En el año 1702, en una hacienda perdida entre los cafetales de Nueva España, una mujer llamada Josefa vivía el infierno más cruel que se pueda imaginar. Era esclava, como tantas otras almas arrancadas de África y vendidas como mercancía en tierras americanas. Pero lo que le sucedió a Josefa trasciende cualquier relato de sufrimiento. Su historia hiela la sangre y hace cuestionar hasta dónde puede llegar la maldad humana y, también, hasta dónde puede llegar la venganza cuando una madre pierde todo lo que ama.

La hacienda San Jerónimo se alzaba imponente en las montañas de lo que hoy conocemos como Veracruz. Sus muros blancos brillaban bajo el sol, pero detrás de esa fachada se ocultaba una realidad tan oscura como las noches sin luna. Don Sebastián de Mendoza era el amo, un hombre cuya crueldad era legendaria, incluso en una época donde maltratar esclavos era considerado normal. Alto, de barba negra y ojos fríos como el acero, Mendoza había heredado la hacienda y con ella a más de 150 esclavos que trabajaban desde el amanecer hasta el anochecer.

Josefa había llegado a esas tierras con apenas 17 años, arrancada de su aldea en lo que hoy es Angola. Durante la travesía en barco, había visto morir a su madre y a sus dos hermanos menores. Cuando pisó tierra americana, solo quedaba el dolor y una determinación férrea de sobrevivir. Durante cinco años, trabajó en los campos de café. Sus manos se llenaron de callos y su espalda se curvó, pero nunca se quebró completamente. Los otros esclavos la respetaban por su dignidad, esa que ni los latigazos más crueles habían logrado arrancarle.

Todo cambió cuando conoció a Miguel. Él era un esclavo mulato que trabajaba en los establos, de piel color canela y ojos verdes que brillaban incluso en los días más oscuros. Era gentil, algo casi imposible de encontrar en ese lugar maldito. Por las noches, se encontraban en secreto cerca del río, compartiendo sueños de libertad. Josefa le hablaba de su tierra natal y Miguel, de esclavos que habían escapado al norte. En esos momentos robados, olvidaban el infierno en el que vivían.

Su amor era peligroso. Los esclavos tenían prohibido formar parejas sin el permiso del amo, pero el amor verdadero no conoce de prohibiciones. Cuando Josefa descubrió que estaba embarazada, sintió por primera vez en años algo parecido a la felicidad. Miguel la abrazó con lágrimas en los ojos. Mantuvieron el secreto tanto como pudieron, con la ayuda silenciosa de las otras mujeres esclavas, que compartían sus raciones con ella.

Pero los secretos en una hacienda siempre salen a la luz. Fue Rosa, una esclava doméstica y antigua amante de don Sebastián, quien la delató. Consumida por los celos, una noche, después de ser golpeada por Mendoza, Rosa decidió vengarse contándole sobre el embarazo de Josefa.

La reacción de don Sebastián fue explosiva. Esa misma noche irrumpió en los barracones con un látigo y tres capataces. Arrancaron a Josefa de su jergón y la arrastraron al patio central, obligando a todos los esclavos a formar un círculo para presenciar el castigo.

—¿Así que la perra se cree que puede reproducirse sin mi permiso? —rugió Mendoza—. En mi hacienda, yo decido quién vive y quién muere.

Miguel intentó interponerse, pero fue reducido y obligado a arrodillarse. Josefa, con su vientre de siete meses visible bajo la luz de las antorchas, levantó la barbilla con desafío.

—¿Quién es el padre? —preguntó Mendoza.

Josefa guardó silencio. Sus ojos se encontraron con los de Miguel en una despedida silenciosa. La falta de respuesta enfureció aún más al amo. El primer latigazo cayó sobre su espalda. Ella no gritó. El segundo abrió la piel, pero siguió en pie, mirándolo fijamente.

Fue en el quinto latigazo cuando sintió el primer dolor agudo en el vientre. En el séptimo, comenzó a sangrar. Los otros esclavos lloraban en silencio, obligados a mirar.

—¡Miren! —gritaba Mendoza—. ¡Esto es lo que pasa cuando desobedecen!

Josefa cayó al suelo después del décimo latigazo. El dolor en su vientre era insoportable, pero nada comparado con el de su corazón. Sabía que estaba perdiendo a su bebé.

—¡Por favor! —gritó finalmente, su voz quebrada—. Mi bebé, por favor pare. ¡Mi bebé no tiene la culpa!

Pero sus súplicas solo excitaron más a Mendoza.

—¡Ahora sí hablas, perra! Tu bastardo no nacerá.

