En el corazón de una aldea apartada, donde el aire estaba impregnado del aroma a tierra y el susurro del viento, un grito rompió la noche. El sonido resonó entre los árboles, una súplica desesperada de ayuda que atravesó el silencio como un cuchillo. Nia Johnson, una enfermera dedicada del pueblo, regresaba a casa tras un largo turno en la clínica cuando vio las llamas parpadeantes danzando a lo lejos.
Su corazón se aceleró cuando dejó caer su mochila y corrió hacia el origen del incendio. **Lo que encontró fue un auto negro de lujo retorcido, con las llamas lamiendo el capó y el humo elevándose hacia el cielo. Dentro, un hombre tosía sangre contra el volante, con el rostro contorsionado por el dolor.**
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! —Su voz profunda y quebrada resonó en la noche, encendiendo una llama de urgencia en su interior.
Sin pensarlo dos veces, Nia se abalanzó, con la mente en blanco por el miedo y la adrenalina. El chirrido del metal y el siseo del fuego llenaron sus oídos mientras arañaba la puerta atascada, con las manos desnudas golpeándose contra el frío acero. **Pero no se movía.**
La desesperación le corría por las venas. Agarró una rama caída y rompió la ventana; los fragmentos de vidrio cayeron como estrellas brillantes. Al meter la mano, sintió el peso del cuerpo del hombre, pesado y sin vida. Su sangre empapó su uniforme mientras lo liberaba momentos antes de que el coche explotara; el calor le hacía saltar chispas en el pelo.
Él gimió, sus párpados se abrieron, revelando unos ojos oscuros y dominantes que se clavaron en los de ella. “Nada de hospital”, graznó, su agarre sorprendentemente fuerte mientras la agarraba por la muñeca. “¡Escóndeme! ¡Prométemelo!”

Nia parpadeó, con una mezcla de incredulidad y determinación recorriéndola. **¿Estás loco? ¡Morirás si no te busco ayuda!** Pero él estaba inconsciente de nuevo, con la cabeza echada hacia atrás mientras el humo llenaba sus pulmones. Las sirenas aullaban débilmente en la distancia. Si lo dejaba allí, desconocidos podrían terminar lo que el desastre había empezado. Algo en su interior le susurraba que este hombre no era un desconocido cualquiera.
Sin tiempo para cuestionar sus instintos, Nia corrió al cobertizo de herramientas cerca de la clínica, agarró dos largos tablones de madera y los ató con una cuerda, entrelazando la sábana rota de su abuela. La camilla improvisada crujió bajo su peso, pero ella forcejeó hasta que sus brazos gritaron. **”Señor, dame fuerza”,** murmuró, plantando los talones en la tierra.
Poco a poco, arrastró al hombre por el camino lleno de baches, con los ojos cegados por el sudor. El polvo le ahogaba la garganta, pero se negaba a detenerse. Cada vez que la camilla se tambaleaba sobre una roca, su pecho vibraba con respiraciones entrecortadas, recordándole que su vida pendía de un hilo. A medio camino de la clínica del pueblo, su mano se crispó, con los dedos aferrándose a la sábana como si luchara contra enemigos invisibles.
Las palabras se le escaparon de los labios en un idioma que ella no reconoció: majestuoso, autoritario, temeroso. Se estremeció. **¿Quién eres?**, susurró, tirando con más fuerza. No hubo respuesta, solo el sonido de los grillos y el débil rugido de otro vehículo en la noche. Finalmente, apareció el tenue resplandor de la linterna de la clínica; el alivio la invadió, pero duró poco.
Una elegante camioneta negra minoró la marcha en la autopista; sus ventanas tintadas bajaron lo justo para que sintiera el peso de unas miradas invisibles. Nia se quedó paralizada, con el corazón latiendo con fuerza. El hombre en la camilla volvió a gemir, agarrándole la muñeca con una fuerza desgarradora. **”No confíes en ellos”,** susurró, apenas audible, y luego se desplomó.
A Nia se le cortó la respiración. Quienquiera que fuese este hombre, acababa de sacarlo del fuego y meterlo en una tormenta mucho más grande de lo que podía imaginar. Con los faros girando hacia el camino de tierra, dirigiéndose directamente hacia ella, se dio cuenta de que quizá ya era demasiado tarde.
Con la ayuda de la abuela Mabel, lo colocó en la estrecha cama de su habitación, mientras la sangre se filtraba por la colcha. La tenue luz de la lámpara de aceite revelaba un rostro hermoso e intimidante a la vez: pómulos marcados, labios apretados en una línea sombría, incluso inconsciente. Su camisa, rasgada por el hombro, revelaba las duras llanuras de un pecho no acostumbrado al trabajo, sino al privilegio.
—Hija, has traído una tormenta a esta casa —dijo la abuela Mabel, presionando un paño húmedo en la mano de Nia.
—Habría muerto ahí fuera —susurró Nia, limpiándole el hollín de la cara—. No podía dejarlo. —La mirada de su abuela se suavizó, pero su tono se mantuvo firme—. Entonces, más te vale rezar para saber lo que haces.
