En el árido corazón de Zacatecas, en el año 1863, la Hacienda San Jerónimo se alzaba como una cicatriz imponente en el implacable paisaje. Construida sobre la plata y el sufrimiento, sus muros contenían un dominio de crueldad metódica, gobernado con mano de hierro por el Coronel Ignacio Valverde. Forjado en campañas militares, su temperamento volátil se había agriado aún más por una sequía implacable que volvía la tierra un desierto agrietado y mataba al ganado en los potreros. El terror era un compañero constante para los trabajadores, y la furia del Coronel podía descender sobre cualquiera por la más mínima falta.

Entre la multitud sometida, destacaba Tomasa de San Jerónimo, de 42 años. Su cuerpo, curvado por el trabajo y marcado por cicatrices antiguas, se movía con una dignidad silenciosa. A su lado, su hija Jacinta, de 16 años, poseía una chispa de rebeldía en los ojos, una juventud que se negaba a doblegarse por completo. La relación entre ambas era de miradas furtivas y una resiliencia compartida en silencio.

Una mañana de marzo, la tragedia se desató. Jacinta limpiaba los aposentos privados del Coronel, un espacio de lujo frío que contrastaba con la miseria de los jacales. Mientras intentaba mover una pesada mesa de trabajo de ébano, un delicado jarro de porcelana, una reliquia de la difunta esposa de Valverde, vibró precariamente. Jacinta extendió la mano para estabilizarlo, pero sus dedos apenas rozaron el borde antes de que la pieza resbalara. El sonido de la porcelana haciéndose añicos contra el suelo de piedra fue seco y ensordecedor.

El silencio que siguió fue roto por la entrada del Coronel Valverde. Su rostro se contorsionó en una máscara de furia contenida. Sin una palabra, agarró a Jacinta por el brazo con una presa férrea y la arrastró brutalmente fuera de la casa grande, a través de los pasillos donde los sirvientes se escondían, hasta el patio central.

Allí, bajo el sol implacable, se alzaba el poste de castigo. Los trabajadores fueron convocados a formar un círculo silencioso. El capataz ató las muñecas y tobillos de Jacinta al poste y rasgó la camisa de su espalda.

En los campos lejanos, Tomasa escuchó el primer grito de su hija. Un terror ancestral le dio una fuerza inusitada. Corrió, ignorando el dolor de sus pies descalzos sobre la tierra áspera. Irrumpió en el patio justo cuando el capataz levantaba el látigo. La visión de Jacinta, atada y vulnerable, la hizo lanzarse hacia adelante. Cayó de rodillas a los pies del Coronel, agarrándose a sus botas, ofreciéndose a sí misma en un torrente mudo de súplicas.

El Coronel Valverde la observó con ojos fríos. Una cruel sonrisa se dibujó en sus labios. Asintió.

Jacinta fue desatada, empujada a un lado y obligada a unirse a los espectadores. El capataz ató a Tomasa. Su ropa fue rasgada, revelando la piel curtida y el mapa de cicatrices antiguas. El látigo de cuero trenzado cayó.

El primer chasquido seco resonó en el patio. El cuerpo de Tomasa se tensó, pero no emitió sonido. Un segundo golpe, y un tercero. La sangre comenzó a brotar, dibujando surcos rojos que se cruzaban. Jacinta observaba, con los puños apretados y el terror helado recorriéndola. El Coronel miraba con fría observancia. Ocho. Nueve. La espalda de Tomasa era una masa de carne lacerada.

Al décimo y último azote, el impacto fue brutal. La resistencia de Tomasa finalmente se rompió. Su cabeza se inclinó y su cuerpo se desplomó inconsciente, sostenido solo por las cuerdas. El Coronel hizo un gesto. El capataz la desató, dejándola caer al suelo como un fardo. Dos hombres la levantaron y la arrastraron, inerte, hacia los jacales.

El anochecer se cernía sobre la hacienda cuando Jacinta corrió al oscuro jacal. Encontró a su madre arrojada en el suelo de tierra. La escasa luz de la luna que se filtraba por la única abertura revelaba la espalda de Tomasa, una masa desgarrada.

Jacinta trabajó incansablemente bajo esa luz tenue. La noche se deslizó lentamente, marcada solo por los débiles gemidos de Tomasa. Una fiebre insidiosa comenzó a elevarse, y la infección, una amenaza constante, se abrió camino en las heridas abiertas. Jacinta limpió la sangre y el polvo con trapos húmedos, pero la fiebre no cedió. El cuerpo de Tomasa, que tanto había resistido, ardía al tacto.

Antes de que el sol volviera a castigar Zacatecas, el último y débil aliento escapó de los labios de Tomasa. Murió en el silencio de la madrugada, tal como había vivido.

Jacinta se quedó inmóvil en la oscuridad, el horror dando paso a un vacío helado. Afuera, la tierra reseca de la hacienda, que parecía no olvidar ninguna deuda, había absorbido la sangre del sacrificio. El amanecer llegó, pero para Jacinta, la luz se había extinguido para siempre.