Un relato real contado en primera persona

Jamás pensé que algo así terminaría pasándome. Siempre me consideré alguien capaz de manejar cada aspecto de su vida: el trabajo, la familia, la rutina… todo estaba bajo control. Pero todo se derrumbó el día en que mi hermana menor murió de forma repentina y quedé a cargo de su hija de once años: Julieta.

Julieta era una niña callada, inteligente, pero con algo extraño que no lograba definir. No era una rareza evidente, sino un aire sutil, inquietante. Te sostenía la mirada más de lo normal, escuchaba en silencio demasiado tiempo, y daba la sensación de comprender cosas que los demás no percibían. Desde que llegó a mi casa, se mantuvo retraída los primeros días. Casi no hablaba conmigo. Dormía largas horas. Y cuando estaba despierta, dibujaba.

Lo inquietante empezó con esos dibujos.

Primero eran simples casas, idénticas a la mía, pero con un tono sombrío. Después, comenzaron a aparecer figuras: una mujer de cabello larguísimo, de pie en una esquina, siempre observándola desde lejos. Con el tiempo, en los dibujos esa presencia se acercaba más y más… hasta que un día la representó dentro de nuestra casa, justo detrás de mí.

Le pregunté qué significaba eso, y me respondió con voz apagada:
—Es la señora que me protege.
—¿Qué señora, Julieta?
—La que mamá me dejó antes de irse.

No supe qué contestar. La llevé a una psicóloga infantil, pero se negaba a hablar con ella. Me dijeron que estaba atravesando un duelo y que debía ser paciente. Pero lo que sucedía en mi casa superaba cualquier explicación.

Por las noches, escuchaba a Julieta conversando sola en su cuarto. No era un simple murmullo: respondía como si alguien invisible le hablara. A veces reía, otras veces sollozaba. Una madrugada, me acerqué a escondidas y la oí decir:
—No, mi tía no puede venir con nosotras. Ella no cree. Dice que vos no existís.

Me quedé helada.

Abrí la puerta de golpe y la encontré en penumbras, sentada en la cama, mirándome fijamente.
—¿Con quién hablabas? —pregunté tratando de mantener la calma.
—Con mamá —contestó.

Esa noche no dormí. Ni la siguiente.

Las cosas se intensificaron. Un día descubrí todas mis fotos familiares arruinadas: en cada una mi cara estaba tachada con marcador negro, excepto una, en la que aparecía con Julieta. En esa, alguien había dibujado un corazón sobre nosotras.

La dependencia se volvió enfermiza. Me seguía a cada lugar. Se quedaba en la puerta de mi cuarto viéndome dormir. Me esperaba afuera del baño. Si intentaba salir con amigas, me llamaba entre lágrimas, rogándome que regresara. Si me ausentaba por unas horas, me decía que la mujer de sus dibujos se enojaba.
—Dice que sos mala, que me querés abandonar.
—¿Quién te dice eso?
—Ella. La que ahora vive en el ropero de mi habitación.

Desde entonces, dormía con la puerta cerrada con llave. Pero aun así, algo empezó a afectarme. Amanecía con moretones. Escuchaba pasos a deshoras. Objetos caían sin razón. Y lo peor: cada vez que veía a Julieta, me devolvía una sonrisa inquietante, como si supiera algo que yo ignoraba.

Un día la hallé en el living, frente a la pared, susurrando palabras incomprensibles. Cuando la toqué en el hombro, giró bruscamente y me gritó con una voz que no parecía suya:
—¡NO LA TOQUES!

Sentí un golpe invisible en el pecho. Me encerré en mi cuarto y lloré hasta el amanecer. Esa noche soñé con la figura de sus dibujos: estaba al pie de mi cama, diciéndome que debía marcharme, que Julieta no me pertenecía, que mi presencia solo traía sufrimiento.

Me desperté gritando. Y allí estaba Julieta, sentada en una silla frente a mí, en plena madrugada.
—Ya no tenés que asustarte. Ella dice que pronto vas a comprender.

Al día siguiente llamé a servicios sociales. Planeaba entregar la custodia a los abuelos paternos. No podía más. Sentía que perdía la cordura. Pero nunca llegué a hacerlo.

Esa misma noche, la más aterradora de mi vida, desperté con la sensación de que alguien me observaba. Bajé a la cocina tras escuchar un golpe seco y encontré a Julieta, descalza frente al horno, murmurando sin parar:
—Ya va a dejar de molestar, ya va a dejar de molestar…

Intenté acercarme. Entonces giró con los ojos completamente en blanco y lanzó un grito tan desgarrador que los vidrios de las ventanas vibraron. Todo se volvió confuso: recuerdo caer, sentir que me arrastraban, ver sombras, garras, ojos brillantes.

