En las tierras ardientes de Venezuela, donde el sol castiga sin piedad y los secretos se entierran bajo las plantaciones de cacao, una mujer rompió todas las reglas. Doña Catalina Mendoza y Salazar, heredera de la hacienda más próspera de Barlovento, cometió lo impensable en 1831.

Tuvo relaciones con tres de sus esclavos. Pero lo que comenzó como pecado se convirtió en tragedia, y lo que parecía una historia de pasión prohibida terminó en un escándalo que sacudió los cimientos de la sociedad colonial venezolana.

La Hacienda San Jerónimo se extendía por más de 1.000 hectáreas. Sus plantaciones de cacao eran las más productivas de la región y su propietaria, Doña Catalina, de apenas 28 años, había heredado todo tras la muerte repentina de su esposo, Don Fernando de Alcántara, un hombre treinta años mayor que ella.

Catalina era una mujer de belleza singular, con ojos oscuros y profundos y una educación refinada en Madrid. Pero por primera vez en su vida, tras la muerte de su marido, era libre. Libre de administrar su fortuna y libre de la soledad absoluta de la casa grande, que albergaba a 143 esclavos.

Entre ellos, tres hombres destacaban.

Domingo Lucumí, de 32 años, el capataz negro. Había nacido libre en Cuba, pero fue secuestrado y vendido. Era alto, inteligente, sabía leer y escribir, y conservaba una dignidad que fascinó a Catalina.

José Gregorio, mulato de 26 años, era su mayordomo personal. De rasgos delicados y piel canela, se movía invisible entre dos mundos. Conocía la tristeza de Catalina y, en secreto, comenzó a amarla a través de conversaciones nocturnas en la biblioteca, donde descubrieron una conexión intelectual que ninguno esperaba.

Miguel Tomás, el más joven con 22 años, era el herrero. De manos curtidas y sonrisa triste, creaba belleza en los establos. Catalina buscó su compañía con la excusa de reparar un cofre antiguo, y en la intimidad del taller, él vio a la mujer vulnerable tras la máscara de la hacendada.

Sin entenderlo del todo, Catalina comenzó a cruzar las líneas prohibidas. Con Domingo, encontró una pasión basada en el respeto mutuo; se encontraban en secreto, lejos de las miradas. Con José Gregorio, halló una conexión emocional e intelectual en la biblioteca, hablando de filosofía y sueños imposibles. Con Miguel Tomás, descubrió una ternura pura en el taller, donde él guiaba sus manos para enseñarle su oficio.

Los tres hombres, sin saberlo Catalina, supieron la verdad. En una hacienda no hay secretos. Una noche, se encontraron cerca de los barracones. La tensión era palpable.

“Todos sabemos lo que está pasando”, dijo Domingo. “Es una locura. Nos matarán a todos”, susurró José Gregorio. “Yo la amo”, confesó Miguel, el más joven. “No puedo evitarlo”.

Fue Domingo quien selló el pacto. “Todos la amamos, hermano. De maneras diferentes. Cuidarnos entre nosotros. Y cuidarla a ella. Porque cuando esto explote, y explotará, ella sufrirá tanto como nosotros”. No eran rivales, sino cómplices en una alianza imposible.

En julio, la verdad golpeó a Catalina. Náuseas matutinas. Su período no llegó. Estaba embarazada.

El pánico la invadió. ¿De quién era el hijo? Había estado con los tres. No había manera de saberlo. Estaba atrapada.

Una noche, mandó llamar a los tres a la biblioteca. “Estoy embarazada”, dijo sin rodeos. “Y no sé de quién de ustedes es el hijo”.

El silencio fue ensordecedor. Sabían que el castigo era la tortura y la muerte. “Podríamos huir”, dijo Miguel. “No llegaríamos ni a Caracas”, replicó Domingo.

Fue José Gregorio quien propuso la solución más desesperada. “Y si todo se revela. Si contamos la verdad completa. Nos matarán de todas formas, pero si nosotros contamos la historia, al menos quedará registro de que no fue violación. De que fue amor”.

Era un plan suicida, pero era lo único que tenían. Durante semanas, prepararon meticulosamente un documento explosivo. José Gregorio redactó la historia. Catalina asumió su responsabilidad, explicando su soledad y su rebelión contra una sociedad hipócrita. Domingo escribió sobre la deshumanización de la esclavitud. Miguel, sobre un amor que no conoce barreras.

Hicieron copias y las enviaron a un periódico liberal en Caracas, a un sacerdote progresista y a un político enemigo del tío de Catalina, Don Sebastián Mendoza, quien venía en septiembre a revisar las cuentas.

Don Sebastián llegó con su esposa mojigata, Doña Clemencia, y su hijo abogado, Rodrigo. Los primeros días fueron tranquilos. Pero al tercer día, Don Sebastián, alertado por Rodrigo, notó la verdad.

Cuando una ráfaga de viento pegó el vestido de Catalina a su cuerpo, vio la curva inequívoca. “Catalina, a mi despacho. Ahora”.