Los latigazos continuaron. 21, 22, 23… Josefa perdió la cuenta. Su mundo se redujo a explosiones de dolor mientras sentía cómo la vida de su bebé se desvanecía. Finalmente, los golpes cesaron. Josefa yacía inmóvil en un charco de sangre, más muerta que viva.

—Llévensela a los barracones —ordenó Mendoza con desprecio—. Si sobrevive hasta mañana, que vuelva al trabajo. Si no, una esclava menos que alimentar.

Las mujeres esclavas la llevaron a su jergón. Durante tres días y tres noches, Josefa luchó entre la vida y la muerte. El bebé nació muerto en la segunda noche. Era un niño perfecto, pequeño pero completamente formado. Josefa lo sostuvo contra su pecho durante horas, cantándole las canciones que su madre le había cantado a ella. Lo enterraron en secreto, en un claro detrás de los barracones.

Josefa tardó dos semanas en recuperarse lo suficiente para volver al trabajo. Cuando se levantó, ya no era la misma mujer. El dolor había endurecido su corazón hasta convertirlo en piedra. Sus ojos, antes dolorosos pero humanos, ahora brillaban con algo frío y calculador. Ya no tenía nada que perder.

Mendoza se divertía viéndola trabajar, a veces susurrándole detalles obscenos sobre cómo había disfrutado matando a su “bastardo”. Josefa nunca respondía. Por dentro, su mente trabajaba, planeando, esperando el momento perfecto. Rechazó a Miguel fríamente; era una forma de protegerlo, pues lo necesitaría para lo que estaba planeando.

Los meses pasaron. El invierno trajo lluvias torrenciales que aislaron la hacienda. Era lo que Josefa esperaba. Había observado los hábitos de Mendoza: cada noche, después de emborracharse, salía a caminar por la misma ruta, pasando por los establos y bordeando el río.

Josefa convenció a dos esclavos fuertes, Tomás y Evaristo, de que la ayudaran. Ambos habían perdido familiares por la crueldad de Mendoza. En la cocina, Josefa había conseguido acceso a hierbas silvestres que su abuela, una curandera en África, le había enseñado a reconocer. Plantas que podían adormecer a un hombre sin matarlo inmediatamente.

La noche elegida fue el 15 de diciembre de 1702. Una tormenta feroz ahogaba cualquier sonido. Josefa mezcló las hierbas en el ron de Mendoza.

Tal como lo había previsto, el amo salió de la casa tambaleándose y siguió su ruta habitual. Josefa, Tomás y Evaristo lo esperaban ocultos cerca de los establos. Cuando Mendoza pasó, se abalanzaron sobre él. Las hierbas habían hecho efecto; el amo apenas pudo defenderse. En minutos, lo habían reducido y amordazado.

Lo llevaron exactamente al punto donde ella había perdido a su bebé.

—Aquí fue donde mataste a mi hijo —le susurró Josefa al oído—. Aquí fue donde decidiste que mi bebé no merecía vivir.

Los ojos de Mendoza se llenaron de terror al comprender.

—Durante meses he pensado en mil formas de hacerte pagar —continuó Josefa—. Pero entonces recordé algo que mi abuela me enseñó: cuando alguien mata a tu hijo, debes devolverle el favor de la misma manera. Con dolor, con desesperación.

Bajo la tormenta, los tres comenzaron a cavar. No un hoyo profundo, sino un agujero lo suficientemente grande para que cupiera un hombre en vertical, con la cabeza justo debajo de la superficie. Mientras cavaban, Josefa le habló a Mendoza de su hijo: de sus patadas, de sus sueños, del vacío que sintió al sostenerlo muerto.

—¿Sabes qué es lo peor? —le preguntó—. Que mi bebé murió sin haber conocido ni un solo día de felicidad. Nació muerto por tu crueldad.

Cuando el hoyo estuvo listo, bajaron a Mendoza. Le ataron los brazos y colocaron una pequeña caña hueca en su boca, que funcionaría como un tubo de respiración apenas visible desde la superficie.

—Ahora vas a experimentar lo que sintió mi bebé —le dijo mientras comenzaban a echar tierra sobre él—. Vas a sentir cómo la oscuridad te consume y el peso de la tierra te aplasta. Pero a diferencia de mi hijo, tú vas a tener tiempo para pensar en todo el mal que has hecho.

Con cada palada, Josefa le recordaba otra atrocidad: esclavos muertos por capricho, mujeres violadas, niños separados de sus madres. Cuando la tierra lo cubrió completamente, Josefa puso la oreja contra el lodo y pudo escuchar su respiración agitada.

