto, observaba. Cultivó una imagen de fragilidad, sufriendo desmayos convenientes que requerían que Sebastián la cargara y terrores nocturnos que la hacían buscar su consuelo en el jardín. “Tengo miedo, tío Sebastián”, le confesaba. “Yo te protegeré”, respondía él.
Sebastián había orquestado todo, haciendo que cada hermana creyera ser la única. La tensión entre ellas creció, manifestándose en actos de hostilidad. Una noche, doña Margarita confrontó a Sebastián. “Sé lo que estás haciendo. Son tus sobrinas”.
“Son fragmentos de ti”, respondió Sebastián con una tranquilidad aterradora. “La mujer que me rechazó por mi hermano. Esta vez, yo elegiré”. Margarita sufrió el primero de muchos ataques de nervios que la confinarían a su cama. El juego había comenzado.
El otoño llegó con lluvias torrenciales que aislaron la mansión. El ambiente era sofocante. Don Alfonso, finalmente consciente del problema, decidió organizar una velada especial el 31 de octubre, víspera de todos los santos, para disolver la melancolía.
Las tres hermanas se prepararon para lo que sabían era una competencia final. Catalina vistió de azul medianoche; Beatriz, de un escandaloso rojo sangre; Adela, de un blanco virginal. Sebastián las observó desde el centro del salón, vestido de negro.
“Esta noche tocaré para ustedes”, dijo, sosteniendo su violín, “una pieza que escribí en Rumanía, sobre tres hermanas que vendieron sus almas por amor”. El sonido que emergió no era música, era algo visceral y primitivo que penetró la piel de las hermanas.
Cuando cesó, Sebastián pidió honestidad absoluta.
Beatriz, impulsiva, habló primero: “Sentí deseo. Un deseo que me consume desde el día que llegaste. Prefiero arder en el infierno sintiendo esto que vivir sin sentir nada”.
Don Alfonso dejó caer su copa. “¡Beatriz, cómo te atreves! ¡Es una abominación!”.
“Padre, detente”, intervino Catalina, llorando pero desafiante. “Yo siento exactamente lo mismo. Lo amo. Y si eso me convierte en una pecadora, que Dios me condene”.
Entonces Adela se puso de pie lentamente, su voz suave pero letal. “Ustedes solo sienten lujuria. Yo sí amo verdaderamente a nuestro tío. Si alguien merece su afecto, soy yo”.
La rivalidad explotó en gritos y acusaciones. Sebastián alzó la mano y todas callaron. “Me conmueven sus confesiones”, dijo suavemente. “Catalina, tu pasión; Beatriz, tu intensidad; Adela, tu devoción. Pero el amor verdadero requiere un sacrificio. Les propongo un pacto. La que esté dispuesta a llegar más lejos por mí, esa será mi elegida”.
“¿Qué tipo de pacto?”, preguntó Catalina.
Sebastián sonrió, y por primera vez vieron lo que se ocultaba en sus ojos: algo antiguo, hambriento e inhumano. “Un pacto de sangre”, susurró. “Esta noche, a la medianoche, en el sótano”. Don Alfonso intentó intervenir, pero descubrió que no podía moverse, paralizado. Arriba, doña Margarita escuchó el relato de su doncella y gritó, pero nadie la oyó. Todas las velas del salón se apagaron simultáneamente.
A medianoche, las tres hermanas descendieron al sótano. Sebastián las esperaba en una cripta antigua, en el centro de un círculo ritual dibujado con símbolos arcanos, rodeado de velas negras. Había tres cálices de plata y un cuchillo ceremonial.
“Bienvenidas”, dijo Sebastián, ahora vestido con una túnica oscura. “Esta noche se decidirá quién es digna de convertirse en mi compañera eterna. Lo que ofrezco no es amor, es inmortalidad”.
“¿Qué eres realmente?”, susurró Catalina.
