Isabela Cristina Mendes de Castro era una reliquia de un mundo que no la merecía. Descendiente de la tradicional aristocracia minera, primero del oro y luego del café, había recibido a sus 25 años una educación refinada, inusual para una mujer del Imperio de Brasil a mediados del siglo XIX. Leía a Balzac en francés, tocaba el piano con destreza y pintaba paisajes con talento. Pero toda esa cultura no era un escudo contra la realidad: las mujeres eran propiedad, transferidas de padres a maridos, sin voz ni autonomía.
En febrero de 1849, su destino fue sellado. Su padre arregló su matrimonio con el coronel Augusto de Barros Oliveira, un viudo de 50 años, dueño de la vasta Fazenda Boa Esperança y sus 700 esclavos. Él necesitaba una esposa joven para darle herederos; la familia de Isabela necesitaba la alianza política.
El matrimonio, celebrado en abril, fue un gran evento social. Isabela, con un vestido de seda blanca importado de Francia, se sentía como un cordero llevado al matadero. Sus temores se confirmaron en la noche de bodas. Augusto, ebrio y brutal, la tomó sin gentileza, ignorando sus lágrimas. “Usted es mía ahora”, gruñó. “Su función es obedecerme y darme hijos varones”.
Esa noche estableció el patrón de su vida. Augusto era un hombre violento. La primera gestación llegó en junio de 1849, pero la esperanza de que un hijo suavizara al coronel fue destruida. Sus palizas continuaron, y en septiembre, perdió al bebé. El Dr. Henrique Monteiro lo diagnosticó como un “aborto espontáneo” debido a una “constitución débil”. Augusto la culpó. Dos embarazos más terminaron igual, en marzo de 1850 y el tercero en noviembre de 1850. Esta última pérdida casi le cuesta la vida a Isabela, dejándola sangrando, febril y sumida en una melancolía que rozaba la locura.
Fue durante este período oscuro, en agosto de 1850, que Luzia llegó a la Fazenda Boa Esperança.
Luzia, de 24 años, era descendiente de una estirpe de curanderas del antiguo Dahomey. Comprada en una subasta, poseía una inteligencia aguda y un porte aristocrático. Sabía leer, escribir y, lo más importante, conocía las artes ancestrales de la curación con hierbas, un conocimiento transmitido por su abuela. Pero así como conocía las plantas que curaban, también conocía las que mataban.
Cuando Isabela necesitó una mucama (doncella personal) para cuidar de su salud debilitada, insistió, en un raro acto de desafío, en elegir a Luzia por sus “manos delicadas”. Augusto, ocupado, cedió. Fue su error fatal.
Luzia comenzó a cuidar a la baronesa. Mientras preparaba sus baños y peinaba sus cabellos rubios, descubrió la horrible verdad de los abusos: los hematomas morados y amarillos que cubrían la espalda y los brazos de Isabela, las marcas de dedos en su cuello. La compasión trascendió las barreras de raza y clase. Luzia empezó a aplicar cataplasmas y ungüentos, curando no solo las heridas físicas de Isabela, sino también las de su alma.
Poco a poco, su relación evolucionó. De señora y esclava, pasaron a ser dos mujeres unidas por el sufrimiento. Hablaban durante horas. Isabela sobre sus sueños frustrados de literatura y arte; Luzia sobre su infancia en África, sobre rituales y el poder espiritual de las mujeres en su linaje.

La amistad se convirtió en afecto. Los roces se prolongaban, las manos se buscaban. Una noche de enero de 1851, después de que Augusto la hubiera maltratado con particular severidad, Luzia estaba limpiando una herida en el labio de Isabela. Impulsivamente, se inclinó y besó suavemente la herida. Isabela, en lugar de retroceder horrorizada, respondió al beso con una intensidad desesperada, aferrándose a Luzia como a un salvavidas.
Un romance imposible floreció en secreto. Durante las ausencias del coronel, las dos mujeres se encerraban en los aposentos, descubriendo una ternura que Isabela jamás había conocido.
Pero el secreto no podía durar. En marzo de 1851, Augusto regresó inesperadamente y las sorprendió en un abrazo comprometedor en los jardines. Su furia fue titánica. Arrastró a Isabela a la casa mientras ordenaba que Luzia fuera atada al tronco. La mucama recibió cincuenta latigazos que marcaron su espalda para siempre, mientras Isabela era obligada a mirar desde su ventana, gritando.
Esa noche, el castigo para Isabela fue el peor de todos. La golpeó hasta romperle tres costillas y dislocarle un hombro. Y luego, vino la amenaza que lo cambió todo: juró que vendería a Luzia a una plantación distante, un destino peor que la muerte, y que Isabela sería degradada.
Mientras yacía herida en el suelo de su cuarto, Isabela tomó una decisión. Era sobrevivir o perecer. Liberarse o ser destruida. No había término medio.
Fue Luzia quien propuso el veneno. Un conocimiento ancestral. Una mezcla meticulosa de raíz de yuca brava (mandioca brava), semillas de ricino (mamona) y hojas de “conmigo-ninguém-pode”. Administrado en pequeñas dosis, imitaría perfectamente los síntomas de la “fiebre maligna”, una enfermedad común en la región.
