Dicen que la señorita Aurelia Bowmont tenía el cabello tan perfecto como el oro hilado y un corazón tan afilado como un cristal roto. Era la clase de señora de la plantación que solo sonreía cuando alguien más lloraba. La clase de persona que creía que la crueldad era una forma de entretenimiento y la humillación, una forma de disciplina.
Y la muchacha a la que más le gustaba atormentar era Laya. Pequeña, rápida, de diecisiete años, con espesos rizos de un cabello negro como las nubes que Aurelia envidiaba con una furia silenciosa y venenosa. El cabello de Laya era el último regalo de su madre. Una corona que protegía con cuidadosas trenzas y oraciones susurradas. Pero Aurelia lo veía como algo más: un recordatorio de que la belleza podía florecer incluso en la tierra de la esclavitud, fuera de su control.
Una noche húmeda, durante una cena llena de risas y vino, Aurelia decidió divertir a sus invitados. El salón brillaba con la luz de las velas y la risa de los invitados blancos ahogaba el sonido del corazón palpitante de Laya, que servía el vino tratando de parecer invisible.
Aurelia levantó su copa, sus anillos brillando. “Laya”, dijo dulcemente. “Ven aquí, niña”.
Laya se adelantó, con pasos pequeños y cuidadosos. El aire olía a tabaco, perfume y peligro.
“Tráenos a esa cosita bonita”, rio un hombre corpulento de cara roja. “Veamos ese cabello. No es natural que sea tan espeso”.
La sonrisa de Aurelia se agudizó. “Oh, es natural. Lo cuida como si fuera un tesoro”, su voz se tiñó de burla. “¿No se cree encantadora?”.
Aurelia tiró de una de las trenzas de Laya. No con suavidad. “Diles, niña. Diles cuánto tiempo pasas alborotando esta mata”.
“Solo lo necesario, señora”, forzó Laya a decir.
“¿Y quién te dio permiso para decidir lo que es necesario?”, los ojos de Aurelia brillaron. “Es impropio que una esclava se enorgullezca de algo, especialmente de su cabello. ¿Te crees hermosa, Laya?”.
“No, señora”.
“Mentirosa”.
Las tijeras aparecieron como por arte de magia. Plateadas, delgadas, brillando malévolamente bajo el candelabro. Eran las mismas que usaba para cortar encajes. “Esta noche”, anunció Aurelia, “le enseñaremos humildad”.
Agarró un puñado de cabello. El primer corte sonó tan fuerte como un hueso al romperse. Gritos ahogados y risas llenaron la sala. Otro corte, y otro. Aurelia destrozó las trenzas como quien arrasa un campo. Laya no lloró. No gimió. Mantuvo la mirada fija en un punto de la pared lejana, donde colgaba el retrato de la madre de Aurelia, una mujer severa y de ojos fríos.
“¡Miren su cara!”, gritó alguien. “¡Parece un pollo desplumado!”.
Aurelia terminó, respirando con dificultad por el esfuerzo, y dejó caer el último rizo. “Ahí está. Ahora es lo que nació para ser”.

El suelo quedó cubierto de oscuros rizos. El cuero cabelludo de Laya ardía, pero por dentro sentía una extraña y creciente calma.
“Laya, mírame”, ordenó Aurelia, esperando lágrimas.
Laya levantó la barbilla. Sus ojos se encontraron con los de la señora. Y entonces, Laya sonrió. Fue una sonrisa pequeña, suave, pero que contenía algo antiguo. Un escalofrío recorrió la habitación.
“¿De qué te sonríes, desgraciada?”, espetó Aurelia.
La voz de Laya salió firme, casi gentil. “El cabello vuelve a crecer, señora”.
“No tan rápido”, se burló Aurelia.
La sonrisa de Laya no desapareció. “No. Pero las maldiciones echan dientes”.
La sala quedó en silencio. Una vela parpadeó. Antes de que las velas se apagaran esa noche, cada invitado había oído el mismo susurro. Al amanecer, la cabeza de Laya no sería la única que estaría desnuda.
Aurelia Bowmont se despertó tarde, con las sábanas de seda enredadas y una punzada del vino de anoche. Esperó a su doncella, Clara, pero la casa estaba en un silencio inusual. Irritada, se levantó y caminó hacia su tocador.
Y entonces, se congeló.
