Capítulo I: El rincón del asfalto

 

Cada tarde, cuando el sol tucumano comenzaba a ceder y el asfalto de la ruta 9 aflojaba su calor, un niño pequeño se deslizaba bajo el chasis del camión más grande que encontraba en la estación de servicio “El Descanso”. Su nombre era Benjamín. Tenía 10 años, una camiseta dos tallas más grande que él y una mochila con más polvo de la carretera que útiles escolares.

Benjamín no iba a la escuela todos los días. Su madre, Doña Elena, trabajaba limpiando los baños públicos de la estación, y él la esperaba ahí, pacientemente, hasta que terminara su turno a última hora de la tarde. Los camioneros lo conocían. Lo veían pasar, le ofrecían galletas, naranjas, o una botella de agua fresca. Pero Benjamín no pedía comida.

Su petición era siempre la misma, dicha con una mezcla de timidez y una osadía silenciosa.

—¿Tenés algo que leer? —preguntaba a los choferes que tomaban café en la barra.

La mayoría se reía.

—¿Vos? ¿Un libro? ¿Pa’ qué, pibe? —le gritaban.

—Para que la cabeza me lleve más lejos que los pies —respondía Benjamín, siempre bajando la mirada para ocultar la tristeza en sus ojos.

Él entendía que la escuela era un lujo que su madre no siempre podía pagar, y que, mientras sus pies estuvieran atados a esa estación de servicio, sus pensamientos tenían que ser libres.

Una tarde particularmente gris, un chofer de Córdoba, alto y con una barba blanca que le llegaba al pecho, se sentó con él.

—Che, pibe —le dijo—. Te escuché pedir libros. ¿En serio te gusta tanto leer?

Benjamín asintió con fervor. El hombre, que se presentó como Don Raúl, regresó a su camión y le regaló un libro de tapas amarillas, gastado por el uso y el sol. Era “El Principito”. Estaba roto, sin portada, pero Don Raúl le aseguró que tenía todas sus páginas.

—Lo encontré en una estación en Brasil. Capaz te sirve. Ojo, tiene una historia que te va a volar la cabeza —le dijo.

Benjamín recibió el libro como quien recibe una brújula en medio del desierto. Era más que un regalo; era un permiso para soñar.

Capítulo II: La luz bajo el chasis

 

A partir de ese día, el ritual de Benjamín se hizo más intenso. Se metía debajo del camión más grande, usando su mochila polvorienta como almohada, y leía. Había armado su propia lámpara: un farolito precario hecho con una linterna rota y cinta aislante. A la luz tenue de ese invento, se sumergía en las palabras.

Los ruidos de la estación, los motores encendiéndose, el claxon de los camiones, quedaban afuera. Solo quedaban él y las palabras, en un mundo donde un zorro te enseñaba la importancia de los lazos y una rosa era el centro del universo.

Una noche, un camionero nuevo, de nombre Marcelo, lo descubrió. Estaba revisando sus neumáticos y se asustó al ver unos pies pequeños asomando.

—¡Ey, pibe! ¿Qué hacés ahí? ¿Jugás a los mecánicos?

—No, leo —respondió Benjamín, sin inmutarse.

—¿Y no te da miedo estar ahí abajo? —preguntó Marcelo, que sentía el vértigo de la carretera en la oscuridad.

—No. Ahí nadie me molesta. Y además, los camiones tienen algo… hacen sombra, pero no oscuridad. Aquí estoy seguro.

El hombre se quedó en silencio, pensativo. Comprendió que ese niño había encontrado un refugio insólito contra la crueldad del mundo. Le dejó una historieta vieja de un superhéroe antes de irse.

Con el tiempo, la estación se volvió una biblioteca improvisada. Los camioneros, conmovidos por el pequeño lector, comenzaron a dejarle libros en una caja de cartón junto a la máquina de café. Alguien escribió con un marcador: “Para Benja. Que su motor sea la lectura.”

La caja se llenó de novelas, diccionarios viejos, manuales de mecánica y hasta una enciclopedia a medio terminar. Benjamín se convirtió en el guardián de todas esas historias, leyéndolas con una avidez que asombraba a todos.

 

Capítulo III: El diagnóstico y el farol de Salta

 

Pasaron meses. Benjamín devoraba los libros, pero algo empezó a ir mal. Una noche, su madre lo encontró dormido con El Principito abierto sobre su pecho, y lágrimas secas en las mejillas.

—¿Qué pasó, hijo? ¿Por qué lloraste?

—No quiero dejar de leer, mamá —dijo Benjamín, su voz rota—. Pero me duelen los ojos. Me cuesta ver. Las letras están borrosas.

Doña Elena, asustada, lo llevó al hospital al día siguiente. El diagnóstico fue claro: miopía avanzada. La lectura continua con luz deficiente había dañado su vista. Le recetaron gafas, pero la receta del óptico era tan costosa que Doña Elena, incluso trabajando doble turno, no podía pagarlas.

La noticia se esparció rápidamente entre los camioneros. La “Biblioteca del Asfalto” no podía perder a su lector. Sin Benjamín, ese rincón especial no tenía sentido.

Una semana después, llegó a la estación un camionero que venía desde Salta. Era un hombre grande y robusto, con la voz grave, que preguntó por “el pibe que lee bajo los camiones”. Tenía una caja envuelta en papel de diario. Dentro, había un estuche nuevo con un par de lentes.

—Entre todos los choferes juntamos plata. Desde Salta hasta La Pampa —explicó el hombre con una sonrisa—. Queremos que sigas leyendo, pibe. Sos nuestra historia favorita.

Benjamín no dijo nada. Se los puso con manos temblorosas. El mundo, que antes era una mancha borrosa, de repente se volvió nítido: las líneas del camión, los colores de las cajas, el rostro arrugado y bondadoso del camionero. Era como si un nuevo mundo se abriera ante sus ojos.

Esa tarde, Benjamín volvió a meterse debajo de un camión. Pero esta vez, lo hizo con una nueva linterna, su libro amarillo… y el corazón más liviano. Supo que, en la dureza de la carretera, había encontrado una familia invisible que creía en su sueño.

Epílogo: La ruta de los cuentos

 

Hoy, Benjamín tiene 25 años. Ya no limpia baños en la estación de servicio; es un bibliotecario itinerante. Viaja por los polvorientos pueblos del norte argentino con una camioneta vieja, a la que llama “La Combi de la Esperanza”, pintada a mano con frases de sus libros favoritos.

La historia de Benjamín se convirtió en una leyenda de la ruta. La plata que los camioneros recaudaron para sus gafas fue el inicio de un pequeño fondo. Benjamín, con el apoyo de Don Raúl y otros choferes, logró estudiar. Al terminar, decidió dedicar su vida a llevar libros a donde el asfalto no llegaba.

En la parte trasera de su camioneta, Benjamín lleva una caja de metal oxidado, la misma que alguna vez contuvo sus primeros libros en la estación. Arriba, en letras firmes, está escrito: “Donde no llegue el asfalto, llegará un cuento.”

Y siempre, en el asiento del pasajero, viaja un ejemplar desgastado de El Principito.

Benjamín sabe que su verdadero hogar no está en una casa, sino en el camino. Ha cambiado las paradas de camiones por plazas de pueblos olvidados, y los faroles de las estaciones por el sol del atardecer.

Porque si un niño puede encontrar un mundo entero y una esperanza inquebrantable leyendo bajo el chasis de un camión, entonces el mundo, por muy duro que sea, aún tiene una gran reserva de bondad y, sobre todo, una esperanza inagotable.