Cuando las puertas se cerraron, la confrontación fue brutal. “Estoy embarazada, tío. De cuatro meses”, confesó ella. “¿Quién es el padre?”, rugió él. “¡Arreglaremos un matrimonio!” “No puedo casarme con él”. “¿Por qué? ¿Es un cura? ¡Habla!” “Porque no sé cuál de los tres es el padre”. Don Sebastián palideció. “¿Tres hombres?” “Sí”, dijo ella, levantando la barbilla. “Domingo Lucumí, José Gregorio Silva y Miguel Tomás Barrios. Tu capataz negro, tu mayordomo mulato y tu herrero negro”.

El caos se desató. Doña Clemencia se desmayó. Rodrigo quedó boquiabierto. Don Sebastián, lívido de ira, juró venganza. “¡Esclavos! ¡Te has revolcado con esclavos! ¡Nos has destruido!” “Lo hice porque quise. Nadie me forzó”. “¡Peor! Estás loca. Los esclavos serán ejecutados inmediatamente. Tú serás declarada demente y encerrada en un convento”. “Demasiado tarde, tío”, dijo Catalina con una sonrisa amarga. “Ya todo está escrito. Ya las cartas fueron enviadas a Caracas. En este momento, media ciudad debe estar leyendo nuestra historia”.

La furia de Don Sebastián fue total. Agarró a Catalina, pero Rodrigo lo detuvo. “Padre, cálmate. Necesitamos pensar”. “Los tres serán ejecutados mañana al amanecer”, sentenció Don Sebastián. “Y tú enfrentarás un juicio eclesiástico. Que Dios tenga piedad de tu alma”.

Esa noche, los tres hombres esperaban su destino en un cobertizo, encadenados pero juntos. “¿Creen que valió la pena?”, preguntó Miguel, temblando. “Sí”, dijo José Gregorio. “Vivimos con dignidad, aunque sea por poco tiempo”. Domingo miró hacia la casa grande. “Llevará tiempo, pero llegará el día en que un hombre negro podrá amar a quien quiera. No llegaremos a verlo”. “No”, dijo José Gregorio. “Pero quizás el hijo de Catalina sí”. Ese niño, que llevaría la sangre de uno de ellos pero el legado de los tres, era su única trascendencia.

En la casa grande, Catalina estaba encerrada en su habitación, escuchando cómo el amanecer se acercaba. Había suplicado, ofrecido su fortuna, pero Don Sebastián estaba decidido.

La mañana del cuarto día no trajo el sol, sino el sonido de los guardias arrastrando a los hombres hacia la plaza central de la hacienda. Catalina corrió a la ventana. Los vio. Domingo, con la cabeza en alto. José Gregorio, rezando en silencio. Miguel, llorando pero caminando junto a sus hermanos.

“¡No!”, gritó Catalina, golpeando el cristal. “¡Asesino! ¡Tío, no!”

Don Sebastián, desde el patio, ni siquiera levantó la mirada. Dio la orden. La ejecución fue pública, brutal y rápida, un ejemplo sangriento para el resto de los esclavos. Catalina se derrumbó en el suelo, su grito ahogado en un sollozo que pareció romperle el alma.

Pero mientras los cuerpos aún yacían en el patio, un jinete cubierto de polvo irrumpió en la hacienda. Traía noticias de Caracas.

“¡Don Sebastián! ¡Don Sebastián!”, gritó el hombre, agitando un periódico. “¡El escándalo! ¡Está en ‘El Liberal’! ¡Toda Caracas lo sabe!”

El documento había llegado. La historia de Catalina había explotado. Los enemigos políticos de Don Sebastián exigían una investigación sobre su “cruel manejo” de la hacienda. La Iglesia estaba horrorizada. La sociedad caraqueña, aunque escandalizada por Catalina, estaba aún más fascinada por la audacia de la confesión.

Don Sebastián quedó atrapado. Había cometido los asesinatos, pero ahora el mundo lo observaba. No podía simplemente “desaparecer” a su sobrina. Su propio nombre estaba manchado.

Rodrigo, el abogado, vio la única salida. “Padre, esto es un desastre de relaciones públicas. Debemos controlar el daño. Ella debe irse”.

El juicio eclesiástico fue una farsa silenciosa. Para evitar más escándalo, Don Sebastián arregló todo. Catalina fue despojada de la Hacienda San Jerónimo, que pasó a manos de su primo Rodrigo. Fue declarada “moralmente incapacitada” para administrar sus bienes.

Seis semanas después, dio a luz a un niño. Un varón sano, de piel canela y ojos oscuros y profundos. Nunca se supo quién de los tres fue el padre; en el niño vivían los tres.

El destino final de Catalina fue el exilio. Don Sebastián, en un último acto de control para salvar las apariencias, la envió de vuelta a Madrid, al mismo lugar donde había recibido su educación. Le pasó una modesta pensión, suficiente para vivir pero no para tener poder, con una condición: que nunca más volviera a pisar Venezuela.

Catalina Mendoza y Salazar, la mujer más rica de Barlovento, abandonó su tierra natal como una paria. Perdió su hogar, su fortuna y su reputación. Pero mientras el barco se alejaba de la costa, no lloraba. En sus brazos, sostenía a su hijo, a quien llamó Miguel José Domingo.

Había perdido todo, excepto la libertad que tanto había anado y la prueba viviente de que, por un breve momento, en medio del horror de la esclavitud, tres hombres y una mujer se habían atrevido a ser, simplemente, humanos. Su historia se convirtió en una leyenda susurrada en Barlovento, una verdad oculta que la historia oficial intentó, pero nunca pudo, borrar por completo.