La noche caía pesada sobre la hacienda Santa Clara. Desde la ventana del caserón colonial, Beatriz Alvarenga observaba el galpón de los esclavos, sus dedos tamborileando sobre la madera noble. Algo era diferente esa tarde de marzo de 1854. Un hombre acababa de llegar encadenado, comprado en el puerto por su marido, el coronel Augusto Alvarenga.
Ella solo lo había visto de reojo, pero fue suficiente. Alto, de hombros anchos, músculos definidos por el trabajo forzado: exactamente lo que buscaba.
Beatriz cargaba un secreto que corroía su alma tras tres años de matrimonio. No conseguía darle al coronel el heredero que tanto deseaba. Pero no era infertilidad; era algo más profundo. Despreciaba a su marido: un hombre bajo, débil, que había heredado todo sin haber trabajado un solo día. ¿Cómo podría engendrar un hijo fuerte con él?
La idea había germinado lentamente. Si no podía elegir al marido, elegiría al padre de su hijo.
El coronel Augusto roncaba en el cuarto de al lado, borracho como de costumbre. Beatriz sonrió fríamente. Llevaba meses rechazándolo con excusas: dolores de cabeza, cansancio. Él se quejaba, pero jamás sospecharía. Ella era la perfecta señora de la casa, criada para ser sumisa.
Su plan era simple: observaría al nuevo esclavo, descubriría su nombre. Luego, en el momento adecuado de su ciclo, lo llamaría al caserón con cualquier pretexto. Una única noche sería suficiente. Después, volvería al lecho conyugal, fingiría una reconciliación y anunciaría triunfalmente el embarazo.
Pero Beatriz no contaba con algo: los muros tienen oídos. Maria, la esclava de confianza que la vestía cada mañana, había notado el brillo extraño en los ojos de su ama. Y Maria debía lealtad a alguien mucho más peligroso: al propio coronel, quien la mantenía como informante secreta de todo lo que ocurría en la casa.
Al amanecer, Beatriz bajó con un objetivo claro. —El nuevo esclavo —le preguntó al capataz, fingiendo indiferencia—. ¿Cómo se llama? —Tomás, señora. Vino de Bahía. Fuerte como un toro, pero dicen que tiene temperamento difícil. Vendido por intentar huir tres veces. Beatriz sintió un escalofrío de excitación perversa. Perfecto.
Diez días después, el coronel partió a la ciudad vecina. Beatriz puso su plan en acción. —Maria, trae al esclavo nuevo. Hay trabajo urgente en la biblioteca. Maria dudó un segundo, pero obedeció. Beatriz no notó esa leve duda que sellaría su destino.
Cuando Tomás entró en la biblioteca, Beatriz cerró la puerta con llave. Él permaneció tenso, con los puños cerrados. —¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó ella, acercándose. Él no respondió, pero sus ojos la miraban con una mezcla de odio y asco. —No tienes elección —dijo Beatriz, fría—. Soy tu dueña. Si te niegas, te venderé a las minas de oro, donde no vivirás ni seis meses.
Lo que ocurrió esa tarde fue una mezcla de coerción, violencia silenciosa y la destrucción de dos almas. Cuando terminó, ella le ordenó: —Olvidarás que esto pasó. ¿Entiendes? Él asintió en silencio y salió. Beatriz se sintió poderosa.
Pero Maria, en ese exacto momento, corría hacia la ciudad para encontrar al coronel antes de que llegara a su destino.
Pasaron tres semanas. Beatriz, en una nube de falsa seguridad, volvió al lecho de su marido con una docilidad que sorprendió a Augusto. Él, simplón, aceptó la reconciliación.
Pero Maria no olvidaba. Ella le debía todo al coronel; él la había salvado de los campos de caña e incluso habían tenido un hijo secreto, que él protegía desde las sombras. La lealtad de Maria era absoluta.
Augusto, notando el cambio en Beatriz y la forma en que tocaba su vientre, convocó a Maria. —Dime la verdad. ¿Qué pasa con mi esposa? Maria tembló, pero la lealtad a su hijo pesó más. Lo contó todo: la biblioteca, la puerta cerrada, la mirada de muerte en los ojos de Tomás al salir.