“Alguien que ha vivido muchas vidas, buscando siempre una compañera. Son las descendientes de la única mujer que rechazó mi oferta hace 25 años: su madre. Ella eligió a mi hermano y la cobardía, así que maldije su línea de sangre. Profesé que sus hijas se consumirían por deseos prohibidos y que una de ellas corregiría el error”.
El horror de la verdad cayó sobre ellas: todo había sido una venganza orquestada. Sebastián explicó el ritual: beberían vino mezclado con su propia sangre y declararían su sacrificio. Las dos no elegidas morirían, sus almas atadas a la casa. Las hermanas descubrieron que estaban paralizadas dentro del círculo.
Sebastián tomó el cuchillo e hizo un corte en la palma de cada una, dejando caer la sangre en los cálices. “Beban”, ordenó.
Catalina bebió primero. “Sacrificaría mi alma. Renunciaría al cielo. Mataría a mis propias hermanas si eso te complaciera”.
Beatriz bebió, sus ojos ahora negros. “Sacrificaría no solo mi alma, sino mi humanidad. Me convertiría en monstruo, en cualquier cosa que desees”.
Adela fue la última. Bebió con calma aterradora. “Yo sacrificaría algo que ninguna de ustedes ha mencionado. Sacrificaría tu propia salvación. Si realmente me amaras, te liberaría de esta maldición, porque el verdadero amor busca redimir, no poseer”.
Algo casi humano parpadeó en los ojos de Sebastián, pero desapareció. Río. “Qué conmovedor. Pero equivocado. No busco redención”.
Entonces, algo terrible sucedió. Los cuerpos de las tres hermanas comenzaron a retorcerse y distorsionarse. La maldición no las convertiría en su compañera; las convertiría en ecos de su propia oscuridad, atrapadas entre la vida y la muerte, consumidas por un deseo insatisfecho.
Arriba, don Alfonso finalmente pudo moverse. Corrió al sótano, pero era demasiado tarde. Encontró la cripta, tres cuerpos inmóviles y a su hermano de pie en el centro, llorando.
“¿Qué has hecho?”, gritó Alfonso.
“Lo que tenía que hacer”, respondió Sebastián, con la voz quebrada. “Pero el ritual falló. No pude elegir. No pude condenar a una y salvar a las otras, así que las condené a todas… y con ellas me condené a mí mismo”.
La verdad final era que Sebastián no podía amar. Siglos de existencia lo habían vaciado de esa capacidad. Solo podía obsesionarse y destruir.
Los cuerpos de las tres hermanas nunca fueron encontrados. Desaparecieron esa misma noche, junto con Sebastián. Don Alfonso enloqueció, insistiendo en que podía oírlas en las paredes. Doña Margarita murió tres días después, con el corazón roto.
La mansión fue abandonada, pero los lugareños juran que las hermanas Mendoza nunca se fueron realmente. Dicen que siguen allí, atrapadas en un ciclo eterno, compitiendo por el amor de un hombre que nunca pudo dárselos. En las noches sin luna se pueden escuchar tres voces femeninas cantando en armonía discordante y la luz de velas moviéndose por las ventanas selladas.
Algunos dicen que Sebastián sigue buscando lo que perdió; otros, que ya lo encontró, y que las tres hermanas Mendoza viajan con él, invisibles, eternamente compitiendo.
En el pueblo, nadie pronuncia el apellido Mendoza después de la puesta del sol. Las madres advierten a sus hijas sobre los hombres encantadores que hacen promesas imposibles. Y cada 31 de octubre, todos cierran sus ventanas y rezan para que la maldición permanezca encerrada.
La mansión sigue en pie, desafiando el tiempo. Y si alguna vez pasas cerca de ella en una noche oscura, si escuchas música o risas, sigue caminando. No mires atrás. No te detengas.
Porque las herederas Mendozas siguen esperando, siguen compitiendo y siempre están buscando nuevas almas para unirse a su terrible juego.
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