El Peso del Silencio y la Belladona

 

—No digas nada, María. Si hablas, te mato.

Las palabras de don Rodrigo Santibáñez todavía resonaban en los oídos de María, vibrando con una violencia contenida que era más aterradora que cualquier grito. Sus manos, oscuras y curtidas por el trabajo, temblaban imperceptiblemente sobre la madera desgastada de la mesa de la cocina. Había pasado una semana desde aquella noche fatídica, pero el miedo seguía fresco, palpitante, como una herida que se niega a cerrar.

Afuera, en la inmensidad de la Hacienda San Miguel de los Álamos, el sol de Guanajuato caía implacable sobre los campos de trigo, dorando la tierra y haciendo brillar el sudor de los peones. Sin embargo, dentro de esos muros coloniales de piedra gruesa, el aire era gélido. María cargaba un secreto que la asfixiaba, una verdad que pesaba más que los costales de maíz que solía cargar.

Tenía veinticuatro años y su mundo terminaba donde empezaban las cercas de la hacienda. Nacida esclava, hija de una madre que falleció cinco años atrás consumida por la fiebre, María había heredado dos cosas: el conocimiento de las hierbas y el arte del silencio. “En esta casa, las palabras pueden matarte más rápido que cualquier enfermedad”, le decía su madre mientras molían maíz en el metate, con ese ritmo hipnótico que marcaba las horas. “Aprende a ser invisible, hija. Los patrones no ven a los muebles, y nosotras debemos ser igual que las sillas: útiles y mudas”.

María había aprendido bien la lección. Era una sombra en los pasillos, un espectro en la cocina. Hasta aquella noche. La noche en que la invisibilidad no fue suficiente.

Desde la rendija de la puerta de la cocina, había visto lo impensable. Don Rodrigo, el patrón, un hombre cuya ambición solo era superada por su crueldad, había vertido un polvo extraño en la copa de vino de su socio, don Esteban. María vio cómo el visitante bebía confiado, cómo minutos después se retorcía en el suelo con las manos aferradas a su garganta, y cómo don Rodrigo fingía un horror teatral mientras gritaba pidiendo un médico que sabía que llegaría tarde. Fue una intoxicación alimentaria, dijeron después. La comida estaba en mal estado. Pero María sabía la verdad, y en un instante fatal, sus ojos se cruzaron con los de don Rodrigo. Él supo que ella sabía. Y la sentencia quedó dictada.

—¡María! ¿Dónde está el agua para el baño de la señora?

La voz de doña Catalina Santibáñez cortó sus pensamientos como un cuchillo afilado. María dio un respingo, casi tirando el cuchillo con el que picaba cebolla. Doña Catalina apareció en el umbral. Era una mujer de treinta y ocho años, delgada como un junco seco, con ojos oscuros y profundos que parecían pozos de agua estancada. Llevaba un vestido verde oscuro, cerrado hasta el cuello, que acentuaba su palidez. A diferencia de su marido, ella nunca gritaba; su autoridad residía en una calma inquietante.

—Ya casi está lista, señora —respondió María, bajando la mirada inmediatamente.

—Te noto distraída últimamente —dijo doña Catalina, avanzando un paso dentro de la cocina. Su presencia trajo consigo un aroma a jazmín y encierro—. Pasa algo.

El corazón de María dio un vuelco violento contra sus costillas. ¿Acaso la señora también lo sabía? ¿O era una prueba?

—No, señora. Solo estoy cansada. El calor…

Doña Catalina la observó durante un momento que pareció eterno. Sus ojos recorrieron el rostro de la joven esclava como si leyeran un mapa.

—Cuida tu salud, María. Eres una de las pocas personas en esta casa en las que confío —dijo finalmente, antes de dar media vuelta.

Confianza. La palabra sonaba extraña, casi cruel, en esa casa construida sobre cimientos de miedo.

Esa misma tarde, la tensión en la hacienda se disparó con la llegada de don Felipe Morales, el hermano menor del difunto don Esteban. Era un hombre de unos treinta años, con la barba cuidada y una mirada cargada de sospecha y dolor. No había venido a socializar; había venido a buscar respuestas.

Desde la cocina, María escuchó la confrontación.