Su cepillo de plata estaba allí, pero su cabello… su cabello estaba mal. Se acercó al espejo y un grito agudo se ahogó en su garganta. No estaba enredado. Estaba ralo. Faltaban mechones enteros, como si se los hubieran arrancado mientras dormía.
“No”, susurró. Agarró un puñado de su propio cabello dorado y sintió un escozor. Varios mechones se desprendieron entre sus dedos. El recuerdo de la noche anterior la golpeó: Laya, de pie, con los ojos tranquilos, y su voz. Pero las maldiciones echan dientes.
Corrió por el pasillo y encontró a Clara, pálida y temblando.
“¿Qué le pasó a mi cabello?”, gritó Aurelia.
Los ojos de Clara se abrieron con horror al ver el cuero cabelludo de la señora. “Oh, Señor. Yo no he hecho nada, señora. ¡Lo juro!”.
“¿Entonces quién fue?”.
“Las otras muchachas… han estado susurrando desde el amanecer. Sobre Laya”, tragó saliva Clara. “La vieron en el cementerio antes del amanecer. De rodillas. Enterrando algo”.
“¿Enterrando qué? ¿Su cabello?”, se burló Aurelia, aunque su estómago se revolvió.
“Todo él. Y dicen que estaba hablando… cantando algo. Y, señora… Laya no está en su cabaña. Desapareció antes de que saliera el sol”.
Un escalofrío recorrió a Aurelia. “¿Y por qué tiemblas así?”, le espetó a Clara.
La doncella señaló con un dedo tembloroso hacia la ventana. “El viejo pacano, señora. El del patio”.
Aurelia miró. El árbol, siempre frondoso, estaba perdiendo sus hojas. Había zonas enteras desnudas, como si le hubieran arrancado el cabello de su copa.
La partida de búsqueda regresó al atardecer, con las manos vacías y pálidos por algo más que el calor. El capataz, Briggs, se limpió el sudor. “Señora, revisamos cada cabaña, los campos, el arroyo. Ni rastro de ella”.
“Incompetente”, escupió Aurelia, tratando de ocultar los crecientes parches de calvicie en su cabeza.
“Señora”, dijo Briggs, “esto no es como otras fugas. Encontramos la vieja iglesia del pantano. Las puertas estaban abiertas de par en par. Y alguien… alguien encendió todas las treinta y seis velas”.
Antes de que Aurelia pudiera responder, el aire se llenó con un sonido metálico. La campana de hierro de la plantación. ¡Clang!
Aurelia se congeló. “¿Quién está en el campanario?”.
“Nadie, señora”, dijo Briggs. La cuerda de la campana se balanceaba, pero nadie la tocaba. ¡Clang! Los trabajadores comenzaron a santiguarse.
Entonces, a través del repique, se escuchó un sonido. Un tarareo. Suave, femenino, lento.
“Señora, ese es el tarareo de Laya”, jadeó Clara. “No ha tarareado esa melodía desde el día que murió su madre”.
El repique cesó. El silencio se espesó. El tarareo se deslizó por el viento, rodeando la casa. Aurelia sintió un hormigueo en el cuero cabelludo. Agarró un farol. “¡Voy a encontrar a quien esté haciendo esto!”.
Marchó hacia el campanario. No había nadie. Ni huellas en el polvo. Detrás de ella, alguien gritó. Clara miraba fijamente el suelo a los pies de Aurelia.
Allí, en el polvo, había una trenza de Laya, perfectamente enrollada, y junto a ella, un mechón del cabello dorado de Aurelia, con raíz y todo.
“No”, susurró Aurelia, retrocediendo.
El tarareo se intensificó. Más cerca, casi juguetón. De repente, todos los faroles de la propiedad brillaron con una luz blanca y cegadora, y todas las llamas se inclinaron en la misma dirección: hacia el bosque.
“La está llamando, señora”, susurró Clara.
“Ella no se atrevería…”, pero la verdad se asentó fríamente en sus huesos. Laya se atrevía. Quería que Aurelia la siguiera.
Aurelia, Briggs y dos hombres más entraron en el bosque. En el momento en que Aurelia pasó bajo el primer arco de cipreses, el bosque se tragó todo el sonido. El aire se volvió espeso y frío.
“Señora, mire detrás de usted”, murmuró Briggs.
Aurelia se giró. El camino por el que habían entrado había desaparecido. Las ramas se habían entrelazado como dedos, borrando la salida.
Un susurro rozó la oreja de Aurelia. Tú cortaste el mío.