Durante la siguiente hora, Nia limpió heridas, le cosió un corte en el brazo con manos temblorosas y le calmó la fiebre. El desconocido gimió, con los párpados agitados, pero no despertó del todo hasta que por fin una voz grave y áspera resonó desde la cama. “¿Dónde estoy?”, preguntó Nia, casi dejando caer la aguja. Su mirada era aguda y escrutadora a pesar de su debilidad.
—Estás a salvo —dijo rápidamente—. En mi casa. Soy enfermera. Tuviste un accidente. —Se incorporó apoyándose en un codo, ignorando el dolor que le deformaba el rostro—. Llévame a un hotel. Te pago.
Ella arqueó las cejas. “¿Ni siquiera puedes mantenerte en pie, y crees que te voy a cargar de vuelta? No irás a ningún lado hasta que esté segura de que no morirás”. Algo brilló en sus ojos: molestia, pero también sorpresa. No estaba acostumbrado a que lo rechazaran.
—No sabes quién soy —dijo lentamente, casi como una amenaza—. ¿Debería? —replicó Nia, rematando el punto—. Solo sé que estás sangrando en mi cama y que seguirás mis reglas si quieres vivir. Por primera vez, la comisura de su boca se torció como si fuera a reír.
En cambio, se recostó, recorriendo con la mirada su pequeña habitación: el papel pintado descascarillado, la estantería llena de libros de medicina, el tablero de la clínica de sus sueños clavado sobre el escritorio. **”Quieres más que esta vida”,** dijo en voz baja. “Una clínica propia, un gran sueño para una enfermera de pueblo”. El rubor le subió a las mejillas.
—¿Cómo sabes de mi diario? —preguntó ella, sobresaltada. Él la interrumpió con suavidad—: Y lo dejaste abierto.
Esa tarde, un grupo de niños del pueblo vio a Malik cojeando por el sendero. Se quedaron boquiabiertos al ver sus zapatos caros y su porte majestuoso. “Señor, ¿puede jugar a la pelota con nosotros?”, preguntó un niño tímidamente, extendiendo un balón de fútbol maltratado. Malik arqueó una ceja. “Yo no…”
Pero antes de que pudiera terminar, otro niño le tiró de la manga, y de alguna manera se encontró lanzando la pelota torpemente. Los niños estallaron en carcajadas cuando falló al atraparla, y para su propia sorpresa, una risa también brotó de su pecho: áspera, tosca, pero auténtica.
Nia se quedó en la puerta de la clínica, observándolo con los brazos cruzados. El príncipe, que se portaba como el acero, parecía casi humano rodeado de niños. Al terminar el juego, Malik devolvió la pelota, con los labios aún ligeramente curvados. Captó la mirada de Nia y caminó hacia ella, con la cojera más pronunciada. “Me salvaste”, dijo en voz baja. “No solo del fuego”.
—De mí —parpadeó Nia, desconcertada por la sinceridad de su tono. Abrió la boca para responder, pero de repente unos faros cruzaron la calle. Una elegante camioneta frenó frente a la clínica, con las ventanas tintadas bajando lo justo para que pudiera ver el destello de la lente de una cámara. La expresión de Malik cambió al instante; la suavidad desapareció, reemplazada por una frialdad. Agarró el brazo de Nia y la jaló hacia adentro mientras el auto se detenía afuera.
“Me encontraron”, susurró, con la mirada dura como la piedra. Nia contuvo la respiración. Con un escalofrío, se dio cuenta de que, de lo que había estado huyendo, por fin había llegado a su puerta, y que ya no era solo una enfermera protegiendo a un paciente. Estaba en medio de algo mucho más grande de lo que su aldea podía contener.
La camioneta negra permaneció frente a la clínica toda la noche, con el motor zumbando como un depredador en la oscuridad. Al amanecer, ya no estaba sola. Tres vehículos más entraron en el pueblo, relucientes y blindados, con las ventanas tintadas absorbiendo la luz de la mañana. Nia se quedó paralizada junto a la puerta de la clínica cuando hombres con trajes oscuros salieron en tropel, con los auriculares reluciendo.
Sus movimientos eran precisos, militares. En el centro se encontraba un hombre alto con una placa prendida al cinturón. «Objetivo localizado», dijo por el micrófono. Su mirada se posó en Malik, quien se había levantado temblorosamente del catre. «Su Alteza». Las palabras cortaron el aire como una espada. Nia parpadeó, segura de haber oído mal, pero los hombres hicieron una reverencia y el que iba delante dio un paso al frente.
—Príncipe Malik Ober Williams, su familia lo ha estado buscando día y noche. Debemos acompañarlo a casa inmediatamente, príncipe. —Las palabras le golpearon el pecho. Se giró hacia Malik con voz temblorosa—. ¿Cómo te acaba de llamar? —Malik tensó la mandíbula. La miró con un destello de arrepentimiento en el rostro, y luego apartó la mirada—. No era prudente decírtelo.