La sangre del coronel se heló. Luego, una furia fría lo invadió. No podía confrontarla sin pruebas; ella era hija de hacendados influyentes y lo negaría. Necesitaba un flagrante, algo irrefutable.
Montó su trampa con paciencia. Anunció casualmente que debía hacer otro viaje a la ciudad. Observó disimuladamente a Beatriz y vio el brillo en sus ojos. Ella mordería el anzuelo.
Beatriz, ciega por la arrogancia, interpretó el viaje como una oportunidad. “Una segunda vez consolidará la farsa”, pensó.
Esa mañana de mayo, cuando el coronel supuestamente partió, ella esperó dos horas y mandó llamar a Tomás nuevamente. No sabía que su marido jamás había salido de la hacienda. Él esperaba escondido en el cuarto adjunto a la biblioteca, con tres testigos: el padre Anselmo, el juez Mendonça y su propio abogado.
La trampa estaba lista.

Cuando Beatriz volvió a cerrar la puerta de la biblioteca, apenas había comenzado a acercarse a Tomás cuando la puerta explotó en un golpe violento.
El coronel Augusto irrumpió, seguido de los tres hombres. La escena se congeló. Beatriz palideció hasta que sus labios quedaron blancos.
—¡Testigos! —gritó el coronel, señalándola—. ¿Lo ven? ¡Sola con el esclavo, en ropas indecentes! Beatriz, que vestía un fino hobby sobre una camisola, intentó hablar. —Augusto, puedo explicar… había reparaciones… —¡Reparaciones! —El coronel la abofeteó con tanta fuerza que la arrojó contra la estantería—. ¡Maria lo contó todo! ¡Lo de hace tres semanas! ¡Perra traidora! Se volvió hacia Tomás. —¡Habla, o mueres ahora mismo! Tomás, sabiendo que ya no tenía nada que perder, la miró sin miedo. —Ella me ordenó. Me amenazó con venderme a las minas si no obedecía.
El padre Anselmo finalmente habló: —Coronel, por la ley de Dios y de los hombres, este matrimonio es nulo. Beatriz cayó de rodillas, comprendiendo la magnitud de lo que había perdido. No solo el matrimonio, sino su nombre, su herencia, su posición social. Todo. —¡Augusto, por favor! —imploró, agarrando sus botas. Él la apartó con una patada de asco. —Ya hiciste demasiado.
La destrucción de Beatriz fue rápida y brutal. El coronel la encerró en un cuarto. Al día siguiente, convocó a los padres de Beatriz. Cuando oyeron la historia, confirmada por el juez y el sacerdote, su padre, el Barón, tomó una decisión fría: —Ella ya no es nuestra hija. La desheredamos. Murió para nosotros.
El matrimonio fue anulado en tiempo récord. El coronel argumentó que, al ser nulo, el dote que ella había traído jamás le perteneció. Exigió una indemnización por daños a su honor. El juez le concedió todo. Beatriz perdió sus tierras, sus joyas y sus vestidos. Le dejaron solo la ropa simple que llevaba puesta y una pequeña bolsa de monedas.
—Para que no digas que te dejé morir de hambre —dijo el coronel con sarcasmo.
Al amanecer siguiente, fue escoltada a una carreta simple. Las mucamas desviaron la mirada. Solo Maria observaba desde la cocina, con satisfacción. La venganza estaba completa.
En la estación de tren, el cochero la dejó en el andén. —El tren a la capital pasa al mediodía. Después de eso, ya no es nuestro problema. La gente en la estación la reconoció. Los susurros comenzaron. “Es ella. La que traicionó al marido con un esclavo”. Una anciana escupió a sus pies.
Llegó a la capital de noche, hambrienta y perdida. Intentó pedir asilo en un convento. —No aceptamos mujeres de vida disoluta —dijo fríamente la madre superiora.