—Ahora entiendes —susurró—. Ahora sabes lo que se siente estar completamente indefenso.

Alisaron la superficie y la cubrieron con hojas y ramas. No había evidencia visible de lo que habían hecho. Los tres regresaron a los barracones en silencio. Josefa no durmió; se quedó despierta, preguntándose si Mendoza estaría arrepintiéndose de sus crímenes.

Al amanecer, comenzó la búsqueda de don Sebastián. Su esposa, doña Isabel, había notado su ausencia. Los capataces peinaron la hacienda. Josefa se unió a la búsqueda, fingiendo preocupación. Nadie sospechó de ella.

Durante tres días, la búsqueda continuó. En la noche del tercer día, Josefa regresó sola al lugar. Puso el oído contra la tierra y escuchó un sonido muy débil: una respiración entrecortada. Mendoza aún estaba vivo, deshidratado y aterrorizado.

—¿Ya entiendes? —le susurró a la tierra—. Mi bebé estuvo así durante horas mientras tus latigazos lo mataban. Al menos él tuvo la misericordia de morir rápido.

Al cuarto día, cuando Josefa regresó, ya no se escuchaba respiración alguna. Don Sebastián de Mendoza había muerto enterrado vivo.

La búsqueda oficial se dio por terminada una semana después. Las autoridades concluyeron que había sido víctima de bandidos o de un accidente durante la tormenta. Doña Isabel heredó la hacienda, pero sin la mano dura de su marido, la administración se volvió caótica. Las condiciones mejoraron, no por bondad, sino por incompetencia. Tomás y Evaristo guardaron el secreto hasta su muerte.

Josefa aprovechó el caos para planear su escape. La venganza era satisfactoria, pero no le devolvía a su hijo. Ahora necesitaba libertad.

Seis meses después de la muerte de Mendoza, en una noche de luna nueva, Josefa desapareció. Solo llevaba consigo un pequeño saquito con semillas de plantas africanas. Miguel la estaba esperando junto al río; ahora entendía que el desamor fingido de Josefa había sido una máscara para protegerlo mientras ejecutaba su plan.

—¿Realmente está muerto? —le preguntó Miguel mientras se alejaban.

—Más muerto que mi bebé —respondió Josefa, sin mirar atrás—, y con mucho más sufrimiento.

Caminaron durante semanas hacia el norte, evitando los caminos. Buscaban las comunidades de esclavos fugitivos en las montañas. Tras dos semanas de viaje, encontraron lo que buscaban en las montañas de lo que hoy es Puebla: un pueblo de africanos libres. El líder, un anciano llamado Quim, escuchó la historia de Josefa sin sorpresa.

—La venganza es el privilegio de los que no tienen justicia —le dijo—. Hiciste lo que tenías que hacer. Ahora puedes elegir quién quieres ser en tu nueva vida.

Josefa y Miguel se establecieron en la comunidad. Construyeron una cabaña y cultivaron las semillas africanas. Tuvieron tres hijos. El primero, un niño al que llamaron Sebastián, en memoria del bebé que habían perdido, nació exactamente un año después de la muerte de Mendoza. Josefa vio en ello una señal: la vida siempre encuentra la forma de continuar.

Con los años, la historia de Josefa se convirtió en leyenda en la comunidad. No la contaban para glorificar la violencia, sino como un recordatorio de que, incluso en la desesperación, los oprimidos podían encontrar justicia.

Josefa vivió hasta los 72 años y murió en 1745. Fue enterrada bajo un árbol crecido de sus semillas africanas. En su lápida, tallada por Miguel, solo había una inscripción: “Madre, Justiciera, Libre”.

Décadas después, las autoridades coloniales investigaron de nuevo la desaparición de don Sebastián. Encontraron su esqueleto enterrado en posición vertical en el patio de la hacienda, junto a una pequeña caña hueca. El descubrimiento causó conmoción; la idea de que un esclavo hubiera ejecutado tal venganza desafiaba sus concepciones.

La hacienda San Jerónimo nunca se recuperó y fue vendida. Los esclavos que quedaron contaron la historia de Josefa durante generaciones. Hoy, donde una vez estuvo la hacienda, hay un pueblo moderno. Pero los ancianos del lugar dicen que, a veces, cuando llueve fuerte como aquella noche de diciembre de 1702, aún se puede escuchar el eco de una respiración desesperada que emerge de la tierra, como si el espíritu de Mendoza siguiera pagando eternamente por sus crímenes.

La historia de Josefa permanece como testimonio de que la justicia, aunque tarde y de formas inesperadas, siempre encuentra su camino.