“Me mentiste”, susurró, ruborizándose. “Todo este tiempo me dejaste creer que solo eras un hombre de negocios perdido cuando en realidad…”, se le quebró la voz. “Eres un príncipe”. Afuera, el pueblo se agitaba como un hormiguero pateado. Los vecinos se agolpaban en el camino de tierra, estirando el cuello. Las madres abrazaban a sus hijos.
Alguien susurró: “¡Príncipe! ¿Dijo príncipe?”. Entonces se oyó el clic de las cámaras. Camionetas de noticias habían seguido al convoy, con los reporteros adelantando los micrófonos. Los flashes estallaron, cegando en la bruma matutina. “¡Nia, retrocede!”, gritó un guardia, acercándose para proteger a Malik. Pero ella no podía moverse. Sentía todas las miradas sobre ella, cada susurro clavándose en su piel.
La silenciosa enfermera de los pinos albergaba a la realeza en su cama. La vergüenza y la ira luchaban en su pecho. Malik cojeó hacia ella, ignorando las protestas del guardia, y su mano se cerró suavemente alrededor de la suya. “Nunca quise que te vieras arrastrada a esto. Me salvaste, Nia, y te lo pagaré. Lo que quieras, tu clínica, tu futuro, lo haré realidad”. Se le hizo un nudo en la garganta. “No quiero tu dinero. Quería honestidad”.
Su mirada se suavizó, pero los guardias se acercaron más. «Su Alteza, el tiempo apremia. Debemos irnos ya». Malik la sujetó con más fuerza como si quisiera resistirse. Por un instante, su mirada la sostuvo con una promesa que ella no comprendió. Luego, con un suspiro de dolor, la soltó.
El convoy se lo tragó, las puertas se cerraron de golpe, los motores rugieron. En cuestión de minutos, la caravana desapareció por el polvoriento camino, dejando solo grava removida y silencio. Los aldeanos se volvieron hacia Nia, con las voces alzándose como una tormenta. “Escondió a un príncipe bajo su techo. ¿Quién se cree que es? ¿Pensó que podría atraparlo como una trampa?”. El rostro de Nia ardía mientras se tambaleaba de vuelta a la clínica, cerrando la puerta para que no oyeran las voces.
Se apretó el pecho con las manos, intentando contener los pedazos de su corazón. La cama estaba vacía, las sábanas aún manchadas con su sangre. Solo quedaba el eco de sus palabras. «Te lo pagaré». Pero el eco no la consoló, porque lo que ella quería no era un pago. Era la verdad. Y la verdad le había sido arrebatada en el momento en que esos coches negros se lo llevaron.
Pero en el fondo, sabía que este no era el final. Los príncipes no desaparecían así como así de la vida de una enfermera de pueblo; lo arrastraban todo a su órbita: amor, peligro y tormentas que escapaban a su control. Y para bien o para mal, Nia ya se había metido en la tormenta.
El convoy se alejó a toda velocidad del pueblo hasta que los caminos de tierra roja dieron paso a suaves carreteras negras y, finalmente, a las imponentes puertas de la finca Ober. El palacio se alzaba como un monumento al poder, con sus agujas de mármol brillando bajo el sol poniente. Para Nia, era un mundo inalcanzable. Para Malik, era una jaula dorada.
En cuanto se abrieron las puertas del coche, la Reina Madre Immani avanzó con paso decidido, con sus túnicas doradas y carmesí ondeando, y pesadas joyas en el cuello. Su rostro estaba tallado en piedra, sus ojos afilados como la hoja de un cuchillo. «Malik Ober Williams», tronó, y su voz resonó por todo el gran salón. «¿Sabes la vergüenza que has traído a esta familia?», desapareció durante días, dejando al reino preguntándose si su futuro rey yacía muerto en una zanja.
Malik inclinó la cabeza, pero tenía la mandíbula apretada. «Madre, me atacaron. Apenas sobreviví». Immani abrió la nariz. «Y aun así sobreviviste en una aldea escondida entre campesinos. ¿Te das cuenta de lo que dice la prensa? ¿Qué susurran los enemigos?». La miró fijamente con ojos de acero. «Esos aldeanos me salvaron. Una enfermera me salvó».
Los labios de Immani se tensaron. La sola mención de la existencia de Nia despertó su desdén. «No deshonrarás nuestro nombre con tonterías con una aldeana». Tras ella, el príncipe Jabari permanecía en silencio, con las manos juntas en fingida humildad. Pero al pasar Malik, la mirada de Jabari lo siguió con silenciosa cautela.
Más tarde esa noche, en las sombrías habitaciones del ala este, Jabari se sirvió una copa de brandy mientras una mujer alta y elegante se apoyaba en la barandilla del balcón. «Selena Dubois, de mirada penetrante, radiante y peligrosa como el fuego». «Así que el príncipe pródigo regresa», ronroneó, haciendo girar su vino. «El mundo lo creía muerto, pero en realidad estaba escondido en una choza con una enfermera desconocida». Jabari sonrió con suficiencia. «Esa enfermera podría ser nuestro mayor regalo. Malik ya ha provocado un escándalo al desaparecer. Imaginen lo que dirá el mundo cuando se enteren de que compartió cama con una aldeana».