Desperté en el hospital.

Me dijeron que me habían encontrado inconsciente, con cortes en brazos y espalda. El informe médico hablaba de autolesiones provocadas por estrés.

Julieta fue internada. Diagnóstico: psicosis infantil con indicios de esquizofrenia severa.

No volví a verla. Tampoco lo intenté.

Sin embargo, algunas noches, cuando dejo la ventana abierta, me sobresalto al escuchar un murmullo tenue, con la voz de una niña, proveniente del patio:
—Ella dice que todavía no te has ido…

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Me desperté de un sobresalto. Aún estaba en el hospital, el olor a desinfectante y el silencio opresivo del cuarto eran un recordatorio constante de la pesadilla que había vivido. El médico me aseguró que era solo el trauma, que mi mente había creado un escenario aterrador para lidiar con el estrés de cuidar a una niña con problemas de salud mental. Sin embargo, en el fondo, sabía que algo más había sucedido. No eran autolesiones. Algo me había atacado.

El camino de regreso a mi casa se sintió como un viaje a un lugar completamente ajeno. Las calles, los árboles, las casas… todo parecía descolorido, como un recuerdo borroso. Cuando por fin entré, el aire frío y el silencio absoluto me golpearon. La casa ya no era un hogar; era una tumba. Cada rincón, cada objeto, me recordaba a Julieta. El pequeño corazón dibujado en la foto, las marcas de marcadores en mis fotos, el eco de su voz en mi cabeza. Me sentía prisionera de mis propios recuerdos.

Intenté retomar mi vida. Volví al trabajo, me reuní con mis amigos, y hasta intenté ir a terapia. Sin embargo, nada funcionaba. La terapeuta insistía en que debía procesar el duelo por la muerte de mi hermana y el trauma de la situación con mi sobrina, pero yo sabía que la raíz del problema era otra. Cada noche, me despertaba con el corazón desbocado, sintiendo una presencia fría en la habitación. No era el murmullo de Julieta; era una sensación más profunda, más antigua.

Una noche, mientras intentaba conciliar el sueño, el aire de mi habitación se puso gélido. Un susurro sibilante y helado rozó mi oído: “No te has ido… ella te busca…”. El miedo me paralizó, pero me obligué a abrir los ojos. La ventana de mi cuarto estaba abierta, y la cortina se movía con una brisa inexistente. No me había levantado, no la había abierto, pero estaba allí, de par en par. La cerré de golpe y la aseguré con el pestillo, pero sabía que de nada servía. Esa cosa, la “señora” de Julieta, había entrado en mi casa. No era una simple fijación mental, ni una alucinación de una niña con esquizofrenia. Era real. Y estaba aquí por mí.

La sensación de ser vigilada se hizo insoportable. En el trabajo, en la calle, en mi propia casa… sentía sus ojos fijos en mi espalda. A veces, en el reflejo de una ventana o en la pantalla de la computadora, creía ver un destello de cabello largo y oscuro, una silueta borrosa. Me sentía como una presa acorralada, con la cazadora acechando en las sombras. No me atrevía a dejar mi casa por las noches, y mi ansiedad se disparó.

Una tarde, volví a casa y encontré la puerta del armario de Julieta ligeramente entreabierta. Me detuve en seco. La había cerrado yo, con la certeza de quien quiere encerrar un mal recuerdo. Me acerqué con el corazón latiendo a mil por hora, extendí la mano, y la abrí por completo. El armario estaba vacío, como siempre. Pero el aire estaba cargado, denso, y un olor a tierra mojada y a flores podridas me asaltó. En ese momento, escuché un suave murmullo a mis espaldas, “Ella dice que no es bueno que husmees en sus cosas…”.

Giré violentamente, pero no había nadie. Sin embargo, sobre la pared de la habitación, vi un dibujo. No era de Julieta. Era un dibujo trazado con una especie de carboncillo, tosco y primitivo, pero inconfundible. Una figura de cabello largo y una cara desdibujada, abrazando a una niña sonriente. Y junto a ellas, una figura más pequeña, de cara tachada con saña, llorando. No había sido Julieta quien había arruinado mis fotos. Había sido esa entidad. Me di cuenta de la verdad, una verdad tan horrible que me mareó: la “fijación” de Julieta no era una obsesión hacia mí. Era una obsesión de esa cosa hacia Julieta. Y esa cosa, esa “señora”, me veía como un obstáculo, como un estorbo que debía ser eliminado.