“¡Laya, muéstrate!”, gritó.
Silencio. No, una respiración. Lenta, rítmica, viniendo de todas partes.
Una rama se quebró a la izquierda. Luego otra, más cerca. Y entonces, el tarareo. No delante, ni detrás. Arriba.
Miraron hacia arriba. Allí, sentada en la rama de un ciprés muerto, estaba Laya. Sus ojos brillaban débilmente en la luz del farol, como brasas.
“Baja en este instante”, la voz de Aurelia tembló.
Laya inclinó la cabeza y habló. Su voz no era la de una niña. Era profunda, antigua. “Llevaste mi cabello como una victoria”.
Briggs y los otros hombres retrocedieron. “Señor, sálvanos”.
Laya levantó una mano y señaló la frente de Aurelia. La señora sintió un ardor. Un solo mechón largo de su cabello se deslizó por su frente y cayó a la tierra.
“¡Señora, corra!”, gritó Briggs.
Aurelia se llevó la mano a la cabeza. Más cabello se desprendió, no arrancado, sino liberado, deslizándose como seda. “¡No, no!”, retrocedió.
“Tú tomaste el mío”, sonrió Laya. “Ahora te lo devuelvo”.
Un viento repentino y violento apagó el farol, sumiéndolos en la oscuridad. Los hombres gritaron. Aurelia tropezó, ciega. El tarareo la rodeaba, tejiéndose a su alrededor. Algo rozó su mejilla. Dio un manotazo. Un puñado de su propio cabello quedó en su palma.
“¡Detén esto! ¡Lo siento, Laya! ¡Por favor, detente!”.
Se cayó, golpeando el suelo húmedo. El suelo se ablandó bajo ella. Barro. Aurelia se congeló. Reconoció el lugar. Era el pantano donde la madre de Laya había sido encontrada muerta hacía seis años, boca abajo, con el cabello arrancado a mechones.
Una luz se encendió arriba. Un farol, sin mano que lo sostuviera. Laya estaba sentada debajo. “Mamá dijo que el cabello es poder. Tú tomaste el mío”. Su cabeza se inclinó lentamente. “Así que yo tomo el tuyo. Hasta que no lleves ninguno”.
Aurelia gritó mientras un escalofrío eléctrico recorría su cuero cabelludo. Su cabello se soltó de una vez, una ola dorada que cayó al barro. Se arrastró hacia atrás, chillando.
“Todavía no lo sientes”, dijo Laya en voz baja.
El farol se apagó. Aurelia fue tragada por la oscuridad, calva, temblando, hundiéndose en el barro de la mujer a la que había agraviado. Laya saltó de la rama sin hacer ruido y desapareció en las profundidades del bosque.
El amanecer siguiente se arrastró sobre la plantación. Los trabajadores emergieron, pero intercambiaban miradas silenciosas. Habían oído los gritos. Sabían que algo había cambiado.
A media mañana, la puerta principal de la mansión se abrió. Todos los trabajos se detuvieron.
Aurelia Bowmont salió. O más bien, el fantasma de lo que fue. Su vestido estaba torcido. Sus ojos, hinchados. Y su cuero cabelludo, liso, pálido y brillante bajo el sol, estaba descubierto para que todos lo vieran.
Un silencio sepulcral cayó sobre el patio. Los esclavos la miraban, no con burla, sino con el asombro de una justicia que nunca esperaron presenciar. El señor Bowmont salió al porche, borracho de la mañana, frotándose los ojos.
“Mujer”, arrastró las palabras. “¿Por qué diablos te ves así?”.
“Cariño”, suplicó ella, “no es… alguien me hizo esto”.
Él la miró fijamente. Parpadeó. Y entonces, estalló en una carcajada áspera y fea que resonó en todo el patio.
“¡Dios tenga piedad! ¡Pareces un pollo desplumado!”.
El rostro de Aurelia se contrajo de vergüenza. “¡Deja de reírte!”, le gritó a su marido, pero él no paró. Llorando lágrimas de humillación, Aurelia corrió de vuelta a la casa, dando un portazo.
Laya nunca fue vista de nuevo. Pero Aurelia Bowmont nunca volvió a salir de esa casa. Y en las noches húmedas, cuando el viento soplaba desde el pantano, los trabajadores de la plantación juraban que aún podían oír un tarareo suave y antiguo, y recordaban que aunque el cabello vuelve a crecer, las maldiciones, a veces, echan raíces permanentes.
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