La sonrisa de Selena era lenta, depredadora. «E imagina lo que podría hacer con su cara en la portada».
A la mañana siguiente, Malik estaba sentado en su escritorio, con los muros del palacio apretándolo, documentos apilados y asesores esperando afuera. Pero su mente estaba lejos de la política de estado. En cambio, veía el rostro manchado de tierra de una joven que lo rescataba del fuego, las manos firmes que le cosían las heridas, los ojos que brillaban cuando lo llamaba mentiroso. Nunca había conocido a una mujer como Nia.
Un sirviente entró, haciendo una reverencia. «Su Alteza, la gala es esta noche. Lady Selena Dubois ya ha confirmado su asistencia». La boca de Malik se tensó en una línea sombría. «Por supuesto que sí».
Esa noche, las lámparas de araña del salón Ober brillaban como mil soles. Nobles, magnates y dignatarios extranjeros bailaban sobre mármol pulido. Cuando Malik entró, la sala quedó en silencio, los susurros lo perseguían como sombras. Selena apareció entre la multitud con un vestido de seda escarlata; su belleza era innegable, sus movimientos pausados.
Ella se acercó a él y, sin dudarlo, se echó sobre su brazo. «Mi príncipe», susurró, apretando la mejilla contra su hombro como si aún tuviera derecho a ello. «El mundo te extrañó. Y yo también». Los flashes se encendieron, los periodistas tomaron fotos. Malik no la apartó, pero su mirada se desvió hacia el recuerdo de una chica de pueblo que solo quería honestidad de él.
Al otro lado del salón, sonó el teléfono de un periodista. Lo sacó con los ojos como platos. «Última hora», le susurró a un colega. Se filtraron fotos de la estancia del príncipe en la aldea. En cuestión de minutos, las pantallas de la sala se iluminaron. Allí estaba, Nia Johnson. Con la trenza despeinada y el uniforme manchado de sangre, arrastrando a Malik en una camilla improvisada por un camino de tierra.
Los titulares se desplazaban por las redes sociales: «La misteriosa mujer que salvó al príncipe, ¿enfermera del pueblo o amante secreta?». A Malik le dio un vuelco el corazón. Selena lo agarró del brazo con más fuerza mientras siseaba. «Oh, Malik, parece que tu secretito ya no es tan secreto». Y a su alrededor, la sala bullía con un nuevo escándalo. Todas las cámaras, ávidas de conocer el nombre de la chica que se atrevió a tocar a un príncipe.
El pueblo no había dejado de vibrar desde que partió la comitiva. En cada porche, en cada puesto del mercado, se oían los mismos susurros. “¿Oíste? Nia lo escondía. Tenía al príncipe bajo su techo. Quizá lo hechizó”. Al tercer día, los murmullos se intensificaron: mitad asombro, mitad sospecha.
Algunos vecinos la observaban con orgullo, otros con los ojos entrecerrados. Era justo después del amanecer cuando regresó el rugido de los motores. Esta vez no se trataba solo de unas cuantas camionetas negras. Era un convoy real completo. Coches relucientes circulaban por el camino de tierra, su presencia hacía espantar a las gallinas del corral y hacía que los niños corrieran tras ellos. Los aldeanos se congregaron en grupos, vestidos con sus mejores galas, observando cómo los guardias uniformados del palacio entraban en el porche de Nia.
El más alto desenrolló un pergamino, y su voz resonó entre la multitud. «Por decreto de la Reina Madre Immani Ober Williams, la enfermera Nia Johnson es convocada al palacio real de la capital. Responderá a las preguntas sobre su relación con su alteza, el príncipe Malik Ober Williams». El pueblo se llenó de asombro. Algunas mujeres aplaudieron con orgullo. «Nuestra pequeña Nia ha sido convocada al palacio», mientras otras murmuraban sombríamente sobre alguna incorrección.
El jefe Otus avanzó con una expresión de preocupación en el rostro. «Hija, esto es peligroso. La realeza no llama a las aldeanas a menos que sea para dar ejemplo». Antes de que Nia pudiera responder, el bastón de la abuela Mabel golpeó el porche. «Basta. Mi nieta le salvó la vida a ese chico. Si la reina madre la quiere, que se vaya con la cabeza bien alta».
La mirada de su abuela se posó en Nia, llena de advertencia y orgullo. «Fuiste elegida por Dios esa noche, Nia. No le tengas miedo a ningún palacio». Nia tragó saliva con dificultad, con el corazón latiéndole con fuerza, el miedo le apretaba el estómago, pero bajo él se vislumbraba algo más: determinación. Asintió. «Iré».
## El Gran Palacio
El viaje a la ciudad fue un torbellino de flashes y miradas curiosas. Los reporteros se apiñaban contra el convoy, gritando preguntas mientras los guardias los mantenían a raya. Cada vez que gritaban su nombre, Nia se hundía más en su asiento, deseando desaparecer. Pero cuando el horizonte se alzó ante ella, con las torres de cristal centelleando, las cúpulas del palacio reluciendo blancas y doradas, no pudo evitar una exclamación de asombro. Nunca había visto tanta grandeza.