Comenzaron en la segunda semana de mayo de 1851. Dosis minúsculas en el vino de Oporto que Augusto bebía después de cenar. El plan casi se desmorona de inmediato. A la mañana siguiente, Augusto, sintiéndose mal y desconfiado por naturaleza, hizo que Benedito, el catador oficial de la hacienda, bebiera del vino. El veneno, de acción lenta, no tuvo efecto inmediato. Pero esa noche, Benedito murió agonizando. Fue la primera vida inocente sacrificada. Isabela quiso detenerse, pero Luzia fue implacable: retroceder ahora haría que la muerte de Benedito fuera en vano.
Poco después, Madalena, una vieja esclava, descubrió el secreto e intentó chantajearlas. También tuvo que ser silenciada. Tres muertes. El peso amenazaba con aplastarlas, pero ya estaban demasiado hundidas.
Mientras tanto, Augusto empeoraba. El Dr. Monteiro diagnosticó la esperada “fiebre maligna” y prescribió sangrías inútiles. Durante dos semanas, Isabela y Luzia aumentaron metódicamente las dosis, cuidando devotamente al hombre que estaban asesinando. Augusto se marchitaba, su piel adquiriendo el tono amarillento de la insuficiencia orgánica.
La noche del 14 de junio de 1851, a las dos de la madrugada, el coronel Augusto de Barros Oliveira entraba en su fase final.
Isabela Mendes besaba a Luzia cuando los ojos de su marido finalmente las encontraron a través de la penumbra del cuarto. El hombre yacía sobre la cama de caoba portuguesa, incapaz de mover un solo músculo, salvo los párpados que parpadeaban frenéticamente, atestiguando la escena que confirmaba todas sus sospechas.
Los labios de las dos mujeres permanecieron unidos por tres segundos interminables antes de que Isabela se apartara lentamente y encarara al hombre moribundo. Sus ojos verdes brillaban.
“¿Está viendo, Augusto?”, susurró la baronesa de 27 años, su voz cargada de dolor contenido. “¿Está viendo lo que nunca consiguió destruir dentro de mí? Este es el amor verdadero”. Sus manos aún sostenían delicadamente el rostro de Luzia.
El coronel intentó gritar. Su garganta solo produjo sonidos ahogados. El veneno había paralizado su cuerpo, convirtiendo al hombre otrora todopoderoso en prisionero de su propia carne.
Luzia se acercó. “Usted está muriendo, Señor”, dijo con voz suave. “Y nosotras dos hicimos esto. Yo preparé el veneno que mi abuela me enseñó. Doña Isabela administró cada dosis. Juntas acabamos con su reinado de terror”.
Augusto intentó mover los brazos hacia la campanilla de plata en la mesita lateral, aquella que convocaría a los criados. Sus dedos apenas temblaron. Isabela observó el intento con una frialdad que la sorprendió a ella misma.
El hombre que había dominado cientos de vidas comprendió por fin que había subestimado fatalmente a las dos mujeres que más había despreciado.
Isabela se inclinó sobre él por última vez. “Esto es por cada paliza”, susurró con voz gélida. “Por cada bebé que perdí por su causa. Por cada vez que tocó a Luzia sin consentimiento. Muera sabiendo que el amor entre nosotras dos fue más fuerte que todo su odio”.
Con un sonido gutural, Augusto convulsionó. Sus ojos se fijaron en el techo. Y entonces, silencio. El coronel, de 52 años, estaba muerto.
Isabela y Luzia permanecieron inmóviles, el silencio roto solo por el tictac del reloj francés. Lentamente, se abrazaron. Las lágrimas llegaron, no de remordimiento, sino de un alivio devastador y un miedo paralizante. Eran libres.
“Está acabado”, susurró Isabela contra el cuello de Luzia. “No puede más hacernos daño”.
“No”, respondió Luzia, con la voz embargada, alejándose para mirarla. “Pero lo que hicimos nos perseguirá para siempre. Tomamos tres vidas, mi flor. Benedito, Madalena y ahora él. ¿Valió la pena? ¿Toda esta sangre en las manos, solo para poder amarnos?”
La pregunta quedó suspendida en el aire viciado. Antes de que Isabela pudiera responder, oyeron pasos en el corredor. Alguien se había despertado.
En segundos, la farsa tenía que comenzar. La viuda enlutada y la mucama leal.
Isabela soltó a Luzia y tomó la mano inerte del coronel. “Ahora”, susurró con urgencia. “Ve a llamar al Dr. Henrique. Grita que el señor empeoró súbitamente”. Sus ojos encontraron los de Luzia. “No importa lo que suceda después, te amo. Siempre te amaré”.
“Y yo a usted”, respondió Luzia.
Corrió hacia la puerta, la abrió de golpe y soltó el grito que despertaría a toda la casa grande.
“¡Auxilio! ¡El coronel está muy mal! ¡Llamen al doctor, con urgencia!”
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