—Don Rodrigo, mi hermano era un hombre sano como un roble. No me convence que muriera así, de repente, por un pedazo de carne —la voz de don Felipe temblaba de ira contenida.

—Entiendo su dolor, don Felipe, pero el médico confirmó la intoxicación. Fue una tragedia —respondió don Rodrigo con esa voz untuosa que usaba para mentir.

—¿Y no le parece extraño que usted cenara lo mismo y no le pasara nada?

El silencio que siguió fue denso, pesado. María dejó de respirar.

—¿Me está acusando de algo? —el tono de don Rodrigo bajó, volviéndose peligroso—. Le sugiero que tenga cuidado, o se unirá a su hermano antes de lo que piensa. Retírese de mi propiedad.

Cuando don Felipe se marchó, expulsado pero no convencido, María sintió que las paredes se le venían encima. El cerco se estrechaba. Don Rodrigo estaba acorralado, y un animal acorralado muerde. Ella era el cabo suelto.

Esa noche, doña Catalina se retiró temprano de la cena, alegando dolor de cabeza, y pidió a María que le llevara té de manzanilla a sus aposentos. Cuando María entró, la señora estaba de pie frente a la ventana, mirando la oscuridad del patio.

—Deja la taza y siéntate, María.

—Señora, no debo…

—Siéntate —ordenó, girándose. Su rostro ya no tenía la máscara de indiferencia habitual. Había urgencia en sus ojos—. Sé lo que viste, María. Vi cómo mirabas a mi esposo la noche que murió don Esteban. Y vi el terror en tus ojos cuando él te amenazó.

María sintió que el suelo se abría. Iba a morir. La esposa la entregaría.

—Señora, yo no…

—Cállate y escucha. No te voy a delatar. Vengo a ofrecerte un trato. —Doña Catalina se acercó y, para asombro de María, le tomó las manos. Estaban heladas—. Mi esposo es un asesino. Lo sé. Tú lo sabes. Y si no hacemos algo, seguirá matando. Don Felipe está investigando, y Rodrigo no dejará testigos. Tú eres la primera en su lista.

—¿Qué… qué quiere que haga? —susurró María.

—Libertad, María. Te ofrezco tu libertad. La tuya, la de Pedro, la de Rosa, la de todos. Y dinero para irte lejos.

—¿A cambio de qué?

—De que hagas lo que él hizo. —La voz de doña Catalina se endureció—. Tu madre te enseñó de hierbas. Sabes qué plantas curan y cuáles matan. Necesito que uses ese conocimiento.

—Es un pecado mortal, señora. Iré al infierno.

—Ya estamos en el infierno, niña. —Doña Catalina le apretó las manos con fuerza—. Él mató a un padre de tres hijos por dinero. ¿Crees que dudará en matarte a ti? Si me ayudas, lo detendremos. Será justicia, no asesinato.

María pasó las siguientes veinticuatro horas en una agonía interna. Su fe católica chocaba violentamente con su instinto de supervivencia. Pero cada vez que veía a don Rodrigo, notaba cómo la miraba: como a un insecto que está a punto de aplastar. Al tercer día, cuando vio al patrón golpear brutalmente a Pedro en los establos por una nimiedad, María tomó su decisión.

Fue al jardín trasero, donde las sombras eran largas y espesas. Allí crecía la belladona. “Hermosa, pero mortal”, decía su madre. María cortó las bayas con dedos temblorosos. En la soledad de su cuarto, las molió hasta convertirlas en un polvo fino y oscuro.

La oportunidad llegó dos noches después. Don Rodrigo pidió su chocolate caliente habitual. La cocina estaba vacía. El aroma del cacao, la canela y el azúcar llenaba el aire, una dulzura que contrastaba con la muerte que María sostenía en su mano. Vertió el polvo. Lo revolvió. El líquido oscuro se tragó el secreto.

Llevó la bandeja al estudio. Don Rodrigo ni siquiera levantó la vista de sus papeles.

—Déjalo ahí y lárgate —gruñó.

María obedeció. Salió al pasillo, el corazón latiéndole en la garganta como un pájaro atrapado. Se encontró con doña Catalina en la penumbra. No se dijeron nada; una mirada bastó.