Las puertas del palacio se abrieron, revelando patios bordeados de fuentes que brillaban como diamantes. Los sirvientes hicieron una reverencia mientras los guardias la escoltaban por pasillos de mármol donde colgaban pesadas lámparas de araña de cristal. Nia sintió que se le cortaba la respiración. Su vestido de aldea, pulcro pero sencillo, parecía un trapo con tanto esplendor. La condujeron a un amplio salón de recepciones. En el centro estaba Malik.
Vestía un traje a medida, con una postura majestuosa, su presencia llenaba la habitación. Pero en cuanto sus ojos la encontraron, la máscara se quebró. “¿Qué haces aquí?”. Su voz era cortante, pero su mirada delataba algo más profundo: alivio, incredulidad, incluso miedo.
—La Reina Madre me ha llamado —dijo Nia, esforzándose por mantener la voz firme. Malik despidió a los guardias con un gesto y avanzó a grandes zancadas, con paso rápido a pesar de la cojera. La sujetó del codo y la arrastró hacia un rincón de la habitación—. No deberías haber venido —siseó—. No es seguro.
Ella levantó la barbilla. “No tuve elección. Me dejaron claro que esto no era una petición”. Maldijo en voz baja en un idioma que ella no entendía, y luego se pasó una mano por el pelo. “Nunca quise que te arrastraran a este mundo”.
Nia lo miró fijamente, con el pecho apretado. «Quizás deberías haberlo pensado antes de mentirme». Las palabras quedaron suspendidas entre ellos, más afiladas que cualquier espada. Por un instante, los orgullosos hombros de Malik se hundieron. Antes de que pudiera responder, las puertas del otro extremo del pasillo se abrieron con un crujido.
## El juicio de la Reina
Se hizo un silencio absoluto al entrar la Reina Madre Emani, flanqueada por cortesanos con vestidos resplandecientes y turbantes enjoyados. Su mirada recorrió la sala, primero en Malik y luego en Nia. La sonrisa de la reina madre era tenue, peligrosa. «Así que», dijo, con la voz cargada de juicio. «Esta es la aldeana que sacó a mi hijo de la miseria y lo llevó a la desgracia».
A Nia se le encogió el estómago, pero se mantuvo firme, negándose a apartar la mirada. Tras ella, la mano de Malik la aferró al codo, como si la sujetara. Su mirada fulminante no se apartó del rostro de su madre. Y así, el palacio se convirtió en un campo de batalla, uno donde Nia quedó expuesta ante todas las miradas. Las palabras de la reina madre resonaron en la cámara de mármol, y Nia comprendió con un escalofrío que no la habían convocado simplemente como testigo.
Ella estaba siendo juzgada, y el juicio de un reino ahora pendía sobre su cabeza.
El comedor del palacio resplandecía con candelabros tan pesados que parecían a punto de aplastar a los mortales bajo ellos. Largas mesas se extendían a lo largo de la sala, crujiendo bajo bandejas de faisán asado, frutas confitadas y copas de cristal rebosantes de vino. Los cortesanos brillaban con sedas y joyas, con una mirada más aguda que los cuchillos de plata con los que jugueteaban.
Al fondo, la Reina Madre Immani se sentaba como una monarca tallada en obsidiana, cada joya de su corona brillando en una silenciosa advertencia. Malik se sentó a su derecha, y a su izquierda, por decreto, no por invitación, se sentó Nia Johnson, con las manos apretadas en el regazo, su vestido de aldea, planchado con suavidad pero de una sencillez evidente, entre vestidos tejidos con encaje importado.
Cada murmullo en el pasillo parecía dirigido a ella. Cada mirada, una cuchilla. A Nia se le hizo un nudo en la garganta. Bajó la mirada, recorriendo el bordado del mantel para calmarse. Las puertas se abrieron con fuerza teatral. Selena Dubois entró deslizándose, con la seda roja adherida a su cuerpo como fuego, y diamantes deslizándose de sus orejas.
Caminó directamente hacia Malik y, sin dudarlo, se inclinó para besarlo en la mejilla. «Mi querido príncipe», ronroneó, y su voz resonó en toda la corte. «¡Cuánto recé por tu regreso sano y salvo!». Malik tensó la mandíbula, pero no la apartó.
Selena se sentó con gracia frente a Nia, con una sonrisa nítida como el cristal. “Y tú debes ser la niñera”, dijo Selena con dulzura, recorriendo con la mirada el modesto vestido de Nia. “Qué pintoresco”. El calor enrojeció el rostro de Nia. Abrió la boca, pero la voz de la Reina Madre Emani cortó la habitación antes de que pudiera responder.
“Nuestro hijo tuvo suerte de que estuvieras cerca durante su accidente”, dijo Immani con suavidad, sin sonreír en ningún momento. “Aunque imagino que debió ser abrumador. Una mujer de tan humilde condición, repentinamente empujada a la compañía de la realeza”. Una oleada de risas se elevó entre los cortesanos.