A medianoche, estaba sentada en una plaza oscura, temblando, cuando una mujer de maquillaje excesivo se sentó a su lado. Se llamaba Rosa. —Conozco tu historia —dijo Rosa, dueña de un burdel cercano—. Tu nombre está marcado. No conseguirás trabajo honesto en ningún lado. Te ofrezco supervivencia: comida, cama y algo de dinero. Es esto, o morir de hambre en las calles. Beatriz, que había pasado de señora de hacienda a paria en una semana, aceptó.
Su nueva vida fue una degradación diaria. A veces, clientes que la habían conocido en fiestas la reconocían y se burlaban de ella, humillándola.
Meses después, se dio cuenta de algo terrible: estaba embarazada.
Era el hijo que tanto había deseado, concebido en violencia, pero era suyo. Rosa le ofreció una partera para “resolverlo”. —No —dijo Beatriz, sintiendo por primera vez un feroz instinto de protección—. Voy a tener al niño.
Dio a luz en el burdel a un niño saludable, de ojos negros y llanto fuerte. Lo llamó Gabriel.
Tres meses después, recibió una visita inesperada: el padre Anselmo. El coronel Augusto había oído rumores del niño y exigía un examen. Si el niño tenía rasgos suyos, podría complicar la anulación.
El examen fue una humillación científica. Médicos midieron el cráneo y la piel del bebé. El veredicto fue rápido: “Características inequívocas de ascendencia negra. No hay posibilidad de paternidad del coronel”.
El coronel quedó satisfecho. El padre Anselmo le entregó a Beatriz un sobre con una suma considerable de dinero. —Del coronel. Para que desaparezca por completo y no manche más su nombre.
Con ese dinero, Beatriz huyó de la capital. Se mudó a una villa distante donde nadie la conocía. Creó una identidad falsa: era viuda y trabajaba como costurera.
Gabriel creció fuerte e inteligente, exactamente como ella había imaginado. Beatriz nunca le contó la verdad. Le inventó una historia de un matrimonio feliz interrumpido por la muerte.
Años pasaron. Beatriz envejeció prematuramente, encorvada por el peso de sus secretos.
Una tarde, cuando Gabriel tenía diecisiete años, un anciano encorvado llegó a la villa pidiendo limosna. Beatriz lo reconoció de inmediato, a pesar de las décadas. Era Tomás.
Sus ojos se encontraron. Había reconocimiento mutuo y un dolor compartido. Ella lo llevó adentro y le dio comida. Tomás miró al joven, su hijo, aunque no podía saberlo. —Tiene un buen hijo, señora —dijo en voz baja. Esa noche, después de que Gabriel durmiera, Beatriz y Tomás hablaron por primera vez como seres humanos. Ella le pidió perdón por la violencia que había cometido contra él. Tomás guardó silencio un largo rato. —La perdono. Pero eso no borra lo que pasó, ni me devuelve lo que perdí.
Tomás partió al amanecer. Beatriz intentó darle dinero. —Guárdelo para el muchacho —dijo él—. Merece un futuro mejor que el nuestro. Y desapareció por el camino polvoriento.
Gabriel eventualmente se fue a la ciudad. Se convirtió en un hombre bueno y trabajador. Beatriz vivió sus últimos años sola, muriendo a los cincuenta y tres años, aunque aparentaba setenta.
En su funeral sencillo, solo estaban Gabriel y algunos vecinos. El sacerdote local, que no conocía su historia, habló de una viuda dedicada y una vida de sacrificio maternal. Gabriel lloró sinceramente por la madre que había conocido, sin saber jamás de la señora de hacienda cruel y ambiciosa que había sido.
El coronel Augusto se casó de nuevo, tuvo tres hijos legítimos y murió anciano, rico y respetado, sin volver a mencionar el nombre de Beatriz. Tomás, probablemente, murió en los caminos, un liberto más sin destino.
La historia de Beatriz Alvarenga terminó en el anonimato. Su ambición le costó su nombre, su fortuna y su dignidad, pagando el precio más alto en una vida de oscuridad y secretos, mientras el hijo que nació de su crimen creció en la luz de una mentira piadosa.
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