Minutos después, el sonido de la porcelana rompiéndose contra el suelo hizo eco en la casa. Luego, los gritos.

—¡Ayuda! ¡Me ahogo!

Cuando llegaron al estudio, don Rodrigo estaba en el suelo, la cara morada, las manos arañando su propio cuello, espuma brotando de sus labios. Era una imagen grotesca, un espejo de la muerte que él mismo había provocado semanas atrás. Doña Catalina se arrodilló a su lado, gritando por un médico, interpretando el papel de la esposa desesperada a la perfección. Pero María, desde la puerta, vio cómo la vida se apagaba en los ojos del tirano.

Nadie sospechó. “El corazón”, dijo el médico, el mismo que había certificado la muerte de don Esteban. “Exceso de alcohol y temperamento”.

El funeral fue fastuoso. Doña Catalina lloró detrás de un velo negro. Una semana después, cumplió su promesa.

En la cocina, extendió sobre la mesa los documentos oficiales.

—Aquí están. Cartas de libertad para todos. Y esto es para ti. —Le entregó una bolsa de cuero pesada—. Vete, María. Vete lejos y vive la vida que él te quería quitar.

—¿Y usted, señora?

—Yo me quedaré a limpiar los restos de esta vida. Venderé la hacienda. Que Dios nos perdone a las dos.

María partió al amanecer. Dejó atrás Guanajuato, dejó atrás la esclavitud, pero llevó consigo el peso de lo que había hecho. Viajó al sur, hacia la Ciudad de México, que bullía con los aires de la inminente independencia de 1821.

Con el dinero y su talento, María abrió una pequeña fonda cerca del mercado de la Merced. Trabajaba de sol a sol, no por obligación, sino para mantener la mente ocupada. Cocinaba para olvidar. Sin embargo, en las noches de insomnio, el rostro de don Rodrigo la visitaba, recordándole que su libertad había sido comprada con sangre.

Pasaron los años. México nació como nación independiente. María, ahora una mujer respetada en su barrio, dedicó su vida a ayudar a otras mujeres. Enseñó a cocinar a jóvenes huérfanas, dio refugio a viudas desamparadas y alimentó a quienes no tenían nada. Entre ellas estaba Josefa, una chica que le recordaba dolorosamente a sí misma a los veinte años.

Un día, María recibió una carta desde Puebla. Doña Catalina le contaba que había encontrado paz en un retiro religioso y que don Felipe Morales había publicado un libro exponiendo los crímenes de su hermano, limpiando así su nombre. “Hicimos lo necesario”, escribía Catalina. “Ahora, vive”.

Fue entonces, diez años después de aquella noche en la hacienda, cuando María entró en una iglesia. No buscaba absolución, pues sabía que lo hecho, hecho estaba. Buscaba entendimiento.

Se confesó con un sacerdote anciano. Le contó todo: el veneno, el miedo, la muerte.

El sacerdote escuchó en silencio. Cuando ella terminó, esperando la condena, él suspiró.

—Hija, el quinto mandamiento es sagrado. Pero Dios ve lo que hay en el corazón. Tú actuaste para salvar tu vida y la de otros. Tu penitencia no serán rezos vacíos. Tu penitencia ya la estás cumpliendo: has dedicado tu vida robada a dar vida a otros. Sigue haciendo el bien. Convierte esa oscuridad en luz.

María salió de la iglesia y el sol de la tarde le dio en la cara. Por primera vez en una década, no sintió frío.

Regresó a su cocina económica. Josefa estaba allí, luchando con las cuentas del mes.

—Déjame ayudarte —dijo María, acercándose con una sonrisa suave.

Esa noche, antes de dormir, María escribió su propio testamento con la ayuda de un abogado. Dejaba la fonda a Josefa y a las otras trabajadoras. Se aseguró de que su legado no fuera el veneno ni el miedo, sino la libertad y la solidaridad.

Se acostó en su cama, y mientras cerraba los ojos, ya no vio el rostro agonizante de don Rodrigo. Vio los campos de trigo de Guanajuato, pero esta vez, ella no era una esclava temblando en la cocina. Era libre. Y aunque sus manos estuvieran manchadas por el pasado, habían construido un futuro digno.

Durmió, finalmente, en paz.