“Salvar una vida no es abrumador”, dijo en voz baja, esforzándose por no temblar la voz. “Es mi deber como enfermera”. Se hizo el silencio. Selena soltó una risa tintineante. “Oh, qué noble. Dime, querida. ¿Ejercías tu profesión de enfermera en esa pequeña choza que llamas clínica? ¿O quizás en los gallineros de tu aldea?” Los cortesanos estallaron en risas crueles.
A Nia le ardía el pecho. Apretó el tenedor, obligándose a no llorar. No allí. No delante de ellos. Pero antes de que pudiera hablar, la silla de Malik se hundió. El ruido resonó por el pasillo como un trueno. Se puso de pie, con los ojos encendidos. «Ya basta».
Su voz crujió como un látigo, silenciando la sala. Dirigió su mirada furiosa a Selena y luego a los cortesanos. «Esta mujer me salvó la vida. Me libró del fuego cuando la muerte ya me tenía en las manos. Ninguno de ustedes en esta sala podría decir lo mismo. Así que demuéstrenle el respeto que se merece o tendrán que rendir cuentas ante mí».
La multitud se llenó de jadeos. Los nobles intercambiaron miradas de asombro, susurros silbando como serpientes. La sonrisa maquillada de Selena flaqueó; la seguridad, como un diamante, se apagó ante la furia de Malik. Nia lo miró atónita. Por primera vez, él la había defendido, no en susurros privados, sino ante toda la corte.
Cuando volvió a sentarse, su mano rozó la de ella bajo la mesa, no por casualidad. Ella se sobresaltó ligeramente ante el calor, ante la forma en que su toque la tranquilizaba, pero al otro lado del pasillo, sus ojos se posaron en otra figura. El príncipe Jabari permanecía en silencio, con la copa a medio camino de sus labios. No se había reído, no había hablado. Simplemente la miraba fijamente, sin pestañear, con una sombra de algo más oscuro en su mirada. Una promesa, una amenaza.
Más tarde, mientras la cena se transformaba en charlas y bailes, Malik llevó a Nia aparte, a un rincón de mármol. Su rostro aún estaba tenso por la ira, pero su voz se suavizó al mirarla. “No tienes cabida entre sus risas”, dijo. Nia alzó la barbilla, aún con la punzada de la humillación. “¿Crees que no lo sé?”
Sus ojos la quemaron. “No quise decir eso. Quise decir que perteneces a mi mundo. Eres lo suficientemente fuerte como para enfrentar el fuego por mí. Eres lo suficientemente fuerte como para enfrentarlos”. Se quedó sin aliento. Sus palabras fueron una bomba y una marca a la vez. Una parte de ella quería creerle, acoger la calidez de su mirada, pero otra parte retrocedió, erizada por la arrogancia que impregnaba su promesa.
—No puedes decidir dónde pertenezco —susurró con voz aguda, a pesar del temblor en el pecho. Por primera vez, la certeza de Malik flaqueó. Abrió la boca y la volvió a cerrar, con la mandíbula apretada como si se tragara palabras que no podía permitirse pronunciar.
Tras ellos, las notas musicales se extendían por los salones del palacio, pero Nia no sentía su levedad. Solo sentía el peso de mil ojos, el juicio de un reino y la fría sombra de la mirada de Jabari que aún le quemaba la espalda.
Mientras Nia se alejaba de Malik, recuperando la compostura, no notó que Jabari se levantaba de su asiento al otro lado del pasillo. Su sonrisa era pequeña, peligrosa y llena de secretos. Por primera vez, Nia comprendió que su supervivencia en este palacio no se trataba solo de dignidad. Algún día podría tratarse de su vida.
Los jardines del palacio eran más tranquilos que los grandes salones, un santuario de fuentes iluminadas por la luna y hojas susurrantes. Estatuas de mármol vigilaban los setos bien cuidados, con rostros de piedra fríos y eternos. Fue allí donde Malik condujo a Nia, lejos de los susurros de los cortesanos y la sonrisa burlona de su hermano.
Por primera vez desde que entró en palacio, respiró sin sentir el peso de mil miradas. Aun así, sus manos se retorcían nerviosamente en su falda mientras caminaba a su lado. «Nunca me aceptarán», murmuró, con la voz casi perdida en la noche.
Malik se detuvo junto a una fuente, cuya agua reflejaba una luz plateada. “No tienen por qué hacerlo”, dijo, su mirada se cruzó con la de ella, intensa e inquebrantable. “Yo sí”. Nia tragó saliva con dificultad, mirando las ondas en el agua. “No lo entiendes, Malik. Mi vida no son salones de baile ni coronas de diamantes. Es sangre en mis manos. Bebés que nacen en suelos de tierra. Pacientes que ruegan por medicinas que no tengo. Mi sueño no es sentarme en tu mesa. Mi sueño es una clínica en mi pueblo. Suministros de verdad, atención de verdad, un lugar donde la gente no tenga que morir esperando milagros”.
Sus palabras salieron como una confesión que no había querido hacer. Cuando levantó la vista, esperando burla, vio algo más en su rostro: admiración y algo más tierno que no podía identificar. «Has visto más dolor del mundo que la mayoría de los que forman parte de mi consejo», dijo Malik en voz baja. «¿Quieres sanar? Eso vale más que cualquier corona», se le encogió el pecho.