El tiempo se volvió difuso. Los días eran grises, las noches, un infierno. Apenas comía, casi no dormía. La figura de la mujer de los dibujos se volvió una presencia constante en mi casa. Escuchaba susurros, pasos, el sonido de las uñas raspando la madera. Una madrugada, sentí un peso en mi cama. Encendí la lámpara, temblando. La cama estaba vacía. Pero justo en el centro, había una marca, como si alguien se hubiera sentado allí. Una marca que no pude borrar. En mi desesperación, busqué en Internet, en foros sobre fenómenos paranormales, en historias de demonios y espíritus. Encontré relatos similares: entidades que se aferran a personas vulnerables, que se alimentan de su soledad, de su miedo, y que las utilizan para obtener lo que quieren. Y lo que esa cosa quería, era a Julieta. Quería llevársela.

Entonces, un pensamiento se clavó en mi mente: la frase de Julieta: “No, mi tía no puede venir con nosotras. Ella no cree”. Si mi incredulidad era un obstáculo para la entidad, mi fe podría ser la solución. Con las manos temblorosas, busqué un crucifijo que mi abuela me había dado hace años, un objeto al que nunca le había dado mayor importancia. Lo sostuve con fuerza, sintiendo el frío del metal en mis manos, y recé. Recé por primera vez en mi vida. No por mí, sino por Julieta. Recé para que esa entidad la dejara en paz, para que no se la llevara.

La siguiente noche, me sentí extrañamente en paz. Me desperté a mitad de la noche, y el aire de mi cuarto ya no estaba gélido. No había susurros, ni pasos. Solo el silencio. Y en la ventana, había una pequeña mariposa, posada en el alféizar, batiendo sus alas con delicadeza. El corazón se me llenó de una esperanza extraña, como si ese pequeño ser fuera un mensaje.

La mañana siguiente, tomé una decisión. Fui al hospital donde estaba Julieta. Le rogué a los médicos, a las enfermeras, que me permitieran verla. Me negaron el acceso, me dijeron que aún no estaba lista, que la situación era delicada. Pero no me rendí. Hice un trato: si me permitían verla por diez minutos, me iría y no volvería a molestar. Y aceptaron.

Cuando la vi, mi corazón se encogió. Estaba sentada en una silla, con la mirada perdida en el vacío. No era la Julieta que yo conocía. Su cuerpo era una cáscara, vacía. Me senté frente a ella, y le hablé. Le hablé de mi hermana, de lo mucho que la amaba, de la promesa que le había hecho de cuidarla. Y le hablé de la “señora”. Le dije que no era la protectora de su madre, sino un parásito que se alimentaba de su dolor. Y por primera vez, desde que había llegado a mi casa, Julieta me miró a los ojos. Había miedo en ellos, pero también había una chispa de comprensión.

—Ella me dice que te calles —susurró con una voz casi inaudible.

—No la escuches, Julieta. Ella no te quiere. Te quiere para ella sola —le dije, poniendo mi mano sobre la suya.

Mi tacto pareció romper algo. Julieta soltó un grito desgarrador, un grito que venía desde lo más profundo de su ser. Se retorció, y en sus ojos, vi por un instante un destello oscuro y malicioso. Luego, el brillo desapareció. Y cuando me miró, la mirada era clara, luminosa, como la de una niña que acaba de despertar de un largo sueño.

—Tía… —dijo con la voz de mi sobrina, la voz que recordaba.

En ese instante, supe que lo habíamos logrado. Supe que la “señora” se había ido. No sé si fue mi fe, si fue mi amor, o si fue una combinación de ambos. Pero la sentí partir, como una ráfaga de aire frío que se desvaneció por completo. A partir de ese día, Julieta comenzó a mejorar. La terapia funcionó, y poco a poco, fue recuperando su vida. Me prometí nunca más volver a soltar su mano.

Hoy, años después, Julieta es una mujer joven, brillante y feliz. Nunca hablamos de lo que sucedió. Es como si la experiencia se hubiera borrado de su memoria, como si hubiera sido solo un sueño. A veces, me mira de una forma extraña, con la misma mirada profunda que me inquietaba al principio, y sonríe. Es una sonrisa que ya no me da miedo. Y yo, por mi parte, aprendí que en la vida, a veces, los mayores monstruos no son los que tienen garras y ojos brillantes, sino aquellos que se aferran a nuestros miedos y a nuestras debilidades. Pero también aprendí que, con amor, fe y valentía, podemos vencerlos. Aún me sobresalto a veces, cuando un pájaro golpea mi ventana, o cuando la brisa de la noche mueve la cortina, pero ya no me siento vigilada. El mal no ganó. Y en la vida real, a veces, un final feliz sí es posible.

—Te quiero, tía —me dice Julieta cada vez que nos despedimos.

Y yo sé que, de verdad, me quiere. La fijación ya no está, y la nuestra es una historia de amor, no de terror.