Ese día no lo sabía. En mi memoria, es una imagen nítida, casi dolorosamente clara, de una escena tan cotidiana que apenas le presté atención. Era el final de la tarde, la luz anaranjada se colaba por la ventana de la cocina y pintaba las paredes de un color cálido y familiar. Yo estaba lavando los platos, y el vapor de la sopa de lentejas que acababa de apagar aún llenaba la estancia con un olor a hogar, a seguridad. Mi hijo se detuvo en el umbral de la puerta. Su silueta recortada contra el resplandor de la tarde.

—Mamá, ¿puedo ir a la casa de Daniel? Vamos a hacer la tarea.

Todavía tenía ese tono de voz que mezclaba la inocencia de un niño con la urgencia de un adolescente que se sabe a punto de emprender una gran aventura. Lo miré de reojo, sin dejar de fregar un plato. Lo que vi fue una imagen fugaz que se ha quedado grabada a fuego en mi mente: la mochila en la espalda, el cabello alborotado y desordenado por el juego, los cordones de sus tenis mal amarrados, un detalle que siempre me recordaba lo pequeño que aún era.

—Sí, pero regresas antes de las ocho —dije, casi como un reflejo, sin detener mi tarea, sin mirarlo a los ojos.

La respuesta fue un eco de los miles de permisos que había concedido a lo largo de los años: para ir al parque, para jugar con sus amigos, para quedarse un poco más en la calle. Era un ritual. Él pedía, yo concedía, y el mundo continuaba girando en su eje predecible. Lo que no sabía, lo que no podía ni siquiera imaginar en ese instante de vapor y sopa, era que ese simple intercambio no volvería a repetirse de la misma manera.

—Prometido —dijo, mientras me daba un beso rápido y húmedo en la mejilla, un gesto que en ese momento me pareció rutinario, pero que ahora, con la distancia del tiempo, entiendo como un último acto de pureza infantil. Olía a jabón, como cuando lo bañaba de niño, con las manos que se hundían en su cabello para crear una espuma suave y perfumada.

Escuché el portazo. Fuerte y definitivo. Y me quedé mirando la puerta cerrada unos segundos. No imaginé que esa escena, tan simple, tan llena de la banalidad de la vida diaria, sería irrepetible. Pensé que era solo otra tarde, otro permiso, otro ciclo más en la vida de un niño que crecía.

Pero la infancia no se despide con fuegos artificiales. No deja un aviso en la mesa ni un mensaje en el celular. No se anuncia con un discurso emotivo o un último abrazo. La infancia se va en silencio, de puntillas, mientras uno cree que todavía la tiene cerca.

Poco a poco, las fisuras comenzaron a aparecer. Las salidas dejaron de ser una pregunta y se convirtieron en un hecho consumado. Los “ya vengo, mamá” se pronunciaban desde el pasillo, a medio camino entre la puerta y la calle, sin buscar mi mirada, sin esperar una respuesta. Las risas por teléfono con amigos que yo no conocía llenaron la casa, y los nombres de Daniel y Lucas se vieron reemplazados por otros, más ajenos, más distantes. El círculo de su vida se expandía y el mío se quedaba cada vez más pequeño.

Recuerdo la primera vez que lo vi salir sin siquiera buscar mi mirada. Fue una tarde de otoño. Yo estaba en la sala, doblando ropa, y él pasó por mi lado con prisa. Había crecido, su cuerpo se había estirado, y la mochila ya no parecía tan pesada en sus hombros. Me miró, pero su mirada atravesó a través de mí, como si yo fuera una ventana. Me pareció tan normal, tan natural, que solo un instante después, cuando el vacío de la puerta se hizo evidente, lo comprendí.

Y entendí que la infancia no se despide. Se va en silencio, mientras uno cree que todavía la tiene cerca. Esa tarde, sentí que la casa se había vuelto un poco más grande, y yo un poco más pequeña.

Fue a partir de ese momento que la nostalgia se instaló en mi corazón, un huésped silencioso que me recordaba la fragilidad del tiempo. Comencé a atesorar los recuerdos de los “prometido”, de los “mamá, ¿puedo?”, de los besos rápidos y del olor a jabón en su mejilla. Reviví en mi mente las tardes enteras que pasábamos en el parque, las horas que le dedicaba a contarle historias antes de dormir, los momentos en que se acurrucaba a mi lado para ver una película.

Por eso, si tu hijo o hija todavía te pide permiso, deja lo que estés haciendo, deja que el agua de los platos se enfríe, que la tarea del trabajo se quede a un lado por unos minutos. Míralo a los ojos, busca esa mirada inquieta y llena de vida, captúrala antes de que se pierda. Pregúntale cómo, cuándo y con quién. Escucha sus planes como si fueran el cuento más importante del día, el mapa de un tesoro invaluable. Y abrázalo, abrázalo más de lo que él crea necesario, porque un día te darás cuenta de que ese abrazo era un faro que iluminaba un camino que, algún día, tendrá que recorrer solo.

Porque, cuando dejen de pedirte permiso… te darás cuenta de que lo que realmente pedían, en cada pregunta, en cada “prometido”, en cada beso rápido en la mejilla, era un pedacito más de tu tiempo.