Por un instante, la distancia entre ellos pareció desaparecer. Pero en otra parte del palacio, las sombras se cernían. En una habitación silenciosa, Jabari sirvió dos copas de vino mientras Kayla Brooks entraba nerviosa. Había venido con el pretexto de visitar a Nia, pero la citación había sido clara: el príncipe en persona quería verla.
—Eres su amiga, ¿verdad? —preguntó Jabari con suavidad, entregándole un vaso. Su sonrisa era encantadora, su voz sedosa—. La conoces desde hace más tiempo que nadie. Kayla dudó. —Sí, desde que éramos niñas —se acercó Jabari—. Entonces sabes que no pertenece aquí. La obsesión de mi hermano con ella lo amenaza todo. La familia, el trono. Podrías ayudarla, ¿sabes? Ayudarla a comprender su lugar antes de que este mundo la destruya.
Kayla frunció el ceño. “¿Y por qué haría eso?” Jabari deslizó una bolsa de terciopelo sobre la mesa. El tintineo de las monedas de oro en su interior era inconfundible. “Porque la lealtad debe ser recompensada. Piense en su futuro, señorita Brooks. ¿Quiere seguir siendo enfermera en una clínica en ruinas o preferiría una vida de riqueza e influencia?” Los dedos de Kayla temblaron al rozar la bolsa. Por un instante, la culpa brilló en sus ojos. Luego la rodeó con la mano.
De vuelta en los jardines, Malik se había acercado a Nia, con voz baja y seria. «Crees que no perteneces aquí, pero cuando hablas, veo una fuerza que ninguno de ellos tiene. No me temes. No te inclinas, te mantienes firme. Por eso yo…». Sus palabras vacilaron al levantar la mano, apartándole una trenza suelta de la mejilla. Sus miradas se cruzaron y el aire se volvió tenso, cargado. Lentamente, se inclinó, su aliento cálido contra sus labios.
El pulso de Nia latía con fuerza. Una parte de ella quería apartarse para recordarse que él era un príncipe y ella no era más que una enfermera de pueblo. Pero otra parte, la que recordaba su risa con los niños, su gratitud en la clínica, ansiaba acortar la distancia. Sus labios casi se tocaron cuando una voz atravesó el jardín.
—¡Malik! —Los tacones de Selena resonaron contra la piedra mientras caminaba bajo la luz de la luna; su vestido brillaba como el fuego. Se detuvo en seco, entrecerrando los ojos al verlos tan cerca—. ¡Qué escena tan encantadora! —dijo arrastrando las palabras, con un tono dulce y venenoso. El príncipe y su niñera jugando a ser amantes entre las rosas.
Nia se echó hacia atrás, con la cara ardiendo. La mandíbula de Malik se tensó, pero la sonrisa triunfal de Selena ya se extendía. Se acercó, rozando la manga de Malik con la mano. “Te olvidas de ti mismo, mi príncipe. El mundo te está observando. Esperan que estés al lado de mujeres como yo, no de casos de caridad sacados del barro”. Los ojos de Malik brillaron. “Cuidado, Selena”.
Pero el corazón de Nia ya se había desplomado. La risa de la cortesana. El desdén de la reina madre. El veneno de Selena. Todo la oprimía hasta que apenas podía respirar. Se dio la vuelta y susurró: «No pertenezco a este lugar». Malik la sujetó de la muñeca con voz feroz. «Entonces te demostraré que sí». Nia se quedó paralizada, mirándolo fijamente. Pero sus palabras, aunque contundentes, tenían un peso que la inquietaba. ¿La quería tal como era o como otra batalla que ganar?
Mientras Malik observaba a Nia retirarse entre las sombras, apretó los puños. Si ella dudaba de su lugar a su lado, la pondría a prueba. Descubriría si lo amaba a él o a la corona que portaba, y la prueba que había ideado podría romperles el corazón a ambos.
## Los susurros del pueblo
Para cuando Nia regresó a su aldea, su nombre ya no le pertenecía. Pertenecía a cada boca que lo pronunciaba, a cada periódico que lo publicaba, a cada chisme que lo distorsionaba. Los niños corrían descalzos por las calles polvorientas, coreando: “¡Nia y el príncipe! ¡Nia y el príncipe!”. Sus risas resonaban como campanas, inocentes e ignorantes. Pero las voces de los adultos eran más pesadas, agudizadas por la envidia, la sospecha y el miedo.
Ha olvidado quién es. Primero enfermera, ahora cree que será reina. ¿De verdad cree que un hombre así la conservará? A Nia se le revolvió el estómago al abrir la puerta de la clínica. El familiar aroma a antiséptico y madera vieja la envolvió, pero incluso allí, no pudo escapar de los susurros. Una madre que esperaba con su hijo enfermo la miró con los ojos muy abiertos.
—Señorita Nia —susurró, con la voz temblorosa de asombro—. ¿Es cierto que estuvo en palacio con él? —Nia forzó una sonrisa, agachándose junto al niño para controlarle la fiebre—. No crea todo lo que oye —murmuró. Pero incluso al decirlo, supo que sus palabras eran inútiles. La aldea ya había tejido su historia con ella como protagonista.
Esa noche, el jefe Otus Jackson llegó a su puerta; su corpulenta figura llenaba el porche. Llevaba el sombrero en las manos, con expresión seria. «Niña», dijo, «ya te lo advertí una vez. Ahora todo el mundo sabe tu nombre, y el mundo de ese chico no es tuyo. La realeza no se inclina para elevarnos. Se inclina para usarnos». A Nia se le encogió el pecho.
—No pedí nada de esto, Jefe. No pedí salvarlo ni que me arrastraran a su palacio. —La mirada de Otus se suavizó, pero su voz se mantuvo firme—. Ese es el peligro de las tormentas cercanas. No tienes que pedir que te atrapen. Solo ten cuidado, no sea que tu nombre traiga vergüenza en lugar de orgullo.
Cuando él se fue, ella permaneció en la puerta mucho después de que el sonido de sus botas se desvaneciera. Vergüenza, orgullo: palabras que pesaron más que cualquier herida que ella hubiera cosido.
## La tensión aumenta
Al día siguiente, mientras la clínica bullía de niños tosiendo y madres cansadas, una sombra se proyectó en la puerta. Nia levantó la vista, con el corazón paralizado. Malik había desaparecido: el traje, la pulida fachada del palacio. Llevaba una camisa sencilla, con las mangas arremangadas hasta los codos, pero nada podía ocultar su presencia. Las exclamaciones resonaron en la sala de espera al girarse todas las cabezas.
—Su Alteza —susurró alguien. Nia se quedó paralizada, con las manos temblorosas alrededor de las vendas que vendaba—. ¿Qué haces aquí? —siseó, en voz baja y cortante—. Tenía que verlo —dijo Malik simplemente, recorriendo con la mirada la estrecha habitación: la pintura descascarada, los estantes medio vacíos de medicinas—. Tenía que ver el mundo del que hablabas —apretó la mandíbula—. Y ahora has traído el caos.
Pero antes de que pudiera despedirlo, un niño pequeño le tiró de la manga con los ojos muy abiertos. “Señor, mi hermana no puede respirar bien”. Malik se arrodilló, y las arrugas de su rostro se suavizaron cuando el niño lo llevó a un rincón donde una niña respiraba con dificultad en una camilla. Nia corrió a su lado, revisando sus pulmones con la rapidez de una experta. “Necesita medicamentos que no tengo”, murmuró, con la frustración ardiendo en el pecho.
—Si tuviera un inhalador, respiraría mejor en minutos. En cambio —se le quebró la voz—. En cambio, solo puedo rezar. —La mirada de Malik se endureció. Se irguió cuan alto era, dirigiéndose a ella con la fuerza de una orden—. Basta de rezar por las sobras. Dime qué necesitas. ¿Cuánto? Yo lo costearé todo. Esta clínica, las medicinas, todo.
La sala se quedó en silencio. Las madres abrazaban a sus hijos, con los ojos llenos de esperanza. Nia lo miró fijamente, con el pulso acelerado. “¿Te oyes? ¿Crees que el dinero lo arreglará todo? ¿Crees que puedes comprar la lucha? Compra mi orgullo. Cómprame a mí”.
Malik se acercó, con voz baja pero feroz. «No quiero comprarte, Nia. Quiero honrarte. Me salvaste. Déjame salvarte de vuelta». Su corazón vaciló, atrapado entre el anhelo y el miedo.
## La amenaza revelada
Sus palabras la calaron hondo, pero tras ellas, oyó el eco de las cadenas: el miedo a deberle algo, a convertirse en una posesión más en su mundo de poder. Negó con la cabeza. «No lo entiendes. Si acepto, dirán que solo quería tu dinero. Dirán que te perseguí. Mi vida entera se convertirá en su mentira».
La mirada de Malik se suavizó, la furia se convirtió en algo más vulnerable. “Entonces déjalos hablar. Ya lo hacen. Lo único que importa es lo que sabemos que es verdad”. El silencio entre ellos era denso, cargado, roto solo por el “nosotros” de la niña en el catre.
Malik se giró de repente y se dirigió a la puerta. «Mañana», dijo por encima del hombro, «mañana llegarán los suministros. No habrá más niños sufriendo aquí». Y se fue, dejando la clínica rebosante de asombro, con los pacientes murmurando bendiciones en voz baja.
Nia se quedó paralizada, con el pecho convertido en un campo de batalla de emociones: gratitud, miedo, deseo, resentimiento. Quería creer en sus palabras, pero también temía ahogarse bajo su peso. Mientras presionaba un paño frío sobre la frente de la niña enferma, los susurros de los aldeanos se reanudaron. «Ya está cambiando. Mira cómo la protege. Pronto nos olvidará. O tal vez nos traiga fortuna a todos».
Nia cerró los ojos, el peso de cada voz la oprimió. Esa noche, sola en su habitación, susurró en
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